EL VALOR DE LA AMISTAD


“Cuando los cementerios de todo el mundo desahucian a sus inquilinos por impago, los muertos se levantan y recorren las calles del mundo para buscar (se) la vida y alimentarse de ella”
(Matt Cassidy)

-Tampoco es tan grave.-rugió la voz de Rodrigo.-Esto le ocurre siempre a uno de los personajes de cualquier película o novela sobre zombis.
-Joder, tío, pero nosotros somos de carne y hueso.
-Sí, claro.-respondió Rodrigo señalando a su alrededor.-Pero todos esos tipos son muertos vivientes y nos han rodeado.
Era cierto. Les habían pillado por sorpresa. Un descuido. Durante la noche.
Habían huido de la ciudad, donde la horda de muertos vivientes se había convertido en un problema insalvable. Perdieron varios amigos por el camino. Desde el primer día en que los muertos se alzaron buscando sangre y vísceras, el grupo que habían formado se vio reducido a pasos agigantados. Cayeron como moscas. Ahora solo quedaban ellos dos y dada las circunstancias… apenas era cuestión de tiempo   que sus vidas se vaciaran por completo.
Se habían refugiado en una pequeña cueva con la ropa ensangrentada y el cansancio acumulado y se durmieron sin planificar vigilancia alguna. Una metedura de pata de principiantes los había condenado al mismísimo infierno y la cueva que había servido de protección durante la noche ahora era su propia condena. No podían salir y los muertos se acercaban impetuosamente. Se habían despertado a causa del intenso olor que inundó el refugio y los inquietantes jadeos provocados por los cuerpos podridos que se movían torpemente en el exterior.
. Ya era demasiado tarde, estaban atrapados. Sin salida.
Nadie podía imaginar tamaño terror. En realidad sí, muchos autores descerebrados habían escrito libros sobre el particular pero nadie pensaba que un buen día, como si el verdadero Apocalipsis hubiera llegado según lo anunciado, los cementerios de todo el mundo dijeran ¡basta!
Los muertos trataban de entrar por la abertura de la cueva y sus rostros arrugados por la mueca horrible de una muerte detenida se asomaban desde la oscuridad.
-¿Estás seguro que sólo te queda una puta bala?.-preguntó Tomás con una ligera esperanza mientras observaba el numeroso número de cadáveres podridos avanzando hacia ellos.
-¡Claro joder!.-rugió Rodrigo mientras comprobaba la pistola por cuarta o  por quinta vez.
-Entonces… ¿Qué hacemos?
-Pues te lo he dicho hace unos minutos pero parece que no me escuchas.
-Perdona tío, pero me interesa más esa mierda de cadáveres que nos van a comer como mendigos un bocadillo de mortadela.
-Pero sólo a uno de nosotros, el otro gozará de una muerte horrible y demasiado típica en estos casos, pero los dientes amarillentos de esos alelados no tocarán su cuerpo.
Rodrigo tenía razón. Por lo que sabían, los zombis solamente se alimentaban de humanos vivos y no destrozaban a las personas que habían tenido la fortuna de morir…
…pero si te cogían estando vivo… 
…entonces tus gritos se oirían más allá del horizonte para notar  que decenas de mandíbulas desencajadas desgarran tu piel y te sacan sanguinolentos trozos de carne, que acaban bajando por las muertas gargantas de los monstruos hasta finalmente quedar  reposando sobre sus estómagos inertes. Por no hablar de que en tu desesperación por terminar con aquél horror, miras a los muertos por última vez y descubres trozos de ti adheridos a sus dentaduras pútridas y amarillentas. Una visión desagradable que podría convertirse en tu último momento. Y nadie quiere morir así.
-Tenemos que elegir a quién va destinada la bala.-susurró Rodrigo mientras pegaba la espada a la pared que ahora se había convertido en su trampa. 
-Podemos echarlo a suertes.-Exclamó Tomás mientras veía el horrible grupo de muertos vivientes crecer como el vómito de un demonio; levantaban sus podridos brazos hacia ellos. Resultaba desagradable  verlos tan cerca, sentir su hedor invadiendo el interior del pequeño habitáculo creado en la roca. Los jadeos inquietantes y perturbadores de todos y cada uno de los fiambres era  intimidatorio y profético. De allí no iban a salir vivos. Ninguno de los dos.
-¿Y a qué quieres jugar?  ¿Cómo lo decidimos? No tenemos mucho tiempo.
Los dos amigos sabían perfectamente que ya no tenían salvación. De un modo u otro estaban muertos. El que recibiera la bala caería al suelo convertido en un cadáver de verdad, sin riesgo a levantarse si el disparo era certero. El otro, bueno, el otro gritaría tanto como el cerdo que es conducido al matadero, porque lo iban a partir en trocitos muy pequeños para comérselo y sus restos, vísceras y carne, quedarían esparcidos por toda la cueva hasta que el paso del tiempo los redujera a un significante polvo sin conciencia ni recuerdos.
-Es horrible morir así.-pensó Tomás.-No quiero que me coman.
-Yo tampoco.-dijo Rodrigo.-Ahí tenemos el problema.
-Una sola bala.-dijo Tomás.
-Una sola bala.-repitió Rodrigo.
-Hay que joderse.
-Estamos jodidos.
-Tú menos, Rodrigo, tienes el arma y lo tienes fácil. Te vuelas el cerebro y descansas. Mientras, yo seré descuartizado en vida. ¿Te apetece un piedra, papel, tijera?
