LAS HIJAS DE LA BRUJA


Mientras la bruja arde en la hoguera ante una muchedumbre  que jalea la ejecución sin importarle  los berridos demoníacos que profiere la garganta rota de la asustada mujer ni el olor a carne quemada que desprende su cuerpo al ser consumido por las llamas, sus dos hijas yacen colgadas en el patio de la plaza mayor. Han sido ahorcadas minutos antes de que la hoguera fuera prendida.

Los ojos de la bruja se dirigen hacia el balanceo de los diminutos cuerpos de sus niñas; han cubierto las cabezas de las pequeñas con  capuchas negras. Derrama lágrimas mientras su cuerpo se envuelve más y más en las llamas que prenden su ropaje y su pelo. Deja de gritar para encomendarse al Diablo y aúlla como lo haría un lobo invadido por la rabia al ver con sus propios ojos el sacrificio de sus cachorros. 

Entre las llamas surge el rostro demoníaco de un ser infernal que la observa, o eso cree entender la bruja. Tal imagen pasa completamente desapercibida para la muchedumbre, que ríe a carcajadas mientras la insultan, acusándola de brujería, de copular con el Diablo  y de atentar contra la dignidad del Señor. La bruja recibe el impacto de varias piedras que proceden de la rabia  de los más exaltados. Algunas impactan en su cabeza, otras en su cuerpo, pero ya no siente dolor; es  tal la voracidad de las llamas que sus gritos agónicos pronto enmudecen por completo, sustituidos por el sonido del crepitar de un fuego que no tiene compasión. La bruja deja de moverse y antes de caer al suelo para entregarse por completo a las sombras, dirige una última mirada hacia los cuerpos de sus hijas. La tristeza la embriaga y una sensación de extrema impotencia se erige como  único acompañante en su viaje hacia la oscuridad.

En el último estertor, cuando su cuerpo es ya un amasijo de carne chamuscada y las llamas la han envuelto por completo, la bruja sufre una convulsión y su garganta comienza  a proferir una carcajada siniestra que hace  enmudecer a toda la muchedumbre. La bruja ríe y se burla de ellos, maldice a todos los presentes y a cada uno de sus descendientes. Ha detectado movimiento en los pies de una de sus dos pequeñas. Sus cuerpos colgados de la soga que penden de uno de los árboles de la plaza se han agitado. Aquello solamente es  el comienzo.

La bruja se extingue  entre las llamas. Sus maldiciones acaban en el instante en que el fuego se torna si cabe más furioso. No se escuchan nuevas carcajadas en el interior de una hoguera que desprende un pestilente olor a carne quemada. Sin embargo, con la bruja ya muerta y sus maldiciones extintas, la muchedumbre permanece  asustada, con sus bocas abiertas y el miedo atenazando cada una de sus expresiones. Muchos aún tienen piedras agarradas en sus manos y que acaban soltando, como si aquél pueril acto los convenciera de su no intervención en tan salvaje y cruel castigo.

Una voz valiente se alza entre el callado gentío, una voz que confiere cierta fuerza en varios de los presentes.

-¡Quememos ahora a sus hijas! ¡Que ardan sus almas en el infierno!

Nuevos vítores y aplausos. De nuevo la excitación acude al rostro de todos aquellos lugareños que ahora dan la espalda a la hoguera y se dirigen hacia el punto donde yacen ahorcadas las dos hijas de la bruja.

Nadie se ha dado cuenta del apenas perceptible movimiento de uno de los cuerpos, cuya cabeza se ha agitado dentro de la capucha. La muchedumbre se dirige presurosa hacia los cadáveres de las niñas, que han muerto ahorcadas ante la visión de su madre. Se olvidan de la hoguera. Las llamas ahora son más bajas y el fuego consume la madera mientras crepita entonando una cacofonía inquietante. Del cuerpo de la bruja no queda más que huesos calientes y un olor nauseabundo.

-¡Echadlas al fuego!.-vocifera una mujer cuando dos hombres tratan de bajar  los cuerpos muertos de las niñas.

-¡Que se reúnan con su madre!

-¡Mandémoslas al infierno!

Los  hombres se apresuran  a descolgar los cuerpos de las dos niñas. No tienen ningún miramiento con ellas, no sienten respeto sino asco e inquina. Cortan las sogas que mantienen a las pequeñas sujetas en el aire y sus cuerpos se precipitan al suelo produciendo un ruido tosco que provoca una respuesta de excitación entre el gentío, que aplaude y grita exaltado. Esos aplausos, esos gritos, han impedido escuchar el gemido de una de las niñas, que ha exclamado de dolor tras impactar  contra el suelo.

Arrastran los cuerpos de las niñas por la plaza mientras otras personas preparan una nueva  hoguera. El calor del fuego donde se ha consumido la bruja es cada vez menor pero el desagradable olor a carne quemada todavía se respira en el ambiente y lo hará durante varias horas más. 

La gente que hay agrupada en la plaza observa con atención, nerviosa.  Volverán a contemplar el fuego purificador rodeando los cuerpos de las almas impías. A muchos de ellos les resulta  triste que las niñas ya estén muertas. El placer de escuchar gritar a las brujas, de verlas retorcerse de dolor entre las llamas, clamando perdón, no tiene precio.

Un hombre que arrastra el cuerpo de una de las niñas se detiene en el acto. Llevaba agarrada a la pequeña de uno de sus tobillos pero la ha soltado de repente. Se mira la mano,  desconcertado, dirige su mirada hacia el cuerpo inmóvil de la niña y después mueve la cabeza hacia la gente, que hasta el momento no se ha dado cuenta de nada.

