SEGUNDA OPORTUNIDAD

En el mismo instante en que estaba a punto de cometer el asesinato que había planeado a conciencia, una bala perforó su cabeza y le quitó la vida. Mientras caía, prácticamente muerto, lanzó una mirada hacia su objetivo y lo vio alejarse, perdiéndose en la distancia.

Su cuerpo fue alzado por dos fuertes matones a quienes no les importó que sus trajes negros se mancharan de sangre y lo trasladaron en el maletero de un  coche. Se detuvieron sobre el  puente de la ciudad y lanzaron el cadáver al río.

Cinco meses después regresó a la vida.

Y no lo hizo solo. Un ejército inmenso de muertos vivientes se levantó de sus tumbas. Nadie supo jamás la causa que hizo posible semejante barbaridad pero allí estaban, caminando por las calles, desorientados.

Avanzaban lentamente, con movimientos robóticos, con las cabezas inclinadas hacia un lado y observaban a su alrededor con la boca abierta y los ojos caídos, como si estuvieran allí contra su voluntad. El hedor a muerte que dejaban a su paso era insoportable.

Entre aquella marabunta de gente muerta que había recobrado la vida se encontraba nuestro amigo. No entendía lo que le estaba pasando. Todavía recordaba el disparo que le había destrozado la cabeza y notaba un dolor agudo en el centro de su cerebro. No podía verse, pero cualquiera que lo mirara descubriría un orificio desagradable en su nuca, el lugar por el que había entrado la bala. El trozo de acero no se había quedado dentro de su cabeza sino que había buscado un punto de salida y lo había hecho a la altura de la boca por lo que en lugar de una parecía tener dos. Aún así no sentía dolor.

Miró embobado a su alrededor. Imitó a sus compañeros y gruñó como lo haría un animal. Notaba sus piernas rígidas. No podía doblar las rodillas y se sentía ridículo avanzando de esa manera pero algo superior a él le obligaba a no detenerse en ningún momento. Vio a varios de sus compañeros y se llenó de horror. Eran cadáveres vivientes con todas las de la ley. Sus rostros estaban mutilados a causa de la putrefacción. El pelo hecho jirones, las moscas y los gusanos pegados a la carne  se movían asquerosamente, alimentándose de ellos. Olían mal. Apestaban. Y sin embargo, de algún modo le pareció divertido, sobre todo cuando vio que los vivos se asustaban y corrían despavoridos de un lado a otro. Huían de ellos como de la peste. Y hacían bien porque al verlos sintió un hambre atroz. No dudó en morder cuando pilló a uno de ellos. No le importó los gritos. No sintió los puñetazos que le daba. Simplemente disfrutó de su miedo. De la textura de la carne humana. Del sabor de la sangre. Jamás había probado nada tan maravilloso.

Prácticamente lo había devorado por completo. No lo había hecho solo. Otros muertos, quizá más vagos que el resto, se habían cansado de perseguir a los vivos y se acercaron hasta su comida. Gruñó para espantarlos. No lo hicieron. Comieron del cadáver. Hurgaron en su interior. Le sacaron las tripas. Le vaciaron el cerebro. Y a él, no le importó.

Con la barbilla manchada de sangre. Con restos de carne entre sus dientes. Con más hambre si cabe agitándose en su insatisfecho estómago, nuestro amigo avanzó sin rumbo fijo. Las cuencas vacías de sus ojos  se fijaron en las fugaces figuras humanas que trataban de encontrar refugio. Caían como moscas. Gritaban como cerdos. Sabían a gloria.

Mientras caminaba se topó con un grupo de muchachos adolescentes, tres chicas y dos chicos, que estaban siendo  rodeados por varios cadáveres putrefactos. Si en algún momento tuvo conciencia, si algo de ella yacía en algún punto de su destrozado cerebro, en aquél momento brilló por su ausencia. Se unió al festín. Era mucha comida. Y no fue suficiente. Tenía más hambre. Mucha más que al principio. Probar la carne humana no saciaba su apetito voraz hasta que algo brilló dentro de su cabeza. Un vago recuerdo que poco a poco fue cobrando fuerza en algún punto de su interior. Un rostro deforme que se presentó tras las sombras de su memoria. 

