El sacerdote detuvo su oratoria al escuchar los horribles alaridos que salían del interior del ataúd. Nos miró alarmado y con el rostro desencajado por el espanto mientras sus ojos parecían querer salírsele de las órbitas.
Mis familiares y yo, incluido mis dos pequeños hijos, fingimos no escuchar nada a pesar de que todos oíamos los terribles golpes que mi marido propinaba en la tapa del ataúd, atizándola con fuerza y con toda probabilidad haciéndose polvo los nudillos. Sus gritos eran terribles. Parecían proceder desde las profundidades del infierno ya que ese lugar era, sin duda alguna, al sitio donde mi despreciable esposo debía marcharse. Yo mantenía viva la esperanza de que su alma, si ésta existiera, fuera quemada bajo el padecimiento más lento y doloroso que se pueda imaginar ante la mirada impávida del mismísimo demonio.
El sacerdote, al darse cuenta de que ninguno de nosotros reaccionaba, se dirigió raudo y veloz hasta el ataúd e impidió que mis hermanos lo siguieran bajando hacia el agujero cavado en la tierra, el que sería el nuevo y último hogar de Juan Hernández, hasta ese momento padre de mis hijos.
-¡Este hombre está vivo!.-gritó el sacerdote pero nosotros solamente nos limitamos a mirarlo, sin decir ni una sola palabra.-¿Acaso no escucháis sus gritos?
Todos permanecimos en silencio y nos miramos unos a otros. No contábamos con aquella salvedad y aunque estaba siendo, con diferencia, el día más feliz de mi vida (sin contar el nacimiento de mis niños, naturalmente) no estaba dispuesta a que ningún hombre de Dios hiciera mermar la inmensa felicidad que sentía.
El desgraciado apenas se dio cuenta de nada. Recibió el impacto de la pala sobre el cuero cabelludo y su cuerpo cayó fulminado a tierra, adoptando una postura irrisoria e imposible. Me di cuenta que mis hijos me estaban mirando y entonces solté la pala que había agarrado con la furia que poseyó mi ser durante aquél angustioso instante. No dijeron nada, simplemente desviaron su cabeza hacia el féretro, que se agitaba a causa de los golpes que su abominable padre estaba dando desde el interior. Sus gritos ahora, quizá, eran más alarmantes y entre ellos, como si fuera una voz grabada a fuego en mi cabeza, repetía una y otra vez mi nombre y decía cosas que ya había escuchado demasiadas noches, cuando regresaba del bar completamente borracho: “¡Zorra!”, “Voy a matarte”, “Te quitaré a los niños”, “Estúpida”, “No vales nada”, “Basura”, “Métetelo en la cabeza: soy tu jodido dueño”
Me tapé los oídos para no escucharlo y lloré como tantas veces había llorado en la soledad, sin saber a quien confesar mi gran secreto, la mentira en la que se había convertido mi vida. Al menos, no volvería a ponerme la mano encima.
Ya no.
Por eso estaba allí dentro. El problema era que había despertado antes de lo previsto. Mi gran ilusión era que lo hiciera ya enterrado. Que nadie pudiera escuchar sus horrendos alaridos, que me maldijera por ultima vez cuando el oxígeno estuviera a punto de terminarse, para que la imagen final que llegara a su mente fuera el reflejo de mi sonrisa y la valentía de hacerle sentir que ya no me importaba nada, nada en absoluto.
Me sorprendió que mis hijos me agarrasen la mano. En ese mismo momento dejé de temblar, como si el contacto con ellos se hubiera convertido en una protección especial.
-Ya no te puede hacer nada, mamá.-dijo Rubén.
-Podrás dormir.-añadió Vanesa.
Tenían razón. Los abracé y los mantuve junto a mi pecho durante varios minutos, convencida de que aquellas dos criaturas eran más fuertes de lo que yo había sido jamás. También ellos habían sufrido la ira del monstruo. Fueron muchas noches angustiosas encerrados los tres en el cuarto de baño mientras él golpeaba las paredes de la casa y maldecía nuestros nombres. Los tres habíamos llorado mucho. Hasta que pensé que ya era suficiente.
Me armé de valor y decidí plantar cara al detestable ser en el que se había convertido la persona a la que un día amé. Sé que nunca debí aguantar tanto, que hace tiempo tuve que tomar esta decisión, por mis hijos, por mí, por los tres, pero jamás encontré los arrestos necesarios.
