Dedicado a los habitantes de Apatamonasterio.
Al principio todo parecía inofensivo, nadie podía prever las consecuencias que desataría la infestación.
Había escuchado que en uno de los edificios cercanos se desencadenó recientemente una plaga de cucarachas. Vinieron de alguna parte sin que nadie supiera en realidad el origen pero los inquilinos de aquel bloque estaban nerviosos. Habían detectado un buen número de esos bichejos en las lonjas situadas en la parte trasera del edificio e incluso varias cucarachas campaban a sus anchas en la parte baja del portal. Al parecer fue algo incómodo y en el momento en que la familia que residía en uno de los pisos detectó un par de ejemplares correteando bajo la cama, se alzó la voz de alarma. Los vecinos contrataron a una empresa fumigadora y para cuando vinieron, las lonjas estaban ya atestadas de ellas e incluso varios vecinos alertaron de la presencia de las repugnantes cucarachas en sus cuartos de baño, cocinas y habitaciones.
La noticia llegó a mis oídos el mismo día en que una vecina afirmó ver una cucaracha saliendo debajo del felpudo de una de las puertas cercanas y precipitarse a la carrera hacia el ascensor, colándose por la ranura inferior. Este caso desató una especie de pánico entre mis propios vecinos y a mí me pareció divertido porque no pensaba, nadie podía imaginar siquiera, que esto cobrara las dimensiones que se alcanzaron.
Para mí fue algo ridículo que pocas horas después del avistamiento, otra de mis vecinas nos comunicara, muy agitada y nerviosa, que había visto otra cucaracha en el segundo piso, sobre las escaleras, y que acertó a pisarla. Describió con asco el sonido del pequeño cuerpo al ser aplastado por la zapatilla. Esto desató la histeria, la sinrazón y lo que cualquier psicólogo definiría como un contagio colectivo causado por el miedo.
Yo no podía parar de burlarme cuando notaba la preocupación en los rostros de todo el vecindario, e incluso advertí cierto temor en otros habitantes de la población, que temían que las cucarachas se colaran en sus respectivos hogares. Fueron momentos divertidos pero también desagradables. Se celebraron reuniones de vecinos para abordar el problema y se conocieron testimonios de personas que decían que habían visto cucarachas en algún bar o tienda; a veces insistían sobre la existencia de algunas por nuestro portal. Yo lo atañía a la simple casualidad, a la histeria, dudaba mucho que la plaga del edificio cercano hubiera sobrevivido a la fumigación y las cucarachas escaparan de la muerte para invadir ahora nuestro territorio. Pero es evidente que me equivocaba. Habían venido, pero no una o dos, sino más, muchas más.
Mis vecinos echaban insecticida en sus felpudos, sobre los pies de las puertas de entrada, para menguar las intenciones de las cucarachas. Obraron igual sobre los marcos de las ventanas, que pese al calor permanecían cerradas. Cuando alguien manifestó que había visto una caminando con suma tranquilidad por mitad del pasillo de su casa, a todos se nos congeló el aliento, a mí también. La cosa parecía seria e iba en aumento. Ya estaba todo perdido pero aún era pronto para saberlo.
Al principio me pareció gracioso que en comercios y restaurantes sus dueños echaran insecticida en la entrada para evitar la incursión de estas alimañas, todo ante sus clientes, como haciéndoles saber que la plaga había afectado a sus locales. Era un poco absurdo, sobre todo cuando leí en prensa las declaraciones de algunos vecinos, con sus historias rocambolescas y un pelín exageradas no sé bien si para formar parte del espectáculo mediático o para destacar de los que en silencio trataban de socavar el problema. Y aunque todo esto era entretenido y una novedad en el pueblo, fue un poco desagradable presenciar acusaciones y discusiones entre vecinos, que fantaseaban y especulaban sobre el foco de la infestación. En realidad poco importaba de dónde habían venido, el problema era que ya se encontraban entre nosotros.