Inmediatamente descubren lo que está pasando y los gritos de espanto y horror se repiten como una melodía compuesta por el mismísimo Satanás. El hombre que arrastraba a una de las hijas de la bruja se agarra el brazo y comienza a bramar de dolor. El brazo se le ha hinchado de una forma anormal y todos pueden apreciar que algo oscuro brota del interior del mismo y comienza a rodear su cuerpo al completo. La gente se aparta horrorizada. Los  hombres que arrastraban a la otra niña la sueltan  y se alejan con los rostros desencajados mientras observan cómo su compañero, en cuestión de segundos, es sepultado por una cantidad incontable de hormigas gigantes, del tamaño de medio dedo y que parecen salir del interior del propio cuerpo del desdichado. Emergen de una cavidad que hay en su brazo, como si aquél hombre en realidad fuera un simple hormiguero del que ahora escapaba un numeroso ejército de horripilantes y sanguinarias hormigas.

El hombre se agita y cae al suelo. Pide ayuda pero nadie efectúa el más leve gesto para socorrerlo.

Sólo un reducido número de gente se percata de otra anomalía pues la mayoría  contempla la insólita muerte del desdichado. Los gritos de alerta de aquellos improvisados  testigos hacen que el resto de la muchedumbre se percate de los nuevos acontecimientos.

Una de las niñas se ha puesto en pie y se está quitando la capucha. Un rostro envejecido y diabólico se presenta ante ellos, con la tonalidad de la piel del color de las llamas que han acabado con la vida de su madre y una sonrisa cruel y desafiante deja entrever una lengua viscosa y alargada que   produce un sonido espeluznante.

La gente grita enloquecida  y comienza a correr despavorida, como gallinas sin cabeza. Se tropiezan  unos con otros, algunos caen al suelo y lejos de recibir la ayuda de sus vecinos son pisados una y otra vez. Los gritos de dolor se mezclan con los alaridos de terror. La niña observa las idas y venidas de todos aquellos lugareños y los contempla con una amplia sonrisa de satisfacción. Su garganta permite que un sonido gutural, horrendo,  salga con la potencia de un trueno. La tierra tiembla de tal modo que nadie puede permanecer de pie. Todos caen al suelo estrepitosamente y se encomiendan al Señor, buscando su perdón. Sin embargo, por si tienen alguna duda, en estos momentos este lugar  pertenece únicamente a Satán.

El cuerpo de la niña levita a varios metros del sueño  y de su garganta brotan palabras extrañas, insultos y quejidos. Vocifera con la energía de un tifón y no hay mejor símil dado el viento huracanado que procede de todos los flancos. Ese viento arranca de cuajo las casas de aquél pueblo, que se elevan en el aire y se hace añicos, cayendo los trozos sobre la plaza, aplastando a muchos de aquellos vecinos que comprueban que  el infierno se ha desatado en su propia aldea. 

Hay quienes clavan sus rodillas en el suelo y piden perdón pero como respuesta solamente reciben un golpe seco en sus cuellos de algo invisible y afilado  y las cabezas de todos ellos son arrancadas de raíz; ruedan por el suelo varios metros, hasta que se detienen con sus ojos abiertos reflejando un miedo atroz.

El fuerte viento derriba los árboles de la plaza, algunos se parten en dos y sus troncos caen sobre varios lugareños. Del cielo comienza a caer ceniza, como si un volcán hubiera entrado en erupción más allá de las nubes negras que se agitan monstruosas en las alturas.  La gente comienza a tener dificultad para respirar, se retuercen por el suelo como si estuvieran envenenados, mientras sus cuerpos son invadidos por gusanos y hormigas que nadie puede explicar de dónde aparecen. Sus cuerpos son devorados y   quedan irreconocibles en las posturas más diversas.

En mitad de la ventisca, la niña flota en el aire con los brazos levantados y su melena rizada se agita  como un nido de serpientes. En algún momento, el cuerpo de la pequeña se prende y un fuego de un intenso color amarillo ilumina el  pueblo que en pocos minutos  se ha convertido en un espeluznante cementerio. 

De las cercanías, un numeroso grupo de figuras errantes se aproximan; caminan con una lentitud pasmosa y realizan movimientos raquíticos. Son los muertos, que se han levantado de sus tumbas y permanecerán atentos a cualquier orden que se les dicte.
La niña deposita sus pies en el suelo y contempla el cuerpo de su hermana, que ahora se pone de pie y la mira con una espantosa sonrisa. Unen sus manos. Las llamas pronto envuelven el cuerpo de ambas, que ahora parecen un solo ser, un ser perversamente diabólico y amenazador.

Se oye un sonido que procede de la oscuridad. Es el relinchar de  caballos.

Varios jinetes cabalgan a lomo de demoníacos animales. Vienen prestos para la batalla, dispuestos a ejecutar las órdenes de sus diosas. 
Aquellos monstruos, pues no pueden denominarse de  otra forma  dado el temible aspecto que muestran las negras armaduras que ocultan sus rostros bajo expresiones diabólicas, portan grandes espadas. Se detienen frente a las dos niñas e inclinan su cabeza en señal de sumisión.

De la hoguera donde se ha quemado a la bruja surge un resplandor de color rojizo y emerge una sinuosa silueta que a medida que se acerca va cobrando forma. Allí está la bruja, completamente desnuda, sin la menor herida sobre su piel. Por entre sus grandes pechos, una pequeña serpiente se mueve de manera sensual. El rostro de la bruja no casa con su escultural cuerpo. Está arrugado como una pasa y tiene el color del cartón mojado. Su melena es gris plomizo y sus ojos… sus ojos son dos piedras incandescentes que muestran una ira desmedida. 

La bruja se reúne con sus hijas y observa al perverso ejército que tiene frente a ella mientras los muertos van apareciendo, saliendo de los lugares donde han sido enterrados.

