¿Qué les ocurre a las MOSCAS?

I


Eso es precisamente lo que yo me pregunto: “¿Qué coño les ocurre a las moscas?”. De un tiempo a esta parte se han vuelto molestas e impertinentes y me están haciendo la vida imposible. Francamente, no puedo más y estoy empezando a estar desesperado.
Todo comenzó hace aproximadamente quince días. Era un día normal y corriente como otro cualquiera, pero con la disparidad de que ese día aparecieron las moscas.


En realidad, las moscas y otros dípteros siempre han estado entre nosotros. Son insectos desagradables y aberrantes que se cuelan por nuestras ventanas y se posan en las mesas, techos, sillas y cortinas, en nuestras piernas o brazos y que apartamos con un brusco movimiento. Jamás se les ha prestado demasiada atención pero dudo que yo sea la única persona que se ha percatado del extraño comportamiento que desde hace unos días se advierte en las moscas, al menos las que están en mi casa.


Entré en el salón con la tranquilidad que confiere encontrarse en un lugar seguro y todo parecía estar perfectamente normal, como cualquier otro día. En la calle el sol calentaba lo suficiente como para que no me extrañara la presencia de tres o cuatro puntos negros que revoloteaban por la cocina y el salón. Me senté en el sofá y leí un grueso libro durante varios horas, ni siquiera me percaté de que el número de moscas iba aumentando a medida que los minutos transcurrían. Podían ser seis o siete, quizá nueve o diez, pero luego pasaron a doce o trece. Eran muchas, cierto, pero parecían tan normales y repugnantes como cualquier otra mosca. Pequeños fragmentos negros cabezones que volaban batiendo sus afiladas alas y se posaban en las paredes, por las que bajaban hasta el suelo. A veces se quedaban en el techo inmóviles, como si estuvieran cogiendo aire para continuar sus locos trayectos sin dirección definida; otras se montaban unas encima de las otras y follaban como locas, agitando sus cuerpos y procreando. Nunca tuve la sensación de que ellas me estuvieran observando, es más, creo que ni siquiera se percataban de mi presencia. Se acercaban y tenían el desdén de posarse en las hojas de mi libro, con tal facilidad y despreocupación como lo hacían en la mesa de la cocina, el mostrador o el propio suelo; caminaban por mis piernas o por mis brazos y cuando notaba las cosquillas que me hacían sus patitas, realizaba un movimiento brusco y las moscas saltaban sorprendidas (pero no asustadas) para flirtear a mi alrededor y buscar otro punto de apoyo. Supe que algo extraño ocurría cuando, al día siguiente, al prepararme el desayuno volví a ver a esa media docena de moscas (quizá más) bajando por los cristales de las ventanas de la cocina, volando alrededor de la lámpara de salón, caminando sobre el pomo de la puerta o corriendo libremente por el suelo.


Estaba dejando la taza bajo el grifo cuando noté una pequeña embestida en mi frente. Algo pequeño, negro y no demasiado duro, me había golpeado o más bien había chocado contra mi frente con tremenda fuerza y sin embargo no sentí ningún daño. Inmediatamente algo cayó de mi frente y quedó tendido en el suelo. Eché un vistazo y tuve tiempo de ver como una mosca se levantaba y revoloteaba junto a mis rodillas para perderse bajo la mesa. Me quedé sorprendido. La puñetera mosca había sufrido una colisión contra mi cabeza. Su diminuto cuerpo impactó violentamente conmigo y si ella hubiera sido un avión de pasajeros y mi frente una montaña... todos los viajeros estarían muertos... o quizá no, porque recordemos que la mosca se levantó tan campante, ni siquiera parecía haberse quedado aturdida. La verdad es que no fue la única vez que ocurrió algo parecido.



II



Aquél mismo día, estaba mirando un programa en la televisión (no recuerdo de qué trataba pero estoy convencido de que era una basura infumable) y a veces la vista y la atención se me iban hacia las paredes, el armario, las ventanas e incluso la pantalla de la televisión, donde acampaban a sus anchas no sé si más de veinte moscas pero estoy seguro de que no menos. Cuando estaba distraído, como si ellas me estuvieran observando (y entiendo que eso es completamente imposible) una de ellas bajó del techo con una fuerza implacable, como un proyectil lanzado a conciencia, y sacudió mi cabeza, metiéndose entre mi pelo. Me llevé rápidamente las manos a la cabeza y me la sacudí, cuando de improvisto noté un cosquilleo en mi oreja y escuché el batir de las alas de una mosca lo suficientemente cerca como para sospechar que ésta pretendía entrar por mi oído. Me levanté asqueado sacudiendo mi cuerpo. Miré las moscas revoloteando a mi alrededor (eran las más atrevidas, porque otras, quizá más pacientes o recelosas, permanecían inmóviles en el techo junto a la escayola o posadas en el sofá, agarradas a las cortinas, resbalando por el espejo de la pared o pegadas a los adornos de la lámpara) y apagué la luz, confiando que éstas quedarían quietas y asustadas. Busqué a tientas el mando a distancia y dí por finalizado el programa de televisión.


Todo estaba a oscuras y solamente escuchaba tres cosas:

  • La primera de ellas era la que menos me importaba. Se trataba del llanto de un bebe procedente del piso de arriba, el hijo de una de mis vecinas.

  • La segunda puede decirse que me preocupaba. Los latidos de mi corazón retumbaban en el salón de manera agitada y flirteaba con mi respiración, lo que me convenció (por si cabía alguna duda) de que era presa de los nervios.

  • El tercer sonido... el tercer sonido me asustó (lo confieso abiertamente y no me avergüenzo de ello) porque en la oscuridad en la que estaba sumido, escuché el batir de varios pares de alas y sentí numerosas moscas volando a mi alrededor.
Salí corriendo del salón y cuando cerré la puerta encendí la luz del pasillo, me apoyé en la pared y respiré profundamente, como si fuera el superviviente de una batalla mantenida con demonios y criaturas infernales. Fui al váter y me senté en la taza. Cagué, como haces tú ,y cualquier persona normal a diario. Entonces me reí, estallé en sonoras carcajadas porque veía ridículo asustarme de unas miserables e insignificantes moscas. ¿Me estaba comportando como un idiota? Estaba convencido de ello.

Decidí darme una ducha para despejar todas mis preocupaciones. Recuerdo que ese día bajé a la tienda a comprar un matamoscas y subí con una sonrisa bobalicona dibujada en el rostro, sospechando que, como otras veces, iba a salir airoso y triunfante del combate entre los repulsivos dípteros y el siempre inteligente humano. Quizá esa sonrisa se habría roto en mil pedazos si hubiera sospechado lo que iba a pasar poco después.

Tal vez estaba demasiado confiado pero... ¿Cómo no estarlo? Sólo eran moscas y yo tenía en las manos un producto químico que aseguraba su exterminación, y no solo mataba moscas, también acababa con los odiosos mosquitos, las incómodas pulgas y las siempre horripilantes cucarachas.


III


Entré en mi piso asiendo el bote del insecticida como un caballero andante esgrime su pesada espada, haciendo alarde de su valentía y coraje (imaginando a una bella doncella observándole desde lo alto de una almena) y al abrir la puerta del salón me encontré con las moscas volando de aquí allá. Les enseñé el bote y amplié mi sonrisa. Le quité el tapón y lo agité mientras observaba el vuelo rasante de las moscas, que iban y venían y parecían saludarme. Con un movimiento felino, pulsé el botón y el sonido del spray rugió sutilmente mientras el gas a presión salía dejando un tufo la mar de relajante (creo que olía a rosas, pero no puedo estar seguro del todo). Rocié todo el salón, toda la cocina, busqué y localicé más moscas, me acerqué a ellas casi de una en una, y las pulvericé con el “fly, fly”. Algunas se agarraban a las cortinas sujetándose con sus diminutas patitas, pero acababan cayendo al suelo. Otras no pudieron quedarse ancladas en el techo o las paredes y se precipitaron inexorablemente en caída libre, golpeando sus diminutos y horrorosos cuerpos con la madera del suelo del salón o bien con las baldosas marrones de la cocina. Todas ellas fueron abatidas.

Absolutamente todas.

Salí presuroso del salón, un salón que se había convertido en un cruento campo de batalla y, además, en un lugar irrespirable. Prácticamente había gastado todo el bote y estaba más que satisfecho con mi sangrienta tarea, de la cual no estaba para nada arrepentido.

Me pasé toda la tarde sentado frente al ordenador, chateando con amigas y amigos y a medida que el olor a rosas iba desapareciendo yo fui olvidando todo el asunto de las moscas.

Hasta que fui a cenar.

Nada más abrir la puerta del salón y encender la luz vi que estaba completamente equivocado. Esperaba encontrarme los cadáveres de las moscas en la mesa, sobre el sofá, esparcidas por el suelo, dentro del fregadero, sobre la repisa de la televisión...

Nada de eso. ¡Ni por asomo!

Lo que me encontré fue algo totalmente diferente, más bien todo lo contrario: Allí estaban de nuevo las moscas, volando desorientadas, pegadas a las paredes, inmóviles en el techo o caminando libremente por el suelo. Todas ellas estaban atontadas, borrachas, aturdidas pero vivas.

¡Vivas!

Nervioso, asqueado y muy cabreado (a nadie le gusta perder una batalla de este tipo) cogí un periódico que descansaba sobre la mesa del salón y lo doblé formando un rodillo con él. Con el rostro desencajado, los dientes apretados y los ojos marcando ira y cólera, comencé a golpear moscas, una a una. Lo hacía tan sumamente bien, con tal arte y destreza, que ellas apenas pudieron reaccionar ante mis golpes. Estaban completamente drogadas y eso me hacía jugar con una gran ventaja. Había un número excesivo de moscas, sí, pero yo... era mucho más grande.

Aplasté gran cantidad de ellas, muchas de ellas adheridas en el cristal de las ventanas; sus tripas, su sangre, sus alas rotas. La mitad de los cadáveres quedaron adheridos al periódico, pero a medida que lo agitaba para ofrecer más golpes, esos cadáveres se desprendían y saltaban de un lado a otro, como palomitas en una sartén. Me subí en una silla (e incluso en la mesa) y acabé con las que había en el techo. Ya con los pies en el suelo miré los cuerpos pegados al techo blanco y me reí como un loco (más bien como un licántropo se ríe bajo la luna, a la que por por norma general ama con amor enfermizo).

Tiré el arma homicida a la papelera y alcé los puños pletórico al saberme absoluto vencedor de tan salvaje cruzada. Aquella noche cené y después barrí. Eché los cuerpos de las moscas a la papelera y observé de nuevo los cadáveres sujetos en el techo y en algunas paredes. Aquellos cuerpecitos tan pequeñitos que habían explotado bajo la presión del periódico al caer sobre ellos; las deformes cabezas aplastadas, los cuerpos pegados, las patas rotas y las alas quebradas... ¿Hay algo más hermoso y satisfactorio en esta vida?





IV


Aquella noche me fui a la cama. No tenía sueño y me puse a leer, una costumbre que he ido adquiriendo de un tiempo a esta parte. Cuando llevaba alrededor de media hora disfrutando de una lectura escalofriante (me encantan las novelas de terror) advertí con el rabillo del ojo una sombra cruzar de un extremo a otro de la habitación. No me inmuté y seguí leyendo. Volví a percibir aquella sombra y dejé el libro sobre la cama.