El arma descansaba en la mano de Rodrigo. En aquél momento le pesaba una barbaridad y estuvo tentado de hacer dos cosas. En primer lugar le hubiera gustado perforar el cerebro de cualquiera de aquellos nauseabundos muertos vivientes, pero entonces los dos morirían entre gritos enloquecidos y ambos querían escapar de una muerte tan abominablemente atroz. Si por el contrario  se pegaba un tiro en la cabeza y moría felizmente entonces su amigo quedaría a merced de los muertos vivientes y lo odiaría por eso. Se llevaría al infierno aquél peso en su conciencia y se imaginó los últimos segundos antes del suicidio, cuando hubiera tomado la decisión, y sintió una pena muy grande. Tomás no merecía ser objeto de una traición.
Aún así, Rodrigo cogió la pistola y se la colocó sobre la cabeza. ¿Y si fallaba? ¿Y si no se mataba? Sería horrible levantarse hambriento y caminando por las calles en busca de un suculento manjar con la cabeza completamente reventada. Vio la cara de su amigo, todo un poema,  y descubrió en su mirada una expresión que lo emocionó. No. No podía convertirse en un traidor. No en aquellos angustiosos momentos.
-Tomás.
-Dime Rodrigo.
-Debemos morir como hombres. No podemos pegarnos un tiro cobardemente y dejar al otro que sufra lo indecible. No sería justo. La traición es algo que no se me puede pasar por la cabeza. Tenemos que ser valientes y echarle huevos, tío.
-Lo entiendo.-murmuró Tomás mirando la horda de cadáveres putrefactos que se movían como moscas revoloteando sobre la mierda.
Rodrigo dejó caer la pistola al suelo y abrió los brazos para recibir las mandíbulas sucias y desencajadas del nauseabundo ejército  de zombis purulentos de ojos vacíos e inertes.
Tomás miró estupefacto la cantidad de muertos que se acercaba lentamente, con las piernas rígidas y los brazos levantados. Con sus ropas hechas harapos y la carne negra y podrida, el hedor que despedían era inquietantemente atroz. Apenas podía respirar de las náuseas que sentía. El olor a carne podrida era de tal intensidad que lamentó llevarse ese hedor impreso en las paredes de su nariz.
Apenas le separaban dos o tres metros de los cadáveres vivientes. Tomás vio que Rodrigo tenía los ojos cerrados esperando el inminente y horroroso final. Era una actitud honorable, que mostraba una valentía y un coraje como nunca había visto en un ser humano. Rodrigo había dicho que tenían que echarle huevos y lo estaba haciendo. Le estaba echando huevos. Sí señor. Era admirable.
Tomás lo miró entusiasmado y descubrió que Rodrigo seguía teniendo los ojos cerrados.  Por esa razón no vio que se agachaba.
-Oye tío, lo siento mucho  ¿Sabes?, pero no estoy dispuesto a dejar que me coman.
Rodrigo abrió los ojos y vio que Tomás tenía el arma en la mano.
-¿Qué cojones estás haciendo?
-¿Qué quieres que haga?.-dijo Tomás encogiendo los hombros.- ¿Ves a esos monstruos? Nos van a comer en cuestión de segundos y esa es una muerte horrible que no estoy dispuesto a padecer. Lo siento tío, de verdad, pero no puedo morir así.
El rostro de Rodrigo recibió de sopetón una expresión de irá y terror que hicieron que sus ojos se agrandaran tanto que parecía que fueran a salírsele de sus órbitas.
-Eres un puto miserable. Un jodido traidor de mierda.
-Tal vez tío, tienes razón…  pero… ¿Desde cuándo nos conocemos?
-No sé.-respondió Rodrigo.-Tres o cuatro semanas, desde que los muertos decidieron mandar al carajo este planeta.
-Exacto.-dijo Tomás.-Lo que significa que en realidad no hemos tenido tiempo para convertirnos en   amigos y no te debo ningún tipo de complacencia. Hemos pasado en poco tiempo un infierno, Rodrigo, nos hemos ayudado mutuamente para salvar el pellejo y hemos colaborado para aplastar los cerebros de alguno de esos desgraciados, pero amigos, lo que se dice amigos, nunca lo hemos sido y si lo fuéramos dudo también que me comportara como tú. Tal vez no tengo el valor suficiente o quizá soy una persona mezquina pero de cualquier modo no puedo morir devorado por esos idiotas. Créeme que lo siento, por ti, de verdad.
-Eres un verdadero hijo de puta.-gritó Rodrigo con los puños apretados al tiempo que los primeros zombis lo agarraban y tiraban de él.
-Sin duda, tío, soy una mierda pero es lo que hay. Nos vemos en el infierno.-Y Tomás colocó el cañón dentro de su boca y cuando Rodrigo comenzó a producir los primeros gritos horribles de muerte y dolor y su cuerpo estaba siendo desmembrado por los muertos, que no tardaron en llevarse trozos a sus bocas hambrientas, cerró los ojos y apretó el gatillo.
Los abrió inmediatamente aterrado cuando descubrió que el arma no se había disparado. Sintió pavor al notar las primeras manos huesudas rasgando su piel. Apretó de nuevo el gatillo. Una vez.
Dos.
¡Tres veces!!
 No sonó detonación alguna. Impávido, permitió que la pistola resbalara  de entre sus dedos y los muertos se abalanzaron  ansiosos ante la inesperada comida que gritaba con tanta potencia y terror que sus cuerdas vocales se rompieron en el mismo instante en que partieron su cuerpo en dos.