Orgullosa del poder que se le ha conferido, agradecida por tener a sus hijas de nuevo a su lado, la bruja irrumpe en una tenebrosa carcajada mientras una mirada hostil se instala en su severo rostro. Hay mucho que  hacer, demasiado por  destruir…



UN NUEVO AMANECER



Dedicado a  la memoria de Eladio Nora Ortiz

Ocurrió de repente, sin que nadie lo esperara. Ante él se abrió un nuevo amanecer.

Al despertar, la suave  brisa besó su rostro y un ligero frío abrigó el sentido de su alma mientras, desconcertado, observaba la extraña puerta que se había abierto en mitad de la oscuridad. Al otro lado de  esa puerta, una intensa luz lo cegó hasta que su mirada consiguió  adaptarse a la  nueva situación.

Los ruidos habían desaparecido por completo y la sensación molesta en los oídos (una especie de pitido constante), se había esfumado de repente. Ahora, simplemente un silencio sepulcral se adueñaba del lugar, como si sus oídos hubieran perdido por completo la capacidad de escuchar. 

Mientras, observaba encandilado hacia la puerta que permanecía abierta y donde la brillante luz parecía ocultar fragmentos oscuros que se movían extrañamente. Sus sentidos pronto dieron forma a esos fragmentos oscuros que se agitaban como serpientes mágicas danzando sinuosamente al ritmo de una música que ya no podía escuchar: Eran  siluetas negras con vaga apariencia humana que  se movían en el interior de la luz, como seres monstruosos y deformes que lo esperaban. Y sin embargo,  no sintió miedo.

Notaba su cuerpo pesado. Apenas podía levantar los brazos y las piernas le dolían tanto que temía que en cualquier momento no pudieran soportarlo. Desde que había recobrado la conciencia un incipiente dolor de cabeza lo atormentaba. Tenía la desagradable sensación de que le habían clavado una docena de largas agujas en el cerebro y sentía náuseas. Aún así, aguantó, con la mirada fija en la luz brillante de aquella puerta donde las figuras oscuras se movían al ritmo de una danza  que se le antojó diabólica. 

Miró a su alrededor. Todo estaba sumido en la más completa y opresiva oscuridad salvo la puerta tras la cual una intensa y reconfortante luz se agitaba y  en cuyo interior  las altas y delgadas figuras negras, algunas encorvadas, otras erguidas, se agrupaban cada vez en mayor número, como si estuvieran formando un sanguinario ejército de demonios. Apenas podía distinguir los rostros de aquellas personas  pues sus ojos estaban cubiertos de una neblina que dificultaba su visión, como si invisibles arañas hubieran tejido sus telas por encima de los párpados.  Y entonces, por fin, escuchó las voces.

Y aquellas voces lo llamaban. Aturdido y desorientado, sin poder reconocer el lugar en el que se encontraba, miró a su alrededor y poco a poco fue sintiendo un poco de frío hasta que un viento helado lo embistió con tanta fuerza que estuvo a punto de perder el equilibrio. Sus huesos quedaron entumecidos, sus miembros agarrotados. Sintió  un agudo dolor y un vacío interior que le provocó arcadas. De un cielo tenebroso, cargado de nubarrones negros, comenzó a caer una lluvia torrencial. Los charcos se fueron formando bajo sus pies, sobre un suelo que ardía,  y poco a poco se dio cuenta que el agua llegaba ya a sus tobillos y subía, a una velocidad espantosa. Sintió dolor en su corazón. Un miedo atroz atenazó su razón y creyó distinguir entre la oscuridad siluetas deformes y diabólicas, bastante más inquietantes que las que se divisaban tras la luz. 

Miró de nuevo hacia la puerta donde estaba aquél bello resplandor, donde se veían las figuras de aspecto humano que bailaban alegres. Oyó de nuevo las voces que le invitaban a cruzar aquella puerta. Voces de hombres y mujeres, voces de niños y niñas. Pronunciaban su nombre, una y otra vez. Sonaban amables, cercanas, amigables…

 El frío cada vez era más desagradable, el agua comenzó a cubrir sus rodillas y continuaba avanzando. El cielo negro pareció  desprenderse para caer. Un manto oscuro, como si de la capa de un vampiro se tratara, comenzó a bajar lentamente.
Volvió a mirar hacia la puerta, el único lugar donde parecía existir algo de calor, donde no parecía llover, donde el agua que seguía aumentando no alcanzaba, donde numerosas  voces  lo reclamaban mientras que aquí, en la incertidumbre, comenzaron a sonar gruñidos  desagradables que le instaban a hundirse en el agua. 

Y entonces decidió correr hacia la puerta. Hacía la luz.

Lo hizo con dificultad. Apenas podía moverse con las piernas agarrotadas bajo el agua helada que casi lo cubría hasta la cintura. Aún así lo intentó, mientras de la oscuridad surgían brazos y manos  deformes que trataban de alcanzarlo y los insultos de voces diabólicas lo humillaban y procuraban detenerlo, con insultos y amenazas.  Centenares de ojos perversos y demoníacos surgieron flotando entre las sombras de la sólida oscuridad  y lo miraban con maldad incierta. No se detuvo,  corrió hacia la puerta. Corrió hacia la luz.

Y lo logró.

Se detuvo en el umbral, cegado por la brillantez de la luz. Aún seguía viendo las sombras que se agitaban como si bailaran al compás de una danza que ahora le parecía agradable, unas sombras en las que ya se empezaban a definir rostros sonrientes de personas a las que no conocía y otras más que por algún motivo que no supo precisar le resultaban familiares. 

