EL ABANDONO


-Que Dios me perdone por lo que voy a hacer

No dijo nada más. Se llevo la pistola a la barbilla y apretó el gatillo. 

Su cabeza reventó violentamente como una sandía que se estrella contra el suelo y parte de su cerebro resbaló por la pared. El  peso de varios muertos logró abrir la puerta unos centímetros.  Las manos de los zombis se colaron por la apertura y empujaron para  tratar de alcanzar  el cuerpo inmóvil de Sandra. Tiraron de sus brazos y piernas con violencia, acercándola a sus fauces abiertas. Uno de los cadáveres vivientes  olisqueó el aire como si fuera un perro de presa.  Arrugó el entrecejo y sacó su lengua podrida. Ya no había nada vivo en el lugar. Aquella mujer era lo último que quedaba  y ya estaba muerta. No había nada más que comer.

Había sido una persecución angustiosa para Sandra. Huyó desde  los primeros días  de la semana pasada y desde entonces y hasta el momento de su muerte, no había descansado ni un solo segundo,   perseguida por una horda de muertos vivientes que la querían devorar. 

Había visto morir a muchas  personas. Había contemplado cómo esas bestias mordían sus cuerpos y arrancaban trozos de carne mientras aún estaban vivas. Los gritos aterrados de las víctimas resonaban constantemente en la cabeza de Sandra. A última hora, el grupo reducido del que formaba parte  fue acorralado en un pequeño almacén de la vieja estación de tren.

Se habían encerrado allí y prometieron mantener  un obligado silencio. Durante dos o tres horas, los muertos deambularon por las cercanías, completamente desorientados. Podían oler sus cuerpos putrefactos, escuchar sus lacónicos gemidos pero ninguno de ellos había detectado su presencia…

…hasta que Alfonso hizo ruido y entonces… ¡¡los descubrieron!!

Entraron por las ventanas. Rompieron maderos. Golpearon la puerta hasta destrozarla.

 Los brazos putrefactos de una horda salvaje de muertos vivientes  agarraron a una de las personas que estaba allí escondida y lo aplastaron contra la pared. Nadie trató de ayudarlo. Todos querían huir  pero el almacén no era demasiado grande y  ahora se había convertido en una trampa mortal. Y todo por culpa de Alfonso.

Los cadáveres vivientes estaban ya dentro y parecían mucho más hambrientos y violentos tras haber detectado de nuevo la presencia humana, como si sus instintos más primarios hubieran salido a flote para convertirlos en auténticas bestias hambrientas.

Hubo quien grito, quien se lamentó, quien maldijo su mala suerte, quien culpó en silencio a Alfonso por   los ruidos  realizados  y que había delatado la presencia del pequeño grupo de humanos pero ya no podían hacer otra cosa que luchar de forma desesperada para tratar de salvar sus vidas.

Sandra corrió   por unas escaleras junto a Alfonso, mientras sonaban los gritos y alaridos de los hombres y mujeres que habían confortado la pequeña comunidad y que  morían  descuartizados por una horda salvaje de muertos vivientes.

Sandra y Alfonso se encerraron tras la puerta que daba acceso a un pequeño almacén. . Habían estado huyendo durante demasiados días. Apenas habían dormido. Apenas habían comido. Sandra estaba exhausta. Las lágrimas bajaban por sus mejillas constantemente, suplicaba  ayuda, trataba  de encontrar un refugio seguro pero  todo se había convertido en una completa locura de gritos, sangre y muerte.

Tenía una pistola. Ni siquiera sabía cómo había llegado hasta sus manos pero solamente disponía de una  bala. Pensó en acabar con la vida de Alfonso, evitarle el sufrimiento. Sabía que mucha gente se había quitado la vida para huir  por la vía rápida de una muerte atroz. Sandra no podía soportar la idea de  perecer a manos de los muertos vivientes, sentir sus fauces mordiéndola, sus uñas podridas rasgando su piel, las manos huesudas hurgando en su interior, sacando sus órganos, esparciéndolos por el suelo y comiéndosela viva. Eso la aterraba. No quería morir así, Por eso, desolada y con la angustia impidiendo que pudiera llorar más, mientras oía los gemidos de los muertos que parecían pronunciar su nombre, mientras respiraba el hediendo olor que sus cuerpos desprendían; mientras escuchaba los golpes de las manos muertas golpeando la puerta que impedía el acceso de la muerte en la pequeña habitación del almacén, Sandra se llevó el cañón a la barbilla, dirigió una triste mirada hacia Alfonso, suplicando con ella que le pudiera perdonar algún día por dejarlo solo a su suerte. Murmuró unas palabras y después apretó el gatillo…