No quise darle importancia aunque yo mismo permití que una vecina rociara mi puerta con insecticida y también seguí las indicaciones que señalaban que las cucarachas podían subir por las tuberías y colarse por el desagüe de la bañera y los lavabos. No daba crédito a estas afirmaciones, me parecía algo descabellado a pesar de las trampas que habían puesto en algunas zonas del pueblo una empresa dedicaba al exterminio de plagas. Por aquello del “por si acaso” decidí colocar tapones en el desagüe del baño y la cocina y como no disponía de un tercero opté por depositar un vaso invertido sobre el lavabo, para detener la intromisión de las cucarachas si ellas decidían visitarme. Fue al día siguiente cuando la sonrisa se borró de mi rostro, cuando comprendí que la plaga era real y que teníamos un problema entre manos que requería una pronta solución. Tal vez debí marcharme unos días o insistir en el ayuntamiento, apoyando a mis vecinos, para que tomaran cartas en el asunto. No hice nada, ni siquiera poner en conocimiento mi descubrimiento.
Desperté a las ocho de la mañana y acudí al cuarto de baño. Oriné y cuando me fui a lavar las manos descubrí que en el interior del vaso había atrapadas media docena de cucarachas que debían haber salido del desagüe. Sentí un escalofrío y mucho asco. Las vi allí dentro, tratando de escapar de una prisión de cristal con la que ninguna de ellas contaba, con esas patitas dobladas y las antenas saliendo de su cabeza, agitándose, observando. Di un salto hacia atrás, muy asustado. Acabé con ellas, aunque al levantar el vaso trataron de salir en todas direcciones, como si estuvieran coordinadas, dirigidas por una mente superior que procurara que al menos una de ellas lograra huir de mis ataques violentos y así tener la oportunidad de reproducirse y extender la plaga. Las maté, aplastadas, sus cuerpos crujieron cuando las machaqué. Con la piel de gallina y a punto de vomitar, volví a colocar el vaso que había evitado que entraran en mi hogar.
Evidentemente yo era muy confiado y estaba equivocado porque, en contra de todas mis expectativas, las cucarachas…
…¡ya estaban dentro!!
Desconocía que las cucarachas rehúyen la luz, que es cuando dormimos, con las luces apagadas y el silencio quebrantado solo por nuestras respiraciones, cuando ellas salen de sus escondites y deambulan emergiendo de los lugares más húmedos y calientes para buscar comida, morder cartón y libros y corretear de un lado hacia otro como un ejército invasor que se propaga a través de un nuevo reino que les pertenece. Suben y bajan por las paredes; salen de debajo del fregadero, de detrás de la nevera. Se cuelan debajo de las camas; se meten entre la ropa; anidan en el interior de las zapatillas. Pasan por las rendijas de las puertas cerradas; recorren con tranquilidad el interior de la bañera; suben y bajan por las paredes; se colocan sobre las lámparas y parecen observarnos en silencio; sabedoras de que ellas tienen el absoluto control. Entran en los armarios; yacen ocultas en las cortinas, expectantes, aguardando el momento. Procrean entre la fruta; se detienen sobre las mesas; mordisquean el plástico que envuelve la comida para contaminar con su presencia el interior de los envases. Defecan casi imperceptiblemente y “muerden” porque, aunque no lo creas, atacan al ser humano…
… tal y como sucedió en Apatamonasterio.
Era tal el número desorbitado de la plaga que nos invadió que nada pudimos hacer para exterminarla. Vencieron. Causaron la desolación. Sembraron el terror. Provocaron la muerte, que atrapó a todos los habitantes excepto a los pocos que pudimos huir y sobrevivir.
Yo tuve suerte. Estaba durmiendo, no podía saber que ellas habían logrado desencajar el tapón gracias a la presión ejercida por un considerable ejército y salían a decenas del desagüe de la bañera con calma al principio, como si estuvieran esperando una represalia a su avance, para después corretear furtivas y distribuirse por cada rincón del piso. No podía imaginar que muchas de ellas habían tomado la cocina, recorriendo la mesa, invadiendo las sillas, colándose en los armarios e incluso, y no me explico cómo pudieron hacerlo, introduciéndose en la nevera. Decenas, cientos, probablemente miles.