¡Una mosca! ¡Una maldita mosca había sobrevivido a mi airado ataque! Y lo peor de todo es que se había colado en mi habitación.

Chasqueé la lengua fruto del disgusto que sentía y deduje que yo era más inteligente que esa puta mosca. Entre risas, apagué la luz y corrí hacia la puerta. La abrí. Salí y encendí la luz del cuarto de baño. Tras varios minutos la apagué y regresé a oscuras a mi habitación. Sin duda la mosca ya habría salido en busca de la luz quedando atrapada en la oscuridad. Cerré la puerta de la habitación y encendí la luz. Me tumbé en la cama. Ni rastro de la aberrante mosquita. Una vez más había vencido.

Me puse a leer. Todo iba bien, hasta que a los pocos minutos volví a ver la sombra planeando por mitad de la habitación, como un águila majestuosa y arrogante. Cerré el libro de golpe y vi la mosca posarse sobre las mantas. Intenté cazarla. Fue en vano. Era rápida, ágil de reflejos, como una mosca normal y corriente.

Volví a realizar la misma operación del juego de la luz varias veces, pero la mosca siempre acababa dentro de la habitación. ¿Acaso se colaba por la rendija de la puerta? Coloqué calcetines y pañuelos para que no pudiera pasar. Quizá acerté, porque uno de mis intentos (no sé si fue en el séptimo o quizá en el octavo) pareció dar resultado. Leí un poco en absoluta paz y después apagué la luz. Dormí muy tranquilo pero no lo habría hecho si hubiera sabido lo que me esperaba al día siguiente.

Desperté hacia las ocho de la mañana, con el cuerpo completamente descansado y la cabeza despejada. Me había olvidado por completo de la mosca cojonera que se había colado en mi habitación pero de la que me había librado muy hábilmente. Me metí en la ducha y puse la cabeza debajo de la alcachofa, por la que salía agua caliente en abundancia. El vapor subía desde mis pies y el calor cubrió todo mi cuerpo, apoyé las manos sobre las frías paredes de baldosas azules y aguardé allí varios minutos. Después salí de la ducha, me sequé y me vestí.

Caminé por el pasillo silbando una melodía que pertenecía a una canción de la que nunca recuerdo el título. Abrí la puerta del salón y encendí la luz. Al principio no las vi, pero estaban allí.
Subí las persianas (incluida la de la cocina) y entonces me dí cuenta de la presencia de un número excesivo de infectas moscas cubriendo paredes y techo. Al detectar mi presencia (habría que ser tonto para no hacerlo después de entrar en el salón, encender la luz, abrir las persianas y maldecir improperios ) un número aproximado de treinta moscas emprendieron el vuelo y sobrevolaron la lámpara del salón, revoloteando sobre mi cabeza. Me quedé pasmado observándolas, lancé los ojos hacia las ventanas y éstas estaban cerradas por lo que no supe (y aún no sé) cómo pudieron entrar aquellas desabridas moscas puñeteras.


Grité de horror al ver que los miserables insectos saltaban de un lado a otro, posándose en cualquier parte, moviendo sus pequeñas patitas, como si estuvieran afilando un cuchillo. En aquél momento tuve la sensación de que me observaban.

Y lo peor de todo es que estaba convencido de que se comunicaban entre ellas y hablaban... de mí.

Tuve miedo de las putas moscas. ¿Te ríes? Puede parecer ridículo pero estaba asustado de un puñado nada desdeñable de moscas gruesas y negras que estaban perturbando la tranquilidad de mi hogar. Entonces empezó el ataque.

Yo al menos lo interpreto así y después de leerlo ya me dirás si lo que sucedió a continuación tiene otra calificación.

Mientras me dirigía a coger una revista con la que atizar a las malditas moscas, vi claramente que una de ellas bajaba del techo en picado, como un misil dirigido hacia un objetivo concreto. La mosca impactó en mi cabeza, se enredó en mi pelo, hizo un ruido peculiar entre mis cabellos y después salió airosa hacia una pared, sobre la que se posó y pareció observarme a través de sus abultados ojitos. Imaginé una siniestra sonrisa en ellos.

Esgrimí la revista como una espada bien afilada (más bien como un garrote vil) y comencé a batir mi brazo. Aplasté muchas de ellas, incluso tres de un solo golpe y pronto reduje el número. De treinta pasaron a diecinueve, luego a trece y finalmente a nueve. Sudaba como un cerdo pero estaba contento con la siembra de cadáveres que dejaba golpe tras golpe, como un troglodita cazando mamuts.

Vi a las moscas retroceder como alimañas cobardes, sabedoras de que el gigante era un enemigo duro de batir. Cuando detectaban mi presencia huían, volaban de un lado a otro. Vi que una de ellas se lanzaba hacia mí pero pude golpearla con la revista como si se tratara de una pelota de béisbol y la pobre se estrelló contra la pantalla del televisor, rebotó y cayó junto a mis pies. La aplasté. Escuché el bello crujir de su pequeño cuerpo explotando bajo mi pies.

No me dio tiempo de esquivar a una de ellas que me golpeó la cara y me vi obligado a cerrar los ojos. Oí el batir de varias alas y cuando me quise dar cuenta (al abrir los ojos) vi varios puntos negros que se aproximaban desde diferentes flancos, como bombarderos que se acercaban para asolar una base enemiga.

Como dagas afiladas golpearon mi piel, una de ellas se enredó en mi pelo, otra me golpeó la nariz, una casi se introduce en mi oído y las otras trataron de sacudirme el pecho. ¿Pero qué cojones estaban haciendo esas putas moscas?

Retrocedieron un poco y volvieron a caer sobre mí, como espinas de un rosal que se clavan en las yemas de los dedos; como dardos envenenados dirigidos a mi corazón; como clavos ardiendo atravesando mi pecho. Tuve que taparme la cara para evitar el desagradable impacto de aquellas malditas moscas porque si bien no era doloroso resultaba, cuando menos, desagradable. ¡Jodidas y asquerosas moscas!

Salí precipitadamente del salón y cerré la puerta dejando a los monstruitos tras ella. Me senté en el suelo, con la espalda pegada a la madera. Resoplé con el ceño fruncido, tratando de encontrar una explicación plausible, una causa que justificara semejante desbarajuste de la lógica y el sentido común. No encontré ninguna pero noté un ligero cosquilleo en la mano que tenía apoyada en el suelo. Miré hacia abajo y pude ver claramente como una diminuta mosca caminaba por entre mis dedos con una parsimonia tal que me resultó escalofriante.. Giré la mano y la mosca voló. No sé hacia dónde pero no me interesaba. Detecté que por debajo de la puerta, entre el hueco de ésta y el suelo, asomaba la cabeza de una mosca y aguardé pacientemente a que su zafio cuerpo saliera por completo, entonces usé el pulgar de mi mano derecha para aplastarla como a una maldita y asquerosa cucaracha.

Me puse unos zapatos, cogí algo de dinero y me marché a la calle. Necesitaba respirar aire fresco y cuando quise darme cuenta me vi dentro de un tugurio levantando por quinta vez una jarra de cerveza y hablando con dos desconocidos de mi problema con las moscas. Aún recuerdo las estúpidas sonrisas en sus caras sonrojadas.




V


-Os lo juro. Las moscas me atacan. No puedo con ellas.-recuerdo que dije.-El zumbido de sus alas me resulta insoportable. No puedo leer un puñetero libro porque me asedian, se lanzan sobre mí. No puedo comer porque se posan en el plato, no puedo ver la televisión porque caminan por la pantalla y vuelan hacia mi para estrellarse contra mi cuerpo o enredarse en mi pelo. Estoy hasta los cojones tíos, hasta los mismísimos cojones...

Cuando acabé la frase me vi hablando solo en la barra del bar y me sentí observado por el camarero que me miraba con la mirada contrariada.

-Tengo un amigo que podría echarle una mano.
-¿Perdón?.-dije soltando la jarra de cerveza sobre el mostrador.
-Con su problema, con las moscas. Mire.-respondió el hombre anotando algo en un papel y ofreciéndomelo.-Puede llamarle en cualquier momento, creo que es la solución a sus problemas.

Me levanté y mi cuerpo se tambaleo peligrosamente, a punto de rodar por el suelo. Agarré el papel. Miré el número de teléfono que el camarero había escrito en él, busqué un par de billetes en mis bolsillos y los dejé sobre la barra. Salí del bar. Ya era de noche y mientras regresaba a casa me imaginé cómo sería un mundo sin moscas.

No abrí la puerta del salón, no quería saber si estaban allí dentro, si su número había aumentado o si, por algún milagro, se habían esfumado por completo. Pero no, esto último no había ocurrido porque podía escuchar el desagradable zumbido de sus asquerosos vuelos.

Me fui directo a la cama y al levantarme al día siguiente hurgué en mi pantalón y cogí el papel que me había entregado el camarero. Llamé a aquél número y la bronca voz de un hombre sonó al otro lado.

Resultó ser un exterminador de plagas y eso era lo que yo necesitaba. Quedamos aquella misma mañana en mi casa. A las once ya estaba llamando a la puerta.

No he dicho nada, pero mientras esperaba no se me ocurrió abrir la puerta del salón y eso que sentía una correosa curiosidad porque el sonido del batir de las alas aumentaba cada minuto.
Cuando abrí la puerta un hombre regordete me sonrió. Llevaba un mono gris y una gorra a juego. Colgada de su espalda pude distinguir una amplia mochila. Me saludó y le dejé pasar.

Le conté el problema. No se extrañó ni lo más mínimo.

-Dice usted que las moscas son violentas, ¿verdad?
-Sí, algo que me ha dejado desconcertado.
-Si yo le contara historias sobre pulgas, mosquitos, arañas, cucarachas e incluso serpientes creo que no podría dormir durante meses pero todo problema tiene solución.

Dejó la mochila en el suelo y abrió la puerta del salón. Ambos pudimos ver alrededor de cuarenta moscas deambulando de un lado a otro, algunas de ellas se colaron por la apertura de la puerta que el señor exterminador cerró de inmediato y se fugaron para adentrarse en los dormitorios, algo que no me gustó nada en absoluto y maldije para mis adentros. Me miró unos instantes con extrema seriedad. Yo palidecí y me atreví a formular una pregunta de la que temía la respuesta.

-¿Es grave?
-¿Grave?.-inquirió perplejo el exterminador. Después relajó los músculos de la cara y me dirigió una sonrisa.- Sólo son moscas...

Y tras decir estas palabras abrió la mochila y sacó varios botes de insecticida, unas gruesas gafas que se colocó sobre los ojos y una mascarilla.

-Debe dejarme trabajar solo. Cuando entre ahí.-dijo señalando la puerta del salón..-Usted tendrá que abandonar la casa. Echaré estos productos por todos los rincones y le garantizo que no quedara ni una sola con vida, pero estas cosas deben hacer efecto y no podrá regresar hasta el martes que viene.
-Cinco días.-murmuré.
-Cinco días.-repitió el exterminador.- No se preocupe, yo cerraré la puerta y a su regreso descubrirá que todo ha regresado a la normalidad.

Asentí con la cabeza y lo vi entrar en el salón, sin miedo al numeroso ejército de horribles moscas que se abría ante él.

Fui a mi habitación, recogí algunos objetos personales, algo de dinero y salí fuera. Admito que no sentía ninguna envidia por aquél hombre que se enfrentaba al peligro como si fuera un trabajo más. No sé cuánto iba a cobrarme por aquello pero si me libraba de las moscas yo estaba dispuesto a pagar lo que fuera necesario.