Miró hacia atrás. Allí estaba el cielo cayendo sobre las aguas turbulentas. Allí estaba la intensidad de un frío hiriente, las voces desagradables, las miradas de aquellos perversos ojos, los brazos putrefactos, las manos deformes que habían querido atraparlo. Y sonrió. Dio la espalda a aquél horror y se volvió  hacia la luz.

Ya no le cegaba y ante él se abrió un camino de luz mientras a ambos lados se situaban las figuras danzantes que ahora se habían convertido en seres humanos cubiertos  de luz e intensidad. Le miraban con rostros cubiertos por amplias sonrisas y en sus ojos notó la profundidad de una paz que hizo tambalear su corazón. Estaba emocionado y una tranquilidad como jamás había sentido abrazó hasta el trozo más pequeño de su alma.

Comenzó a caminar y tras avanzar apenas un par de metros, la puerta se cerró a su espalda. No se giró porque todo el horror,  absolutamente todo, había quedado atrás. Ahora, ante él, se presentaba un nuevo comienzo.

Lo primero que le llamó la atención fue el maravilloso paisaje que se presentaba ante él. El frío había desaparecido por completo y una temperatura agradable le envolvió, haciéndole recuperar las buenas sensaciones que había perdido en la oscuridad. El color del cielo era de una tonalidad que jamás había visto antes, una mezcla de azul y naranja que invitaba a recordar los bellos  amaneceres. El cielo estaba completamente vacío de nubes, limpio de extremo a extremo y había mucha luz pues los colores de aquél lugar eran vivos e intensos como nunca antes había apreciado. Aún así, pudo ver parpadear numerosas estrellas pese a tener la sensación de que era de día, como si las sombras y la oscuridad no tuvieran permiso para ensuciar aquél paraje. Descubrió varios soles adornando el cielo y también vio varias lunas, todas ellas en cuarto creciente, excepto una de ellas, enorme y llena, redonda y hermosa. Un olor dulzón le embriagó. Su corazón, que hasta ese momento había latido de manera vertiginosa, ahora lo hacía de modo sosegado y sintió que su alma se llenaba de fuerza y vitalidad. Las voces seguían llamándolo, pronunciaban su nombre. Eran voces cantarinas y agradables, cubiertas por una felicidad que se desprendía de cada sílaba. Bajó la cabeza. A ambos lados del camino seguían estando las numerosas figuras que habían acudido a recibirlo. Eran tantas que se sintió abrumado. El camino, de un color verde esmeralda, era largo y estrecho y perdió la cuenta de la cantidad de personas que estaban allí, envueltas en una aureola brillante de luz, vestidos con ropajes blancos y limpios.

 Entre aquellas voces escuchó el sonido del mar. Oyó el graznar de las gaviotas, el colorido cantar de los pájaros. Y por encima de todo aquello le llegaron las voces alegres de los niños.

No se dio cuenta hasta ese momento pero estaba llorando. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas pero no lloraba de miedo ni de tristeza sino de la intensa felicidad que sentía.

Aquellas personas que le aguardaban alargaban sus brazos para tocarlo y el contacto resultaba  cálido. Sintió un torrente infinito de sensaciones. Vio los rostros de aquellas personas, todos sonrientes, que le susurraban palabras agradables, que le miraban con ternura. Creyó reconocer a personas que habían pasado por su vida, algunos de ellos se fueron mucho antes que él, a otros les perdió la vista pero ahora estaban allí. Se sintió dichoso y feliz por volverlos a tener al lado. Varias personas  le estrecharon la mano, otras, a las que reconocía sin poder precisar de quiénes se trataban, se acercaron y lo abrazaron. Hubo quien lo beso, quienes le dieron la bienvenida y abrazo tras abrazo fue descubriendo que sus lágrimas se iban secando hasta desaparecer por completo. Seguía estando feliz, más si cabe que hacía unos instantes.

Recorrió aquél camino, convencido de que había entrado en un lugar maravilloso y eterno. Vio montones de niños corriendo por prados verdes cubiertos de flores blancas y altas montañas que cantaban pronunciando su nombre mientras las personas a ambos lados del camino se sentían orgullosas de tenerlo entre ellos.

Pronto comprendió que un nuevo amanecer se abría ante él, un mundo nuevo por descubrir donde la sensación de paz, unida a la certeza de una inmortalidad eterna, le conferían la garantía de volver a intentarlo de nuevo. Sin temores ni angustias, con fuerzas renovadas y grandes esperanzas. Volvía a ser de nuevo él, sin la carga de su propio cuerpo atrapando su alma. Ahora era libre, como toda aquella gente, ahora se sentía satisfecho y plenamente feliz. 

Una sonrisa  grande y maravillosa, la que siempre tuvo,  iluminó su rostro con la inocencia de cuando era un simple muchacho  y decidió echar a correr hacia el montón de niños que jugaban persiguiendo una pelota. Quería jugar con ellos, quería sentirse de nuevo inocente y libre. Una brisa complaciente le besó en las mejillas. De nuevo sus ojos se llenaron de lágrimas y esta vez cayeron a borbotones. Y no le importó, agradecido de estar en aquél maravilloso lugar, rodeado de tanta  gente que pensó no volvería a ver jamás. Rió, como nunca antes había reído y se sintió enormemente afortunado 

Sabe que tiene  toda la eternidad para disfrutar de este  fascinante  mundo, un mundo   que ahora se ha convertido   en su  nuevo hogar. 


EL ANIMAL


Era hora de limpiar la jaula del animal. Quedaban pocas horas para que la visita apareciera y no podía permitir que la casa oliera tan mal. Desde el sótano, el olor llegaba arrastrándose como un gusano y debía esforzarme por adecentar un poco la estancia.

