UNA CONFESIÓN PARA DESPUÉS DE HALLOWEEN

Abrí la puerta del sótano y tiré del cuerpo con fuerza mientras subía por las viejas escaleras de madera. El condenado pesaba lo suyo, un hombre de unos cincuenta años, gordo como un bidón de gasolina y que aún sangraba de las heridas que durante la tarde le había infligido.

Disfruté de lo lindo mientras él  gritaba como un cerdo. Lo observaba a través de unos ojos amasados por la oscura maldad que en aquellos momentos me dominaba. Nunca me preocupó que sus gritos, y los  de  víctimas pasadas, pudieran escucharse en el exterior, lo que de ocurrir podría haberme puesto en un serio aprieto si alguno de mis despreciables vecinos hubiera alertado a la policía. Para evitarlo ponía música, heavy metal, por supuesto, y siempre grupos nacionales de los 80 aunque últimamente terminaba mis actos macabros escuchando “Grave Metallum” de Predicador. Eran las últimas notas que oían aquellos que caían bajo el manto del terror con el que yo mismo los cubría.

A este en concreto lo encontré borracho en la calle. Era alto y fuerte pero estaba débil y distraído.  Leyendo la prensa poco después pude descubrir que a las pocas horas de encerrarlo en el sótano las autoridades y su familia ya lo estaban buscando. Al parecer era un hombre importante, alguien relacionado con los negocios, un abogado creo, y tenía esposa e hijos pero a mí estas cosas nunca me han conmovido por lo que, pese a sus súplicas, no le concedí la libertad.

Lo torturé. Gritó como un animal que sabe que está a punto de morir. Le rajé la garganta antes de abrirlo en canal y sacarle parte de sus entrañas. Mis perros observaban, nerviosos, esperaban su manjar. Ellos también disfrutaban con estas cosas.

Acabar con la vida de un ser humano es una sensación extraña, sublime me atrevería a decir, aunque el mejor momento, sin duda, es el  de deshacerse del cadáver pues ese instante te hace sentir poderoso e invencible. 

Antes mataba más a menudo, no recuerdo cuántos han caído, siempre hombres, nunca mujeres, jamás niños, pero desde hace tiempo sólo actúo una vez al año. Es cuando saco lo más oscuro de mí, cuando las tinieblas emergidas de las profundidades del infierno, toman posesión de mi alma. El resto del tiempo soy una persona normal, un vecino ejemplar, buen trabajador, amante del Rock y escritor de historias de terror. Quizá sea un pelín desconcertante, un poco extravagante, algo siniestro, pero nada que pueda despertar sospechas. Sin embargo, la noche del 31 de Octubre mi rostro se cubre de oscuridad, mis ojos brillan con la necesidad de actuar. Y no lucho contra ello, en ningún momento, porque así soy feliz.

La noche de Halloween las calles están concurridas: grupos de niños deambulan de un lado para otro, jugando y riendo, llamando a las puertas de las casas en busca de galletas y golosinas, incluso yo mismo les he abierto la puerta y cubierto de sangre les he dado lo que querían manteniendo siempre una cruel sonrisa en mi rostro sombrío. Se asombran, alucinan con mis pintas, pero ninguno de ellos sospecha  porque piensan que yo, como ellos, también llevo disfraz.

Es agradable notar la ilusión en los ojos de los niños durante esta fiesta, con sus caras pintarrajeadas como horrendos zombis, con colmillos afilados saliendo de sus pequeñas bocas, con sus vestidos de brujas, fantasmas, momias y monstruos dispares. Son felices, a veces bajo la atenta mirada de sus padres. 

La gente vaga al anochecer con entusiasmo, disfrutando de una noche especial, una noche de celebración, donde el horror imaginario, donde el terror irreal campea a sus anchas, inocente y alegre. En ese  momento, en ese preciso instante, abro la puerta de mi casa y saco el cuerpo a rastras. 

Tiro de él con fuerza, pesa como un jodido diablo, pero las cadenas que lo rodean me ayudan a salir airoso de mi empeño. Con mi torso desnudo cubierto de sangre, con mis pantalones de cuero rajados y los pies descalzos, con las uñas pintadas de un rojo escarlata, mantengo el ceño fruncido y una expresión lúgubre en el rostro. Arrastro el cuerpo y avanzo por la calle, mientras la gente, sobre todo niños, me observan asombrados y emocionados.

Soy real. La maldad más pura. El diablo en persona. Lo que todos temen, de quien deberían huir pero nadie sospecha nada. La muerte en pie. 

Esta noche piensan que el monstruo real es producto de la ficción como el que ellos tratan de representar durante unas pocas horas.
 Esta noche creen que yo adopto la imagen de un personaje cruel y despiadado y muchos aplauden por mi sorprendente disfraz. Esto siempre me hace sentir casi como un dios aunque comprendo que el resto de los mortales son tan simples y predecibles como inocentes y vulgares.