¿DONDE ESTAIS?


Sus padres le habían dicho que no tardarían mucho en volver y que se quedara en el salón jugando a la consola el tiempo que estuvieran fuera. No debía abrir absolutamente a nadie, aunque llamaran a la puerta con insistencia. Tenía que  quedarse quieta, sin hacer ruido y se lo hicieron prometer. La pequeña María había comprendido todo perfectamente, apenas tenía ocho años de edad pero para algunas cosas era una niña muy mayor.

Los había visto marcharse desde la ventana de la cocina. Se metieron en el coche y desaparecieron entre las calles. Sentada ahora sobre sus piernas frente a la amplia pantalla del televisor y con el mando de la consola entre las manos, María volvió a escuchar los ruidos extraños que procedían del sótano. Su padre le había dicho que se trataba de ratas, por eso sonaban siempre que la casa enmudecía, sobretodo por las noches, y le había advertido que era mejor que no bajara nunca porque las ratas podrían estar muy hambrientas. Su madre se reía y le decía que no debía asustarla de esa manera. Si había ratas o no era algo que María no podía saber y el caso era que muchas veces se había despertado en mitad de la noche a causa de los ruidos desagradables que sonaban abajo, en el sótano. Los mismos que ahora escuchaba por encima incluso de la música que manaba de la televisión.

Se levantó un poco asustada y se imaginó cientos de animales oscuros y peludos tratando de subir por las escaleras para abrir la puerta y entrar en la casa. Nunca había bajado al sótano. Bueno, sí, una vez que ayudó a su madre a llevar sus viejos juguetes y algo de ropa que ya no se podía poner. María no recordaba haber visto ninguna rata corriendo por el suelo del sótano y sí un montón de cajas de cartón, una vieja lavadora, una estantería con varias botellas de vino, dos bicicletas que no sabía de quiénes eran y su viejo triciclo, que descansaba bajo  sábanas repletas de telarañas y polvo. ¿Ratas? Ella juraría una y otra vez que nunca había visto ninguna.

Pero claro, estaban los ruidos que se producían durante la noche y su padre decía que…

… aunque su madre… 

…en realidad no sabía si su padre trataba de asustarla o su madre de tranquilizarla. De cualquier modo, María apagó la televisión porque estaba dispuesta a investigar por su cuenta, sobretodo en este momento que sus padres se habían ausentado, probablemente para hacer compras aunque ahora que se paraba a pensarlo, no le habían dicho adónde iban y nunca antes la habían dejado sola en la casa, a lo sumo  a cuidado de algún vecino. Esta vez no y ella pensó que  ya era lo bastante mayorcita como para investigar un poquito y tratar de descubrir si en el sótano había ratas o por el contrario se trataba de  un cuento de su padre. Quizá los ruidos eran causados por las viejas tuberías de la casa. Esto era algo que había escuchado alguna vez hablar a sus padres. De todos modos, si cazaba alguna rata y se la enseñaba a su padre se convertiría en una pequeña heroína.

Nerviosa y excitada, se dirigió hacia la cocina y cogió un tenedor, el mismo que utilizaba su madre cuando trataba de sujetar el pollo asado para partirlo. Los tres dientes eran muy largos y afilados y pensó que era una buena arma. Se imaginó una horrible rata pinchada con el tenedor, agitándose de dolor mientras ella levantaba el brazo y corría hacia la puerta cuando sus padres regresaban para  enseñársela, con el rostro  orgulloso y triunfante.

Decidida y convencida de que podía salir airosa de su emocionante aventura, se acercó hasta la puerta del sótano y pegó la oreja. Sonaban ruidos allí abajo pero no creyó que fueran ratas buscando comida. Parecía un eco, como susurros lejanos. Juraría que…
…no hacía falta jurar. Eran voces lo que escuchaba. Como si varias personas estuviesen hablando.