Se levantó. Dejó de comer. Ladeó la cabeza. Gruñó. Lanzó un lamento profundo que hizo volver la cabeza a varios muertos vivientes que pronto le obsequiaron con su indiferencia. Aquél rostro poco a poco se fue aclarando en su interior. Apretó los puños con rabia. Profirió un grito desgarrador, cubierto por la impotencia. Todos los cadáveres que estaban a su alrededor se apartaron de aquél loco y trataron de buscar comida en zonas más concurridas, libres de idiotas. Nuestro amigo hincó sus rodillas en el suelo y algo brotó de las cavidades que ahora eran sus ojos. Parecía sangre. Eran lágrimas.

Enterró su rostro consumido por la soledad de una muerte oscura y los gusanos que habitaban en sus cuencas vacías emergieron por entre sus dedos. Los recuerdos le torturaban.

No pudo matar a aquél hombre que ahora aparecía en su cabeza con una fuerza dolorosa. Matarlo era lo que más deseaba en los últimos instantes de su vida. Sabía que sería lo último que iba a hacer y sin embargo fracasó. No pudo llegar hasta él. Lo mataron antes. Y ahora, que había regresado a la vida, tal vez podía tener una segunda oportunidad.

Se levantó lleno de odio. La rabia recorrió su cuerpo. Sintió fuerzas. El hambre se anuló por sus ansias de venganza. Matar. Matar. Matar. No para alimentarse. Solo para descansar en paz, para que su conciencia recobrara la calma. No importaba otra cosa que acabar con aquél despreciable hombre que había destrozado por completo su vida.

Aquél hombre que se jactaba de haber asesinado a su esposa.
Aquél hombre que se burlaba de cómo había violado a su hija poco antes de quitarle la vida.
Sandra. Elena. Su mujer. Su pequeña. Sus dos amores. Muertas.  

Había fracasado. No pudo protegerlas. Y cuando la ira y la venganza tomaron posesión de él y buscó la manera de acabar con la vida del hijo de puta, también había fracasado. Y los recuerdos le torturaban. El dolor apretaba su corazón, un corazón que ya no latía pero que en ningún momento había dejado de sentir amor por una familia que no tenía y un odio hacia un hombre que merecía morir. Ahora, la muerte le había obsequiado con una segunda oportunidad. Sabía dónde se tenía que dirigir. Muerto, quizá, las cosas fueran más fáciles. Le mataría. Le arrancaría los brazos. Le partiría las piernas. Le sacaría los ojos. Le aplastaría la polla. Le cortaría la lengua. Le sacaría las tripas y se las daría a las ratas. “Después, si la muerte aún me mantiene en pie podré disfrutar de mi felicidad” pensó.

Se alejó del grupo de muertos que estaba sembrando el caos en las calles de la ciudad y caminó  hacia una determinada dirección. La imagen del desgraciado ya se había perfilado con absoluta claridad en su cabeza. Nada de disparos. Le partiría los huesos con sus propias manos. Le quitaría la vida con sus dientes podridos.

Avanzó y se topó con algunos vivos que corrían de un lado a otro. Al verlo, alguno tropezó y gritó al ver que se acercaba. Ni siquiera lo miraba. Tenía hambre, sí. Mucha. Demasiada quizá para despreciar tanta comida pero era superior la sed de venganza que sentía. Los recuerdos de Sandra y Elena bailaban en su interior. Escuchaba sus risas y mientras avanzaba las lágrimas no dejaron de bajar del lugar donde antes estaban sus ojos. La tristeza lo embargaba. Acabaría con aquél hombre. Eso era lo único importante.

Llegó a su destino. Lo que es la vida. O lo que es la muerte en estos casos, justo en ese momento el cerdo salía del portal con el rostro desencajado. Llevaba un par de maletines. ¿Dinero? ¿Drogas? ¿Qué más daba? Como el resto de los vivos, trataba de llevarse lo mejor de sus pertenencias para huir a un lugar seguro y empezar de nuevo. Pero nadie entendía nada en absoluto. Tampoco aquél idiota. El mundo se había ido a la mierda. No existía un lugar seguro para nadie en ninguna parte. Los muertos caminaban a sus anchas. Hambrientos. Deseosos de acabar con la vida en el planeta. Nadie estaba a salvo. Absolutamente nadie.

El hombre estaba acompañado de dos de sus gorilas. Nuestro amigo los reconoció de inmediato. Uno de ellos le había quitado la vida. Pero ahora estaba allí de nuevo. Muerto y coleando.