El cuerpo de mi víctima, con los ojos abiertos casi hasta salirse de sus órbitas tampoco les llama la atención, ni su garganta rajada cubierta de sangre o su pecho abierto y vacio. Desnudo de la cabeza a los pies pueden verse las quemaduras de los cigarrillos, los dedos cortados a la mitad, los moretones de los continuos golpes sufridos…

…y los niños ríen emocionados junto a sus padres, sorprendidos por la calidad de un montaje ante sus ojos que no existe porque esto, indudablemente,  es real. 

Soy un ser malvado, no un elemento de atrezo.
Soy la pesadilla que escapa de los sueños.
Soy lo que conlleva el miedo, lo que habita en el interior de cada hombre.
Soy la maldad infinita, la serpiente venenosa, el caos absoluto.
Soy de la estirpe de Caín, simplemente lo que escogí ser, a imagen y semejanza de vuestros  propios temores.
Y nadie sospecha, nadie se sorprende. 

Arrastrar el cuerpo entre la multitud, escuchar los vítores de la muchedumbre, ciega e imberbe, contemplar sus ojos apasionados y despreocupados me llena de júbilo. Atrás dejo el pueblo mientras la gente disfruta de la fiesta y se olvida de mí, como si mi presencia fuera un elemento más de una parafernalia que todo el mundo ya no recordará al día siguiente.

Llegar hasta el bosque, colocar el cuerpo en el lugar que le corresponde y ocultarlo junto a los demás. Contemplar mi hazaña, recordar los hechos pasados, excitarme, comprender a la oscuridad.

Regresar a mi hogar, solo, sin el cuerpo. Ya nadie me presta atención, todo está a punto de terminar. Ellos pronto también volverán a sus casas, los niños aún con las sonrisas en sus rostros y las bolsas llenas de chucherías. Mientras ellos se quitan el maquillaje y dejan en el armario sus disfraces para olvidarse de los monstruos, yo me daré una ducha para desprenderme de la sangre, para expulsar las tinieblas que aún me rodean. 

Los niños se irán a la cama. Yo cenaré antes de acostarme.
Para ellos la noche especial ya ha finalizado, para mí también.

Volverán a sus vidas normales donde los monstruos de ficción no habitan más que en sus recuerdos. Así es Halloween, donde los monstruos de verdad caminamos con absoluta libertad entre los montajes oscuros de una fiesta que abre la puerta del infierno e invita, tendiéndole la  mano, a todos aquellos que de un modo u otro somos predicadores  del mal.

Pero esto es todo ficción, nada es real, simplemente un cuento, una historia de terror para ser leída después de Halloween, porque todos aquellos que me ven  vagar  por las calles de la población cada 31 de Octubre, año tras año, arrastrando un cuerpo ensangrentado, piensan que soy uno más de toda esa gente que sale a la calle disfrazada para celebrar una fiesta que no comprenderán jamás.

Y  mientras tanto, el heavy metal a un volumen ensordecedor emana desde el interior de mi casa; es la única forma que he descubierto para que los gritos de los que sufren se confundan con los estridentes sonidos de las guitarras eléctricas  y los desgarradores alaridos de sus cantantes.

Al tiempo que el mundo gira en su engranaje cotidiano yo camino airoso, porque vengo con los que traen la tormenta, notando que la bestia está en mí, como mi reencarnación más cruel y despiadada para, en la oscuridad,  dejar al lobo cazar, como un malvado y misterioso  predicador que observa como el amanecer lo convierte en un ser diabólico e inmortal.

Soy abominable, sádico y perverso. 

Soy lo que temes, lo que no te gustaría que fuera real.



YA ESTÁN DENTRO

Dedicado a los habitantes de Apatamonasterio.

Al principio todo  parecía inofensivo, nadie podía prever las consecuencias que desataría  la infestación. 

Había escuchado que en uno de los edificios cercanos se desencadenó recientemente una plaga de cucarachas. Vinieron de alguna parte sin que nadie supiera en realidad el origen pero los inquilinos de aquel bloque estaban nerviosos. Habían detectado un buen número de esos bichejos en las lonjas situadas en la parte trasera del edificio e incluso varias cucarachas campaban a sus anchas en la parte baja del portal. Al parecer fue algo incómodo y en el momento en que la familia que residía en uno de los pisos detectó un par de ejemplares correteando bajo la cama, se alzó la voz de alarma. Los vecinos contrataron a una empresa fumigadora y para cuando vinieron, las lonjas estaban ya atestadas de ellas e incluso varios vecinos alertaron de la presencia de las repugnantes cucarachas en sus cuartos de baño, cocinas y habitaciones. 

La noticia llegó  a mis oídos el mismo día en que una vecina  afirmó ver una cucaracha saliendo debajo del felpudo de una de las puertas cercanas y precipitarse a la carrera hacia el ascensor, colándose por  la  ranura inferior. Este caso desató una especie de pánico entre mis propios vecinos y a mí me pareció divertido porque no pensaba, nadie podía imaginar siquiera, que esto cobrara las dimensiones que se alcanzaron.