Los muertos bajaron las escaleras.  Dejaron el cuerpo de Sandra totalmente destrozado. Alguno de ellos se llevaba trozos de carne entre los dientes y masticaba con expresa satisfacción.

Pasaron junto al amasijo de carne en que se habían convertido los cuerpos de las otras personas que intentaron, en vano, huir. Allí ya no había nada que hacer. Debían marcharse y buscar más comida.

Los muertos caminaron torpemente, dirigiéndose hacia la puerta rota del almacén. Avanzaban encorvados y en fila de a uno. Iban hambrientos. Deseaban más carne humana. No estaban saciados.

Entonces sonó algo en la parte superior del almacén,  en la pequeña habitación en la que Sandra se había encerrado y donde había decidido entregarse a la fría muerte.  Los muertos se detuvieron en el acto, confusos y desorientados. El ruido volvió a producirse y los cadáveres giraron sus podridos cuerpos.

Cuando el sonido llegó fuerte y claro hasta ellos, los muertos levantaron sus cabezas y sus rostros se cubrieron de un brillo extraño que se asomó a través de sus amoratados labios en forma de  complaciente sonrisa. Allí arriba quedaba alguien con vida.

Los muertos irrumpieron en la pequeña habitación. Pisaron los restos del cuerpo de Sandra como si fuesen trozos de mierda  y caminaron hacia el origen del terrible sonido que inundaba el almacén y que estaba atrayendo la atención de todos y cada uno de los muertos que deambulaban hambrientos por los alrededores. Llegaron hasta una esquina donde se apilaban varias cajas de cartón y una de ellas comenzó a moverse inesperadamente, al ritmo del extraño y potente sonido. Los muertos ladearon la cabeza sorprendidos e intrigados y se acercaron aún más hasta que las cuencas vacías de unos y los ojos inertes de otros detectaron el frágil cuerpecito de un bebé de apenas seis meses  de vida que se agitaba en el interior de una de las cajas.

El pequeño Alfonso, quizá comprendiendo el peligro que lo acechaba, abrió sus pulmones para dejar escapar el llanto más largo y escalofriante  que se  haya escuchado jamás.

Después de un momento de duda e incertidumbre, los muertos  alargaron sus  pútridos brazos y dirigieron las  horripilantes manos hacia el niño. Acercaron  sus  rostros purulentos   y abrieron ávidos   las bocas  para  devorar tan  tierna  e inesperada golosina. 

El pequeño Alfonso duró poco entre los dientes de los muertos, menos aún que la cobardía de su propia madre.



EL BREVE RELATO DEL LOCO Y EL HACHA


Cuando una mañana temprano un loco sale de su casa con un hacha entre las manos y sacude a todo aquél que se cruce en su camino (una mujer mayor que regresaba a su hogar con las bolsas de la compra en la mano; un repartidor de propaganda que echaba panfletos en los buzones; un hombre trajeado que se dirigía al trabajo y dos adolescentes que intercambiaban cromos…) lo más prudente, lo más sensato, es alejarse de él. Ahora bien,  la cosa se complica bastante si ese loco del hacha eres precisamente tú y en el estado enajenado en el que te encuentras no eres consciente de que te acabas de cargar a cinco personas. Y menos aún de que tienes ya la ropa manchada de sangre y el rostro repleto de gotitas rojas que te confieren un aspecto bastante más terrorífico que el que tenías cuando saliste de casa.

Y corres por las calles sin dirección fija. Tu garganta emite sonidos extraños. Pareces un perro rabioso y no puedes incluso evitar que de tu barbilla resbalen hilos finos de  saliva, un detalle tan lamentable como repugnante e infantil.