Bajo al sótano. A mí, personalmente, me encanta este aroma a miseria y podredumbre que el animal deja cuando dentro de su jaula, sin apenas poder moverse, se ve obligado a orinarse encima y depositar sus excrementos en una esquina y que, tarde o temprano, acaba por aplastar con el peso de su propio cuerpo. La mierda y el pis cubriendo su cuerpo es algo que de algún modo me causa excitación y el agrio olor que desprende, con su pelambrera sucia y húmeda,  invadido por las moscas que no le dejan en paz, me otorga una satisfacción que nada en este mundo, jamás, ha logrado provocarme. Tal vez sea una persona cruel, no lo voy a discutir, la verdad, conozco las  leyes que impiden y protegen el trato hacia estos animales pero éste es mío, yo  lo encontré y como podéis comprobar, puedo hacer con él lo que realmente me venga en gana.

Al bajar las escaleras escucho los gruñidos del animal, aterido de frío dentro de la jaula. Lleva mucho tiempo sin comer ni beber y se encuentra deshidratado, muy débil y escuálido, lo que me confiere sobre él un poder casi demencial. Debo limpiarlo. Probablemente lo sacaré al patio para darle un agua con la manguera y quitarle la mugre adherida a su piel antes de que llegue la visita. Debo adecentar la jaula aunque dado el aspecto que tienen los ya oxidados barrotes y la suciedad adherida al suelo, repleta de moscas,  de un cuantioso ejército de hormigas y de restos de vómitos y diarrea, estoy sopesando subirlo arriba en el momento en que aparezcan  los invitados. Si quiero vender el ejemplar tendré que hacerlo de manera inteligente así que bajarlos al sótano no es una opción viable.

Observo al animal y me mira con ojos cansados, casi completamente cerrados. La tristeza, el hambre, la súplica  y el dolor se agrupan en el apagado brillo de su mirada. Olisquea con la nariz casi de manera imperceptible, quizá pensando que le estoy llevando un poco de sustento. Miro los cuencos que hay junto a la jaula. Se ha comido todo el arroz y ya no tiene agua, en realidad no sé cuándo bajé por última vez pero creo que debió de ser algún día de la semana pasada.

La boca del animal se abre para  ofrecerme algunas palabras pero su garganta no emite sonido alguno. Sus dientes amarillentos resultan bastante siniestros. Haciendo acopio de una fuerza que en realidad no tiene, el animal extiende su raquítico  brazo por entre los barrotes y su mano se abre ante mí, en un intento de sentir un poco de cariño. Me aparto para que no me toque y ante su insistencia le propino una patada. El animal aúlla de dolor y retira el brazo, que oculta junto a su cuerpo. Me inquieta su mirada, con esos ojos que antes eran claros y llenos de vida y que ahora se han tornado oscuros y vacíos.

-Voy a sacarte de aquí. No quiero que te muevas o te reviento de una paliza.

Tras mis palabras noto un gesto en el rostro del animal que puede parecer un signo de esperanza. Quizá piense que voy a liberarlo cuando en realidad solamente pretendo adecentarlo para facilitar su venta. Me mira con una mezcla de miedo e interés cuando abro la puerta de la jaula y me retiro para que salga. Tarda en hacerlo. Desconfía de la persona que le ha dado palo tras palo para que guardara silencio, para que sus lloros se volvieran silenciosos, para que sus gemidos se extinguieran por completo. No sé cuántas veces le habré abierto la cabeza  ni recuerdo la cantidad de huesos y costillas que le he partido  pero es evidente que me tiene miedo. Y eso me agrada porque pone a cada uno en su lugar.

Pese a mis indicaciones, el animal no sale de su jaula. Está encorvado y mira desconfiado. Veo que respira con dificultad y no aparta su mirada de mí. Cojo un palo que ya he utilizado anteriormente contra él y es entonces cuando se agita y comienza a salir a gatas. Cuando está completamente fuera le pido que se ponga en pie.

Lo hace, pero le cuesta una barbaridad. Con la cabeza baja, los hombros caídos, con las piernas temblorosas, los brazos manchados de sangre y con medio cuerpo cubierto de hormigas que se van alimentan de sus heridas, el animal me observa. Pretende hablar, pero hace tiempo que le partí la boca y fue el primer día cuando   le corté la lengua. Eso reducirá el precio de venta pero sé que la visita está interesada en llevarse el ejemplar.

Le coloco una cadena alrededor del cuello ante su mirada suplicante y tiro de él hasta hacerlo subir por las escaleras. Ya en el exterior lo sitúo en el jardín y con una manguera trato de lavarlo. Son varios los minutos en los que el animal se encorva en el suelo mientras el agua fría a presión golpea su cuerpo tratando de quitarle las manchas oscuras que ahora cubren su piel. Cuando creo que está listo detengo el agua y me doy cuenta que el animal tiembla de frío y se convierte en un pequeño ovillo tirado sobre la hierba del jardín. Parece que tiene mejor aspecto aunque no está limpio del todo. Con algo de ropa mejorará, sin duda.

Lo hace. Y ahora, sentado en uno de los sillones del salón, tiene el aspecto de un niño de seis o siete años de edad aunque en realidad no sé cuántos puede tener este muchacho. No he podido quitar la mugre de su cuello y sus ojos parecen más muertos que vivos. La boca torcida demuestra el maltrato al que le he sometido así como las cicatrices de los brazos y las manos. Sigue oliendo mal y eso no debería resultar un inconveniente. Ya veremos qué opina la visita.

Oigo el ruido de los motores y me levanto. Observo desde el ventanal de la cocina cómo se aproximan los coches a través del camino empedrado. Aparcan junto a la casa y veo que bajan varias personas, todas ellas vestidas con trajes elegantes que se acercan a la puerta principal.