Para mí fue algo ridículo que pocas horas después del avistamiento, otra de mis vecinas nos comunicara, muy agitada y nerviosa, que había visto otra cucaracha en el segundo piso, sobre las escaleras, y que acertó a pisarla. Describió con asco el sonido del pequeño cuerpo al ser aplastado por la zapatilla. Esto desató la histeria, la sinrazón y lo que cualquier psicólogo definiría como un contagio colectivo causado por el miedo.

Yo no podía parar de burlarme cuando notaba la preocupación en los rostros de todo el vecindario, e incluso advertí cierto temor en otros habitantes de la población, que temían que las cucarachas se colaran en sus respectivos hogares. Fueron momentos divertidos pero también desagradables. Se celebraron reuniones de vecinos para abordar el problema y se conocieron testimonios de personas que decían que habían visto cucarachas en algún bar o tienda;  a veces insistían sobre  la existencia de  algunas por nuestro portal. Yo lo atañía a la simple casualidad, a la histeria, dudaba mucho que la plaga del edificio cercano hubiera sobrevivido a la fumigación y las cucarachas escaparan de la muerte para invadir ahora nuestro territorio. Pero es evidente que me equivocaba. Habían venido, pero no una o dos, sino más, muchas más.

Mis vecinos echaban insecticida en sus felpudos, sobre los pies de las puertas de entrada, para menguar las intenciones de las cucarachas. Obraron igual sobre  los marcos de las ventanas, que pese al calor permanecían cerradas. Cuando alguien manifestó que había visto una caminando con suma tranquilidad por   mitad del pasillo de su casa, a todos se nos congeló el aliento, a mí también.  La cosa parecía seria e iba en aumento. Ya estaba todo perdido pero aún era pronto para saberlo.

 Al principio me pareció gracioso que en comercios y restaurantes sus dueños echaran insecticida en la entrada para evitar la incursión de estas alimañas, todo ante sus clientes, como haciéndoles saber que la plaga había afectado a sus locales. Era un poco absurdo, sobre todo cuando leí en prensa las declaraciones de algunos vecinos, con sus historias rocambolescas y un pelín exageradas no sé bien si para formar parte del espectáculo mediático o para destacar de los que en silencio trataban de socavar el problema. Y aunque todo esto era entretenido y una novedad en el pueblo, fue un poco desagradable presenciar acusaciones y discusiones entre vecinos, que fantaseaban y especulaban sobre el foco de la infestación. En realidad poco importaba de dónde habían venido, el problema era que ya se encontraban entre nosotros.

No quise darle importancia aunque yo mismo  permití que una vecina rociara mi puerta con insecticida y también seguí las indicaciones que señalaban que las cucarachas podían subir por las tuberías y colarse por el desagüe de la bañera y los lavabos. No daba crédito a estas afirmaciones, me parecía algo descabellado a pesar de las trampas que habían puesto en algunas zonas del pueblo una empresa dedicaba al exterminio de plagas. Por aquello del “por si acaso” decidí colocar tapones en el desagüe del baño y la cocina y como no disponía de un tercero opté por depositar  un vaso invertido sobre el lavabo, para detener la intromisión  de las cucarachas si ellas decidían visitarme. Fue al día siguiente cuando la sonrisa se borró de mi rostro, cuando comprendí que la plaga era real y que teníamos un problema entre manos que requería una pronta solución. Tal vez debí marcharme unos días o insistir en el ayuntamiento, apoyando a mis vecinos, para que tomaran cartas en el asunto. No hice nada, ni siquiera poner en conocimiento mi descubrimiento.
Desperté a las ocho de la mañana y acudí al cuarto de baño. Oriné y cuando me fui a lavar las manos descubrí que en el interior del vaso había atrapadas media docena de  cucarachas que debían haber salido del desagüe. Sentí un escalofrío y mucho asco. Las vi allí dentro, tratando de escapar de una prisión de cristal con la que ninguna de ellas contaba, con esas patitas dobladas y las antenas saliendo de su cabeza, agitándose, observando.  Di un salto hacia atrás, muy asustado. Acabé con ellas, aunque al levantar el vaso trataron de salir en todas direcciones, como si estuvieran coordinadas, dirigidas por una mente superior que procurara que al menos una de ellas lograra huir de mis ataques violentos y así tener la oportunidad de reproducirse y extender la plaga. Las maté, aplastadas,  sus cuerpos crujieron cuando las machaqué. Con la piel de gallina y a punto de vomitar, volví a colocar el vaso que había evitado que  entraran en mi hogar. 

Evidentemente yo era muy confiado y estaba equivocado porque, en contra de todas mis expectativas, las cucarachas…

…¡ya estaban dentro!!

