Lo primero que encontramos fueron los zapatos, colocados en uno de los
bancos situados a un lado del camino. Era una pareja de zapatitos negros, de
niña, y estaban unidos el uno al otro por los cordones. No le dimos mayor
importancia porque probablemente no la tenía y seguimos caminando…
…hasta que algunos metros más adelante, colgando de unos arbustos,
descubrimos dos calcetines blancos manchados de rojo.
Nos detuvimos frente a este segundo hallazgo. Nos estremecimos ante la
variopinta visión y a nuestras mentes
acudió la imagen de los zapatitos negros
que habíamos dejado atrás y que ahora parecía cobrar algo más de sentido. Me
acerqué hasta los calcetines para observarlos más de cerca. La primera impresión
que recibí se confirmó a corta distancia. Los calcetines estaban teñidos de
sangre.
Estuve a punto de tocarlos pero Carmen me detuvo sujetando mi brazo. La miré. No me dijo nada
pero en sus ojos advertí el destello del temor. Retiré las manos justo en el
preciso instante en que las yemas de mis dedos rozaron la tela de los
calcetines, pero ninguno de mis compañeros se percató de ello. En ese mismo
momento noté algo extraño. Fue un dolor agudo en el centro de la cabeza y sentí
que algo estallaba en mi interior aunque se me pasó enseguida.
Antonio sacó una fotografía de los pequeños calcetines, que habían sido
agujereados a la altura de los tobillos para que quedaran sujetos en las ramas
del arbusto, como una bandera que ondea al viento o, quizá, como un trofeo o
advertencia.
—A la vuelta me gustaría inmortalizar los zapatos, creo que puede ser una
buena foto. —dijo tras pulsar el disparador. No sería posible. Ninguno de
nosotros iba a regresar.
Nos detuvimos en un merendero donde había unos columpios. Solamente
estábamos nosotros y aprovechamos el buen tiempo que hacía, con un sol
majestuoso y algo pegajoso que nos observaba alegre desde las alturas. Nos
sacamos varias fotografías bajando de los toboganes, cruzando los obstáculos
con la ayuda de cuerdas colgantes y nos divertimos de lo lindo hasta que a Carmen
palideció. Yo me di cuenta por la expresión que mostró su cara. Se había
quedado petrificada. Abrió la boca en
una enorme O y los ojos se le agrandaron como los focos de una linterna
encendida. Levantó la mano y señaló en
la distancia.
—¿Qué es eso? —preguntó. Su voz temblaba.
—Parece un trapo, ¿no? —dije y me levanté para acercarme.
—No, no vayas—susurró Carmen pero
no hice caso. Antonio me acompañó mientras mi novia se quedaba atrás.
A medida que nos acercábamos nuestros pasos se volvieron más lentos. Si
no hubiera estado acompañado me habría dado la vuelta pero Antonio caminaba
junto a mí. Nos miramos de reojo. Ambos teníamos un nudo en la garganta. Estábamos
tensos.
Descubrimos que no se trataba de un trapo sino de un pequeño vestido de color rosa bañado en dibujos infantiles. Nos quedamos sin
voz. Nuestro silencio parecía haberse convertido en una gruesa soga que
apretaba nuestras gargantas y nos dejaba sin aliento. Aquel vestido estaba
parcialmente desgarrado y, al igual que los calcetines, tenían manchas rojizas
que enseguida identificamos como sangre seca.
—¡Dios mío! —sonó la voz de Carmen justo detrás nuestro. Nos giramos
sorprendidos y allí estaba mi chica, pálida,
como la tez de un viejo vampiro. Se agarró
a mí y sus ojos miraron alrededor. Sabía perfectamente lo que estaban
buscando y yo hice lo mismo. Antonio miraba también en todas direcciones.
Aunque no nos dijimos nada, los tres temíamos
encontrar entre la maleza las piernas desnudas de una pequeña niña. Todos los
indicios sugerían que algo terrible había sucedido. No podía ser casualidad la
aparición de tan singulares hallazgos. Se nos pasó por la cabeza la posibilidad de que algún
depravado estuviese suelto por las cercanías, un depravado que había cometido un acto terrible. Buscamos
sin separarnos demasiado. Antonio se metió en una zanja y la examinó a
conciencia. Nada.
Carmen sacó una linterna de su mochila e iluminó el fondo de un hueco
cavado en la tierra y que parecía muy profundo. Nada.