VI


Pasé aquellos días en un motel de mala muerte, de esos tugurios de carretera en los que se escucha como los camioneros follan con las putas y otros acortan sus días con litros de alcohol. Todo estaba muy sucio. Encontré restos de sangre en las sábanas y detecté manchas de semen en la almohada. La habitación olía francamente mal y advertí la presencia de telarañas en la triste bombilla que colgaba del techo, incluso vi algunas cucarachas saliendo del lavabo del cuarto de baño. Pero no había moscas. Ni una sola.

Esto era un paraíso. Sin duda.

El martes a primera hora pagué la cuenta del motel y cuando me marchaba eché un vistazo a la morenaza que iba colgada del robusto brazo de un hombre que se encaminaba hacia un gran camión. Mis ojos se quedaron pegados en el culo tangoso de la mujer y la lengua humedeció mis labios. Ella subió al camión y desgraciadamente dejé de ver su apretado culito pero mi imaginación, cuando me apetece, puede ser desbordante. Ladeé la cabeza y aplasté con mi mano la erección que me había salido. Monté en mi coche y me solté el botón del pantalón para no asfixiarme. Noté el grueso de mi pene y lo agarré con la mano. Podía hacerme una paja allí mismo, dentro del coche, no habría sido la primera vez pero el asunto de las moscas me tenía preocupado y el hinchazón se me bajó tan rápido como había emergido. Cuando la cabeza alargada quedó flácida y relajada me aproveché el botón, introduje la llave en la cerradura y giré. Pisé el acelerador y me dirigí a mi casa, completamente esperanzado.

Aparqué casi donde lo suelo hacer siempre y subí las escaleras. Llegué hasta la puerta y pegué el oído a la misma. Ningún zumbido, ningún batir de alas, solo un extraño olor, repugnante sin duda y que deduje se debía a los productos químicos que el exterminador había utilizado en su singular tarea por librar mi hogar de la infecta presencia de las jodidas moscas.

Abrí la puerta; el olor era más fuerte en el interior pero podía soportarlo, a mí solamente me preocupaban las moscas.

Fui directo al cuarto de baño y me dí una buena ducha de agua caliente. Inesperadamente mi cuerpo había comenzado a experimentar una molesta sensación y creí que se debía a mi experiencia en ese motel de mala muerte donde quizá podría haber cogido una infección.
Me puse ropa cómoda y me armé de valor. Me dirigí al salón. Abrí la puerta, Todo estaba completamente oscuro, en silencio. Encendí la luz y eché un vistazo. Algo que había en el suelo me llamó poderosamente la atención...



FINAL

Cinco días después de regresar a mi casa me encuentro sentado en el sofá del salón, leyendo un libro con absoluta tranquilidad. Sigue habiendo moscas en mi casa. El exterminador no ha podido acabar con ellas pero todo ha cambiado, ya no me molestan porque hemos aprendido a convivir. El caso es que, de un modo u otro, puedo permitirme el lujo de cenar sin que ellas molesten a mi alrededor o bien puedo disfrutar de una película tumbado en el sofá, sin que las moscas vuelen por el salón o se arrastren cortinas abajo. Me han dejado completamente en paz.

Como he dicho, en estos momentos estoy leyendo un libro y lo hago inmerso en una paz absoluta, en una calma total porque las moscas, desde que he regresado, no han vuelto a incordiarme y, por supuesto, no me han atacado y no lo han hecho porque están muy ocupadas. Lástima el olor terrible que ahora hay en mi casa pero si eso significa haberme librado de la incomodidad de las moscas (a las que ahora considero mis amigas y a las que miro con ternura) bienvenido sea.

Cierro el libro y echo un vistazo al cuerpo putrefacto del exterminador que yace en el suelo del salón, descomponiéndose. Me lo encontré así nada más llegar el martes, con un buen número de moscas recorriendo su cuerpo, entrando y saliendo a voluntad por su boca abierta. Desde entonces ellas tienen un nuevo juguete y no se despegan del cuerpo de ese pobre hombre, del que se están alimentado. Cada días las moscas están más alegres y más gordas.

Caminan por su abultada tripa, succionan a la altura de sus ojos, saborean sus gruesos dedos, procrean en sus manos o en sus piernas, corretean por entre su pelo...

Hace tiempo que no las veo volar (quizá están engordando demasiado) y puedo dejar abierta la puerta del salón con total libertad, porque ellas ya no acceden a la zona de los dormitorios. No se apartan ni lo más mínimo del cuerpo del exterminador.

Todo parece haberse arreglado. Todo va de maravilla.

Sí, todo va bien... si no fuera por el hediondo olor que desprende el repulsivo cadáver del exterminador.

UN HUESO DURO DE ROER

Siempre he sido un chico duro, digamos que la expresión acertada sería “un hueso duro de roer”. No solo mi aspecto resultó siempre provocador sino también mi personalidad.

Me gustaba vestir con ropas negras, a ser posible pantalones de cuero y alguna camiseta de manga corta ceñida, que dejara ver mis delgados brazos, adornados con algunas pulseras, brazaletes y algún que otro ostentoso reloj. Aunque hacía tiempo que no me los ponía, estaba acostumbrado a llevar pendientes y siempre, absolutamente siempre, usaba gafas de sol, daba igual el tiempo que hiciera y la hora que fuera, me había acostumbrado a refugiarme tras los cristales oscuros que me legaban cierta intimidad y me resultaba difícil caminar por las calles de la ciudad sin ellas.

Mi aspecto era, como he dicho, la de un chico duro y mi rostro, marcado siempre por una expresión austera cuya mayor relevancia era la ausencia total de sonrisa alguna, resultaba imperturbable. Antes llevaba el pelo largo, lo que me otorgaba un aspecto más heavy pero hace algunos meses decidí cortármelo. A pesar de ello, mi imagen seguía siendo la de ese chico duro y solitario, extraño y reservado, que tras la intensa mirada de unos ojos marrones, completamente normales, parecía tener la cabeza siempre trabajando, pero supongo que nadie se ha interesado por saber cuáles fueron mis tormentos y temores. Sin embargo, sí puedo decir, sin rubor alguno, que era un chico duro, un hueso duro de roer.
Hasta anoche, que sucedió algo que jamás tuvo que ocurrir...

Camino por las solitarias callejuelas de mi ciudad. Deambulo de un lado a otro. Había estado hasta las dos de la madrugada disfrutando de la compañía de dos féminas portentosas. Las había conocido en un local y ahora me acompañan de regreso a mi hogar, donde pienso montármelo con las dos. Es más que evidente que ellas están dispuestas; si bien nunca he tenido éxito alguno con las mujeres (no es que sea un chico feo como el diablo pero supongo que mi personalidad no las atrae, sino todo lo contrario), anoche pensé que me había tocado la lotería, sin embargo, estaba completamente equivocado. Muy equivocado.

Una de ellas era una despampanante rubia, cuyo cuerpo cuando la vi no pudo hacer otra cosa que quitarme el hipo. Practicamente tenía todo lo que me gustaba. Una melena lisa que le caía más allá de los hombros, unos ojos grandes y azules, una boquita pequeña de labios muy finos pintados de rojo. Llevaba un vestido corto de color negro, cuya falda apenas le cubría la mitad de los muslos, envueltos en unas medias negras cuyo tacto estoy convencido que me harían palidecer. Tenía los pechos grandes y mi exulta imaginación se disparaba.

La otra chica era morena, de pelo rizado. Lo llevaba suelto. Tenía un rostro muy bonito aunque tenía cara de loba, de esas mujeres que dan miedo cuando se acercan. Le quedaban francamente bien los pantalones vaqueros ceñidos, que le marcaban un apretado culito y unas piernas largas y esbeltas. Podía verle la cintura ya que llevaba el ombligo al descubierto y advertí un piercing curioso colgando de él y un tatuaje que se introducía en el pantalón. Ya tendría tiempo de echar un vistazo con más calma. Me gustaban sus botas de tacón de aguja, pero también sus manos de uñas largas y pintadas de azul.

Caminamos entre risas, yo colgado del cuello de las rubia mientras la morenaza pasaba su brazo por mi cintura e introducia la mano en el bolsillo trasero de mi pantalón.

Ninguno está borracho y eso es buena señal. Los tres queremos lo mismo y es evidente que yo no puedo perder esta oportunidad o me arrepentiré el resto de mi vida.
Entre risas, algunos besos y caricias tontas (ellas sabían perfectamente cómo ponerme al tono adecuado y llevaba así practicamente desde que las vi en el local) las voy conduciendo poco a poco hasta las proximidades de mi apartamento, situado en un amplio bloque de pisos, cerca del parque. Vivo en la planta decimocuarta y hacía allí vamos.

Cogemos el ascensor y pulso el botón correspondiente cuando la chica rubia tira de mi brazo y busca mi boca. Me muerde los labios y juega con mi lengua mientras la morena mordisquea mi cuello y se arrodilla en el suelo. Levanta sus manos y aprieta el bulto que se destaca bajo el pantalón. Estoy a punto de pulsar el botón rojo de “Stop” pero simplemente no llego. Cierro los ojos cuando noto una de las manos de la chica morena buscar dentro del pantalón. No tarda en encontrar lo que busca. La oigo reir mientras siento sus afiladas uñas acariciando mi pene. Logra que me excite como un animal y aprieto el culo de la rubia, beso su cuello y busco sus tetas.

Llegamos a la planta de mi apartamento y las puertas se abren de inmediato. Maldigo entre dientes e intento apartarme pero ellas no me sueltan, la rubia sigue besándome, buscando mi boca, lamiendo mi cuello. Me desgarra la camiseta y comienza a chuparme el pecho mientras su amiga, aún agachada, ha logrado desaprocharme primero el cinturón y luego el botón del pantalón, que se me cae junto a las rodillas. Oigo sus risas y tiran de mí sin percatarme que me están alejando de la puerta de mi apartamento. No sé a dónde me llevan pero ¿Qué puedo hacer sino dejarme hacer?.

Regresamos al ascensor. ¡Bien! Las puertas se cierran de nuevo y creo que es buen lugar para disfrutar de estas bellas mujeres. Después, si mi cuerpo aguanta (cosa que dudo) siempre podemos ir al apartamento.

La chica rubia pulsa un botón pero no sé cuál de ellos es, simplemente advierto que estamos subiendo. La morena, arrodillada, me baja los calzoncillos y agarra mi miembro erecto entre sus manos. Acerca su cabeza y se lo lleva a la boca. Cierro los ojos para disfrutar del infinito placer al mismo tiempo que la rubia muerde mi cuello y me lo chupa con énfaxis. La aparto unos momentos, no quiero excitarme demasiado porque, de hacerlo, puedo sufrir la transformación que debo evitar a toda costa. Pensando en ello, con la seguridad de que, a pesar del morbo que da el escenario en el que nos encontramos, no es el mejor lugar, me aparto unos instantes de la chica morena, que la dejo con la boca abierta y una sonrisa lasciva entre sus labios. Me subo la ropa y comprendo que he estado a punto de sufrir el cambio. Un par de minutos más y me habrían salido los colmillos, mis ojos se inyetarían en sangre y brillarían de manera incandescente. Mis manos, convertidas en garras, habrían despedazado a estas dos maravillosas mujeres, les habria chupado la sangre y, porque me conozco, habria guardado sus corazones en el congelador para deleitarme con ellos más adelante. Es lo que tiene ser un vampiro, ventajas e inconvenientes, sin duda. Que me lo voy a montar con estas dos diosas es evidente, pero no aquí, no en el ascensor porque si no aguanto la transformación... sería como delatar mi existencia a unos vecinos que apenas me conocen. Iremos a mi apartamento, donde la tranquilidad de mi hogar podría hacerme consumar bajo el cuerpo de estas amazonas y si no aguanto el ansia... pues entonces... ya me ocuparé de ellas...