No podía saber que ellas habían entrado también en mi habitación, mientras dormía. Pequeñas, casi diminutas, pasaron por debajo de la puerta y como un abanico el cordón negro que formaba la hilera de cucarachas se abrió y se expandió, subiendo por las paredes, trepando por entre los libros y colocándose, como una numerosa guarnición a expensas de recibir la orden de atacar, bajo mi lecho. Algunas treparon por las patas de la cama y cada vez subían más, caminando con lentitud pasmosa sobre la colcha que me cubría. La mesita de noche se llenó de cucarachas, los pequeños cuerpos unidos eran tan numerosos que cubrieron por completo el móvil. Varias de ellas se adentraron bajo las sábanas y comenzaron a caminar por mi cuerpo. Treparon por mis piernas, con rapidez. Llegaron a mis muslos. En pocos segundos la almohada estaba completamente cubierta de un manto negro y repulsivo que se agitaba como un corazón podrido. Las más atrevidas caminaron por mi cabeza, pisaron mi cara y las más valientes buscaron un orificio para colarse en mi interior. Estaban a punto de entrar a través de mi boca, oídos y nariz cuando un alarido desgarrador procedente de alguno de mis vecinos me despertó de inmediato. Eso me salvó la vida aunque a día de hoy no sé si la suerte se me acabó en el preciso instante en que me libré de este repugnante asedio.
Alargué la mano para encender la luz. Mis dedos tocaron los cuerpos duros de un par de cucarachas y cuando la luz se hizo descubrí el horror que me rodeaba.
Bajé de la cama de un salto. Mis pies desnudos aplastaron algunas de ellas, otras se colaron entre los dedos, muchas se apartaron, varias de ellas aún correteaban por mi cuerpo. Me sacudí lleno de terror y me apresuré a salir de la habitación. Cientos de cucarachas correteaban por las paredes y la puerta, se escondían en las estanterías y armarios, otras trataban de alcanzarme. Salí al pasillo. Estaba limpio por completo, sin la presencia de estos bichos hasta que me di cuenta que las que había en mi habitación salían de ella y me seguían. Afuera, en el portal, los gritos se producían, escuchaba portazos y el ir y venir de mis vecinos. Supe que ellos estaban pasando exactamente por lo mismo.
Entré en el comedor de forma apresurada y descubrí que allí sí había cucarachas. El sofá estaba oculto bajo millares de cuerpos oscuros que palpitaban. La pantalla de la televisión estaba detrás de horripilantes cucarachas que iban y venían en todas direcciones. El extraño y angustioso sonido que salía del interior de los armarios indicaban que ellas se ocultaban allí, en un número incalculable.
Cogí las llaves del coche. Las cucarachas me rodeaban, subían por mis piernas, caían del techo para aterrizar en mi cabeza y cuerpo y entonces sentí las primeras picaduras. ¡Me estaban mordiendo!
Dolía. Eran como insignificantes puñetazos que unidos me causaban un dolor agudo y casi insoportable. Me sacudí y salté para librarme del ataque. Estuve a punto de caer y eso habría significado mi muerte, porque las cucarachas no tendrían tregua. Mi cuerpo hubiera quedado, en breves segundos, completamente sepultado por su asquerosa presencia y sé que me habrían devorado vivo.
Abrí la puerta de entrada y salí. Mis vecinos escapaban de sus casas, bajaban las escaleras, llevaban enseres, a sus hijos y mascotas en brazos. Corrían despavoridos, con sus rostros atrapados por el horror y la desesperación. Crucé mi mirada con varios de ellos. Noté la impotencia en sus ojos y me vi reflejado en todos ellos. Teníamos que marcharnos, huir del edificio, llegar a la calle.
Las paredes estaban tapadas por millares de cucarachas, la mayoría pequeñas pero se podían apreciar algunas del tamaño de pequeños roedores. Desprendían un olor extraño, a basura y podrido, producían un ruido que se te metía en la cabeza y te martirizaba. Sé que mientras corría, ellas se mantenían adheridas a mi cuerpo, notaba como correteaban por mi cara, como me mordían los brazos, como bajaban y subían por mi espalda y trataban de colarse por mi boca. Y lo sé porque así veía a mis vecinos, huyendo de sus hogares infestados por una plaga demoníaca pero llevándose con ellos decenas de cucarachas, pegadas como sanguijuelas.
Los gritos y los lamentos sonaban como una letanía escrita para el diablo, una mujer tropezó y rodó por las escaleras. Ellas se abalanzaron sobre la desdichada, convirtiéndola en una presa que no podía escapar de la muerte. Mi primera intención fue ayudarla pero las cucarachas se precipitaron a una velocidad demoniaca, como si todas ellas vieran que quedaba tendida en el suelo, indefensa. Por un momento la atención de las cucarachas se centró en la mujer, cuyos gritos y movimientos quedaron ahogados cuando su cuerpo se convirtió en una montaña oscura que pronto dejó de moverse.
