EL JUEGO DEL DIA Y LA NOCHE

Ocurría siempre que llegaba la noche. 

Cuando el sol se ocultaba tras las montañas, los gritos en la habitación del niño sonaban con tanta agresividad que ninguno de los presentes tenía el valor suficiente para levantarse y acudir en su ayuda.  Permanecían sentados en el salón, con los rostros atrapados por el miedo, con las manos cubriéndose los oídos para evitar escuchar el espanto que salía de la garganta del pequeño: Alaridos horribles, llantos infernales, desgarros causados por una voz ronca que insultaba y maldecía. Y aquella tortura se mantenía hasta que el sol asomaba por el horizonte, con las primeras horas de la mañana. Pero mientras tanto, el infierno se desataba en la planta de arriba. Cada noche.

El sacerdote no llegó a entrar en la habitación. Al tocar con la mano el pomo de la puerta y notarla tan fría como el hielo, decidió bajar y reunirse con la familia. Temblaba de miedo, su voz quebrada apenas fue audible. Nadie entendió las palabras que pronunció. Después se marchó, envuelto en su sotana y agarrando el maletín donde llevaba  “las armas del Bien” como él mismo las había definido. Se alejó de la casa con prisa mientras en la habitación del pequeño brotaba una carcajada siniestra, seguida de nuevos insultos y vejaciones, esta vez dirigidos al ministro de Dios.

Se miraron aterrados. Una noche más se sintieron indefensos.

El Mal se había adueñado del pequeño. Entró en su cuerpo y violó su alma. El tormento del infierno se desató en su interior. Las convulsiones de su cuerpo. Las marcas horribles en las palmas de las manos y pies. La sangre que resbalaba por sus mejillas y aquellos ojos diabólicos. El rostro desfigurado del niño. Su voz ronca que recitaba letanías macabras en idiomas extraños. Los trozos de cuerda que salían del interior de su estómago, como cadáveres rotos de serpientes. El aullido de los lobos en el exterior. Los cánticos satánicos de demonios invisibles. El intenso frío que emanaba de la habitación y su olor putrefacto. Los vómitos del muchacho. Sus gritos de dolor. Y nadie, absolutamente nadie, podía hacer nada por aliviar tamaña tortura…

…hasta que las sombras se esfumaban con el frescor de la mañana y entonces, sólo entonces, llegaba la calma.

El niño exhausto en su cama. Fatigado y enfermo. Con sus ojos sin el brillo de la vida. Su alma rota y abandonada. Reposa en silencio, sin conciencia.

Sus padres a los pies de la cama. Observan con lágrimas en los ojos. No se atreven a tocarlo ¿Y si el simple contacto les contagia el Mal? 

Sus hermanos mayores se sienten impotentes.  Su hermana pequeña observa sin comprender. La lenta respiración induce a pensar que en cualquier momento el niño morirá. Rezan para que por fin el Señor se lo lleve. Como expresión de su crueldad más infinita el crío seguirá  con vida. 

Y el tiempo no se detendrá. Caerá la noche. Y con ella las tinieblas.

Entonces el Mal volverá a rasgar su inocencia y penetrará violentamente en su interior. Regresarán los horrendos gritos de dolor. De nuevo las convulsiones y los insultos, las lamentaciones y las vejaciones más infames. 

Cerrarán la puerta para no verlo. Se cubrirán los oídos para no escucharlo. Pero el Mal azotará el alma del muchacho y hará de su cuerpo su posesión más preciada. Se burlará de él. Lo humillará. Le provocará lesiones. Se jactará de su poder. Y en su libre elección lo irá conduciendo un poco más hacia la profundidad del infierno...

…hasta que el día decida que ya es suficiente, que es necesario concederle una tregua, para que descanse, para que no muera. Y la oscuridad aceptará las reglas. Se alejará. Las sombras abandonarán la habitación. Las tinieblas se esfumarán en un abrir y cerrar de ojos, dejando pura su alma…

…hasta que vuelva la noche. 

Y con ella de nueva el horror de una maldad infinita que ahogará la conciencia de un alma pura sin apretar demasiado. Para no ahogarle. Para que no muera.




¡ROMPE EL SILENCIO!

Por unos momentos Mónica se imaginó que era otra mujer, con el mismo aspecto, la misma edad, pero con una identidad diferente y una situación distinta.

Hace mucho tiempo que le hubiera gustado ser cazadora de monstruos y tenía prácticamente todo para vencerlos. Llevaba una maleta en cuyo interior guardaba cabezas de ajo, una pistola con balas de plata, varias estacas, una vieja Biblia, un crucifijo bañado en oro y un martillo bendecido por el párroco local. 