Aquello, lejos de asustarla la envalentonó y no dudó ni un instante en abrir la puerta del sótano y acceder a su interior.
Estaba todo completamente oscuro, salvo la pequeña claridad que trataba de rasgar la oscuridad y que provenía del propio salón. Con su menuda mano tanteó la pared hasta que descubrió el interruptor y entonces pulsó para que la luz se hiciera. Y la luz se hizo. 
Casi gritó de alegría.

Unas escaleras blancas conducían hacia el interior del sótano. Desde donde estaba María pudo apreciar algunas cajas de cartón depositadas en el suelo y apiladas unas sobre otras. Creyó ver algo pequeño moviéndose entre las cajas pero no podía estar segura. Había sido una percepción demasiado corta y hubiera jurado que se trataba de algo grande y negro mas no estaba segura  de qué podría tratarse.
La niña no se asustó. Asió si cabe con más fuerza el largo tenedor y comenzó a bajar las escaleras. Se detuvo en seco cuando escuchó una especie de lejanos murmullos.

Silencio absoluto. María permaneció inmóvil y durante una fracción de segundo sopesó la posibilidad de marcharse por donde había venido o bien continuar bajando y acabar la aventura que había iniciado.

Se decantó  por la segunda opción y más decidida si cabe que antes, María comenzó a bajar hasta el último escalón.
-Ya viene.-dijo la voz de un niño

En aquél momento, María se quedó petrificada y sus piernas parecieron quedarse pegadas al suelo. Le hubiera gustado marcharse, no haber abierto nunca la puerta del sótano. Ya no le parecía una buena idea cazar ratas para sorprender a sus padres y que éstos se sintieran orgullosos de ella.

-Está asustada.-sonó una voz infantil.
-Es su primera vez.-respondió una tercera voz, esta vez de una niña.-No está preparada.

María miró recelosa  a su alrededor, sin poder moverse. Sabía que no estaba sola en el sótano, que las voces que sonaban, varias de ellas, eran las causantes de los ruidos extraños que escuchaba cada noche. No se trataba de los quejidos de las  viejas tuberías como le hubiera gustado a su madre ni tampoco lo provocaba un reducido número de ratas como defendía su padre. Allí había alguien.

Con sus ojos asustados recorrió toda la extensión del sótano y entonces los vio: Ahí, medio ocultos entre los muebles viejos, al lado de las bicicletas, junto a la estantería donde descansaba un número ilimitado de botellas de vino, descubrió pequeñas  cabezas que la observaban con ávido interés desde el fondo de diminutos ojos.

María sintió tanto miedo que su cuerpo tembló como si estuviera dentro de una batidora donde la mecían con fuerza la ira de varios demonios. Se orinó encima y el pis resbaló por sus piernas hasta formar un pequeño charco en el suelo.

-Pobrecilla.-dijo una voz suave que denotaba cierta compasión. Entonces un pequeño niño salió de entre unas cajas y permaneció de pié, observándola.

María abrió los ojos. Quiso gritar pero su garganta ejecutó una orden enérgica de silencio. Quiso huir pero las piernas no obedecieron sus deseos. Las pequeñas cabezas que había visto medio ocultas entre los bártulos del sótano se levantaron.

Varios niños comenzaron a salir desde  diferentes puntos, como si hubieran estado indecisos  hasta entonces. María miró anonadada a su alrededor y llegó a contar algo mas de una docena de pequeños niños  de diferente sexo. Algunos llevaban ropas muy extrañas, tal vez  antiguas.

El grupo de pequeños, cuyas edades eran similares a la de María, la miraban en silencio,  con cierto interés y ternura.

-No tengas miedo, María, no vamos a hacerte nada.
-¿Quiénes sois?.-preguntó María.
-Niños como tú al que sus padres abandonaron.

María miró estupefacta al niño rubio que había hablado y que parecía tener cierta influencia en los demás, pues el resto de pequeños se encontraban un paso más atrás que él.

-Mis padres se han ido de compras, vendrán pronto.
-Eso dicen siempre.-dijo el niño y María observó aterrada que algunos de los desconocidos inclinaba la cabeza, corroborando esas palabras.-Pero tus padres no van a volver.
-¡Sí que lo harán!
-Me temo que no.
-¡Claro que sí!

Sin saber por qué María enmudeció y miró con curiosidad a aquellos niños. ¿Y si tenían razón? ¿Y si sus padres no regresaban?

-¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis en mi  sótano?

El niño rubio dio unos pasos hacia delante y alargó los brazos. María soltó el tenedor que al estrellarse contra el suelo provocó un ruido ensordecedor y retrocedió hasta que sus pies chocaron con el bordillo del primer escalón.

-Somos niños como tú. Niños que hemos vivido en esta casa. Cada uno en su momento.
-Esta casa es mía.
-Pero antes fue mía y de todos nosotros. Nuestros padres vivieron aquí y un día decidieron marcharse. Nadie sabe la razón, no sabemos por qué, pero nunca regresaron a por nosotros y tus padres no volverán a por ti.
-¡Eso es mentira! ¡Mis padres me quieren!
-Nadie ha dicho lo contrario.-dijo el niño y su voz  arrastró una tristeza tan profunda que se reflejó en su rostro.-Pero como a nosotros, te han abandonado.
-¡No!