Yo giraba sobre mis propios talones, llevando la mirada cada vez más
lejos, con la intención de detectar algún movimiento. Nada.
Ninguno de nosotros quería encontrar el cadáver de una niña pero pensábamos
que si abandonábamos el lugar, tal vez, si estaba agonizando, se perdiera la
oportunidad de salvarle la vida.
No encontramos nada. El sol ya comenzaba a bajar escogiendo el punto
idóneo por el que desaparecer en el horizonte, tras las montañas. Quizá todo
tenía una explicación convincente pero ninguno de nosotros lo creía. Estábamos
tan confundidos como intrigados, tan exhaustos por los hallazgos que no nos
dimos cuenta de lo extraño y misterioso que resultaba. Los zapatos negros
perfectamente colocados sobre un banco. Los calcetines convenientemente
colgados en los arbustos del camino. El vestido manchado que ondeaba, empujado
por un viento casi inapreciable. Se trataba de una puesta en escena. Algo
pensado concienzudamente. Ninguno de los tres cayó en la cuenta de que la mejor
opción hubiera sido marchar y olvidarnos de todo pero decidimos permanecer allí durante un tiempo más. Fue nuestro gran
error. Desde ese momento todo, absolutamente todo, cambió.
Aturdidos por los acontecimientos, sin poder quitar la vista del vestido
rosa que se mecía colgado del arbusto, sin apartar de nuestros ojos las manchas
de sangre que lo cubrían, en algún momento escuchamos un ruido procedente de un
punto lejano. Parecía… ¡¡No!!, no podía estar seguro de ello pero…
—Es el llanto de una niña.
Miré a Carmen. ¡Eso es lo que yo pensaba!
No había sido fruto de mi imaginación. Había llegado hasta mis oídos con
absoluta claridad y tras las palabras de Carmen y el rostro asustado de Antonio
comprendí que ellos también lo habían
escuchado con absoluta nitidez.
Corrí como jamás había corrido en dirección al sonido. Cuanto más cerca
me encontraba más seguro estaba de que una niña lloraba a pleno pulmón, como si
su alma estuviera ardiendo en el mismísimo infierno. Escuché las voces de mis
amigos que trataban de detenerme, oí a Carmen suplicar que regresara pero
cuando desvié la cabeza hacia atrás vi que ellos también me seguían. Y entonces,
de repente, la niña dejó de llorar.
Me detuve en seco. Pocos segundos después mis compañeros estaban a mi
lado. A todos nos costaba respirar. Nuestros pechos subían y bajaban a un ritmo
vertiginoso. Antonio colocó sus manos sobre las rodillas y trató de coger aire
respirando profundamente mientras Carmen se sujetaba el abdomen.
Permanecimos en silencio, esperando escuchar de nuevo a la niña pero
nada, simplemente la profunda respiración de un atardecer que en pocos minutos
exhalaría su último aliento. El sol pronto se ocultaría tras las montañas y las
sombras se harían dueñas del lugar. ¡Maldita sea! ¿Dónde estaba la niña?
Escuchamos ruidos a nuestras espaldas. Nos giramos sobresaltados pero
nuestros ojos no llegaron a alcanzar nada anormal. Sin embargo, notamos que
alguien se encontraba en las cercanías.
—Vámonos—pidió Carmen mientras se agarraba a mi brazo.
—¿Dónde estás, pequeña? —gritó Antonio y yo lo imité llamando a la niña. Comencé a
escuchar murmullos dentro de mi cabeza, un coro de voces lejanas que parecían
susurrarme desde la lejanía pero no dije nada por si era fruto de mi
imaginación. De hecho tuvo que ser así porque inmediatamente las voces
enmudecieron. Mire por los alrededores. Presté atención a cualquier ruido que se produjera en las proximidades.
Nada. Un silencio sepulcral violado únicamente por nuestras respiraciones
hasta que escuchamos de nuevo un sonido a nuestro alrededor.
—¡Allí! —grité como un poseso y señalé con el dedo una figura diminuta
que corría entre la alta hierba.
—Vámonos—repitió Carmen y tiró de mi brazo. Me zafé de ella con un
movimiento brusco.
—¿La habéis
visto? ¡Estaba allí! —exclamé y mi propia voz me sonó como la de un lunático.
Entonces
escuchamos la risa de la niña, una risa que nos sobrecogió a todos.