Al verlo aparecer los dos secuaces se montaron en el coche y se marcharon. Nunca sabrían quién era aquel muerto que caminaba hacia ellos. Y no tendrían tiempo de pensar en ello porque pocos minutos después caerían en las garras de un nutrido grupo de muertos vivientes que avanzaba por la carretera.

Su objetivo se quedó petrificado cuando lo vio. Le cambió la cara por completo. En un primer momento pensó que le había reconocido pero aquello era imposible. Su rostro debía de  ser una caricatura deformada  de lo que un día fue.

El hombre soltó los maletines de golpe y quiso huir. Fue torpe. Tropezó con sus propios pies. Cayó al suelo. Gordo y calvo. La cara regordeta y roja como la de un tomate. Pataleó. Se arrastró por el suelo. Suplicó. Gritó. Maldijo y lloró. Se tapó la cabeza con sus temblorosas manos. Aquello le pareció divertido. Saboreó su miedo. Se rió cuando descubrió que los pantalones de aquél estúpido se humedecían. Estuvo a punto de abalanzarse sobre el autor de la muerte de Sandra y Elena y lanzó un quejido hacia los recuerdos de su esposa e hija. Apretó los puños. Unió sus labios. Las lágrimas dejaron de brotar de sus cuencas vacías.  Oyó ruido a su espalda. ¡No!, aquél hombre era para él. No iba a compartir la comida con nadie. Tenía que sufrir. Morir lentamente bajo el yugo de su odio. ¡Nadie iba a impedirlo! No volvería a fracasar y con la idea de enfrentarse a los intrusos, vivos o muertos, se giró lentamente, con la fijación  de mantenerse muerto a toda costa, al menos hasta que aquél gilipollas muriera despatarrado bajo la atenta mirada de sus inexistentes ojos.

Y cuando logró girarse por completo se llevó una inesperada sorpresa.

Fue como una patada en los cojones. Un puñetazo en el estómago. Sintió dolor en el corazón. Volvió a llorar. Y dejó caer los brazos.
Allí estaban. Sandra. Elena. Sus dos amores.

Tenían buen aspecto. Apenas se parecían a la imagen que perduraba en sus recuerdos pero eran ellas. Estaban hermosas. Sandra con el cuello partido le miraba con la cara llena de pústulas malolientes y unos labios casi negros mientras que Elena, que llevaba un vestido blanco manchado de sangre y barro, tenía una fuerte herida en la frente y la boca torcida. Aún así, estaban preciosas, quizá como nunca lo llegaron a estar jamás. 

Se quedó petrificado. No podía dar crédito y sin embargo se llamó estúpido. ¿Cómo no había  imaginado que ellas también podían haber  regresado de la muerte? Estaban allí, frente a él. Como un milagro.

Elena tenía hojas en el pelo rubio, que goteaba empapado. Se veían sus brazos llenos de moratones, los pies descalzos y las piernas cubiertas de arañados. Sandra, por su parte, tenía una profunda herida en la garganta. Había muerto desangrada, agonizando. Movió la cabeza y creyó intuir que sonreía. 

Elena avanzó hacia él. Su rostro cadavérico y podrido parecía brillar de felicidad. Le hubiera gustado correr pero sus rodillas no se doblaban. Levantó los brazos. La cogió y la pegó a su pecho. La besó. Sandra se acercó y se unió a ellos.

El hombre gordo, la persona que había convertido la vida de nuestro amigo en un infierno, el responsable de la muerte de su esposa e hija, se escabullía por el suelo, a gatas, temblando como un sonajero, y logró avanzar varios metros. Asustado, se levantó. Los miró unos instantes y con la certeza de que no reconocía  a ninguno de los tres corrió, huyendo de aquellos monstruos imposibles.


Ya no importaba, pensó nuestro amigo, y volvió a abrazar a su esposa e hija. Se sentía dichoso y feliz. La muerte les había concedido una segunda oportunidad.


EL PRINCIPE

Dedicado a la memoria de Oier Machio Gamero “Machaca”

Caminaban por la vía del metro con una  parsimonia  inquietante. Habían salido de la boca del túnel como si, repentinamente, la oscuridad los hubiera vomitado. Eran tres figuras estremecedoras, muy altas y delgadas. Dos hombres seguían a  una mujer de larga cabellera dorada Los tres vestían con ropaje negro y llevaban una gabardina que les  llegaba hasta la altura de los tobillos. Su modo de caminar, la manera en la que avanzaban entre los raíles, les confería una apariencia misteriosa y aterradora, como si fuesen espectros salidos de ultratumba.