Miro unos momentos al animal, que continúa sentado en el sillón, con esos pantalones de pana que le quedan grandes y una camiseta azul que he comprado para la ocasión  en unos grandes almacenes. Me acerco a él al mismo tiempo que suena el timbre. Antes de abrir la puerta me agacho sobre el animal y le coloco una gorra en su cabeza que hace juego con los pantalones. El pelo encrespado queda cubierto y las ojeras que envuelven sus ojos permanecen mitigadas bajo la sombra de la visera. Le cojo las manos y tras sentir el contacto el animal las retira temeroso de que le rompa alguno de los dedos. Tenía que haberle cortado las uñas, se las ve muy sucias y en su mayoría están rotas. Espero  que puedan llevárselo, que no pongan demasiadas pegas. 

Abro la puerta y la visita entra. Se dirigen al salón después de ofrecer los saludos habituales. No es la primera vez que estas personas adineradas vienen  ni el primer animal que piensan comprar. Nos conocemos desde hace tiempo y hemos realizado ya varios negocios. Ellos son los clientes, yo el proveedor. 

Examinan el animal. Hablan entre ellos, murmuran. Parecen que están de acuerdo.

-¿Podemos hablar del precio?.-pregunta uno de ellos y su voz suena en mi interior como música celestial.

-Naturalmente.-digo mientras sonrió.-¿Les apetece un café?

Asienten con la cabeza y me dirijo hacia la cocina para prepararles un buen aperitivo. Mientras coloco  pastas en una bandeja y caliento varias tazas de café me digo a mí mismo que pronto hablaremos del precio del ejemplar. Entro en el salón con las tazas humeantes y miro al animal. Está triste y abatido.  Me encojo de hombros. Una vez sea vendido me olvidaré de él como me he olvidado de los anteriores, solamente tendré que hacerme con otro ejemplar, divertirme con él, prepararlo y ponerlo posteriormente a la venta. No suele ser algo muy difícil porque los parques y los colegios suelen estar llenos de estos adorables animalitos…

…y, además…, siempre hay depravados que pagan bien por ellos.


MIGUELITO Y EL REGALO DE REYES


Los niños duermen en sus camas, nerviosos e intranquilos. Se han acostado después de cenar. Querían dormir a la mayor brevedad posible  para que la noche pasara cuanto antes. A la mañana siguiente, los regalos estarán junto al árbol de Navidad, abrigado por el montón de luces que ilumina el salón a pequeños intervalos de tiempo.

Alvaro, de apenas cinco años, ha sido el primero en quedarse dormido. En la misma habitación, pero en una cama diferente, su hermano Miguelito, dos años mayor, tarda algo más en hacerlo, mantiene viva  la esperanza de escuchar los ruidos que dejarán  los Reyes Magos en el momento de  entrar en la casa para dejar los regalos pero sólo escucha las voces de la película que su madre  está  viendo en la televisión.  En una habitación distinta, Laura, de doce años, duerme profundamente. Tal vez  de todos ellos  resulta la menos nerviosa pero también espera ansiosa  la llegada del día siguiente para correr a abrir los regalos.

Miguelito se despierta hacia las dos de la mañana. Procedente del salón le llegan sonidos extraños, pisadas en la madera, que cruje malhumorada, y voces variadas. Piensa  que su madre sigue viendo la televisión pero la oye moverse en la cama de su habitación y cree que quizá los Reyes Magos ya han llegado para dejar los regalos. Está tentando de levantarse, despertar a sus hermanos y con precaución llegar hasta el salón, para ver a los tres Reyes sacando las cajas de sus sacos y dejándolas junto al árbol. Sin embargo, no lo hace. Siente miedo. En el colegio siempre ha escuchado que nunca debes echar un vistazo cuando los Reyes Magos o Papa Noel entregan  sus regalos porque si ellos te descubren te llevan al lugar de donde proceden y jamás vuelves a ver a tus padres. Al poco tiempo Miguelito, con media sonrisa en el rostro,   se queda  dormido.

Cuando despierta  abre los ojos como platos y mira hacia la cama de su hermano. ¡¡Vacía!!. Ladea la cabeza y se da cuenta que el reloj de la mesita de noche señala las siete de la mañana. Llama a su madre a voz en grito pero un silencio sepulcral es la única respuesta. Pronuncia el nombre de su hermana, pero Laura no se asoma por la puerta ni su voz se deja escuchar.

Miguelito se incorpora nervioso y excitado. ¿Y si ya estaban todos en el salón, jugando con los nuevos juguetes? ¿Habrán abierto también sus regalos? ¿Por qué no le han esperado? Sentado en la cama agudiza el oído pero no parecen escucharse sonidos procedentes del salón, al contrario, nunca había sentido un silencio tan opresivo como aquél. Nervioso se pone en pie y su delgado cuerpo, envuelto en un ajustado pijama de color azul, tiembla de emoción.  Hace frío y busca en la silla que hay frente a la cama un jersey rojo con el dibujo de Spiderman sobre el pecho. Mientras se lo pone mira hacia la cama de su hermano. Está completamente deshecha. Lentamente sale de la habitación. 

Todo se encuentra muy oscuro. Las persianas de la casa permanecen bajadas y no dejan pasar la luz del amanecer. Comienza a caminar hacia la habitación de su madre. La llama pero nadie responde. Enciende la luz. La cama está completamente vacía. Las sábanas y la almohada yacen desperdigadas por el suelo, junto a sus zapatillas. Camina hacia la habitación de Laura. Se encuentra en idénticas condiciones que la de su madre. Las llama una vez más. Silencio. Ni el más tenue  de los sonidos.

Se dirige a través del estrecho pasillo que  conduce hasta el salón. A medida que avanza se da cuenta que el suelo está demasiado frío, como si estuviera caminando sobre una pista de patinaje. Le duelen las plantas de los pies y duda si  regresar corriendo a la habitación y refugiarse bajo las sábanas. No lo hace. Se mantiene  firme. Continúa  por el pasillo para llegar al salón.