Desconocía que las cucarachas rehúyen la luz, que es cuando dormimos, con las luces apagadas y el silencio quebrantado solo por nuestras respiraciones, cuando ellas salen de sus escondites y  deambulan emergiendo de  los lugares más húmedos y calientes para buscar comida, morder cartón y  libros y corretear de un lado hacia otro como un ejército invasor que se propaga a través de un nuevo reino que les pertenece. Suben y bajan por las paredes; salen de debajo del fregadero, de detrás de la nevera. Se cuelan debajo de las camas; se meten entre la ropa;  anidan en el interior de las zapatillas.  Pasan por las rendijas de las puertas cerradas; recorren con tranquilidad el interior de la bañera; suben y bajan por las paredes; se colocan sobre las lámparas y parecen observarnos en silencio; sabedoras de que ellas tienen el absoluto control. Entran en los armarios; yacen ocultas en las cortinas, expectantes, aguardando el momento. Procrean entre la fruta; se detienen sobre las mesas; mordisquean el plástico que envuelve  la comida para contaminar con su presencia el interior de los envases. Defecan casi imperceptiblemente  y “muerden”  porque,  aunque no lo creas,  atacan al ser humano…

… tal y como sucedió en Apatamonasterio.

Era tal el número desorbitado de la plaga que nos invadió que nada pudimos hacer para exterminarla. Vencieron. Causaron la desolación. Sembraron el terror. Provocaron la muerte, que atrapó a todos los habitantes excepto a los pocos que pudimos huir y sobrevivir.

Yo tuve suerte. Estaba durmiendo, no podía saber que ellas habían logrado desencajar el tapón gracias a la presión ejercida por un considerable ejército y  salían a decenas del desagüe de la bañera con calma al principio, como si estuvieran esperando una represalia a su avance, para después corretear furtivas y distribuirse por cada rincón del piso. No podía imaginar que muchas de ellas habían tomado la cocina, recorriendo la mesa, invadiendo las sillas, colándose en los armarios e incluso, y no me explico cómo pudieron hacerlo, introduciéndose en la nevera. Decenas, cientos, probablemente miles.

No podía saber que ellas habían entrado también en mi habitación, mientras dormía. Pequeñas, casi diminutas, pasaron por debajo de la puerta y como un abanico el cordón negro que formaba la hilera de cucarachas se abrió y se expandió, subiendo por las paredes, trepando por entre los libros y colocándose, como una numerosa guarnición a expensas de recibir la orden de atacar, bajo mi lecho. Algunas treparon por las patas de la cama y cada vez subían más, caminando con lentitud pasmosa sobre la colcha que me cubría. La mesita de noche se llenó de cucarachas, los pequeños cuerpos unidos eran tan numerosos que cubrieron por completo el móvil. Varias de ellas se adentraron bajo las sábanas y comenzaron a caminar por mi cuerpo. Treparon por mis piernas, con rapidez. Llegaron a mis muslos. En pocos segundos la almohada estaba completamente cubierta de un manto negro y repulsivo que se agitaba como un corazón podrido. Las más atrevidas caminaron por mi cabeza, pisaron mi cara y las más valientes buscaron un orificio para colarse en mi interior. Estaban a punto de entrar a través de mi boca, oídos y nariz cuando un alarido desgarrador procedente de alguno de mis vecinos me despertó de inmediato. Eso me salvó la vida aunque a día de hoy no sé si la suerte se me acabó en el preciso instante en que me libré de este repugnante asedio.

Alargué la mano para encender la luz. Mis dedos tocaron los cuerpos duros de un par de cucarachas y cuando la luz se hizo descubrí el horror que me rodeaba.

Bajé de la cama de un salto. Mis pies desnudos aplastaron algunas de ellas, otras se colaron entre los dedos, muchas se apartaron, varias de ellas aún correteaban por mi cuerpo. Me sacudí lleno de terror y me apresuré a salir de la habitación. Cientos de cucarachas correteaban por las paredes y la puerta, se escondían en las estanterías y armarios, otras trataban de alcanzarme. Salí al pasillo. Estaba limpio por completo, sin la presencia de estos bichos hasta que me di cuenta que las que había en mi habitación salían de ella y me seguían. Afuera, en el portal, los gritos se producían, escuchaba portazos y el ir y venir de mis vecinos. Supe que ellos estaban pasando exactamente por lo mismo.

Entré en el comedor de forma apresurada y descubrí que allí sí había cucarachas. El sofá estaba oculto bajo millares de cuerpos oscuros que palpitaban. La pantalla de la televisión estaba detrás de horripilantes cucarachas que iban y venían en todas direcciones. El extraño y angustioso sonido que salía del interior de los armarios indicaban que ellas se ocultaban allí, en un número incalculable.

Cogí las llaves del coche.  Las cucarachas me rodeaban, subían por mis piernas, caían del techo para aterrizar en mi cabeza y cuerpo y entonces sentí las primeras picaduras. ¡Me estaban mordiendo!