 Pero corres. Hacha en mano. De un lado a otro. Persiguiendo transeúntes. Te diriges hacia una pareja que habla sentada en un banco. El hombre vestido con pantalones vaqueros, la mujer  con una minifalda de color negro. Tratan de huir al verte pero llegas a tiempo. Acabas con ellos tras cinco o seis hachazos. Ríes como si hubieras perdido la cabeza por completo pero a pesar de estar rematadamente loco, la cabeza sigue intacta sobre tus hombros.

Te detienes un momento en mitad de la calle y ves a los transeúntes correr en dirección contraria. Huyen de ti como de la peste. Decides caminar con la boca abierta y produciendo un sonido demoníaco para llegar hasta la carretera. Un coche se detiene a tu espalda. Has oído el ruido del frenazo que ha producido para no atropellarte. No estás para mariconadas y te das la vuelta. Al ver tu rostro salpicado de sangre, la ropa manchada y el hacha que aún gotea ese líquido viscoso que en estos momentos te produce una excitación brutal, el ocupante del vehiculo grita aterrorizado y trata de quitarse el cinturón de seguridad, esas cosas que has oído que suelen salvar la vida a la gente…

…Descargas el primer golpe sobre la carrocería. Has usado tanta fuerza que incluso te duelen las muñecas pero el coche se ha movido y ha crujido como si hubieras aplastado un caracol. Aúllas malhumorado. De la herida no brota sangre alguna y vuelves a levantar el hacha por encima de tu cabeza. La dejas caer de nuevo. El ruido contra el metal te hace estremecer. El filo se hunde y salen chispas, a las que te quedas mirando embobado. El hombre del coche por fin ha logrado quitarse el cinturón. Tiembla mucho más que la llama de una vela. Tú lo observas con tu cara deformada por una expresión que lo asusta aún más. Abre la puerta y trata de salir. Lo hace. Cae inmediatamente. Bajas la cabeza y ves que se ha enredado en el cinturón de seguridad, que como una serpiente se ha enrollado en su pierna. Te acercas con la idea de realizar la buena obra del día y le partes la pierna en dos de un solo golpe. Ahora que está libre el hombre no se marcha, se limita a gritar como un poseso y se retuerce en el suelo. Parece que está sufriendo. Tal vez debas hacer la segunda buena obra del día…

…bastaba un solo hachazo pero por si acaso has llegado a contar trece y el amasijo de carne que has dejado pegado al asfalto te resulta tan desagradable que incluso sientes arcadas.

Las sirenas de varios coches patrulla se acercan. Comprendes que vienen a  por ti. En tu fuero interno, detrás de esa alma oscura que ahora te domina, sabes que tu hacha por muy afilada que se encuentre  nada podrá hacer contra sus armas. En cualquier momento llegarán, te rodearán y pedirán que la sueltes  y que te tires al suelo. No vas  a hacer caso. No has llegado hasta aquí para acabar humillado hasta ese punto. Caerás, naturalmente, eso era algo que sabías desde el primer momento en que saliste de casa con intenciones maléficas, pero te llevarás varias cabezas por delante.

No te detendrás y los proyectiles se incrustarán en tu piel, como los aguijones de gigantescas avispas;  dolerán mucho más y eso te da un poco de miedo pero, tío, eres un tipo malo, no puedes mostrar ni un ápice de debilidad. ¡Que tu historia predomine   en los anales de la crónica negra!

Y cuando el ejército de policías está a punto de irrumpir en la plaza en la que te encuentras, el hacha se te resbala por la cantidad de sangre que baja desde tus brazos y cae al suelo produciendo un ruido inesperado. Ha sido un descuido, un movimiento torpe. Algo que no venía reflejado en el guión.

Aturdido y asombrado, con el rostro mostrando ahora un sentimiento de culpabilidad, miras hacia el grupo de gente que está observando la escena detrás de unas vallas que les impiden el paso  y después te giras hacia los focos y las cámaras.

-Lo siento.-dices con un tembloroso hilo de voz.

Alex de la Iglesia se levanta de su silla malhumorado y con el rostro crispado vocifera un improperio, después  grita disgustado:

-¡Corten! ¡Repetimos toda la puta escena!