El ascensor se detiene y las dos chicas me miran. Son hermosos los ojos de la rubia, en cambio, los de la morena me parecen extraños pero también tienen su atractivo. ¡Vaya! Al abrirse las puertas del ascensor descubro estupefacto que estamos en la azotea. El cielo estrellado se dibuja sobre nuestras cabezas, vagamente desvirtuado por las luces de la ciudad. Las dos chicas salen entre risas y yo las miro algo sorprendido. Observo convencido de que tampoco éste es mal lugar. Con el aire y los ruidos del tráfico es posible que no llegue a transformarme y pueda comportarme como un hombre normal. Si, por ejemplo, la transformación fuera inevitable... dudo que alguien pudiera escuchar los gritos de estas dos chicas. Y van a gritar, por supuesto, pero espero que sólo sea de placer.

La rubia sonríe y se enciende un cigarrillo. Me pide que me quite la ropa y lo hago inmediatamente, quedando desnudo frente a ambas mujeres, que bajan sus miradas para centrar su atención en mi órgano, que ya va para arriba.

La morena se acerca dando lentos pasos y percibo en su rostro una severidad extrema. La frialdad que hay en sus ojos me sobrecoge. Desvio la mirada y percibo que la rubia ha sacado de su bolso una pequeña ballesta. En lugar de una flecha tiene cargada una reducida estaca de madera. Apunta y dispara, con una frialdad que me asusta.

Noto el agudo y profundo dolor que se produce en mi pecho cuando el pequeño trozo de madera atraviesa mi corazón y pierdo toda movilidad. Caigo al suelo entre estertores.

No puedo moverme. Tengo los ojos abiertos y ni siquiera soy capaz de cerrarlos. Miro el cielo oscuro y tenebroso, veo las figuras de aquellas dos mujeres cuyos rostros sonrientes se han vuelto rigidos y secos y sé exactamente lo que van a hacer conmigo.

Y aquí estoy ahora, como un perfecto imbécil. ¿Un hueso duro de roer? Más bien un idiota, un iluso, un pobre desgraciado al que han jodido bien jodido.

Atado al suelo con fuertes cadenas.

Por mucho que intente soltarme no podré hacerlo porque la pequeña estaca sigue clavada en mi pecho y perfora mi corazón como si el aguijón de un escorpión estuviera atravesando mis, en estos momentos, irritados globos oculares.

Sí. Puedes reirte si quieres pero esto no tiene ni puñetera gracia. Esas dos condenadas me la han jugado bien jugado. ¿Cómo he podido ser tan confiado? Tetas y culos han sido mi perdición... ¿Y ahora qué puedo hacer si no esperar mi instante final?

Tirado en el suelo de la azotea, oigo los claxon de los coches que recorren las calles de la ciudad ajenos a mi situación. Estoy boca arriba y mis ojos inmóviles miran hacia el cielo. Las estrellas han desaparecido porque el amanecer está cerca. ¡Dios!

No puedo hacer nada, no puedo alertar a nadie. Estoy a merced de las horas. Cuando el sol comience a asomar por el horizonte, cuando la negrura de la noche se disperse ante los cálidos brotes del nuevo día... los rayos del sol abrasarán mi cuerpo. La piel se me caerá hecha trizas, mi rostro se desfigurará a una velocidad pasmosa y el dolor (dicen) será insoportable. Los vampiros nada podemos hacer en situaciones como ésta y cuando los otros se enteren de mi horrible final, se burlarán de mí y comentarán lo tonto que he sido al dejarme embaucar por dos cazadoras disfrazadas de mujeres fáciles. Pero, ¡Qué coño!, había que ver las tetas de la rubia, el culo de la morena, los cuerpos exuberantes de ambas féminas. ¡Ay, Dios Mio! Ya me estoy poniendo caliente y eso que el sol aún no ha salido, pero lo hará dentro de pocos minutos, que es, por cierto, lo que me queda de vida.

Algo se mueve cerca de mí. Lo percibo con el rabillo del ojo, pero no puedo desviar la cabeza para comprobar de qué se trata. Ese algo es negro como la noche y se mueve lentamente, con curiosidad. No es muy grande. Salta sobre mi pecho y me observa.

Es un horrendo gato negro que me mira a través de sus pupilas dilatadas. Parece encontrar divertida la situación pero a mí no me apetece reírme. Comienza a lamerme la cara con su lengua áspera y asquerosa. ¡Hay que joderse!

El día ya comienza. El sol asoma su nariz en la lejanía. Las sombras se retiran ante la llegada imparable de la claridad. Ya noto que mi cuerpo comienza a sufrir los primeros dolores. Voy a consumirme en cuestión de segundos. Voy a reducirme a cenizas en apenas unos instantes. Pero no voy a gritar. ¡No quiero gritar! Soy un chico fuerte, un hueso duro de roer. Mantendré el tipo.
El sol sale y sus rayos llegan a mi piel.

Mis horribles gritos (duele demasiado como para seguir siendo el chico duro) asustan al gato que salta sobre mi pecho y me da varios zarpazos antes de huir por el tejado. Mi garganta se ha roto y mis cobardes alaridos están a punto de detener el trafico que fluye en las calles. Comienzo a convertirme en cenizas.

Ya... no soy nada.

El Momento del CAMBIO

PARTE 1


Los cuatro hombres estaban atados fuertemente con cadenas en el interior de la cabaña. Fuera, sentado en una vieja mecedora, Arturo aguardaba con la escopeta entre las manos. Había decidido acabar con su vida y esperaba tener el valor suficiente para ejecutar aquél abominable acto. Necesitaba acabar con todo, era la única solución para no volver a derramar sangre inocente.
Se llevó a la boca un cigarro que encendió con una sola mano mientras sus pequeños pero profundos ojos marrones escrutaban el exterior. Ya llegaba la noche. Pronto saldría la luna. Y vendría acompañada de la muerte.
Carraspeó para aclararse la garganta. A sus oídos llegó el lejano aullido de los lobos. Comprobó que la escopeta estaba cargada y le quitó el seguro. En cualquier momento… debía hacerlo en cualquier momento…


Cuando Arturo quiso darse cuenta comprobó que la noche ya se había adueñado del lugar. Las sombras irrumpieron como silenciosos y errantes fantasmas. Miró hacia el horizonte. La luna brillaba ya en todo su esplendor. Era especialmente hermosa. Jamás antes la había visto tan bella. Se sintió observado. Sus ojos se humedecieron y sintió una fuerte sacudida en el pecho. Agachó la cabeza, el proceso ya estaba comenzando.

Trató de contenerse pero Arturo sabía perfectamente que no podía poner freno a la naturaleza. Luchar era una resistencia estúpida. La escopeta cayó de sus manos y quedó tendida frente a sus pies, mientras su cuerpo sufría una terrible sacudida, de dentro hacia fuera. Se agarró a la mecedora con las manos con una fuerza extraordinaria y aguantó el dolor sin producir el menor gemido. Pero dolía. Y mucho.

Arturo volvió a sufrir una sacudida y esta vez su cuerpo se estiró totalmente, cayendo de la silla y rodando por el suelo, como si estuviera ardiendo. Esta vez sí gritó. Y su grito sonó en la noche, confundiéndose con el lejano aullido de los lobos.

Los ojos de Arturo se abrieron descomunalmente, agrandándose como platos vacíos, teñidos ahora de un siniestro color carmesí. Al mismo tiempo, y sin que él pudiera darse cuenta, las venas de su cuerpo se hincharon hasta estar a punto de estallar. Le hervía la sangre. Su espina dorsal se estiró y su garganta rugió como un animal. Arturo perdió el conocimiento mientras su cuerpo sufría nuevos espasmos.

Cuando despertó estaba completamente desnudo. La ropa, convertida en jirones, se encontraba a su lado, junto a la escopeta. Estaba rodeado de sangre. Sus ojos se cerraron y gritó arrepentido mirando con rabia hacia la luna. Clamó al cielo y pidió perdón una vez más. Su cuerpo temblaba.

Se levantó sin apenas fuerzas suficientes y entró como un energúmeno en la casa. El espectáculo que encontró fue terrible.

Los cuerpos de los cuatro hombres encadenados estaban completamente descuartizados. El animal había vuelto a atacar. Los había matado. Arturo lloró.

Salió apesadumbrado y vio que la vieja cabaña de madera estaba rodeada de lobos, que lo miraban desafiantes. Los maldijo a todos, ¡¡a todos!!

Cogió la escopeta y disparó a uno de ellos. Falló, pero el ruido fue suficiente para que todos se alejaran asustados, perdiéndose en el bosque. Arturo miró a la luna.

-Nunca más me harás hacer esto de nuevo. ¡Te maldigo!

Y Arturo se sentó en la vieja mecedora de madera. Sostuvo la escopeta entre sus manos y lloró como un niño que acaba de perder a su madre. Colocó el cañón de la escopeta sobre su barbilla. Cerró los ojos y a su mente acudieron los cuerpos desmembrados de las cuatro personas que había asesinado al convertirse en un animal.

Apretó el gatillo.

Su cabeza reventó como si de una sandía se tratara y varios trozos de masa encefálica y cuero cabelludo volaron por el aire para pegarse a la pared de la cabaña. La escopeta cayó al suelo.

Arturo descansaba. Había decidido acabar con su vida para no seguir matando…

Un lobo blanco, grande y hermoso, salió de la cabaña con la boca manchada de sangre. Olisqueó el cuerpo de Arturo y después aulló a la luna. Le respondieron otros lobos.

Se alejó hacia el bosque, perdiéndose en la noche.

Al día siguiente, aquél lobo blanco se convertiría en una bella mujer…

PARTE 2

Corría por el bosque esperando llegar a tiempo. Miró aterrada hacia el cielo y vio levantándose hacia el firmamento una majestuosa luna llena que se asomaba desafiante tras los amenazantes nubarrones. Escuchó el aullido de los lobos y aceleró el paso.

Faltaban pocos minutos para que el cambio se produjese. Debía llegar a tiempo o todo estaría perdido… otra vez.

Thais tropezó y su fina figura se precipitó hacia el suelo, rodando por él un par de metros. Los arbustos y las ramas caídas de los árboles le habían arañado su bello rostro y una profunda herida en la frente permitió el paso de la sangre que comenzó a caer por su rostro. Se levantó con una celeridad asombrosa y echó la vista atrás. ¡Los lobos estaban demasiado cerca! Sin duda, dentro de poco iban a oler la sangre y enloquecerían. Sintió pavor ante las escenas que comenzaban a surgir en su mente.

Su corazón latía a un ritmo vertiginoso.

Envuelta en un traje de cuero, que realzaba su esbelta figura, Thais a veces pasaba desapercibida confundiéndose con las sombras. Se había soltado el cabello, a menudo recogido en una coleta, y corría con la esperanza de llegar a tiempo.
Divisó la luz de una cabaña a varios metros de distancia. Estaba cerca. Aquello era un refugio. Allí había comida. Podía olerla.