Las luces del árbol deben de estar apagadas porque no se ve el resplandor que produce cuando permanecen encendidas y no comprende por qué su madre las habrá desconectado. La puerta del salón está ligeramente entornada. Llega hasta ella y se asoma. Una impenetrable oscuridad sume el salón y la cocina bajo un manto de sombras. Empuja la puerta con la mano y permanece inmóvil, tratando de descubrir algo desde allí. 

Miguelito se sobresalta. Huele muy mal.

Se lleva las manos a la nariz pero decide avanzar. Se detiene en el acto. No ve nada pero siente que hay alguien allí dentro. Quiere llamar a su madre, pronunciar su nombre en voz alta pero piensa que quizá sea peligroso. Busca con las manos el interruptor de la luz. Necesita usar las dos manos para localizarlo. Cuando lo toca con las yemas de los dedos no se lo piensa dos veces. Aprieta con fuerza y la luz ilumina por completo el salón y la cocina.

Entonces los ve. A todos ellos.

Su madre. Su hermana Laura y el pequeño Alvaro. Están sentados en el sofá. Uno al lado del otro.

Miguelito no corre hacia ellos. Ha  sido su primer impulso pero después de verlos no sabe cómo tiene que actuar.

Tienen la piel extraña, del color de la ceniza con manchas negras, como si estuvieran sucios. Sus ojos están abiertos, muy abiertos y permanecen inmóviles, con los brazos caídos, pegados al cuerpo y las manos descansando sobre sus rodillas. Los tres en la misma posición. Miran hacia el frente pero sus ojos no parpadean, están siempre abiertos y brillan como si fueran de cristal. Parecen  figuras de cera. 

Se acerca tembloroso, atemorizado, y descubre que de los ojos abiertos y brillantes de su madre resbalan pequeñas gotas de sangre y la pena le embarga porque sabe que su madre está llorando. Mira a sus hermanos. Ellos no lloran, pero tienen la boca abierta, formando una O muy grande y algo se mueve entre los dientes  de su hermano. En un primer momento piensa que se trata de la lengua, hasta que una pequeña cabeza de serpiente se asoma  por la boca de Alvaro. 

Miguelito se echa para atrás horrorizado y sus ojos se cubren de lágrimas. Observa a su madre. Sus mejillas se han llenando de sangre mientras de sus ojos no cesan de salir dos pequeños hilillos de sangre, que acaban resbalando por su barbilla  para caer estrepitosamente sobre las manos, produciendo un ruido que se clava en el cerebro de Miguelito. 

Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf!

La cabeza de la serpiente que ha asomado por la boca de su hermano pequeño todavía puede  verse. Parece que le observa  y saca la lengua una y otra vez como si tratara de alcanzarlo. 

¡Pluf! ¡Pluf!
¡Pluf!

Aquellos sonidos de la sangre cayendo sobre las manos de su mamá no le dejan pensar. Se introducen en su cerebro y lo machacan, como si unas pesadas botas negras lo estuvieran aplastando. Se lleva las manos a los oídos. ¡No quiere seguir escuchando aquellos ruidos!

¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf!  ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! 
¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! 
¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! 
     ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! 
¡Pluf! ¡Pluf!
¡Pluf!

Miguelito solloza sin poder quitar la mirada de su familia. Los cuerpos grises despiden un olor extraño, como a viejo y a humedad. Su madre no deja de llorar pero no se mueve ni lo más mínimo, como si se tratara de un  simple muñeco. La serpiente que se asomaba por la boca de su hermanito Alvaro comienza a salir por ella y Miguelito retrocede llenó de miedo. Se orina encima y empieza a llorar. En ese momento, la cabeza de su hermana Laura gira lentamente para observarlo. A medida que lo hace, Miguelito escucha el sonido de sus huesos al partirse; finalmente su hermana logra desviar la cabeza hacia un lado y le lanza una mirada penetrante.

Miguelito se da la vuelta con la intención de abandonar el salón pero la puerta del mismo se cierra poco antes de que él pueda alcanzarla. Da un golpe seco y violento. La lámpara del techo que ilumina la estancia comienza a balancearse de un lado para otro.

     ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! 
¡Pluf! ¡Pluf!

¡Los ojos vidriosos e inertes de su madre siguen produciendo ese diabólico sonido!

     ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! 
¡Pluf! ¡Pluf!


El asustado niño observa anonadado el rostro envejecido de su hermana Laura, que le mira con los ojos tan abiertos que teme que en cualquier momento se salgan de sus órbitas. 

La serpiente sale definitivamente del interior del cuerpo de Alvaro  para escabullirse debajo del sofá.

La cabeza de su madre gira también raquíticamente, con dificultad. Nuevamente Miguelito escucha la rotura de los huesos y observa los movimientos bruscos de la cabeza hasta que por fin queda volteada  para mirarlo directamente. Ya no llora. Sus ojos han dejado de derramar sangre pero las mejillas de su mamá todavía tienen el reguero formado por la propia sangre. Le parece que los labios de su madre, amoratados y secos, se mueven. Piensa  que le está sonriendo y Miguelito siente  mucho más miedo.

La lámpara del techo deja de oscilar en el momento en que las persianas del salón y la cocina comienzan  a subir produciendo un ruido ensordecedoramente diabólico. La luz irrumpe como por arte de magia y confiere a la escena mayor tenebrosidad porque en ese preciso instante los cuerpos de su madre y sus dos  hermanos se incorporan.

Les cuesta levantarse pero lo logran después de varios esfuerzos. La cabeza de la serpiente asoma por debajo del sofá, observándolo, expectante.