Aproveché el desconcierto para correr hacia abajo. Adelanté a un hombre mayor. Supe, mientras pasaba a su lado, que el pobre no llegaría hasta la calle. Caminaba despacio, apoyándose en el pasamanos y con el rostro desencajado por el miedo. Uno de sus ojos estaba tapado por cinco o seis cucarachas que parecían querer perforarlo mientras sus piernas ya no existían, en su lugar, una maraña de cucarachas subía y bajaba a una velocidad vertiginosa. Lo sentí por él, lo conocía de toda la vida, pero yo ya no podía ayudarlo.
Llegué hasta el portal. El ascensor se abrió y dos padres con sus hijos salieron. La mujer lloraba, su rostro estaba en carne viva, mientras su marido agarraba a sus hijos para alejarlos del horror. Sin embargo, el horror ya tenía el control y ellos estaban acabados.
Los dejé atrás. Salí a la calle. El suelo estaba plagado de cucarachas que deambulaban en todas direcciones. Corrí. Mis pies descalzos notaban los cuerpos aplastados de las cucarachas que iba pisando, pero también apreciaba sus pequeños mordiscos. Sangré y seguí corriendo, agitando los brazos, tratando de quitarme todas las que tenía encima, incluso atrapé una de gran tamaño que se había hecho hueco entre las más pequeñas para lograr pasar por la abertura de mis labios. La mordí y sentí nauseas al quedarme con su cuerpo partido en dos entre los dientes. Escupí, en ningún momento dejé de correr.
La calle estaba infestada de cucarachas. Había millones y se encontraban por todas partes. Las fachadas de los edificios cercanos estaban asediadas por los pequeños cuerpecitos de una plaga que trataba de colarse en el interior de las casas. Los gritos lejanos y el correr de la gente de un lado para otro me indicaban que la población, en toda su extensión, se encontraba en la misma situación.
Todo era una pesadilla, un horror imposible, como si las puertas del infierno se hubieran abierto para dejar escapar el abanico del apocalipsis. Esto era el final.
Vi llamas en un edificio, gente asomaba en las ventanas que proferían gritos de auxilio y aquellos alaridos enmudecieron cuando las cucarachas taparon sus bocas y penetraron en su interior para comenzar a devorarlos.
Una mujer cayó a pocos metros de mí. Pude ayudarla pero seguí corriendo. Un coche pasó a mi lado, las ruedas aplastaban centenares de cucarachas que cubrían el asfalto como una marabunta. En su interior, una familia huía del horror. Creí ver, tal vez fruto de mi imaginación, que en el rostro asustado de uno de los niños, que me observaba horrorizado detrás del cristal, uno de aquellos repugnantes insectos caminaba con extrema lentitud. Estaban perdidos porque ellas…
…ya estaban dentro.
Corrí, pisando el rio de cuerpos oscuros que yacía bajo mis pies. El sonido de sus cuerpos al ser aplastados se colaba en mi cabeza como una pequeña tortura y sentí los pequeños mordiscos y el escalofrío que producía notar que subían a través de las piernas y caminaban por mi espalda.
Un hombre rociaba con insecticida su cuerpo. Era inútil. Ellas ya lo habían atrapado. De las alcantarillas no dejaban de salir miles y miles de cucarachas, de tamaños diversos y todas ellas con intenciones malévolas. Tenían el control, el pueblo al completo estaba invadido por estos seres que habían salido de la nada en un número tan elevado que más parecía producto de una maldición que un castigo de la naturaleza.
No había exterminio posible, poco podíamos hacer contra nuestro inminente final. Porque la muerte caminaba en aquellos repugnantes bichos, mirara a donde mirase la atrocidad se había establecido. La gente abandonaba sus hogares, huía, se marchaba pero muchos caían muertos y sus cuerpos eran devorados por las repulsivas cucarachas. Aquellos que pretendieron ocultarse en los cuartos de baño, camarotes, lonjas o coches fueron finalmente alcanzados por el manto fatídico de la plaga. La muerte había llegado de forma despiadada y huir era la única alternativa posible.
Yo abrí la puerta de mi lonja. Allí estaban, cubriendo el suelo, tapando el coche, como si estuvieran esperándome. Se me ocurrió abrir la manguera de agua que tenía instalada y primero dirigí la presión sobre mi cuerpo, tratando de quitármelas de encima. No fue fácil, ellas se agarraban como larvas, con sus finas patitas para evitar ser expulsadas, aunque lo logré. Después apunté al suelo y el agua barrió sus cuerpos, que se movían unos encima de otros. Eran demasiadas para abrirme paso entre ellas. Mientras yo atacaba por un lado ellas accedían a mí a través de otros flancos. Me dio la impresión de que actuaban con inteligencia, como si todas y cada una de ellas fueran dirigidas por el mismísimo Diablo.