Sus labios dibujaron una fina sonrisa pero pronto su rostro mostró una expresión desagradable al tragar algo de su propia sangre, que seguía resbalando desde su frente. Se detuvo en el acto. Algo no andaba bien.

Miro hacia atrás y agudizó sus sentidos, pero las sombras le impedían descubrir si alguien se encontraba oculto en la oscuridad. No oía a los lobos pero tenía la seguridad de que estaban muy cerca, observando…
Volvió su cabeza hacia la cabaña. Había alguien sentado junto a la puerta. Permaneció expectante tratando de descubrir de quién podía tratarse. Arrugó la nariz y olfateó el aire. Las venas del cuello se le hincharon súbitamente y Thais se arrodilló, como una pantera esperando el momento oportuno para saltar sobre su presa.Su cuerpo comenzó a sufrir la transformación.

Oyó a lo lejos aullar a los lobos, sus compañeros aquella noche y por primera vez en su vida no sintió miedo. Thais notó la sacudida en el pecho. Fuerte, intensa, dolorosa. Se tiró al suelo y comenzó a sufrir espasmos, como si el fuego del infierno estuviese quemando su alma. Se agitó entre la maleza y descubrió que el aire le faltaba. Su garganta seca quiso proferir un grito desgarrador pero quedo muda, mientras la luna la observaba en toda su plenitud. Parecía mostrar una mueca cínica y perversa, ligeramente manchada de un rojo carmesí.

Esta vez Thais sí pudo gritar, al menos ésa era su intención pero de su garganta sólo brotó un bronco sonido, más parecido al que pueda emitir un animal que una persona. Dejó de moverse en ese instante.
Cada órgano de su cuerpo le dolía, las extremidades parecían querer partirse en dos y la sangre de sus venas la quemaban. Suspiró, jadeó y lanzó una mirada pidiendo ayuda hacia la persona que estaba sentada junto a la puerta de la cabaña, pero nadie parecía haber reparado en ella, excepto los lobos, que podía escucharlos más cerca.

Entonces ocurrió lo imposible.

El cuerpo de Thais sufrió una transformación horrible. Sus caderas hicieron explotar el ceñido pantalón de cuero y sus pechos crecieron enormemente, provocando que su traje de cuero quedara reducido a jirones. Un pelaje negro se asomaba sobre la piel. De la garganta de Thais brotó un grito desgarrador que se perdió en la noche, coreado por una jauría de lobos que ahora estaban observando la escena, temerosos de acercarse más.

El rostro de la mujer sufrió un cambio espectacular. Las orejas crecieron a pasos agigantados, acabando en punta y la nariz se convirtió en un hocico de animal. Thais gritó de dolor y posteriormente aulló como un lobo pues en un lobo se había convertido. Un lobo enorme, que poco a poco cambió aquél pelaje negro por uno blanco.

Thais o lo que fuera ahora aquello, levantó la cabeza a la luna y aulló para saludarla. Respondieron los numerosos lobos que se encontraban cerca y los aullidos permanecieron en el ambiente durante varios minutos. La noche se estremeció y la luna mostró una sonrisa de orgullo al ver a sus hijos danzando en la oscuridad.
Thais olfateó en el aire y comenzó a caminar hacia la cabaña. Los lobos la seguían de cerca y ella giró su cabeza para enseñar sus afilados colmillos. Dieron un paso atrás. Ella era más fuerte.
Aquella persona que viera sentada junto a la puerta ya no se encontraba allí, estaba tirada en el suelo, sufriendo espasmos. Tal vez ese hombre robusto estaba sufriendo una transformación…
El lobo blanco, Thais, empujó con el hocico la puerta de la cabaña y entró. Estaba sedienta de sangre, de carne humana y allí olía muy bien.

Vio a los cuatro hombres encadenados que gritaron al verla entrar. Fue lo último que hicieron. Thais se abalanzó sobre ellos y los destrozó, desgarrando sus gargantas, mordiendo la carne, bebiendo la sangre.

Minutos después oyó un grito y su instinto le aconsejó que se escondiera. Lo hizo. Entró un hombre gritando y lloró al ver los restos humanos. Después salió.
Escuchó una detonación y agachó la cabeza. Minutos después se produjo otro disparo. Todo parecía estar tranquilo. Salió al exterior y vio el cuerpo del hombre con la cabeza destrozada. La transformación no había tenido lugar pero él pensó que era causante de las muertes de aquellas personas.

Thais aulló a la luna y se alejó seguida de una amplia manada de lobos. Tenían nuevo líder, un bello y enorme lobo blanco.

Ariadne, La Conversión (y III)

"Tercera y última parte del relato sobre la conversión de Ariadne que se está usando como guía para la creación del personaje cinematográfico: ARIADNE, del largometraje LA OSCURIDAD DE ARIADNE, producido por DEHON PC. Audiovisuales & PIAMONTE Group TV cuyas entregas anteriores ha encantado tanto a la actriz Soraia Durán como al director Oscar Parra

Rain ha quedado muy satisfecho con el resultado de este relato.

Os invito a leerlo con el máximo interés, así como a seguir la pre-producción del largometraje en la web de la productora DEHON PC. Audiovisuales, S.L.



ARIADNE, La Conversión (y III)


Por José Manuel Durán Martínez "Rain"


Mal herida, al no escuchar el disparo, Ariadne abrió los ojos justo a tiempo de ver una figura negra que la observaba de pié. El soldado había desaparecido por completo. No tuvo tiempo de más. Había sangrado mucho de sus heridas y las fuerzas la estaban abandonando. Una neblina que fue adquiriendo matices oscuros acabó cubriendo sus ojos en el mismo instante que un rostro vagamente familiar bajaba de las alturas y la miraba con suma atención, arrojando una apacible sonrisa que trataba de ocultar una pronunciada preocupación. Ariadne perdió la conciencia, y prácticamente la vida, con el recuerdo de aquél rostro cadavérico que trataba de buscar una esperanza en su dolor. Solo notó que unas manos frías como el hielo la agarraban.

Después la nada.
El silencio.
La oscuridad más terrible.


Ya no importaba el asedio de los franceses. Los gritos, los disparos, la muerte… todo aquello había desaparecido por completo para Ariadne.

Apenas respiraba. La horrible herida de su cuello la impedía coger aire con normalidad y se estaba ahogando en su propia sangre. Su cuerpo recibió una sacudida y quedó tendido de manera pavorosa, con las piernas encogidas y los brazos estirados. Las manos las tenía abiertas, con los dedos parcialmente agarrotados. Volvió a sufrir una convulsión y Ariadne abrió los ojos, pero ya no podía ver más que la impenetrable oscuridad.

La sombra alargada la recogió del suelo y la tendió sobre la cama. Miró la sangre que aún brotaba de la garganta de Ariadne y el rostro de su salvador se transformó en el de una bestia infernal. La apetencia de sed comenzó a convertirlo en un ser furioso y dos largos colmillos asomaron entre sus labios. Los ojos antes negros y poderosos ahora brillaban con la tonalidad que esgrime la maldad en momentos turbios. Comenzó a agitar su cuerpo y trató de evitar la visión de la sangre, pero su olor dulzón y su vivo color le indujeron a clavar su mirada en la herida de Ariadne.

La criatura resopló disgustado y cogió la mano de la mujer. Seguía viva. Podía apreciar el sonido casi imperceptible de sus constantes vitales pero le quedaba tan poco tiempo…

Contempló su cuerpo, la expresión aún hermosa en los ojos abiertos de Ariadne que seguía completamente inconsciente, abrazando a la muerte, y aquél ser derramó varias lágrimas de sangre. Después, sabiendo que iba a arrepentirse de su cruel acto, se abalanzó como un animal hacia la garganta de Ariadne y clavó sus colmillos en el cuello. Ariadne suspiró levemente y entró en una agradable somnolencia mientras la criatura extraía todo el flujo de vida que quedaba en las venas de la mujer.

Minutos después, con el rostro relajado y la boca manchada de sangre, la criatura se incorporó y permaneció sentada junto al cadáver de la desdichada en el más completo mutismo.

Apoyó los delgados brazos en las frágiles rodillas y sujetó la cabeza con sus escuálidas y blancuzcas manos. Su garganta emitió un grito escalofriante y, durante breves instantes, el tiempo y el espacio parecieron desaparecer, hasta que aquél ruido se ahogó en el silencio.
La silueta de un enorme lobo de pelaje blanco apareció repentinamente bajo el umbral de la puerta y contempló a la criatura a través de unos ojos enfurecidos, coléricos y crueles. El ser permaneció sentado en silencio y bajó la cabeza para contemplar el cuerpo aún caliente de Ariadne. Cuando volvió la mirada, el lobo había desaparecido.


Se levantó y oyó en el exterior disparos, el barullo de gente y voces que se acercaban. Dudó unos instantes. Miró hacia Ariadne, luego hacia la puerta. Varias sombras erráticas y delgadas se arrastraron por el suelo y se alzaron, convirtiéndose en la frágil silueta de hombres pálidos que contemplaban a la criatura; ésta las miró unos instantes. Sus ojos despedían tan profunda tristeza que permitieron nuevamente la caída de varias lágrimas de sangre que esta vez arañaron sus mejillas.

Volvieron a oírse disparos y gritos. Las sombras desaparecieron. La criatura se acercó al cuerpo de Ariadne y tras agarrar su mano y reflexionar durante algunos segundos, la cogió entre sus brazos. Inmediatamente después ya no se encontraban en la casa.
Habían desaparecido.

Cuando Ariadne despertó lo hizo en el bosque. Abrió los ojos y los cerró de golpe. Le dolían.
Volvió a intentarlo y la claridad de un avanzado atardecer se introdujo violentamente a través de sus retinas. Cerró los parpados. Estaba empapada en sudor. Tenía frio.


Poco a poco fue abriendo los ojos y se habituó a la luz. Estaba rodeada de árboles, su cuerpo cubierto por hojas secas, como si alguien la hubiera enterrado.
Tenía tanto sueño…


Intentó incorporarse pero le costó gran esfuerzo que sus piernas y brazos le respondieran. Le dolían horrores.
Estaba tan cansada…


Ariadne logró incorporarse y las hojas que la cubrían cayeron al suelo, entonces se percató que estaba completamente desnuda. Instintivamente se llevó las manos a la garganta y descubrió extrañada que no tenia herida alguna. Pero le dolía mucho.
No. No era dolor. Se trataba de una sequedad terrible.
Estaba tan sedienta…


Desorientada y aterida por el frio, Ariadne trató de cubrirse con los brazos pero era inevitable que sus curvas quedaran expuestas al descubierto. Miró en rededor y pronto descubrió que la noche poco a poco iba avanzando, consumiendo lo poco que ya quedaba del atardecer. Ni sabía dónde estaba ni cómo regresar a su hogar.

Comenzó a caminar lentamente; tenía los músculos entumecidos y la sequedad en su garganta le había provocado cierta irritación. Intento tragar saliva pero la boca la tenia completamente seca. Necesitaba beber.

Notó un fuerte dolor en el estómago, más que un dolor parecía una sensación de vacío que le causaba un ligero malestar.
Estaba tan hambrienta…


Ariadne siguió caminando y poco a poco fue descubriendo que sus sentidos habían cambiado. Ya no le dolían los brazos y las piernas y se encontraba ágil. Ya no estaba cansada, solamente la necesidad imperiosa de beber y comer con tanto apetito que sería capaz de acabar con un cordero en menos que canta un gallo.