Todos los que aguardábamos en los arcenes la llegaba del metro nos quedamos boquiabiertos contemplando aquella escena que rezumaba un tufillo  que nos hizo palidecer. La mujer llevaba el pelo suelto y su larga melena lisa caía más allá de los hombros. Su rostro, bello como el de un ángel, tenía una tonalidad grisácea en el que destacaban sus labios rojos y las gafas oscuras que le cubrían los ojos. Los dos hombres que la seguían, ambos calvos como bolas de billar, expresaban en sus rostros una mueca demoníaca que nos obligó a apartar la vista de inmediato.

Mientras aquellas misteriosas figuras avanzaban sobre la vía, advertí movimiento a mi alrededor y descubrí que la gente estaba nerviosa y agitada. Al prestar atención y apartar la mirada de los singulares movimientos de los desconocidos, me di cuenta que bajando las escaleras que comunicaban los diferentes andenes avanzaban varias figuras oscuras de parecido corte a las que habían salido del túnel.  

Bajaban con lentitud, sin prisa. Y mientras lo hacían nos observaban a través de unos ojos oscuros, tan negros como la boca de un lobo. Y sonreían, mostrando unas dentaduras blancas y relucientes. 

Se me hizo un nudo en la garganta mientras miraba a todas aquellas personas hombres y mujeres ataviados con ropajes oscuros, en su mayoría de cuero. Las botas que llevaban resonaban al pisar las baldosas del suelo, como una cacofonía infernal, quizá como el rugido de un demonio, tal vez como la sonrisa de una manada de animales que ha cercado a su presa. Me estremecí y noté que mis piernas temblaban.

Nos vimos rodeados por los enigmáticos desconocidos. Las tres figuras que caminaban por las vías se pararon en seco y sus cabezas se movieron precisamente para observar al grupo en el que yo me encontraba. Lo hicieron con una lentitud pasmosa, como si no pertenecieran a este mundo. La mujer de cabellera rubia y labios rojos dejó que sus gafas cayeran al suelo y sus ojos brillantes de un color verde esmeralda me taladraron, como si estuviera estudiando mi alma. Sonrió y vi sus largos dientes crecer como las uñas de un hombre lobo. Miré a mí alrededor. Las bocas de todas aquellas figuras oscuras, de rostros grises y miradas severas, estaban abiertas mientras esbozaban  sonrisas perversas que dejaban ver lo afilado de unos grandes colmillos. Mis rodillas chocaron con el suelo. Comencé a temblar como un niño asustado. Tenía miedo.

Dos chiquillos que estaban cerca de mí corrieron para protegerse en los brazos de su madre. Dos chicas comenzaron a sacar fotos de aquellos seres con sus móviles mientras cuchicheaban entre ellas. Una señora mayor no dejaba de agarrarse un crucifijo que colgaba de su cuello al tiempo que dos hombres trajeados miraban a su alrededor con rostros temblorosos. 

Entonces, de repente, las tres figuras que estaban aún en las vías del metro realizaron una proeza imposible y saltaron hacia arriba, elevándose cuatro o cinco metros para precipitarse  violentamente sobre el arcén en el que yo me encontraba. Los tres cayeron en cuclillas y la mujer de pelo dorado no apartó su mirada de mí en ningún momento. Sonreía, pero su boca era atroz, monstruosa. Sus ojos se movían ávidamente, refulgiendo en ellos un brillo extraño y diabólico.

Primero sucedió en el arcén de enfrente. Fue de improvisto. Nadie estaba preparado para ello. Los gritos me obligaron a mirar hacia allí. Y me llené de horror.

Varias de aquellas criaturas cubiertas con  indumentarias negras, que parecían recién salidas de un festival de heavy metal, se abalanzaron sobre las personas que se encontraban allí, absortas contemplando la presencia de los desconocidos. Vieron cómo la tranquilidad que sentían mientras esperaban la llegada del metro se había visto truncada por la presencia de aquella banda extraña de seres. Como los leones que se lanzan sobre su presa, las criaturas destrozaron a todas y cada una de las personas, que no pudieron hacer nada por salvarse. Las agarraron y las hicieron gritar de dolor mientras sus dientes desgarraban las gargantas de los desdichados. La sangre saltó por los aires a borbotones mientras aquellas criaturas, monstruos con vaga apariencia humana, clavaban sus dedos de uñas afiladas en los pechos de sus víctimas, perforando la carne y arrancando de cuajo los corazones, aún calientes, que ya habían dejado de latir.