Dolía. Eran como insignificantes puñetazos que unidos me causaban un dolor agudo y casi insoportable. Me sacudí y salté para librarme del ataque. Estuve a punto de caer y eso habría significado mi muerte, porque las cucarachas no tendrían tregua. Mi cuerpo hubiera quedado, en breves segundos, completamente sepultado por su asquerosa presencia y sé que me habrían devorado vivo.

Abrí la  puerta de entrada y salí. Mis vecinos escapaban de sus casas, bajaban las escaleras, llevaban enseres, a sus hijos y mascotas en brazos. Corrían despavoridos, con sus rostros atrapados por el horror y la desesperación. Crucé mi mirada con varios de ellos. Noté la impotencia en sus ojos y me vi reflejado en todos ellos. Teníamos que marcharnos, huir del edificio, llegar a la calle.

Las paredes estaban tapadas por millares de cucarachas, la mayoría pequeñas pero se podían apreciar algunas del tamaño de pequeños roedores. Desprendían un olor extraño,  a basura y podrido,  producían un ruido que se te metía en la cabeza y te martirizaba. Sé que mientras corría, ellas se mantenían adheridas a mi cuerpo, notaba como correteaban por mi cara, como me mordían los brazos, como bajaban y subían por mi espalda y trataban de colarse por mi boca. Y lo sé porque así veía a mis vecinos, huyendo de sus hogares infestados por una plaga demoníaca pero llevándose con ellos decenas de cucarachas,  pegadas  como sanguijuelas.

Los gritos y los lamentos sonaban como una letanía escrita para el diablo, una mujer tropezó y rodó por las escaleras. Ellas se abalanzaron sobre la desdichada, convirtiéndola en una presa que no podía escapar de la muerte. Mi primera intención fue ayudarla pero las cucarachas se precipitaron a una velocidad demoniaca,  como si todas ellas vieran que quedaba tendida en el suelo, indefensa.  Por un momento la atención de las cucarachas se centró en la mujer, cuyos gritos y movimientos quedaron ahogados cuando su cuerpo se convirtió en una montaña oscura que pronto dejó de moverse.

Aproveché el desconcierto para correr hacia abajo. Adelanté a un hombre mayor. Supe, mientras pasaba a su lado, que el pobre no llegaría hasta la calle. Caminaba despacio, apoyándose en el pasamanos y con el rostro desencajado por el miedo. Uno de sus ojos estaba tapado por cinco o seis cucarachas que parecían querer perforarlo mientras sus piernas ya no existían, en su lugar, una maraña de cucarachas subía y bajaba a una velocidad vertiginosa. Lo sentí por él, lo conocía de toda la vida, pero yo ya no podía ayudarlo.

Llegué hasta el portal. El ascensor se abrió y dos padres con sus hijos salieron. La mujer lloraba, su rostro estaba en carne viva, mientras su marido agarraba a sus hijos para alejarlos del horror. Sin embargo, el horror ya tenía el control y ellos estaban acabados. 

Los dejé atrás. Salí a la calle. El suelo estaba plagado de cucarachas que deambulaban en todas direcciones. Corrí. Mis pies descalzos notaban los cuerpos aplastados de las cucarachas que iba pisando, pero también apreciaba sus pequeños mordiscos. Sangré y seguí corriendo, agitando los brazos, tratando de quitarme todas las que tenía encima, incluso atrapé una de gran tamaño que se había hecho hueco entre las más pequeñas para lograr pasar por la abertura de mis labios. La mordí y sentí nauseas al quedarme con su cuerpo partido en dos entre los dientes.  Escupí,  en ningún momento dejé de correr. 

La calle estaba infestada de cucarachas. Había millones y se encontraban por todas partes. Las fachadas de los edificios cercanos estaban asediadas por los pequeños cuerpecitos de una plaga que trataba de colarse en el interior de las casas. Los gritos lejanos y el correr de la gente de un lado para otro me indicaban que  la población, en toda su extensión,  se encontraba en la misma situación.

Todo era una pesadilla, un horror imposible, como si las puertas del infierno se hubieran abierto para dejar escapar el abanico del apocalipsis. Esto era el final.

Vi llamas en un edificio, gente asomaba en las ventanas que proferían gritos de auxilio y aquellos alaridos enmudecieron cuando las cucarachas taparon sus bocas y penetraron en su interior para comenzar a devorarlos.

Una mujer cayó a pocos metros de mí. Pude ayudarla pero seguí corriendo. Un coche pasó a mi lado, las ruedas aplastaban centenares de cucarachas que cubrían el asfalto como una marabunta. En su interior, una familia huía del horror. Creí ver, tal vez fruto de mi imaginación, que en el rostro asustado de uno de los niños, que me observaba horrorizado detrás del cristal, uno de aquellos repugnantes insectos caminaba con extrema lentitud. Estaban perdidos porque ellas…

…ya estaban dentro.