A medida que iban pasando los minutos, Ariadne fue descubriendo que algo extraño estaba pasando en su cuerpo. Se sentía diferente.

Primero advirtió que a pesar que la noche ya había cubierto todo el bosque y que la luz había desaparecido por completo, ella veía perfectamente, desenvolviéndose entre las sombras con asombrosa comodidad. No podía percibir que sus ojos brillaban inmersos en una tonalidad naranja que parecían pequeñas llamas sobre cuencas vacías. Luego descubrió que los sonidos del bosque llegaban a sus oídos con una claridad extrema. Escuchó el corretear de un conejo despistado que huía de la peligrosa presencia de un búho que agitaba sus alas y bajaba en picado para hacerse con la presa. Se sorprendió de que pudiera captar una sensación de pánico que atribuyó al conejo.

Oyó también un insignificante ruido y supo inmediatamente que un pequeño rodeador estaba mordisqueando una rama caída en el suelo. Pero sin duda, lo que más le extrañó era que escuchaba con absoluta precisión el sonido que hacía una simple hoja al caer de los árboles y precipitarse lentamente hacia el suelo. Oía como cortaba el aire y el suave sonido, imperceptible para una persona normal, cuando chocaba contra el suelo y quedaba inmóvil hasta que la lluvia o una ráfaga de aire decidieran desplazarla.

Todos aquellos sonidos se agolpaban en su cerebro y giró sobre sí misma con los oídos enterrados bajo sus manos. La sequedad en su garganta aumentaba y el vacío en su estómago resultaba tan incómodo que decidió seguir caminando, vagando en la noche de aquél bosque misterioso.
Un nuevo sonido se metió en su cabeza. Prestó atención y entendió que se trataba del ruido que produce el agua de un arroyo. Sonrió levemente ante la posibilidad de saciar su sed y se detuvo unos momentos. El arroyo se encontraba a cinco o seis kilómetros, pero ella podía escucharlo con tanta precisión que no dudó en caminar hacia la dirección exacta donde el agua corría libre y sin preocupación.


Percibió el aroma de la tierra mojada y su garganta semejó emitir un pequeño gemido de esperanza.

Al llegar al arroyo, se abalanzó sobre él y hundió la cabeza en el agua para beber con impaciencia. A medida que el agua penetraba en su boca y bajaba ruidosamente por su garganta para llegar al estómago, Ariadne sufrió una pequeña sacudida y después varias arcadas. Su estómago comenzó a darle patadas dolorosas y el agua fue subiendo, abrasando todo su interior hasta que por fin fue expulsada por su boca y nariz. El sabor era tan desagradable… quiso pensar que el agua estaba contaminada.

Entonces la voz sonó dentro de su cabeza, con un ímpetu inusual. Las palabras retumbaron en las paredes de su cerebro.

Ariadne, algo ha cambiado dentro de ti

Ariadne se incorporó asustada y miró a su alrededor tratando de descubrir el origen de aquella voz tan potente, pero no vio a nadie, solo los árboles que la observaban con una curiosidad embriagadora.

Ariadne, debes comprender que ya no eres como antes, te has convertido en un ser especial, en alguien… como yo”

Ariadne giró de nuevo sobre sí misma intentando localizar al hombre que estaba pronunciando aquellas palabras pero por más que lo intentó no pudo encontrar a nadie en las cercanías. Estaba completamente sola, sola y aterrorizada, junto a aquella voz que sonaba en el interior de su propia cabeza.

No tuve elección, quiero que lo entiendas, no había otra opción”

La voz estaba cargada de una tristeza que abrumó a Ariadne. Su boca seca logró pronunciar un nombre: “Drajam”, que sonó como un pequeño susurro. La voz calló.


Ariadne oyó un ruido a su espalda, una especie de chapoteo y giro su cuerpo a una velocidad vertiginosa. Se puso en guardia. Creyó que estaba en peligro.

Vio a un animal bebiendo agua con una tranquilidad pasmosa mientras la observaba con detenimiento. Ariadne podía escuchar el golpeteo de la lengua sobre el agua y como ésta pasaba por su boca y se deslizaba garganta abajo, como si de una gran catarata se tratase. Pero aquello no importaba. Centró su atención en los ojos del animal y se horrorizó de sentirlos vivamente humanos. El animal, un lobo de oscuro pelaje, sació su sed y miró de nuevo a Ariadne, después se dio la vuelta para alejarse.

Ariadne no se lo permitió. Sorprendida aún de lo que estaba sintiendo, dio un gran brinco y se abalanzó sobre el lobo, que no se percató de la inusitada maniobra de aquella mujer, que cayó sobre su lomo.

El animal se giró para defenderse e intentó morder a Ariadne pero ésta fue mucho más rápida y clavó sus dientes en el cuello del lobo, que aulló de dolor. En aquél momento Ariadne no era consciente de lo que estaba ocurriendo y ni siquiera se percató que dos largos y afilados colmillos habían brotado de sus incisivos, que perforaron la piel del animal y rompieron sus venas, de las que empezó a brotar sangre caliente que Ariadne bebió con ansia insaciable.

Aquella sangre abrasó la garganta de la joven, que gimió de placer al sentirse vigorosa a medida que entraba la sangre en su cuerpo. Pero al bajar a su estómago algo sucedió de improvisto.
Una nueva sacudida. El estómago volvió a darle patadas, esta vez mucho más fuertes y Ariadne comenzó a vomitar la sangre que había bebido. Horrorizada, vio el cuerpo inerte del animal y retrocedió asustada mientras no dejaba de expulsar la sangre tomada, con un dolor tan bestial que temió morir en cualquier momento.


Al tocar su boca manchada de sangre advirtió con las yemas de los dedos sus dientes afilados y se levantó como una posesa. Corrió entre los árboles mientras los sonidos del bosque taladraban sus oídos. Estaba llorando, pero no podía saber que sus lágrimas eran lágrimas de sangre.

No te asustes, Ariadne, no tengas miedo de ser lo que ahora eres. Debes aceptar tu naturaleza

Ariadne siguió corriendo, huyendo del arroyo ahora manchado de la sangre de un lobo de pelaje negro y ojos demasiado humanos…


Sin rumbo fijo, completamente desorientada y asqueada de lo que había hecho, continuó su huida desesperada hacia ninguna parte, aún con el desagradable sabor de la sangre en su paladar y, sobre todo, el repugnante aroma del cuerpo inerte del lobo.

Detente, Ariadne, debes aceptar tu condición

No se detuvo. Siguió corriendo como si un monstruo infernal hubiera escapado de las puertas del mal para intentar atraparla. En un momento determinado, un extraño olor sacudió su afilado olfato y se detuvo en seco.


¡Qué aroma más extraordinario! Penetró a través de su nariz y la frescura regresó a su rostro. Podía sentirse tan bien que giró su cabeza como un hábil cazador y dirigió toda su atención al origen de aquel perfumado olor que le resultaba cautivador.

Es tu momento, Ariadne, el momento de comprender lo que eres”

Para Ariadne, la voz había quedado eclipsada totalmente por el embriagador aroma que llegaba con desusada frescura. Lo saboreó arrugando la nariz al aire y advirtió que su garganta seca estaba ansiosa. Comenzó a ponerse nerviosa.

Oyó el llanto de un niño. Hacia allí se dirigió. El aroma procedía también de la misma dirección.
Ariadne no se dio cuenta de la velocidad que llevaba cuando corría por el bosque, con sus instintos primarios a flor de piel. Su rostro comenzaba a estar ligeramente desfigurado, como si se estuviera convirtiendo en un monstruo. Su lengua, ahora algo más alargada de lo habitual, se deslizó por el interior de su boca y sonrió al notar sus incisivos rectos y afilados.

“Eso es, Aridadne, deprisa. Entrégate totalmente”

Ariadne no dejó de correr hasta que llegó a un claro en el bosque. Entonces se detuvo en seco al ver a un niño. Debía tener siete u ocho años. A su lado había un ciervo con las patas delanteras rotas. Ambos miraron a Ariadne. El ciervo parecía asustado y gemía de dolor. El niño la miró y un brillo de esperanza cubrió sus ojos llorosos. Alzo los brazos para que lo sacara de allí.

Ariadne observó al ciervo y sintió pena al comprobar que estaba sufriendo a causa de sus patas rotas. Percibió con una facilidad asombrosa la sangre caliente surcando las venas del animal y sintió ganas de abalanzarse sobre él. Después giró su cabeza vertiginosamente y clavó su mirada en los ojos asustados del niño. Estaba atado a un árbol por una cadena que le agarraba los tobillos. Captó su miedo, oyó el latido de su corazón a un ritmo acelerado, escuchó su llanto, vio sus lágrimas.

“Ariadne, es ahora o nunca”

Ariadne no sabía lo que aquella voz le estaba pidiendo, pero cada vez sentía mayores deseos de dejar aflorar sus instintos primarios. Su rostro se arrugó ligeramente y sus ojos se encendieron como el fuego. Miró al niño, centró su atención hacia las cadenas que lo tenían preso y después ladeó la cabeza hacia el ciervo que pretendía huir arrastrándose, pero el agudo dolor se lo impedía. El corazón le latía con tanta vida…

…como la del pequeño niño.


La sangre del ciervo emanaba una fragancia dulce y arrebatadora…

…pero no comparable con las impresiones que estaba sintiendo cuando miraba al pequeño.

“¿Humano o animal? Antes de aceptar lo que eres debes comprender tu nueva naturaleza”

Ariadne centró su atención en el ciervo y escrutó la intensidad de su mirada, después se acercó al niño. Las sensaciones eran tan diferentes…


Sabía que tenía que elegir a uno de ellos. Estaba sedienta, hambrienta. Su estómago gritaba de dolor. Su garganta necesitaba sangre. Eso lo entendía perfectamente. Ariadne comprendió que algo había cambiado en su interior, que ya no era la persona que había sido hasta ahora.

“Eso es, Ariadne, comienzas a comprender”

¿Qué hay que comprender? ¿Qué se ha convertido en un monstruo? ¿Qué debe elegir entre alimentarse de un pobre y desgraciado animal o de un niño indefenso? Sí, Ariadne podía haberse convertido en algo que aún no comprendía pero no era un ser despiadado y cruel. Por eso se acercó al niño.


Luchó con todas sus fuerzas consigo misma por no abalanzarse irracionalmente sobre él. Notaba esa piel tan cálida y que olía tan bien, el galopante latido de su corazón, la sangre caliente y dulce recorriendo su cuerpo, la inocencia del pequeño…

Con un gesto brusco alargó sus manos y se hizo con las cadenas que lo tenían prisionero. Las rompió con una facilidad extraordinaria y miró al niño que la observó con lágrimas en los ojos. Ariadne tuvo dudas durante unos instantes y centró su atención en el cuello del pequeño. Era tan bonito, se podía notar con tanta claridad sus venas, cargadas de sangre joven y apetecible...
Desechó aquella idea con un movimiento rudo de cabeza y abrió la boca para enseñarle al niño sus largos colmillos. El pequeño gritó asustado y corrió, internándose en el bosque, hasta desaparecer de la vista de Ariadne, aunque ella todavía podía escuchar sus pisadas y oler su exquisita fragancia.


El ciervo continuaba arrastrándose para huir de la presencia de Ariadne, ahora con más motivo. Ella permaneció de pie varios minutos contemplando al pobre animal. Sintió pena por él y decidió acabar con su sufrimiento, después sucumbiría a sus instintos y trataría de saciar su sed de sangre.