María  se dio la vuelta y subió las escaleras a toda velocidad. Cuando llegó arriba no se molestó en cerrar la puerta. Solamente le preocupaban sus padres.

-¡Papá  mamá!.-gritó a pleno plumón.-¿Dónde estáis?

Se asomó a la ventana para comprobar si el coche de sus padres ya había regresado pero el aparcamiento estaba vacío.

-¿Dónde estáis? ¿Papá? ¿Mamá?

María comenzó a llorar. Oyó ruido detrás suyo y giró su rostro repleto de lágrimas. Varios niños se encontraban junto a la  puerta del sótano. Algunos estaban llorando, como si la pena y la tristeza que María sentía los hubiera hecho recordar. El niño rubio se encontraba  a su lado. Le agarró la mano y tiró de ella.

-Ven.-dijo.-quiero enseñarte una cosa.

María se dejó llevar hasta la amplia ventana del salón, donde podían verse las casas vecinas.

-Mira hacia el exterior.-le dijo el niño.-¿No ves nada extraordinario?

María forzó la vista y recorrió las calles con la mirada hasta donde los ojos le alcanzaban.

-No.
-Presta un poco de atención.-pidió el niño.

En ese momento María comenzó a tener mucho frío y pareció quedarse sorda porque todos los sonidos ambientales desaparecieron por completo. Solamente escuchaba su respiración y la voz del niño rubio.

-¿No te das cuenta de algo… extraño?

María miró con mayor interés. No se había percatado pero su miedo se había esfumado  y simplemente se encontraba triste y apesadumbrada.
Entonces comprendió lo que el niño le quería enseñar.
En todas y cada una de las casas vecinas, incluso en aquellas que parecían más alejadas, María pudo ver algo en las ventanas. Asomados en ellas, tras los cristales, decenas de niños de su misma edad miraban hacia el exterior con tristeza y esperanza.

-Esos niños…
-Son como nosotros María, niños abandonados. Sus padres se marcharon y no regresaron.
-Son muchos.
-Sí.-admitió el niño rubio.-Somos demasiados.
-Pero ¿Cómo es posible...?
-Algo les sucede a los adultos, algo terrible que los obliga a abandonarnos y desde entonces nos vemos obligados a continuar en las casas donde vivimos porque no podemos salir a buscarlos. En realidad, no podemos marcharnos de aquí.
-Estamos atrapados.
-Esa es la palabra correcta.

María miró hacia las calles desiertas y se detuvo  en los ventanales de las casas donde decenas de niños pequeños, quizá cientos, se agrupaban mirando hacia fuera, con la ilusión apagada en sus ojos y la pena anclada en su rostro.

El ruido de un motor sonó, acercándose, y el corazón de María palpitó al desear que fueran sus padres que regresaban pero en su interior sabía perfectamente que no se trataba de ellos. Nunca más los volvería a ver.

-Debemos ir al sótano.-dijo el niño.-Es otra familia que viene a vivir a esta casa.
-¿Cómo? ¿Qué dices? ¡Es mi casa!
-María, el tiempo ahora para nosotros pasa de una forma muy distinta. Seguramente habrán comprado la casa y vendrán a ocuparla. Solo espero que no tengan un hijo como nosotros porque acabarán abandonándolo.

Antes de marcharse al sótano, María y el niño vieron que un coche azul aparcaba junto a la casa y dos adultos salían de la parte delantera. Después, una de las puertas traseras se abrió y apareció una niña de siete u ocho años vestida con un traje de color verde. María y el niño regresaron al sótano, donde se ocultaron junto a  los demás a pesar de ser conscientes de  que no podían verlos porque en realidad no se encontraban allí.


Días después, quizá semanas o tal vez meses, María estaba sentada en las escaleras del sótano lanzando una pelota contra la pared, mientras los otros niños corrían de un lado a otro, a veces jugando a peleas, otras al escondite. Entonces, sonó un ruido cerca de la puerta y la voz de una niña pronunció unas palabras que a María le trajeron muchos recuerdos:

-Papá, he escuchado ruidos en el sótano.

Los niños dejaron de correr y se quedaron quietos, petrificados. María recogió la pelota y permaneció expectante. La puerta del sótano no se abrió pero la voz de un hombre adulto sonó, fuerte y potente.

-No te preocupes Susana, son ratas. Un día de estos me encargaré de ellas.

Todos los niños se sentaron en el suelo con las cabezas agachadas. No se movieron ni lo más mínimo. María permaneció  en las escaleras y las lágrimas cubrieron su cara. El niño rubio se acercó a ella y le cogió la mano. María lo miró y formuló una pregunta cuya respuesta ya conocía.

-Pronto tendremos una nueva amiga, ¿Verdad?