Corrí, pisando el rio de cuerpos oscuros que yacía bajo mis pies. El sonido de sus cuerpos al ser aplastados se colaba en mi cabeza como una pequeña tortura y sentí los pequeños mordiscos y el escalofrío que producía notar que subían a través de las piernas y caminaban por mi espalda. 

Un hombre rociaba con insecticida su cuerpo. Era inútil. Ellas ya lo habían atrapado. De las alcantarillas no dejaban de salir miles y miles de cucarachas, de tamaños diversos y todas ellas con intenciones malévolas. Tenían el control, el pueblo al completo estaba invadido por estos seres que habían salido de la nada en un número tan elevado que más parecía producto de una maldición que un castigo de la naturaleza.

No había exterminio posible, poco podíamos hacer contra nuestro inminente final. Porque la muerte caminaba en aquellos repugnantes bichos, mirara a donde mirase la atrocidad se había establecido. La gente abandonaba sus hogares, huía, se marchaba pero muchos caían muertos y sus cuerpos eran devorados por las repulsivas cucarachas. Aquellos que pretendieron ocultarse en los cuartos de baño, camarotes, lonjas o coches fueron finalmente alcanzados por el manto fatídico de la plaga. La muerte había llegado de forma despiadada y huir era la única alternativa posible.

Yo abrí la puerta de mi lonja. Allí estaban, cubriendo el suelo, tapando el coche, como si estuvieran esperándome. Se me ocurrió abrir la manguera de agua que tenía instalada y primero dirigí la presión sobre mi cuerpo, tratando de quitármelas de encima. No fue fácil, ellas se agarraban como larvas,  con sus finas patitas para evitar ser expulsadas, aunque lo logré. Después apunté al suelo y el agua barrió sus cuerpos, que se movían unos encima de otros. Eran demasiadas para abrirme paso entre ellas. Mientras yo atacaba por un lado ellas accedían a mí a través de otros flancos. Me dio la impresión de que actuaban con inteligencia, como si todas y cada una de ellas fueran dirigidas por el mismísimo Diablo.

Desistí. Salí huyendo. Derrotado. Corrí sin rumbo fijo mientras veía precipitarse  a personas que se lanzaban por las ventanas, otras caían al suelo en mitad de la calle. Nunca olvidaré sus gritos, jamás borraré de mi memoria el horror al que asistí aquella noche. Lloré mientras corría, mientras golpeaba mi cuerpo para quitarme de encima las cucarachas que persistían en su ataque. Me sentí orgulloso al ver que algunos vehículos se alejaban en la distancia, huyendo de la población y aplaudí la suerte de las personas que iban en su interior y que habían logrado abandonar la población . Aún así, tuve la sensación de que  se llevaban el horror a otra parte, estaba convencido de que ellas también viajaban en el interior de esos coches, para trasladarse a otros lugares, sembrar el terror y continuar con la tragedia.

Tal vez tuve suerte, no lo sé. Un coche se detuvo a mi lado. En el asiento trasero iban dos chicas y detrás del volante un viejo conocido. Me invitó a subir, en realidad me gritó para que lo hiciera.

Arrancó antes de que pudiera cerrar la puerta. A toda velocidad cruzamos el pueblo  en dirección a Durango, población que parecía descansar en paz, al menos no parecía que hubiera presencia manifiesta de plaga alguna aunque en nuestro caso el espanto había comenzado poco a poco para estallar de repente ante nuestras propias narices.  No paramos, seguimos conduciendo, alejándonos de lo irreal. Dentro del vehículo conseguí acabar con todas las cucarachas que me habían acompañado, o confié en que así había sido. Estábamos a salvo, al menos de momento.

Han pasado muchos años desde aquello aunque mis recuerdos no se han deteriorado. Las pesadillas acuden cada noche para atormentarme, como una maldición perpetua. Nadie ha podido explicar lo que ocurrió en Apatamonasterio, de dónde surgió la infestación  y por qué resultó tan agresiva. Nadie tiene respuestas, absolutamente nadie.

Hoy, Apatamonasterio es una población fantasma, un pueblo abandonado y temido por maldito. Nadie regresó a sus hogares, nadie quiso habitarlo de nuevo. Sus calles permanecen desiertas, los edificios vacíos. El silencio, opresivo y de color sobrenatural, se alza en cada rincón, como fantasmas errantes. Un hedor nauseabundo, podrido, contamina la atmósfera.  Los coches pasan de largo, nadie se detiene, nadie lo visita. Es un emplazamiento tabú. Nadie habla, nadie quiere recordar. Los supervivientes han empezado de nuevo en otros lugares. Continúan teniendo miedo, miedo por todo lo perdido, por aquello que no pueden explicar. Precisan olvidar.