Desistí. Salí huyendo. Derrotado. Corrí sin rumbo fijo mientras veía precipitarse a personas que se lanzaban por las ventanas, otras caían al suelo en mitad de la calle. Nunca olvidaré sus gritos, jamás borraré de mi memoria el horror al que asistí aquella noche. Lloré mientras corría, mientras golpeaba mi cuerpo para quitarme de encima las cucarachas que persistían en su ataque. Me sentí orgulloso al ver que algunos vehículos se alejaban en la distancia, huyendo de la población y aplaudí la suerte de las personas que iban en su interior y que habían logrado abandonar la población . Aún así, tuve la sensación de que se llevaban el horror a otra parte, estaba convencido de que ellas también viajaban en el interior de esos coches, para trasladarse a otros lugares, sembrar el terror y continuar con la tragedia.
Tal vez tuve suerte, no lo sé. Un coche se detuvo a mi lado. En el asiento trasero iban dos chicas y detrás del volante un viejo conocido. Me invitó a subir, en realidad me gritó para que lo hiciera.
Arrancó antes de que pudiera cerrar la puerta. A toda velocidad cruzamos el pueblo en dirección a Durango, población que parecía descansar en paz, al menos no parecía que hubiera presencia manifiesta de plaga alguna aunque en nuestro caso el espanto había comenzado poco a poco para estallar de repente ante nuestras propias narices. No paramos, seguimos conduciendo, alejándonos de lo irreal. Dentro del vehículo conseguí acabar con todas las cucarachas que me habían acompañado, o confié en que así había sido. Estábamos a salvo, al menos de momento.
Han pasado muchos años desde aquello aunque mis recuerdos no se han deteriorado. Las pesadillas acuden cada noche para atormentarme, como una maldición perpetua. Nadie ha podido explicar lo que ocurrió en Apatamonasterio, de dónde surgió la infestación y por qué resultó tan agresiva. Nadie tiene respuestas, absolutamente nadie.
Hoy, Apatamonasterio es una población fantasma, un pueblo abandonado y temido por maldito. Nadie regresó a sus hogares, nadie quiso habitarlo de nuevo. Sus calles permanecen desiertas, los edificios vacíos. El silencio, opresivo y de color sobrenatural, se alza en cada rincón, como fantasmas errantes. Un hedor nauseabundo, podrido, contamina la atmósfera. Los coches pasan de largo, nadie se detiene, nadie lo visita. Es un emplazamiento tabú. Nadie habla, nadie quiere recordar. Los supervivientes han empezado de nuevo en otros lugares. Continúan teniendo miedo, miedo por todo lo perdido, por aquello que no pueden explicar. Precisan olvidar.
Yo, tal vez, algún día regrese. Necesito volver, caminar por lo que antes era un pueblo lleno de vida. Me gustaría entrar en mi casa, tumbarme en mi cama con la tranquilidad que cualquiera de nosotros debería disponer en su propio hogar. Lo haré, ignoro cuándo pero sé que volveré porque Apatamonasterio es mi pueblo, un pueblo donde la muerte se huele.
Tal vez aún permanezcan allí, ocultas, esperando nuevas presas de las que alimentarse. Quizá se escondan en lugares húmedos, bajo las camas, detrás de las neveras. Es posible que todavía aguarden el momento idóneo para manifestarse de nuevo. Y en realidad no me importa, tampoco iré solo.
Durante estos años he aprendido a convivir con ellas. Las he criado y alimentado. Siento que me escuchan, que me entienden y parece que, a veces, obedecen mis pensamientos. Tengo la bañera llena de ellas, de tamaños diversos y formas dispares. Dispondré de un par de miles y son obedientes. No salen de allí si yo no se lo indico. A veces dejo que deambulen por el piso y hasta permito que varias de ellas vaguen por el portal para colarse en la casa de alguno de mis vecinos, para que puedan hacer sus nidos, procrear y expandirse. Sé que no actuarán si no se lo ordeno, esta vez nada escapará a mi control porque, por una vez en la vida, soy yo quien ostenta el poder.