Conocía a los monstruos. Tenía una habilidad innata para  identificarlos por muchos disfraces que pudieran ostentar y Mónica, en su imaginación, se veía luchando con todos ellos, a los que destruía uno a uno. En sus aventuras ficticias se encontraba a sí misma con el valor suficiente para adentrarse en las repugnantes guaridas de los monstruos, ese valor del que carecía en la vida real.

Daba igual la naturaleza de las criaturas que Mónica aniquilaba: vampiros sedientos de sangre; muertos vivientes que anhelaban cerebros humanos: diablos repugnantes en busca de almas tiernas e inocentes… daba igual el poder que ostentaran o los poderes que expresaran con sus malas artes, ella siempre estaba ahí, con su látigo y sus artilugios mágicos. Todos caían. Siempre vencía. 

Así era su vida en la ficción, cuando se tumbaba en la cama y cerraba los ojos para olvidar. Su imaginación recorría parajes oscuros, donde las sombras se convertían en el abrigo de los monstruos. Luchaba contra ellos. Vencía cada batalla. Los destruía…

…pero aquello no evitaba que el dolor de los golpes propinados en su vida real desapareciera. Los moratones en su cara, las heridas en la boca a causa de los puñetazos, su alma fragmentada en múltiples pedazos, todo aquello nunca se esfumaba. Y nada tenía visos de cambiar.

Lloraba. Cada día. Cada noche Cuando el monstruo real, el de carne y hueso, entraba por la puerta malhumorado y  borracho y se quitaba el cinturón. 

Para ese monstruo Mónica no tenía valor. No podía enfrentarse a él. ¿Dónde estaba la valiente heroína que se imaginaba ser en lo más profundo de su imaginación y que combatía a  perversas criaturas?  Ella no era así…

…se dejaba pegar puñetazos. Encajaba las patadas con apagados quejidos porque si gritaba él la golpeaba con más fuerza. Y no podía llorar porque el monstruo se enfadaba y la encerraba en el cuarto de baño…

…y en las noches, cuando el engendro respiraba en la cama y vomitaba su borrachera, ella se cobijaba en un rincón y se abrazaba a sí misma para llorar, con los labios partidos, el ojo hinchado y la nariz sangrante.

Todos sus sueños se habían desparramado por el suelo y sus esperanzas se arrastraban como serpientes entre la mierda y la basura que era su día a día.  Cada vez era peor y la Mónica de sus sueños, capaz de acabar con los monstruos, no existía más allá de la ficción. Esto era la vida real y en la vida real existen los monstruos y campean a sus anchas. Nada podía hacer.

Le faltaba valor.

Vivía bajo la tierra de la desgracia, dentro del tormento de un ataúd invisible, en el interior de una prisión donde  no era más que una esclava bajo el yugo de un cruel y despiadado dictador, aborrecible y repugnante, que no era más que su dueño.

Ella le pertenecía…

…hasta que una voz surgió en su interior, procedente de lo más hondo de su ser:

—¡NO!

Una sensación extraña la invadió y poco a poco se vio superada por las ganas de levantarse y abandonar aquél rincón.  En la habitación, el monstruo dormitaba, probablemente hundido en sus propios vómitos. Roncaba y el sonido que emitía su garganta resultaba  tan desagradable como los insultos que a diario le profesaba.

Mónica comenzó a caminar. Sus piernas temblaban pero pronto se tornaron seguras. Su corazón latía de manera vertiginosa hasta que las palpitaciones fueron cobrando la calma. Tenía miedo, miedo a que el monstruo despertara y la encontrara allí, que conociera sus planes y que la arrojara al infierno de nuevo. Y ese miedo, a pesar de que no desapareció del todo, se fue transformando en valor. Y por primera vez en toda su vida, Mónica se sintió como la Mónica que se imaginaba en sus sueños. Sonrió, como no lo había hecho durante los últimos años. Apretó los puños y se acercó al teléfono.

Ella no era de nadie.

Ella valía.

Ella no tenía por qué soportar aquella tortura.

Tenía derecho a vivir.

Podía vencer al monstruo.

Descolgó el teléfono y tomó aire.  Marcó el número 016. Todo cambiaría a partir de entonces.  El proceso iba a ser largo y angustioso. Era el primer paso para vencer al monstruo.

Con el tiempo ella se sentirá  libre… 

…y volverá a sonreír.