RITUAL DE INVOCACION


Tres veces susurró su nombre. Tres veces lo pronunció en voz alta.
Desnudo en su habitación a oscuras, tan solo iluminado por la luz que desprendían las llamas de dos gruesas velas negras que había colocado a derecha e izquierda, Asier aguardó  pacientemente la llegada de la medianoche para comenzar el ritual.
Lo había aprendido en el colegio. Uno de los profesores al que le encantaban las leyendas e historias de terror la había contado y prácticamente ninguno de sus compañeros se lo había creído, tampoco él. Las historias de fantasmas eran todas inventadas, eso lo sabía muy bien, sin embargo, allí se encontraba en la soledad de su habitación, siguiendo los pasos que el profesor había indicado con precisión hasta en los más nimios detalles. 
Miedo no tenía. En absoluto. Sabía que el ritual no iba a funcionar de ningún modo, que la invocación del fantasma de Débora no iba a servir absolutamente para nada pero no podía obviar el hecho de que se había pasado toda la tarde organizando la escena y preparándose para el gran momento. Tal vez se sentía algo ridículo, quizá si al día siguiente lo contaba en clase lo tildarían de estúpido o loco pero eso a él no le importaba. A pesar de que entendía que todo no era más que una simple fábula, un cuento quizá inventado por el propio profesor para impresionar a su alumnado, la realidad era que quería probar la efectividad de la invocación.
No estaba preparado para ver fantasmas. Eso era algo que Asier sabía perfectamente y no pensaba que la tontería que estaba haciendo, por otro lado sencilla y absurda, pudiera tener efecto alguno.
Aún así, delante del espejo contempló su cuerpo desnudo y sintió un poco de recelo al verse sumido entre las sombras, como si la imagen reflejada fuera la de un cruel demonio. Se miró unos instantes y por primera vez se sintió un pobre ingenuo. Se le pasó por la cabeza dar marcha atrás, encender la luz y olvidarse de todo pero ya que había llegado hasta allí… por qué no seguir adelante. No tenía sentido retroceder.
El profesor les había advertido que todo era una simple superchería ya que sobre este mismo ritual  existían muchas  variaciones. Algunas voces afirmaban que se descubría la fecha de tu muerte, que el espejo enseñaba escenas de tu propio funeral. Otros invocaban el espíritu de Verónica, una malvada chica que había sido asesinada y que ansiaba regresar al mundo de los vivos para vengarse.  Había quienes advertían que el hecho de intentar la invocación permitía ver el rostro del Diablo observándote desde el mismísimo infierno. Por otro lado, y como no podía ser de otra manera, el profesor había señalado que los ilusos que lo habían intentado simplemente se sintieron decepcionados. También les recomendó el visionado de la película “Candyman” para comprender mejor unos hechos imposibles. Sin embargo, lo que había cautivado a Asier era precisamente la historia de Débora, que según el profesor era un fantasma que tras ser invocado quedaba a expensas de lo que de ella se requiriera. Tener el poder de dirigir a un espíritu, de hacerle realizar cosas fuera de lo común le tenía fascinado y, sin que pudiera entender qué era lo que estaba ocurriendo en realidad, comenzó a obsesionarse con la a todos visos inexistente Débora.
Lo más sencillo para comprobar las cosas era probarlas  uno mismo y por esa razón  se había metido en todo este jaleo. Nada que perder y quizá mucho que ganar.
Tres veces susurró su nombre. Tres veces lo pronunció en voz alta.
Y nada sucedió.
Aguardó varios minutos pero la imagen del espejo simplemente reflejaba el cuerpo aterido por el frío de un adolescente que se miraba con una expresión absurda plasmada en su rostro. Allí no salía nada extraordinario, ni imágenes escabrosas ni seres repugnantes. Si aquello era una invocación nadie había acudido a su llamada. Se había limitado a seguir con precaución pero exactamente los pasos que el profesor  había indicado pero ningún espíritu de las sombras se sintió aludido.
Maldiciendo entre dientes y masticando la acidez de una supina desesperación no le quedó otra cosa que resignarse. Había pronunciado tres veces el nombre de Débora. Primero a modo de susurro, después en voz alta. Si todo fuera real tenía que haber aparecido inmediatamente para ponerse a su servicio. Sonrió. Bajó los brazos en señal de rendición y se llamó tonto varias veces ladeando la cabeza de un lado a otro. ¿Y si el espíritu de esa chica hubiera aparecido qué? ¿Se habría atrevido a pedirle algo? La verdad es que Asier no confió en ningún momento que el ritual fuera efectivo y de algún modo se acordó de la habilidad de  su profesor, que les había metido en la cabeza una historia truculenta pero estúpida de fantasmas y espíritus malvados que  había calado hondo, especialmente en él.  Se preguntó si alguno más de sus compañeros habría probado aquél experimento.
Sopló la primera vela y su llama se extinguió tras realizar un siniestro baile. Al ir a apagar la segunda, advirtió con el rabillo del ojo un extraño movimiento. La piel se le erizó y un ramalazo de frío hiriente resbaló por su espina dorsal, arañando la profundidad de su alma. Confundido, desvió la cabeza  hacia el espejo.
Quedó petrificado al descubrir la imagen de una mujer al otro lado, observándolo a través de unos ojos enteramente azules, sujetos a  una mirada tremebunda y siniestra que intimidaban.
Asier retrocedió asustado y el corazón saltó en el interior de su pecho. Allí estaba. No cabía duda.
El fantasma.
La mujer del espejo lo observaba en silencio, manteniendo en sus labios negros una sonrisa maquiavélica. Su rostro, cubierto de manchas rojas que Asier supuso que sería sangre, mantenía una expresión adusta y severa. El resto de su cuerpo, blanco como la nieve, estaba desnudo. En lugar de pechos, tenía dos formas oscuras que Asier no pudo o no supo interpretar. El chico lanzó un alarido cuando la imagen del espejo se movió.
La mujer comenzó a salir del otro lado y accedió a la habitación. Se movía lentamente, como si estuviera caminando sobre un suelo repleto de cristales.
Avanzó sin quitarle la vista de encima y cuando estuvo a la altura del muchacho, alzó los brazos y los estiró hacia delante, atrapando con sus largos y delgados dedos el cuerpo tembloroso de Asier, que enmudeció nada más recibir el contacto glacial sobre su cuerpo. Quiso gritar pero su garganta impidió el acceso de todo sonido. La aparición esbozó una extraña mueca y un sonido aborrecible salió de las profundidades de sus entrañas.