Vomité. Escuché entre arcadas que las personas que había a mí alrededor gritaban y trataban de huir. Después sus gritos fueron mucho más estridentes. Levanté la cabeza con miedo a presenciar el horror pero no pude bajar la mirada. Mis ojos, abiertos como dos huevos fritos,  se toparon con la aniquilación total de todas las almas inocentes. 

Vi a los dos niños caídos en el suelo y sobre ellos varias de aquellas cosas que les chupaban la sangre. El cadáver de su madre yacía algunos metros más adelante, vacía por completo.

Vi los dos cuerpos de las chicas tendidos en el suelo, con las cabezas ladeadas a un lado, con las gargantas abiertas de las que manaba sangre sobre la que muy pronto se abalanzaron las fantasmales presencias.

Vi el instante en el que la mujer del crucifijo recibía un mordisco en mitad de su rostro mientras la mano huesuda del agresor le arrebataba violentamente el objeto religioso y se lo metía en la boca para destrozarlo con los dientes.  Después, la mujer se precipitó al suelo y antes de que su cuerpo lo tocara otro ser la agarró entre sus brazos y le reventó la garganta de un gigantesco mordisco.

Vi a los dos hombres  trajeados correr en direcciones opuestas, ambos perseguidos por estos entes maléficos. Uno de ellos cayó despatarrado con un enorme boquete en su espalda, como si hubiera sido disparado con una recortada a bocajarro. El zarpazo que había recibido de uno de aquellos seres le había atravesado la piel y desgarrado varios de sus  órganos. Murió antes de tocar el suelo. No fue impedimento para que otro de los violentos seres, de pelo encrespado y botas cubiertas de barro, lo agarrara de la cabeza y lo arrastrara hacia una esquina, donde se inclinó sobré él para abrirle una herida en el cuello y vaciarlo completamente de sangre. El otro hombre no corrió mejor suerte. Escuché su grito y al girar la cabeza descubrí que  fue envestido por uno de los hombres calvos que habían surgido del túnel y lo despedazó en cuestión de segundos.

Traté de ponerme en pie. Quise pedir ayuda. Comencé a suplicar y enmudecí al notar frente a mí una presencia que percibía malvada. Levanté la mirada y allí estaba, el rostro gris plomizo de la mujer de pelo rubio que ahora me parecía perturbador y desagradable, con la intensidad de una mirada que procedía de unos ojos verdes y brillantes. La boca de aquella cosa estaba cubierta de manchas rojas, muy oscuras. La sangre bajaba por su barbilla y caía a través de la garganta, perdiéndose entre la apertura de un traje negro que ocultaba la redondez de sus grandes pechos.

Por fin pude levantarme. Quise retroceder cuando la criatura tendió sus manos hacia mí y avanzó. Miré de soslayo en rededor. Todos aquellos monstruos estaban ahora de pie, inmóviles. Miraban en mi dirección, como si estuvieran esperando que la mujer me destrozara de la misma forma que  ellos habían acabado con la vida del resto de los humanos. Y supe que en cualquier momento ella caería sobre mí. Podía sentirlo en la expresión de su diabólica mirada, en la lentitud de sus movimientos. Lo leía en su rostro. Lo notaba en el movimiento violento de la lengua que se veía tras la frontera afilada de unos colmillos manchados de sangre.

 Entonces, cuando creí que mi muerte estaba cerca ocurrió algo que me dejó perplejo. La mujer levantó su cabeza para dirigir su mirada más allá de  mi espalda y su rostro se cubrió de una expresión repugnante. Al mismo tiempo, todas aquellas criaturas hincaron una de sus rodillas en el suelo, colocaron sus manos sobre la otra e inclinaron la cabeza.

Desconcertado, estuve a punto de girarme cuando una mano enguantada se apoyó en mi hombro. Me sobresalté. Lentamente, temiendo enfrentarme a algo peor de lo que había visto hasta ahora, me giré para encararme con el recién llegado.