Se acercó hasta el ciervo y éste se agitó nervioso. Ariadne lo agarró por la cabeza y deslizó una de sus manos por el amplio cuello del animal. Notó la sangre caliente corriendo por las venas y sintió un placer delicioso. Con un movimiento áspero, Ariadne le partió el cuello al animal y éste dejo de sufrir.

Ahora, más tranquila, Ariadne supo que era el momento de la caza.

Comenzó a correr en la dirección en la que el niño había huido y sintió el placer de sentirse un ser superior que buscaba a su presa indefensa. No tardó en encontrarlo. Estaba sentado sobre una piedra, asustado y sin aliento.

Ariadne lo contempló mientras frenaba su carrera y comenzó a caminar con una lentitud inquietante hacia él. El pequeño retrocedió aterrado, pero Ariadne le agarró del cuello y lo levantó con facilidad sobrenatural.

El niño rompió a llorar y poco a poco su rostro enrojecido fue adquiriendo una tonalidad morada. Ariadne lo estaba asfixiando. Al darse cuenta de ello lo soltó y el cuerpo del pequeño cayó al suelo.

Ese momento lo aprovechó Ariadne para morder el cuello del niño. La sangre brotó a borbotones y penetró en la boca de Ariadne, que sintió un estremecimiento al apreciar el sabroso sabor que salpicaba su paladar. La sangre resbaló por la profundidad de su seca garganta en dirección al estómago, que esta vez recibió el suculento manjar con una alegría enternecedora.

Ariadne siguió alimentándose del niño hasta que sorbió su última gota de sangre.

Exhausta, se apartó de la víctima lamiendo la sangre que manchaba su boca. Se sentía viva, espléndida, vigorosa, llena de vida, fuerte, satisfecha, saciada. El vacio en el estómago había desaparecido por completo, la sequedad en su garganta ya no existía y sus ojos tenían un brillo especial que solo el bienestar puede otorgar.

Desvió la mirada unos momentos hacia el cadáver del pequeño y entonces fue consciente de lo que había hecho.

Horrorizada, se acercó al niño con la esperanza de que no estuviera muerto pero ha sido ella, ella y no otra persona, quien le ha quitado la vida. Lanzó un grito de rabia que hizo estremecer la copa de los árboles; las hojas murmuraron angustiadas y temerosas en sus respectivas ramas.
Ariadne cogió al niño, lo abrazó y rompió a llorar. Ahora es cuando se da cuenta que las lágrimas que caen de sus ojos son pequeñas gotas de sangre. Gritó y lloró mientras mecía el cuerpo del niño, ese niño de cuya muerte es responsable. La agradable y pletórica sensación que siente tras alimentarse no justifica ni puede justificar la muerte de un inocente, y menos de una manera tan horrible.


Se ha convertido en un monstruo y ella ahora lo comprende.

Ariadne oyó un ruido a su espalda pero no se molestó en girar la cabeza, continuó llorando mientras acunaba entre sus brazos el cuerpo del niño.

Alguien caminó hacia ella y colocó un brazo sobre su hombro. La potente voz que sonara dentro de su cabeza ahora resonó junto a sus oídos, como un susurro cargado de una tristeza contagiosa.

- No te preocupes, pequeña doncella, pase lo que pase siempre estaré a tu lado, nada ni nadie quebrará los lazos que nos unen.

Ariadne levantó la cabeza y vio la figura esbelta de Drajam, que la observaba a través de unos ojos negros que solo podían expresar quebranto.


-¿Qué me has hecho?.-preguntó Ariadne con apenas un hilo de voz.
-Eres uno de los nuestros, Ariadne, lo siento, no tuve otra elección…
-¿Qué eres?
-¿Qué somos?.-respondió Drajam y señaló al niño.-Acabarás por acostumbrarte a esto. Tenemos que sobrevivir, Ariadne, y ésta es la única manera.
-¿Matando niños?


Drajam no respondió pero su silencio ya de por sí parecía una respuesta.

-Dime. ¿Voy a vivir así el resto de mis días, asesinando?
-Aprenderás a controlarte, pero no descartes esa posibilidad. La sangre de los humanos es nuestro sustento, así es la naturaleza.

Ariadne se incorporó y dejó caer el cuerpo del niño. Observó a Drajam directamente a los ojos y la furia de ella chocó con la tristeza que embargaba la lacónica mirada del vampiro.


Ariadne vio por el rabillo del ojo fugaces sombras que caminaban por los alrededores y ella intuyó que se trataba del séquito de Drajam. Esbozó una tímida sonrisa sin apartar la mirada del vampiro y éste marcó con sus labios una señal de asentimiento.
Entonces ocurrió lo inesperado.


Ariadne se revolvió sobre sí misma y dejó que sus colmillos emergieran de las encías. Se abalanzó a una velocidad vertiginosa sobre el cuello de Drajam que no pudo reaccionar ante lo insospechado y le desgarró la garganta de un mordisco.

Ariadne mordió con rabia, teniendo en su mente el cuerpo inerte del niño a quien acababa de matar. Culpa a Drajam de su situación.

Mordió de nuevo y permitió que sus uñas crecieran como las de una bestia. Sus manos, convertidas ahora en garras monstruosas, cayeron una y otra vez sobre el cuerpo de Drajam, reventándole el rostro, destrozándole el pecho. Extrajo su corazón con una facilidad apabullante y lo dejó caer al suelo casi al mismo tiempo que el cuerpo de Drajam.

Las sombras de los alrededores se movieron inquietas e indecisas y Ariadne, sin poder evitar que las sangrientas lágrimas resbalaran por sus mejillas, huyó por el bosque tratando de escapar de sí misma, tratando de huir del inminente momento en el que volverá a tener un hambre atroz que no podrá contener.

Otro inocente morirá. Y lo sabe.

Desagraciadamente ella lo sabe.

Ariadne, La conversión (II)

"Segunda parte del relato sobre la conversión de Ariadne se está usando como guía para la creación del personaje cinematográfico: ARIADNE, del largometraje LA OSCURIDAD DE ARIADNE, producido por DEHON PC. Audiovisuales & PIAMONTE Group TV y que ha encantado tanto a la actriz Soraia Durán como al director Oscar Parra

Rain ha superado la primera entrega.

Os invito a leerlo con el máximo interés, así como a seguir la pre-producción del largometraje en la web de la productora
DEHON PC. Audiovisuales, S.L.




ARIADNE, la conversión (II)

Por José Manuel Durán Martínez “Rain”



En el mismo instante en que la madre de Ariadne murió, la niña, convertida ahora en toda una mujer a sus espléndidos 17 años, le agarraba la mano mientras observaba el sufrimiento de la mujer a través de sus profundos ojos azules, ahora tristes y afligidos.

Ariadne sentía una gran pena por la muerte de su querida madre y pensó que su entierro iba a ser un momento especial, pero resultó tan usual como los demás. Allí, frente a la tumba, Ariadne permaneció varias horas sentada frente a la cruz, mirando el nuevo hogar de su madre. Apenas se dio cuenta que el día había sido engullido, con una lentitud angustiosa, por la irrupción de vagas sombras que lo fueron convirtiendo en un atardecer que poco a poco se sumió en la más completa y densa oscuridad. No le importó. Siguió sentada varias horas más, mientras una tenue brisa empujaba su flácida melena negra. Se sentía tan a gusto, protegida por el silencio y la soledad que reinaba en el lugar que si fuera por ella hubiera permanecido allí para la eternidad.

Se vio obligada a levantarse cuando comenzaron a caer unas pequeñas gotas y Ariadne regresó a su casa, donde le recibió un silencio y una soledad muy distinta. Sintió dolor, impotencia, angustia y temor.

Estaba sola.
Apenas comió un trozo de pan duro y una manzana ya madura y se tumbó en el lecho, intentando que sus preciosos ojos lucharan por impedir que las lágrimas que se aglomeraban al borde de sus pestañas no decidieran saltar al vacío. No luchó lo suficiente. Aquellas lágrimas resbalaron por sus mejillas y fueron seguidas de otras muchas. Era la primera vez en su vida que Ariadne lloraba.

Desde aquél momento, la ausencia de su madre la obligó a mantener una expresión severa en el rostro que no era habitual en el carácter jovial de Ariadne. Cada día, cuando regresaba de labrar en el campo, visitaba la tumba de su madre pero apenas permanecía más de cinco minutos. Ya no le gustaba aquél lugar.

¡Lo detestaba!

Al regresar a casa, siempre esperaba encontrarse con su padre, que habría vuelto de Francia con bastante dinero tras la venta de sus propias creaciones, no en vano era un excelente artesano, pero su padre no regresaba. Tampoco lo hizo en años posteriores.

Cuando Ariadne cumplió los 21 años, al despertar, encontró una rosa junto a la almohada. Asombrada, la cogió entre sus manos y la vio tan fresca, tan viva, que se la llevó a la nariz para saborear la fragancia que desprendían los grandes pétalos. Con el rabillo del ojo, como un fugaz movimiento, percibió una sombra alargada que se escurrió en algún punto de la habitación. Miró rápidamente hacia allí pero no vio a nadie. No tuvo miedo, sus labios dibujaron una bonita sonrisa y pronunciaron un nombre que había escuchado hacía años:

-Drajam.

Tres semanas después, la tranquilidad de la población se vio alertada por las noticias que llegaban de las ciudades. Hacía meses que se hablaba de guerra, de que Francia iba a tomar España, arrasando pueblos y ciudades con la crueldad que acompaña a los soldados sin importar ejército o religión. Sin embargo, ahora las noticias eran más desalentadoras: se contaba que los franceses ya habían comenzado la ocupación. Podrían irrumpir en cualquier momento.

Aquellos días, todos los hombres y niños fueron reclutados como si de improvisados soldados se tratase y conducidos a lugares estratégicos para defender su país. Apenas quedaban varones en el pueblo y las mujeres preparaban su defensa haciendo trampas y preparando palos, cuchillos y todos aquellos objetos que pudieran servir de protección. Ariadne veía los rostros preocupados de sus vecinos, el miedo reflejado en sus ojos y ella miraba hacia el horizonte, con la vana esperanza de que su padre regresara de improviso para llevarla consigo a un lugar sin guerras ni muerte. Los ojos azules de Ariadne estaban tristes.

Pocos días después, los ecos del avance francés pudieron escucharse en las proximidades. Los mensajeros no llegaban con las noticias pero en el horizonte se advertían las columnas de humo que avanzaban por todo el territorio; se oían cañonazos, disparos en la lejanía. Las mujeres en la población cogían a sus pequeños hijos entre sus brazos y lloraban, pidiendo ayuda, pero los hombres estaban en el frente, tratando de impedir el abrumador avance francés.

Todas ellas sabían lo que les esperaba si los soldados irrumpían en el pueblo. Por mucho que se defendieran, por mucho que pusieran resistencia, ellas sabían perfectamente que iban a acabar bajo el cuerpo de los soldados, que abusarían de ellas antes de decidir acabar con sus vidas.
Quemarían las casas, se llevarían lo poco de valor que había en ellas. Todo aquello formaba parte de la guerra.

Ariadne vio a sus vecinas con los pelos enmarañados y las ropas hechas harapos. Con las manos manchadas de barro y tierra se estaban embadurnando el rostro y los brazos. Una de ellas se quedó mirando la figura esbelta de Ariadne, por mucho la mujer más hermosa y sensual de todo el pueblo. Su rostro blanquecino destacaba bajo la amplia, limpia y brillante melena negra. Y en aquél rostro se encontraban esos ojos que la convertían en una mujer especial. Siempre fue una persona atractiva y los años le habían ofrecido a su cuerpo las curvas necesarias para ser hermosa y deseada.