Al día siguiente, el profesor pasó lista con excesivo interés. Faltaba Asier y tres compañeros  más. Sonrió satisfecho y se reclinó sobre el asiento mientras observaba en silencio a sus alumnos. Cerró los ojos y la fatal imagen de Débora ocupó su mente. “Pronto te enviaré nuevos huéspedes, querida, pronto volveremos a estar juntos”.



QUE SE PUDRA EN EL INFIERNO


El sacerdote detuvo su oratoria al escuchar los horribles alaridos que salían del interior del ataúd. Nos miró alarmado y con el rostro desencajado por el espanto mientras sus ojos parecían querer salírsele de las órbitas.
Mis familiares y yo, incluido mis dos pequeños hijos, fingimos no escuchar nada a pesar de que todos oíamos los terribles golpes que mi marido propinaba en la tapa del ataúd, atizándola con fuerza y con toda probabilidad haciéndose polvo los nudillos. Sus gritos eran terribles. Parecían proceder desde las profundidades del infierno ya que ese lugar era, sin duda alguna, al sitio donde mi despreciable esposo debía marcharse. Yo mantenía viva la esperanza de que su alma, si ésta existiera, fuera quemada bajo el padecimiento  más lento y doloroso que se pueda imaginar ante la mirada impávida del mismísimo demonio.
El sacerdote, al darse cuenta de que ninguno de nosotros reaccionaba, se dirigió raudo y veloz hasta el ataúd e impidió que mis hermanos lo siguieran bajando hacia el agujero cavado en la tierra, el que sería el nuevo y último hogar de Juan Hernández, hasta ese momento padre de mis hijos.
-¡Este hombre está vivo!.-gritó el sacerdote pero nosotros solamente nos limitamos a mirarlo, sin decir ni una sola palabra.-¿Acaso no escucháis sus gritos?
Todos permanecimos en silencio y nos miramos unos a otros. No contábamos con aquella salvedad y aunque estaba siendo, con diferencia,  el día más feliz de mi vida (sin contar el nacimiento de mis niños, naturalmente) no estaba dispuesta a que ningún hombre de Dios hiciera mermar la inmensa felicidad que sentía.
El desgraciado apenas se dio cuenta de nada. Recibió el impacto de la pala sobre el cuero cabelludo y su cuerpo cayó fulminado a tierra, adoptando una postura irrisoria e imposible. Me di cuenta que mis hijos me estaban mirando y entonces solté la pala que había agarrado con la furia que poseyó mi ser durante aquél angustioso instante. No dijeron nada, simplemente desviaron su cabeza hacia el féretro, que se agitaba a causa de los golpes que su abominable  padre estaba dando desde el interior. Sus gritos ahora, quizá, eran más alarmantes y entre ellos, como si fuera una voz grabada a fuego en mi cabeza, repetía una y otra vez mi nombre y decía cosas que ya había escuchado demasiadas noches, cuando regresaba del bar completamente borracho: “¡Zorra!”, “Voy a matarte”, “Te quitaré a los niños”, “Estúpida”, “No vales nada”, “Basura”, “Métetelo en la cabeza: soy tu jodido dueño”
Me tapé los oídos para no escucharlo y lloré como tantas veces había llorado en la soledad, sin saber a quien confesar mi gran secreto, la mentira en la que se había convertido mi vida. Al menos, no volvería a ponerme la mano encima.
Ya no.
Por eso estaba allí dentro. El problema era que había despertado antes de lo previsto. Mi gran ilusión era que lo hiciera ya enterrado. Que nadie pudiera escuchar sus horrendos alaridos, que me maldijera por ultima vez cuando el oxígeno estuviera a punto de terminarse, para que la imagen final  que llegara a su mente fuera el reflejo de mi sonrisa y la valentía de hacerle sentir que ya no me importaba nada, nada en absoluto.
Me sorprendió que mis hijos me agarrasen la mano. En ese mismo momento dejé de temblar, como si el contacto con ellos se hubiera convertido en una protección especial.
-Ya no te puede hacer nada, mamá.-dijo Rubén.
-Podrás dormir.-añadió Vanesa.
Tenían razón. Los abracé y los mantuve junto a mi pecho  durante varios  minutos, convencida de que aquellas dos criaturas eran  más fuertes de lo que yo había sido jamás. También ellos habían sufrido la ira del monstruo. Fueron muchas noches angustiosas encerrados los tres en el cuarto de baño mientras él golpeaba las paredes de la casa y maldecía nuestros nombres. Los tres habíamos llorado mucho. Hasta que pensé que ya era suficiente.