Era un tipo no más alto que yo, de fuerte complexión. Vestía una gabardina larga de cuero que no ocultaba el dibujo de la camiseta que llevaba y que correspondía a un famoso grupo de Black Metal. Los pantalones de cuero negro, ajustados y adornados con varias cadenas tenían el mismo dibujo que las botas camperas de larga punta y tosco tacón, también negras. Tenía pelo largo, liso, que le caía  más allá de los hombros y bajo su boca enseñaba una cuidada perilla que nacía de un grueso bigote no excesivamente poblado. Sonreía. Sus diminutos ojos me miraban directamente. La redondez de su cara me sorprendió. Había algo en él que me resultaba familiar pero no podía precisar de  qué se trataba.

Volvió a poner la mano sobre mi hombro. Lo hizo con fuerza. Di un respingo y me estremecí. Miré a mi alrededor. Allí estaban todas aquellas escuálidas figuras completamente inmóviles, como estatuas en un museo de cera. Rodilla en tierra, cabeza agachada, como si le rindieran pleitesía. 

Aquél tipo, sin quitar su mano de mi hombro, desvió la cabeza. El cuello le crujió como si sus vértebras se hubieran resquebrajado y miró directamente hacia la mujer. Yo hice lo mismo. Vi que ella agachaba la mirada y a pesar de que su rostro mostró cierta expresión de disgusto no dudó en indicar lealtad con la rodilla clavada en el suelo y su cabeza inclinada hacia delante. El tipo sonrió. Sus ojos oscuros ayudaron a que me sintiera un poco mejor y después me dirigió unas palabras.

-¿No me recuerdas, verdad?

Pese al temblor al pronunciar sus palabras, su voz, algo raspada, sonaba segura. Fruncí el ceño. Aquella voz… la había escuchado en alguna parte, hacía  años y no podía recordar dónde.

Me miró a los ojos. Sonreía. Su boca mostraba unos dientes tan blancos como el marfil. Vi sus largos y puntiagudos colmillos. No sentí miedo. Algo había en el interior de sus ojos, en la expresión de su mirada, que me tranquilizaba.

-Vaya, es un poco decepcionante. Han pasado muchos años desde la última vez que nos vimos pero aún recuerdo el fuerte apretón de manos  que nos dimos. ¿Me has olvidado?

Le observé con detenimiento. Sin duda él me conocía. 

Bajó los brazos y resopló. Miró a los monstruos que había a nuestro alrededor. A medida que iba hablando yo también los observé con miedo y recelo. Continuaban en la misma pose, como simples peones en un tablero de ajedrez, como súbditos mostrando lealtad  a su señor.

-Han pasado muchas cosas desde la última vez que nos vimos Fortu, cosas muy extrañas que nunca te creerías aunque después de ver lo que estos idiotas han hecho creo que te puedes hacer una ligera idea.

¿Fortu? Hacía mucho tiempo que nadie me llamaba así. Había sido un apodo que utilicé cuando era poco más que un mocoso adolescente y aquél tipo… lo sabía.

Busqué en mi memoria. Me sumergí en la expresión de su rostro bonachón, en su graciosa mirada, en su voz y entonces agrandé los ojos y me acordé de uno de los amigos que tuve décadas atrás, que siempre había apreciado y hacía años no veía.  Aún así, su nombre me salió a modo de pregunta, algo que lamenté inmediatamente.

-¿Oier?

¡Claro que era él! Ahora lo reconocía completamente. Su cara regordeta, su amplia frente, la misma  perilla que llevaba la última vez que lo vi. Me abrazó con la torpeza y brusquedad que siempre le caracterizó. Rió con aquella carcajada escandalosa y cuando se apartó para mirarme de nuevo sus ojos tenían un brillo de inmensa felicidad.

-¡Cuánto tiempo! ¿Eh? ¿Sigues con tus cosas paranormales, ya sabes, la ouija y todo eso?.-me preguntó.

-Bueno, lo dejé hace tiempo, o más o menos .-respondí algo nervioso. Naturalmente que se trataba de mi amigo pero algo había cambiado en él. Aquellos ojos brillantes, los colmillos, la gente que nos rodeaba y que habían acabado con la vida de muchas personas delante de mis propias narices y que parecían respetarle. Todo aquello no importaba. Oier me miró directamente a los ojos y sentí una paz inmensa. Comencé a olvidar los últimos acontecimientos, las muertes, la presencia de aquellos monstruos y al mirarle de nuevo lo vi como era hace años, más joven, sin esos dientes horribles que me ponían los pelos de punta. Lo vi como lo que era, mi amigo. Estaba lleno de luz. Parecía inmensamente feliz.