Toda mi familia me ayudó. Atrapamos al engendro y lo vencimos. Ahora viajará al infierno, para que se pudra en él. ¡Que el diablo se lo coma si tiene apetito!
Mis hermanos bajaron el ataúd hasta el fondo del negro agujero. Los gritos se habían convertido en un siniestro silencio y me sentí dichosa cuando lo imaginé ya muerto.
Entonces el ruido de la puerta me despertó. Rubén y Vanesa entraron corriendo en la habitación y se abrazaron a mí. Temblaban y sollozaban. La voz del abyecto cobarde sonó en el pasillo una noche más:
-¿Dónde estás, puta?
Abrió la puerta de la habitación y su imagen fantasmal adoptó la forma de un perverso demonio.
-¡Ah!, Estáis ahí los tres, qué pandilla de miserables idiotas!.-su aliento apestaba a alcohol y la expresión de sus ojos estaba cargada de una agresividad y furia descomunal.-Mejor así, os voy a moler a palos.
-¡No!
Mi voz había sonado con seguridad y retumbó en la habitación como un trueno en mitad de la noche.
Me miró confundido y su rostro se arrugó para expresar su bravuconería habitual.
-¿Cómo?, ¿Qué cojones has dicho?.-preguntó mientras se quitaba el cinturón y lo esgrimía por encima de su cabeza.
-¡He dicho que no!
-¿Eres estúpida?
Se acercó amenazante pero lejos de amedrentarme me incorporé y me coloqué delante de él. Aguanté su mirada, algo que nunca pensé que podría hacer jamás y permaneció aturdido. Hizo amago de golpearme como tantas otras veces pero no retrocedí, tampoco pestañeé.
-Voy a darte un escarmiento.-dijo, pero noté temblor en su voz.
-Tal vez me pegues, quizá me mates, no lo sé, pero te puedo asegurar que será la última vez porque hay algo que me gustaría decirte y que deberías comprender.-creo que se sorprendió por mi actitud, algo que no esperaba, porque no fui yo quien bajó la mirada como tantas otras veces, ni mi garganta profirió peticiones de suplicas, ni mis ojos se llenaron de lágrimas sino de confianza y valentía. Entonces le solté lo que sabía que no podría soportar.-No te tengo miedo, ¿sabes? Ya no te tengo miedo.
No dijo nada, permaneció absorto mirándome, como si me hubiera vuelto loca, pero el loco era él.
-Pégame o vete.-dije dando un paso al frente.-Pero te aseguro que si después puedo ponerme en pie, cogeré a los niños y me marcharé para siempre de aquí.
El monstruo se dio la vuelta. Abandonó la habitación. Salió de la casa dando un fuerte portazo. Miré a mis hijos y los abracé. Los tres lloramos durante el resto de la noche.
Jamás volví a ver a Juan. No sé adónde fue ni lo quiero saber. A veces me gusta pensar que finalmente el diablo se lo llevó y que ahora se está pudriendo en el infierno, padeciendo en sus propias carnes todo el mal que en vida había hecho.
Este pensamiento me hace sonreír cada mañana que compruebo que él ya no está y que por fin terminaron las aberraciones y humillaciones, porque yo también merezco ser feliz. Y ahora puedo afirmar que lo soy.
Hablé con la policía. Algo que debí hacer mucho tiempo atrás, en realidad la primera vez que me puso la mano encima. Ahora todo está bien porque nunca es tarde para dar el paso definitivo. Nunca imaginé que tuviera tanta ayuda a mi alrededor. Estoy muy agradecida.
Por una vez en la vida, como siempre había soñado y esperado, estoy tranquila y por fin puedo comenzar a vivir sin miedo a la llegada del monstruo y a sus malvados y despreciables actos.
Afortunadamente el tormento ha terminado y ya no me siento culpable de nada sino respetada y digna, algo que debería ser de sentido obligatorio para cualquier ser humano.
2 comentarios:
La peor de las pesadillas, un maltratador en tu vida. Me ha sorprendido el tema. :)
Curioso cambio, sueles escribir de lo realista a lo tétrico, inversamente produce una sensacion que aun no termino de asimilar
Publicar un comentario