—Tíos, tengo miedo —confesó Carmen. —Regresemos al pueblo, esto no me
gusta nada…
Como si el tiempo se hubiera acelerado, el sol acabó por ocultarse tras
las montañas y el lugar se tiñó de una tenue oscuridad que sería pronto inescrutable.
—¡Oye, pequeña! ¿Estás bien? ¡No tengas miedo!
No podíamos dejar allí a la
niña. Miré a mis amigos. Nos marcharíamos, pero no sin ella.
Escuchábamos su risa a un lado y otro del camino, siempre entre los matorrales,
como si se moviera a una endiablada velocidad
y en ningún momento vimos su pequeña silueta hasta que Carmen lanzó un
alarido que nos hizo palidecer.
—¡Ahí…!—dijo y señaló con la mano.
Allí estaba la niña, a pocos metros de nosotros. Se encontraba
completamente desnuda y agarraba un osito de peluche con su mano derecha. El
pelo negro y mojado le cubría gran parte del rostro pero sus ojos se perfilaban
grandes y oscuros entre los cabellos.
—¿Estás bien, pequeña? —me atreví a decir. Sentí la mirada de la niña
penetrando hasta el fondo de mi alma. Permaneció allí, inmóvil, tal cual
fantasma, mientras las sombras se arrugaban a nuestro alrededor para
convertirse en una noche cruda y oscura.
Di un paso hacia delante. Carmen pronunció mi nombre en voz muy baja con
la intención de sujetarme. Me detuve. Estaba asustado pero solamente era una
niña y parecía necesitar nuestra ayuda.
Cuando iba a preguntarle su nombre, la pequeña giró sobre sus talones y comenzó
a caminar lentamente entre los arbustos, alejándose de nosotros.
Pese a las peticiones de mis amigos, decidí seguirla. Ellos hicieron lo
mismo. Se habían dado cuenta de que la niña quería que fuéramos tras ella.
Aceleré el paso. La pequeña caminaba deprisa y no quería perderla. Su
blanca silueta era engullida por las sombras, como si perversos monstruos la
abrazaran y la devoraran al mismo tiempo.
Caminaba con la mirada clavada en la espalda de la niña. Escuchaba
tras de mí las pisadas de mis amigos que aplastaban los hierbajos. Oía sus
respiraciones aceleradas, los latidos de sus corazones que unidos al mío
componían una sinfonía macabra e inquietante. Llegó hasta nosotros un hedor
nauseabundo que nos obligó a taparnos la boca y la nariz. Sentí arcadas
pero me contuve. Antonio no tuvo esa suerte y manchó sus propios zapatos con el
vómito.
La niña de detuvo, de repente.
Casi tropecé con ella y mis compañeros conmigo. Me incliné sobre la pequeña y
la agarré suavemente de los brazos. Tuve que retirar las manos inmediatamente. La piel de la niña
estaba fría como el hielo.
—Mi papi y mi mami están allí.
Tras pronunciar aquellas palabras, mis amigos y yo dejamos de prestar
atención a la pequeña y miramos hacia el frente.
Podían verse mecidos al viento, en la oscuridad que cada vez era más
opresiva. Los cuerpos de dos personas adultas yacían colgados de un árbol.
Estaban desnudos, como la niña, aunque sus cuerpos parecían muy negros,
acartonados más bien. Cuando me acerqué no pude evitar que mi estómago me
obligara a derramar por el suelo todo su contenido. El nauseabundo olor emanaba
de aquellos cuerpos.
Se trataba de dos cadáveres. Un hombre y una mujer colgados con una soga
del cuello. Tenían las manos
entrelazadas pero sus cuerpos estaban ajados y arrugados como una pasa, podridos, como si
llevaran muertos semanas. La visión atroz de aquella espeluznante imagen me
obligó a girarme. Vi a mis amigos horrorizados, con los ojos agrandamos, a
punto de salírseles de sus órbitas. Carmen lloraba, era un manojo de nervios. Antonio retrocedía
asustado, alejándose de aquél lugar, caminando lentamente hacia atrás, hasta
que las sombras se lo tragaron. No los volví a ver más, a ninguno de los dos.
Agaché la cabeza y observé a la niña. Miraba hacia los ahorcados con los ojos
ocultos tras su pelo pero aún así, pude descubrir que esbozaba una sonrisa que
me pareció demoníaca. Movió la cabeza y me miró directamente. Sus ojos eran
oscuros, negros como las sombras.