Me armé de valor y decidí plantar cara al detestable ser en el que se había convertido la persona a la que un día amé. Sé que nunca debí aguantar tanto, que hace tiempo tuve que tomar esta decisión, por mis hijos, por mí, por los tres, pero jamás encontré los arrestos  necesarios.
Toda mi familia me ayudó. Atrapamos al engendro y lo vencimos. Ahora viajará al infierno, para que se pudra en él. ¡Que el diablo se lo coma si tiene apetito!
Mis hermanos bajaron el ataúd hasta el fondo del negro agujero. Los gritos se habían convertido en un siniestro silencio y me sentí dichosa cuando lo imaginé ya muerto.
Entonces el ruido de la puerta me despertó. Rubén y Vanesa entraron corriendo en la habitación y se abrazaron a mí. Temblaban y sollozaban. La voz del abyecto cobarde sonó en el pasillo una noche más:
-¿Dónde estás, puta?
Abrió la puerta de la habitación y su imagen fantasmal adoptó la forma de un perverso demonio. 
-¡Ah!, Estáis ahí los tres, qué pandilla de miserables idiotas!.-su aliento apestaba a alcohol y la expresión de sus ojos estaba cargada de una agresividad y furia descomunal.-Mejor así, os voy a moler a palos.
-¡No!
Mi voz había sonado con seguridad y retumbó en la habitación como un trueno en mitad de la noche.
Me miró confundido y su rostro se arrugó para expresar su bravuconería habitual.
-¿Cómo?, ¿Qué cojones has dicho?.-preguntó mientras se quitaba el cinturón y lo esgrimía por encima de su cabeza.
-¡He dicho que no!
-¿Eres estúpida?
Se acercó amenazante pero lejos de amedrentarme me incorporé y me coloqué delante de él. Aguanté su mirada, algo que nunca pensé que podría hacer jamás  y permaneció aturdido. Hizo amago de golpearme como tantas otras veces pero no retrocedí, tampoco pestañeé.
-Voy a darte un escarmiento.-dijo, pero noté  temblor en su voz.
-Tal vez me pegues, quizá me mates, no lo sé, pero te puedo asegurar que será la última vez porque hay algo que me gustaría decirte y que deberías comprender.-creo que se sorprendió por mi actitud, algo que no esperaba, porque no fui yo quien bajó la mirada como tantas otras veces, ni mi garganta profirió peticiones de suplicas, ni mis ojos se llenaron de lágrimas sino de confianza y valentía. Entonces le solté lo que sabía que no podría soportar.-No te tengo miedo, ¿sabes? Ya no te tengo miedo.
No dijo nada, permaneció absorto mirándome, como si me hubiera vuelto loca, pero el loco era él.
-Pégame o vete.-dije dando un paso al frente.-Pero te aseguro que si después  puedo ponerme en pie, cogeré a los niños y me marcharé para siempre de aquí.
El monstruo se dio la vuelta. Abandonó  la habitación. Salió de la casa dando un fuerte portazo. Miré a mis hijos y los abracé. Los tres lloramos durante el resto de  la noche.
Jamás volví a ver a Juan. No sé adónde fue ni lo quiero saber. A veces me gusta pensar que finalmente el diablo se lo llevó y que ahora se está pudriendo en el infierno,  padeciendo en sus propias carnes todo el mal que en vida había hecho.
Este pensamiento me hace sonreír cada mañana que compruebo que él ya no está y que por fin terminaron las aberraciones y humillaciones, porque yo también merezco ser feliz. Y ahora puedo afirmar que lo soy.
Hablé con la policía. Algo que debí hacer mucho tiempo atrás, en realidad la primera vez que me puso la mano encima.  Ahora todo está bien porque nunca es tarde para dar el paso definitivo. Nunca imaginé que tuviera tanta ayuda a mi alrededor. Estoy muy agradecida.
Por una vez en la vida, como siempre había soñado y esperado, estoy tranquila y por fin puedo comenzar a vivir sin miedo a la llegada del monstruo y a sus malvados y despreciables actos.
Afortunadamente el tormento ha terminado y ya no me siento culpable de nada sino respetada y digna, algo que debería ser de sentido obligatorio para cualquier ser humano.