-¡Ariadne!, Deberías hacer lo mismo que nosotras.
-¿Por qué hacéis eso?.-preguntó de manera agradable. No se notaba el miedo en su voz.
-Vienen los soldados.-respondió una mujer.-Y ya sabes lo que hacen con las mujeres.
-Y tú eres hermosa como nadie lo ha sido nunca.-añadió otra.-Ponte trapos sucios, que no marquen tu cuerpo, córtate el pelo, mánchate la cara y procura no mirarlos cuando lleguen porque si ven esos ojos tan bonitos… ¡estás perdida!

Ariadne levantó la cabeza y miró hacia el horizonte, donde un lejano humo negro ofrecía un panorama desolador.

Mientras las mujeres trataban de levantar improvisadas fortificaciones para impedir el avance de los franceses, Ariadne caminó con una lentitud pasmosa hacia las proximidades del cementerio. Se detuvo en el acto.

Sus ojos se clavaron en un animal que merodeaba por los alrededores.
Era un lobo muy grande, de pelaje blanco como la nieve.

Ariadne sintió un estremecimiento que sacudió todo su cuerpo y retrocedió varios pasos. El animal recorría el cementerio, husmeando entre las tumbas, quizá buscando algo que llevarse a la boca. ¿Qué hacía allí? ¿Había huido asustado por el fragor de la batalla?

Aquel lobo no parecía asustado y Ariadne tuvo la extraña corazonada de que la estaba esperando.

Regresó al pueblo. La agitación era intensa entre la gente, que ya estaba prácticamente preparada para impedir el envite francés. Algunos hombres habían regresado con los rostros descompuestos, había heridos pero todos ellos estaban dispuestos a luchar por sus tierras y por sus vidas.

A lo lejos se oyeron disparos, cañonazos, pero Ariadne se sobrecogió al oír entre aquellos ruidos de guerra, el intenso y prolongado aullido de un lobo.

Corrió a encerrarse en su casa, echó el pestillo de madera y colocó varios enseres sobre la puerta. Sabía perfectamente que nada de lo que pudiera hacer impediría el obsesivo y frustrante avance de los soldados franceses.

Más cañonazos.
Más disparos.
Cada vez más cerca.

Ariadne buscó en la cocina un afilado cuchillo y lo sostuvo en la mano mientras retrocedía hasta llegar a su habitación, donde se sentó en la cama, con la mirada clavada en la puerta principal. Así quedó durante horas, y la noche se cernió sobre el pueblo de manera siniestra y silenciosa, como si de la antesala del terror se tratase.

Los cañonazos estaban ya tan próximos que la tierra retumbaba en cada explosión. Ariadne oyó gritos, disparos, gente corriendo.

Los franceses ya estaban allí.
Habían llegado.

Quejidos, alaridos desgarrados, disparos y trozos de acero perforando cuerpos indefensos.
Los sonidos se agolpaban en la cabeza de Ariadne, que se tapó los oídos mientras sus ojos no pudieron impedir que las lágrimas se precipitasen al suelo. Aquella era la segunda vez que Ariadne lloraba.

Golpes en las puertas, gritos de auxilio, voces angustiosas que se mezclaban con llantos de bebe y risas de hombres. Más disparos, nuevos golpes y cuerpos cayendo a tierra.
Ariadne se levantó horrorizada al escuchar los bramidos angustiosos de varias mujeres que suplicaban piedad, pero las palabras soeces de varios hombres, sus burlas y sus jadeos, ahogaban aquellas peticiones de socorro.

Algo golpeó con fuerza la puerta y toda la casa retumbó como si una bomba hubiera estallado en su interior. Un nuevo golpe y la puerta estuvo a punto de ceder.
Los disparos no cesaban en ningún momento, los gritos de las mujeres, sus llantos, los resoplidos horribles de los soldados poseyéndolas, se clavaron en la cabeza de Ariadne, que miraba horrorizada como nuevos golpes iban haciendo ceder la puerta. En cualquier momento ésta se vendría abajo y entonces… ya no habría salvación.

Fuera de la casa sonaban pisadas fuertes, golpes, quejidos, llantos de dolor y desesperación. La rabia, la angustia y la impotencia se mezclaban con el alarde ostentoso de un júbilo desafiante que procedía de la confianza de los soldados franceses, ansiosos por arrasar un nuevo pueblo español.

Por fin, después de tantos intentos, la puerta de la casa de Ariadne cedió totalmente y saltó por los aires. La garganta de Ariadne profirió un grito aflictivo al descubrir los rostros duros e impetuosos de tres soldados franceses.
-¡Otra zorra!.-gritó uno de ellos.

Los tres hombres, enfundados en trajes militares sucios y manchados de tierra y sangre, irrumpieron en la casa de Ariadne. Con armas en las manos, se acercaron a la joven con sus caras frenéticas y cargadas de una violencia extrema. Dos de ellos soltaron sus armas y la cogieron por los brazos. Ariadne intentó defenderse usando el cuchillo pero no logro herir a ninguno de ellos. El tercer hombre, mientras en el exterior continuaban los gritos y los jadeos, los disparos y el caer continuo de cuerpos en tierra, sonrió y se bajó los pantalones.

-¡Qué hermosa eres, puta! Vamos a darte auténtico placer.
-¡Vamos!.-dijo uno de los soldados que la tenia agarrada.-Después me toca a mí.

Ariadne intentó zafarse, se agitó tal cual posesa pero las manos férreas de los soldados la mantuvieron sujeta.

-¡Tumbadla en la cama!

Los dos soldados obedecieron y le abrieron las piernas, Ariadne procuró defenderse, usó las uñas, los dientes, pero todo en vano. En una ocasión mordió la mano de uno de ellos y éste le propinó un bofetón en toda la cara que la hizo sangrar por la nariz.

Un cuarto soldado entró en la casa y contempló la escena, centrando su atención en Ariadne. Quedó impresionado por el vivo color de sus ojos.

-Cuando terminéis de disfrutar no la matéis, creo que podemos seguir utilizándola.
-Claro que si, Pierre, pero le vamos a dar tantos meneos entre los tres que se le van a quitar todas las ganas de vivir.

Los cuatro soldados rieron. Pierre abandonó la casa y los tres hombres volvieron a centrar su atención en Ariadne.

Con un gesto brusco le desgarraron la ropa y su cuerpo desnudo quedó al descubierto. Los ojos de los tres soldados lo recorrieron con lascivia y deseo. Las manos de uno de ellos agarraron los turgentes pechos de Ariadne, momento en que la joven aprovechó para levantar la mano y arañar violentamente el rostro del soldado, que bramó de dolor y se llevó las manos a la cara. Los arañados eran profundos y estaba sangrando.

-¡Puta zorra!.-y arremetió contra ella con duros golpes. Los quejidos de Ariadne se vieron ahogados por las risas y burlas de los soldados.
-¡Venga, joder, hazlo de una maldita vez!

Con los pantalones bajo las rodillas, el soldado se tumbó sobre el cuerpo de Ariadne y comenzó a mordisquear su cuello para acabar lamiéndole los pechos.

Sonaron dos disparos y los dos soldados que sujetaban a Ariadne cayeron al suelo estrepitosamente, con sendas heridas en la cabeza. El tercer soldado se giró pero no le dio tiempo de mirar quien había sido el autor de aquellos disparos. El desconocido dio varios pasos al frente y levantó su arma para embestir con fuerza contra el soldado. La afilada hoja de metal que iba atada al arma de fuego atravesó la garganta del soldado y éste quedó clavado unos instantes en una posición burlesca. El desconocido retiró violentamente el arma y el cuerpo del soldado, de cuya boca brotaba sangre, cayó al suelo.

Ariadne levantó la mirada para contemplar a la persona que le había salvado. Vio a un hombre vestido de uniforme. ¡Era un soldado francés!

Horrorizada, se incorporó en la cama y, sollozando, intentó retirarse, protegiéndose con las manos y las piernas. Entonces oyó su nombre.

-Ariadne.

La joven miró hacia el soldado y reconoció al hombre que se ocultaba tras aquél rostro cubierto de barro y sangre.

-Padre.-susurró con voz temblorosa.

El soldado dejó caer el arma al suelo y corrió hacia Ariadne, a quien intentó coger entre sus brazos, pero ella lo rechazó, comenzó a dar manotazos y convirtió su cuerpo en un ovillo.
-¡Hija mía!, soy yo, Tu padre.
-¡Eres como ellos!.-chilló Ariadne levantando la mirada y clavándola en el rostro apesadumbrado de su padre, convertido ahora en un soldado francés.
-No, lo siento, no he podido evitarlo. Así son las cosas. Me veo obligado a servir a mi país.
-¿Y esto es necesario?.-dijo Ariadne agitando los brazos y señalando a los hombres muertos que habían intentado abusar de ella.-¿Sabes lo que están haciendo sufrir a las personas?
-Lo siento.-dijo el padre de Ariadne bajando la cabeza afligido.

A fuera sonaban con gran potencia los cañones que hacían retumbar la tierra; disparos que recorrían la distancia para impactar en los cuerpos de aquellos que huían campo a través. Los ojos de Ariadne se llenaron de odio.

-Me das asco, padre, ¡Te odio!

En ese momento se presentaron bajo el umbral de la puerta dos soldados franceses que contemplaron la escena. Al ver los cuerpos en el suelo fruncieron el ceño.
-¿Qué ha ocurrido aquí?

El padre de Ariadne no acertó a responder y su rostro comenzó a mostrar una expresión que delataba su participación en la muerte de los soldados.

-Maldito traidor.-murmuró uno de los hombres.

Sin que pudiera reaccionar, el padre de Ariadne recibió un disparo en el estómago y seguidamente otro en el pecho.

-¡Noooooooooooo!

Ariadne se levantó violentamente y desnuda corrió a recoger a su padre del suelo, que la observó a través de unos ojos completamente muertos.

Ariadne contempló con odio a los dos soldados que la miraban sonrientes y se abalanzó sobre el arma que su padre había arrojado al suelo. Uno de ellos disparó y la bala perforó el brazo de Ariadne, que gritó presa del dolor.

-Quédate quieta si no quieres que te meta un tiro entre ceja y ceja.

Ariadne no hizo caso. Con la herida en el brazo que le dolía horrores y de la que manaba sangre a borbotones, intentó coger de nuevo el arma.

Sonó un disparo en la casa y el trozo de acero salió vertiginosamente por el cañón para impactar en el cuello de Ariadne que quedó tendida en el suelo, con la garganta parcialmente destrozada. Aún le quedaba un hilo de vida para ver como el soldado que había disparado cargaba de nuevo el arma y daba unos pasos hacia ella. Vio sus botas negras, húmedas y malolientes. Después notó el cañón aún caliente sobre su frente y oyó la voz del soldado.

-Perra española.

Ariadne cerró los ojos en el mismo instante en que el soldado comenzaba a apretar el gatillo.
Una sombra alargada surgió repentinamente bajo el umbral de la puerta y se colocó detrás del soldado.

Antes de que el disparo se produjera, dos manos frías y huesudas agarraron la cabeza del hombre y la hicieron girar violentamente.

El soldado cayó a tierra con el cuello partido.