Sentí un estremecimiento recorriendo mi cuerpo y
unas gotas de sudor helado comenzaron a arañar mi espalda, resbalando
lentamente y produciéndome un dolor espeluznante, como si la uña afilada de un
vampiro estuviera abriendo una herida profunda en mi cuerpo. Miré estupefacto
los cadáveres de aquellas dos personas colgadas del árbol y bajé la cabeza para
observar a la niña, que me miraba y se reía a plena carcajada.
Traté de localizar a mis amigos. No los vi por
ninguna parte. Estaba yo solo. Yo y aquella niña que alargó su brazo para coger
mi mano con la suya.
Estaba fría y húmeda y traté de apartarla pero ella me sujetó
con violencia.
La niña apretó con fuerza mi mano y después la soltó. Comenzó a
llorar desconsolada. Aturdido, miré a mi alrededor con la esperanza de ver a
mis amigos pero la oscuridad más impenetrable se había adueñado del lugar. Los
árboles se presentaban ante nosotros como siluetas fantasmales de crueles
demonios y un frío cada vez más intenso fue arropando cada trozo de mi piel. Cerré
los ojos unos instantes y creí perder la conciencia…
…Cuando los abro tengo una sensación molesta
dentro de mi cabeza y me siento raro, muy extraño.
Veo los cuerpos meciéndose frente a mí y la niña
que no deja de llorar a mi lado. Algo cruel y despiadado ha sucedido aquí, algo
que se escapa del control del raciocinio y el sentido común. Mi cuerpo tiembla
y noto cómo las rodillas están a punto de fallarme. Un fuerte dolor se instala en
el centro de mi pecho y la cabeza podría estallarme en cualquier momento. Me
siento impotente y tengo la sensación de que el autor de estas muertes, de la
desaparición de mis amigos y del acoso a esta niña, deambula por los alrededores,
oculto en la oscuridad. La pequeña me
observa, a través de unos ojos malignos y crueles, perversos y sanguinarios.
Tengo la convicción de que en cualquier momento
algo se abalanzará sobre mí. Me fijo en la niña. Ha dejado de llorar y ladea la cabeza en mi
dirección. Sus ojos cubiertos de lágrimas relucen en la oscuridad y su
blanquecino rostro es espantosamente diabólico. Su boca muestra una fea mueca
que me hace sentir un miedo tan atroz que me orino encima. Ella mira cómo los
pantalones se van humedeciendo y se burla de mí.
—Son papi y mami. Están muertos, ¿sabes? —dice la niña con voz pausada. —Yo
los maté
Unas
luces se encienden repentinamente por el camino por el que hemos venido y le
sigue un rugido de motor. Se trata de un coche. Pongo mi cuerpo en tensión sin entender lo que la niña ha querido decir y
solamente me relajo cuando suena la sirena de la policía y encima de ese coche
se encienden las luces azules de una patrulla que se detiene a pocos metros de
donde estamos.
Aliviado por encontrar agentes del orden, me
alejo de la niña varios metros y corro hacia los policías.
Bajan del coche con sus armas en la mano. Es un hombre y una
mujer. Me apuntan con las pistolas.
—¡Deténgase! —dice uno de ellos.
—¿Qué? —me paro en seco y levanto las manos. —No, oigan, allí…
—¡Quédese quieto!
Giro mi cuerpo para señalar el punto exacto
donde yacen muertos los padres de la niña pero la voz más enérgica del policía
me hace detenerme, extrañado.
—¡Si se vuelve a mover le pego un tiro! ¿Lo ha
entendido?
La mujer policía camina bordeando el coche sin
dejar de apuntarme y extrae de su cinturón una linterna. Con ella ilumina el
lugar mientras su compañero aferra con las dos manos la pistola y no deja de
apuntarme en ningún momento. El haz de luz me ilumina el rostro y cierro los
ojos molesto hasta que siento que la linterna trata de iluminar otro lado. Abro
los ojos en el momento en que los policías descubren los cuerpos colgados del
árbol y detectan la presencia de la niña.
—Ha sido él—dice la pequeña entre sollozos y me
señala con el rostro atrapado por el terror.
Los dos agentes se miran unos momentos y piden
refuerzos por radio.
—¡Aléjese de la niña! —dice uno de ellos.
—¿Qué? ¡No!, son sus padres, ella dice que…
—¡Aléjese de la niña! —repite con autoridad el
agente—¡Y deje el arma en el suelo!
—¿Arma? ¿Qué arma…?—me sobrecojo, perplejo, cuando descubro que estoy agarro con la mano un afilado cuchillo completamente
ensangrentado. —¿Qué es esto…?