Yo, tal vez, algún día regrese. Necesito volver, caminar por lo que antes era  un pueblo lleno de vida. Me gustaría entrar en mi casa, tumbarme en mi cama con la tranquilidad que cualquiera de nosotros debería disponer en su propio hogar. Lo haré, ignoro  cuándo pero sé que volveré porque Apatamonasterio es mi pueblo, un pueblo donde la muerte se huele.

Tal vez  aún permanezcan  allí, ocultas, esperando nuevas presas de las que alimentarse. Quizá se escondan en lugares húmedos, bajo las camas, detrás de las neveras. Es posible que todavía aguarden el momento idóneo para manifestarse de nuevo. Y en realidad no me importa, tampoco iré solo.


Durante estos años he aprendido a convivir con ellas. Las he criado y alimentado. Siento que me escuchan, que me entienden y parece que, a veces,  obedecen mis pensamientos. Tengo la bañera llena de ellas, de  tamaños diversos y formas dispares. Dispondré de un par de miles y son obedientes. No salen de allí si yo no se lo indico. A veces dejo que deambulen por el piso y hasta permito que varias de  ellas vaguen por el portal para colarse en la casa de alguno de mis vecinos, para que  puedan hacer sus nidos,  procrear y expandirse.  Sé que no actuarán si no se lo ordeno, esta vez nada escapará a mi control  porque, por una vez en la vida, soy yo quien ostenta el poder.



ELLA NO

Vaya decepción, de todos los posibles asesinos le tuvo que tocar a la rubia. ¡Maldita sea!

Te invitan a pasar el fin de semana a un campamento y cuando llegas a él, ves las viejas casetas junto a un bosque tenebroso y un embarcadero solitario donde un pequeño lago, oscuro y siniestro, se muestra silencioso e inquietante a medida que cae la noche. Si a esto le añades un grupo de adolescentes, lo tienes todo hecho: Un asesino acabará con todos y cada uno de nosotros de la forma más abominable. 

Entre risas lo comentas pero cuando estamos todos dormidos, cada ruido procedente del bosque, probablemente creado por algún animal, nos  hace estremecer. Y luego están los gritos de las chicas y después el primer cuerpo ensangrentado colgado de un árbol, con los ojos arrancados y abierto en canal. Vomitas, porque nadie tiene estómago para soportar semejante horror y te encierras con los demás en la caseta más grande, esa misma donde la noche anterior has bebido alcohol, has fumado porros y has paseado coca por tu nariz. Pero ya no es tiempo de bromas ni diversión. Uno de nosotros ha muerto y eso no está bien. 

Al principio todos pensamos que algún loco enmascarado, tipo Jason, está haciendo de las suyas y yo, como soy el chico guapo del grupo, el más musculoso y el más inteligente, supongo que seré el último en caer, es más, en las películas son personas como yo las que  se libran de todo esto, salvan a la chica y se zumban  al malo. Y aquí  la chica, la más buenorra del equipo, la rubia, es  la que al final acaba con todos nosotros.

No mola estar en esta situación, se pasa muy mal,  porque a pesar de que después de descubrir el primer cuerpo (un empollón de gafas y encima gordito)  piensas que no tenemos que separarnos de ninguna manera,  hay alguno que tiene ganas de mear y vaya por Dios, el excusado siempre está fuera así que uno de nosotros abre la puerta y se adentra en la oscuridad, con sus dos santos cojones. Y ese tío  no regresa, se lo habrán cargado con los pantalones bajados sin haber tenido tiempo de gritar para alertarnos. No lo volveremos a ver, quizá nos encontraremos con su cadáver mutilado y completamente desnudo más adelante, por lo que tocará vomitar otra vez. La rubia sale a buscarlo, ella, que con lo buena que está debía ser la primera víctima, la chica libertina que se lía con uno de nosotros y que cae en las garras del asesino en el desarrollo de una escena picante. Pero aquí no, porque ella es la mala.

Ruidos extraños, golpes en la puerta, viento y tormenta. Todos nerviosos miramos por la ventana y vemos sombras errantes convertidas en monstruos que se mueven de forma diabólica. Son arboles empujados por el viento pero ya no pensamos con claridad y entonces alguien pregunta dónde estaba cada uno de nosotros cuando la gente ha ido cayendo como moscas, porque a estas alturas el grupo de nueve adolescentes ha quedado reducido a cinco y la rubia,  que no ha regresado y que se está poniendo fina, acabando con unos y con otros pero claro, eso no lo sabemos todavía. 

Pues sí. La sospecha crece y desconfiamos de nosotros mismos,  hasta el punto de que hacemos grupos reducidos de dos personas pero como somos cinco (la rubia sigue ahí fuera) pues yo me quedo solo porque por algún motivo que desconozco no se fían de mí. Y es normal porque yo les he invitado a este campamento, soy hijo del dueño y me conozco todo de arriba abajo, por lo que piensan que algo tengo que ocultar, lo cual es cierto. 