-Pues es una pena. Nunca debiste dejarlo, por cierto… ¿Sigues jugando a Rol? Me acuerdo mucho de mi Gangrel, creo que nunca pudimos  imaginar que tus historias eran más reales de lo que pensábamos. . Si yo te contara… es todo una completa locura pero  bueno…si miras a tu alrededor creo que puedes hacerte una pequeña idea.

No estaba entendiendo nada de lo que me decía aunque sí recordaba algunas cosas. Había pasado tanto tiempo…

-¿Sabes, Fortu? No tenías que estar  aquí. Yo te agradezco de corazón que hagas esto por mí, que escribas una historia.  Nunca he dejado de acordarme de ti pero no es bueno que tú hayas acabado en este enredo.

¿De qué estaba hablando?

-Todos estos perros hambrientos se han alimentado delante de tus narices. Se merecen un escarmiento y te aseguro que durante el Consejo se les impondrá una pena ejemplar  pero no debiste presenciar tan desagradables sucesos. Habrá resultado espantoso para tus ojos.

Entonces volví a recordar. Fue como una sacudida dentro de mi pecho. Las dantescas escenas que había presenciado, la sangre, las muertes horribles... Y las miradas perversas de aquellas criaturas. La delgadez de sus cuerpos. La tonalidad gris de su piel. Los afilados colmillos. Las largas uñas en sus huesudas y perturbadoras  manos. La rabia con la que atacaban. El hambre voraz con el que se alimentaban y bebían la sangre de los desdichados. Y ahora, todos ellos estaban de pie, mirándome directamente. Todos ellos tenían unas ganas tremendas  de abalanzarse sobre mí, de destrozarme, de arrancarme el corazón y estrujarlo entre sus puños, de beber mi sangre para después tirarme a las vías, como habían hecho con varios de los cuerpos. Miré a Oier. Su sonrisa me tranquilizó. Me observaba con sus ojos casi cerrados. Sabía que nuestra vieja amistad serviría de impedimento para que esas criaturas acabaran con mi vida. Sonreí.

En ese momento la boca de Oier se cerró de inmediato y su sonrisa desapareció al instante. La negrura de su mirada se oscureció más aún y dio dos pasos atrás.

-No puedo ayudarte, Fortu. Mis cachorros están hambrientos y necesitan acabar lo que han empezado. Sin testigos.

-Pero…

Se encogió de hombros. Levantó los brazos hacia los lados y sonrió.

-La verdad es que podría ayudarte, ¿Sabes? Soy dueño y señor de todos y cada uno de ellos. Me pertenecen. Son de mi propiedad a pesar de que alguno de ellos ambiciona el poder que heredé de  mi Mentor.-mi antiguo amigo miró hacia la mujer rubia y noté que ella lo fulminaba con la mirada. Abrió la boca y una lengua viperina asomó entre sus dientes. Aún así se contuvo. Mostró respeto ante la presencia de su Príncipe.

Vi que mi amigo estaba a punto de girarse. Sabía que en ese mismo momento, cuando me diera la espalda y comenzara a caminar alejándose, su séquito lo entendería como una señal de consentimiento y entonces me harían pedazos.

-Por favor, tú puedes impedir todo esto.-le dije con la voz temblorosa cuando vi que comenzaba a caminar.

Se detuvo en el acto. Giró su cuerpo y me dirigió una penetrante mirada. Sonrió. Contempló a su progenie  durante breves instantes. Se encogió de hombros y se acercó de nuevo.

Mantuvo una cándida sonrisa sobre  su poblada perilla y me volvió a colocar la mano en  el hombro.

-Tienes razón, Fortu, yo puedo detener todo esto. Lograr que olvides nuestra presencia. Dejarte marchar.-suspiré aliviado al escuchar sus palabras.-Pero no quiero hacerlo.

Bajó su mano y se apartó.

Todas aquellas criaturas aullaron como lobos enloquecidos bajo la luna. Atravesaron mi cuerpo con sus zarpas. Me mordieron. Me hicieron pedazos bajo la atenta mirada de mi viejo amigo hasta que dejé de sentir poco más que una impenetrable oscuridad.

Como recuerdo me llevé  impresa la imagen de mi colega, Oier Machio Gamero, que contemplaba, orgulloso y satisfecho,  el loable comportamiento de sus chiquillos.


Se alejó sonriendo.  Sabe que es  eterno. Se  ha convertido en inmortal.