—¡Tire el arma! —dice el policía.
—Ven aquí
pequeña, todo ha pasado—indica la mujer policía. Veo que la niña comienza a dar
unos pasos hacia delante para acercarse a los agentes. Antes de llegar a ellos
se detiene y se gira. Me lanza una mirada feroz y una sonrisa cruel ocupa la
mueca que hasta entonces tenían sus labios.
—¡Oigan! ¡Esperen un momento! Esto no…
—¡Tire el arma!
Dejo caer el cuchillo y al mismo tiempo descubro
que mi ropa está completamente cubierta de sangre. No doy crédito a la situación
ni a lo que está pasando.
La agente abraza a la niña y le dice que ya todo
ha terminado, que está a salvo, que ya nadie le hará daño alguno.
—Se ha vuelto loco—oigo que dice la niña. —Estuvo
persiguiéndome y me gritaba cosas horribles. Sus amigos trataron de sujetarlo y
los mató, él los mató. A los dos…
Vuelvo mi cabeza hacia el árbol donde hasta ese
momento se encontraban colgados los cuerpos podridos de dos adultos y descubro
horrorizado que ahora yacen allí mis dos amigos. Están abiertos en canal, con los
rostros hinchados. Sus ojos abiertos me miran enfurecidos desde la oscuridad. Sus
cuerpos se mecen al ritmo que marca el viento mientras sus bocas están llenas
de tierra y piedras.
Clavo mis rodillas en el suelo mientras el foco
de la linterna me ilumina.
—¡Levántese!
Tiene que repetir la orden dos o tres veces más.
Apenas oigo lo que me dicen. Mi atención está puesta en los cuerpos de mis amigos.
No puedo evitar sentir arcadas y un fuerte y continuo dolor en la cabeza. Miro de
soslayo el largo cuchillo que yace a dos metros de mí y vuelvo la mirada de
nuevo hacia los cadáveres colgados del árbol.
Me pongo de pie. Veo que la niña se monta en el coche
patrulla, en el asiento de atrás y desde allí me observa. Los dos policías me
apuntan con sus armas.
—¡Os matará! ¡El os matará como ha matado a sus
amigos, como quiso matarme a mí! —vocifera la niña desde el interior del coche
y los agentes giran sus cabezas instintivamente hacia ella. Aprovecho aquél
momento para deslizarme y agarrar el cuchillo que está a punto de resbalar de
mis manos a consecuencia de la sangre que cubre la empuñadura. Me
siento rápido y fuerte, tanto que me coloco justo al lado del policía y le
clavo el cuchillo en la
garganta. Su cuerpo se resbala lentamente mientras la
expresión de su rostro me cubre de gloria y satisfacción. Me siento extraño y
poderoso. Giro mi cuerpo para encararme con la mujer policía pero ella ya ha
apretado el gatillo de su arma y la bala perfora mi hombro derecho. El impulso
de la bala hace que salga despedido hacia atrás y que ruede por el suelo
mientras el cuchillo se pierde entre la maleza. La policía, nerviosa y excitada, camina
hacia mí con el arma por delante.
Logro ponerme de rodillas y veo que la mujer mira aterrada cómo su
compañero se desangra. Nada podrá hacer por él y lo sabe. Se llena de rabia, me
apunta con el arma y siente unos deseos terribles de disparar. La niña observa
todo desde el asiento trasero del coche patrulla. Tiene las manos apoyadas en
el cristal y mira con vileza a la mujer policía. Veo en sus ojos un brillo
demoníaco y una voz gutural emerge desde lo más profundo de su garganta.
—¡Mátalo!
La agente frunce el ceño confundida mientras la
pistola tiembla entre sus manos.
—El ya no me sirve. Se acabó su tiempo. Ahora tú
y yo seremos uno. ¡Mátalo!
Trato de ponerme en pie mientras la cabeza de la
niña gira en mi dirección.
—¡MATALO YA!
La agente aprieta el gatillo. En el momento de
la detonación el rostro de la niña adquiere una expresión burlona y sus ojos,
acompañados de una dantesca sonrisa, se clavan en mí. La bala perfora mi
cerebro y la fría oscuridad me rodea con
su terrible manto.
Mi cuerpo rueda por el suelo hasta detenerse
junto a unos arbustos. No siento nada más salvo la paz eterna al descubrir que las voces de mi cabeza guardarán
silencio para siempre.