La primera que comienza a andar es su madre. Sus movimientos son toscos y lentos, como si en realidad no pudiera mover las piernas. A cada movimiento se escucha el ruido ensordecedor de los huesos al partirse. Sin embargo, consigue avanzar. Sus dos hermanos hacen exactamente lo mismo. Parecen robots cuya batería corre el riesgo de agotarse en cualquier momento.

Su madre levanta los brazos y los dirige hacia  él, mientras su cabeza, aún torcida, trata de colocarse en la dirección correcta.

Ruido en la cerradura de la puerta. El sonido de ésta al abrirse. Se cierra. Pasos que se acercan desde la entrada. Miguelito gira su cabeza.

La puerta del salón se abre.

Aparece un hombre barbudo, con el rostro cansado. Ha estado toda la noche trabajando y ahora regresa a su hogar.

-¡Papá!.-grita Miguelito echando a correr para abrazarlo. Tiembla y llora.

El padre lo coge sorprendido entre sus brazos. Lo levanta y trata de calmarlo.

-¡Miguelito! ¡Miguelito!

Pero Miguelito hunde su rostro en el hombro de su padre. No quiere apartarlo de allí. No desea ver la horrenda figura de su madre tratando de agarrarlo ni puede contemplar los cuerpos grises de sus hermanos, con aquellos rostros carentes de expresión. Llora desconsolado, abraza a su padre, que le acaricia la cabeza con una de sus grandes manos.

-¡Miguelito! ¡Miguelito!

Pero el niño sigue con el rostro enterrado sobre su hombro, echándole los brazos por detrás de su cabeza.

-¡Miguelito! ¡Miguelito!

El pequeño solamente llora.

-¡Miguelito! ¿No quieres abrir los regalos? ¡Hay un montón de ellos en el salón!

El niño no entiende lo que dice su padre. ¿Acaso no ha visto a su mamá,  a sus hermanos? Continúa con la cabeza pegada al  cuerpo de su papá. Llora, asustado, lleno de miedo y sus lágrimas mojan la camisa de su padre.

-¡Miguelito! ¡Despierta! Los Reyes han dejado un montón de cosas en el salón…

El padre del niño palidece unos instantes y trata de que su hijo despierte; Miguelito yace con los ojos cerrados  agarrando fuertemente la almohada. Se da cuenta en ese mismo instante de que se ha orinado encima. 

-¡Miguelito! ¡Vamos al salón!

-¡No!.-contesta el niño con un grito y sigue sin abrir los ojos.

El padre de Miguelito se gira, reflejando en el rostro cierta preocupación.

-Yo no puedo con él, a ver si vosotros sois capaces…

La madre de Miguelito y sus dos hermanos sonríen. Sus labios de color oscuro, agrietados, esbozan crueles sonrisas de satisfacción. Mueven sus cuerpos en la medida de lo posible. Los huesos de sus articulaciones se rompen a cada movimiento, como si estuvieran sometidos a una especie de espasmos ridículos. Los ojos abiertos de la madre se vuelven a llenar de sangre y ésta comienza a resbalar lentamente por sus mejillas, para caer sobre la cama de Miguelito.

     ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! 
¡Pluf! ¡Pluf!
     ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! 
¡Pluf! ¡Pluf!

Miguelito lanza un grito aterrador al escuchar de nuevo ese sonido y comienza a patalear cuando nota el contacto de las manos frías de su hermana Laura agarrándole de las piernas. Siente que tira de  él y lanza un nuevo bramido, esta vez es una petición de auxilio.

Laura consigue sacarlo de la cama y lo arrastra por el suelo. Lo hace muy lentamente. Apenas tiene fuerza para tirar de él,  pero a pesar de que Miguelito patalea y trata de zafarse, su hermana Laura lo tiene bien aferrado entre sus  largos y delgados dedos. Miguelito ve cómo es arrastrado por el pasillo, trata de agarrarse al suelo, a las paredes, pero le resulta imposible. Ve al pequeño Alvaro que camina detrás de ellos. Apenas puede mover las rodillas y su cabeza gira de un lado a otro produciendo un ruido extraño, como si se rompieran a la vez un puñado de nueces.

Laura lo deja en el salón, entre un montón de cajas envueltas con papel de regalo. Miguelito se queda de rodillas, tiembla aterrorizado. Su madre lo observa aún de pie con una amplia mueca en su rostro que pretende ser una sonrisa mientras sus ojos continúan soltando lágrimas de sangre, que caen sobre algunos de los regalos envueltos.

     ¡Pluf! ¡Pluf! ¡Pluf! 
¡Pluf! ¡Pluf!

Laura se arrodilla junto a Miguelito.  Sus brazos grises muestran el grosor de las venas negras, que se agitan bajo la piel como si fueran grandes gusanos. Sus ojos desorbitadamente abiertos de par en par le miran sin expresión alguna. Gira su cuerpo hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Los movimientos son secos, bruscos. Los huesos crujen.

Su hermano Alvaro permanece bajo el umbral de la puerta del salón. Observa con atención aunque sus ojos muertos parecen no mirar hacia ninguna parte. Su boca abierta está llena de moscas, que se cuelan dentro y salen después, siguiendo un repugnante ritual.
Entre las cajas que contienen infinidad de regalos, la serpiente se desliza para acercarse lentamente a Miguelito. Se coloca entre sus piernas y lo observa con detenimiento.

El padre de Miguelito  se sienta en una de las sillas del comedor y enciende un cigarrillo. Le da una calada y expulsa el humo con infinito placer mientras una sonrisa surge en sus labios.

-Venga Miguelito, ¿No quieres descubrir los regalos que te han traído  los Reyes Magos? ¡Ábrelos, cariño, son todos para ti!