En algún momento descubrirán un sótano bajo nosotros y bajarán aterrados a él pese a mis consejos. No deben ver lo que hay ahí abajo pero no me hacen caso, es más, me atan con una cuerda que han encontrado en un armario y me dan un puñetazo en la cara, algo totalmente innecesario. Les digo que soy inocente pero no me escuchan, bajan al sótano y descubren las viejas manchas de sangre, las fotos de miles de rubias colgadas en un altar iluminado por decenas de velas, los grilletes de las paredes y el arcón frigorífico del fondo. Y lo abrirán porque tienen miedo y eso los anima a permanecer allí, para saciar su curiosidad. Todo el mundo espera encontrar un cuerpo con los ojos bien abiertos pero solo hay carne congelada, aunque no precisamente de animal…

Cuando suban yo ya no estaré aquí porque no me han atado bien,  saldré fuera para huir de estos idiotas. Desapareceré durante bastante tiempo, ellos seguirán pensando que yo soy el malo y en algún momento aparecerá la rubia con sus largas piernas arañadas y su chaqueta vaquera entreabierta. Su rostro, bello como el de un ángel, estará desencajado y parecerá tener miedo. La muy cabrona está fingiendo,  les dirá que han intentado matarla y se ganará la confianza del grupo. Como actriz la chica no tiene precio.  Ahora la  mala de la historia está con los pobres desgraciados que asegurarán puertas y ventanas para evitar que yo entré allí y acabe con ellos. ¡Son tontos!

Cuando todos duermen, porque incluso en estos momentos el sueño les vence, la rubia decapitará a uno de ellos y así quedarán menos. Una chica encontrará el cuerpo en la cama del desdichado, a la sazón el novio de turno, y gritará y gritará y gritará. Todos despertarán y yo, picado por la curiosidad, me asomaré por la ventana. Entonces me verán y gritarán todos a la vez, la rubia también,  que tiene que disimular. Relacionarán mi presencia aquí fuera con la muerte ocurrida ahí dentro. Nadie razona, nadie deduce que yo no he podido ser porque las ventanas y las puertas siguen cerradas, lo que significa que uno de ellos es el responsable de todas y cada una de las muertes. Tienen fijación conmigo y uno de los chicos, con un orgasmo de adrenalina sin precedentes, sale al exterior a partirme la cara. Y yo corro, que tonto no soy, y me interno en el bosque. Entonces en el interior ocurren más muertes porque la rubia está que se sale.

Mata a todos con el rostro crispado por la rabia. La sangre resbala por sus mejillas y aún así es hermosa como la más impenetrable oscuridad. La rubia golpea una y otra vez los cuerpos ya muertos y sus piernas tiemblan de excitación. Después coge un hacha, son esas cosas que aparecen de repente en cualquier lado, como por arte de magia, y sale a la noche. 

Deambula junto al bosque buscando a sus presas y después camina al lado del lago. Hace un frío que pela pero ella está excitada y sus pechos suben y bajan  mientras con las manos sujeta el hacha, por cierto, bien afilada.

El tipo duro me encuentra y me parte la cara. Un puñetazo, ¡dos!, ¡tres!, me rompe la nariz, me saca los dientes y golpea más y más. Por el rabillo del ojo, inyectado en sangre, veo que la chica  avanza hacia nosotros. Podía haber avisado al espabilado que me está dejando como un cromo pero me quedo encandilado con la presencia de la rubia.

Se detiene mientras el tonto este no deja de golpearme. Jadea como un animal pero golpea como un boxeador profesional. Veo que la rubia me sonríe y yo le guiño un ojo, o lo intento, porque no sé si no los puedo abrir a causa del dolor o no los puedo cerrar a consecuencia de las heridas, en cualquier caso miro (o no) a la muchacha y cuando levanta el hacha por encima de su cabeza, antes de descargar el golpe mortal, la chaqueta vaquera se abre hacia los lados y sus grandes pechos quedan expuestos al aire. Estiro el brazo para agarrarlos pero estoy demasiado lejos y, la verdad, no sé en qué estoy pensando.

El hacha cae  con fuerza sobre el tipo que está encima de mí y la hoja se le clava en la espalda. Se queda un momento inmóvil y abre los ojos como preguntando qué cojones está pasando. No se lo digo, es más, intento alejarme a rastras cuando veo que el hacha sube de nuevo y cae otra vez con rabia sobre su nuca.

Algo ha sonado, se le han roto todos los huesos y el chico queda en una postura espantosa e imposible junto a mis pies. La rubia respira agitada y yo la observo, de arriba abajo, de abajo arriba. Es preciosa incluso así, manchada de sangre, con cara de loca y ese olor a muerte que la rodea. Me gusta, desde el primer momento que la vi.


Por ella mataría pero al ver que se aproxima y eleva el hacha por encima de sus hombros,  sé que lo único que haré por ella será morir.