EL DIA DE LOS ENAMORADOS


Después de cavar durante varias horas, el ataúd apareció ante él. Exhausto, le quitó la tierra que aún había sobre su superficie y suspiró cansado. Alzó la cabeza y sus ojos repletos de lágrimas se encontraron con un mar oscuro donde miles de parpadeantes estrellas parecían bailar alrededor  de  una espléndida luna llena que presidía el firmamento con su radiante hermosura. 

El muchacho, un joven que hacía un mes acababa de sobrepasar la frontera de los treinta, lanzó la linterna al montón de tierra que había ido depositando a un lado hasta lograr abrir la tumba y  apartó la larga melena negra que le cubría el rostro. Vestido con unos pantalones de cuero negro y una cazadora de idéntico color, pasaba desapercibido entre las sombras. Solamente su agitada respiración delataba la presencia del profanador en el interior del cementerio.

Acarició la tapa del ataúd con sus manos, protegidas por unos guantes negros. Estaba nervioso y excitado, lleno de rabia, tristeza y desolación.

Cerró los ojos y murmuró unas palabras que salieron rápidamente de su boca pero que nadie habría escuchado de haber estado junto a él. Trató de abrir el ataúd mas no pudo hacerlo con sus manos  y agarró la palanca que había traído consigo. La introdujo en una esquina y la madera crujió tras el mordisco del acero. El resto fue fácil. Con un poco de esfuerzo consiguió que la tapa quedara completamente levantada y el interior del ataúd se presentó  visible bajo sus ojos. 

Habían pasado muchos meses. El hedor que desprendía el cadáver putrefacto de la mujer golpeó con brusquedad su nariz pero por respeto a ella ni siquiera se inmutó. Gracias a la luz de la luna, que brillaba intensa y alegre en mitad de la noche, el muchacho pudo apreciar una cantidad infecta de gusanos blancos y amarillos que se estaban comiendo el cuerpo. Salían de la profundidad de unas cuencas vacías, carentes ya de ojos, donde las larvas seguían poniendo sus huevos. Aparecían como un repugnante ejército de la boca abierta del cadáver, saliendo de sus orejas y nariz y recorriendo el cuerpo mientras no cesaban de alimentarse de él. El muchacho trató de apartar aquellos bichos con sus manos pero pronto desistió porque cada movimiento provocaba que aparecieran más.

A pesar de que sus ojos estaban cubiertos de lágrimas, tuvo  valor para contemplar el cadáver. La ropa con la que había sido enterrada estaba muy deteriorada, invadida por el  moho, húmeda y roída. El pelo negro azabache que había tenido en vida ahora era un matojo gris plomizo que se desprendía de su cabeza con la más ligera de las caricias.

El joven agarró las manos del cadáver. Varios gusanos trataron de trepar por su piel y los expulsó con dos o tres sacudidas. El cuerpo estaba frío como el hielo. Los dedos se encontraban tan delgados que tuvo miedo de partirlos. Por esa razón la soltó y buscó su mirada en el rostro cadavérico de la mujer pero allí no había mirada alguna salvo los espeluznantes movimientos de los gusanos que estaban dando debida cuenta del cuerpo muerto.

El frío de la noche comenzó a colarse en el interior del muchacho, que permaneció durante varios minutos inmóvil, contemplando el interior del ataúd mientras sus ojos derramaban lágrimas. Tenía los huesos entumecidos y antes de que sus músculos se agarrotaran decidió acabar lo que había venido a hacer.

Agarró el cadáver con ambas manos. La cabeza de la mujer se ladeó hacia un lado y de la boca abierta cayeron, como si los hubiera vomitado, un puñado de gusanos que se precipitaron sobre su espalda. Tuvo cuidado de no realizar ningún movimiento brusco para que no se partiera el frágil cuello de la mujer muerta. No podía faltarle ninguna pieza. Ya estaba bastante desmejorada como para permitirse que se partiera un brazo, una pierna o simplemente quedara decapitada.

La sacó de la tumba donde había descansado los últimos meses y la depositó en el suelo, junto a unos árboles. La contempló unos instantes. Su aspecto era deplorable. Parecía una momia robada de un museo. Se agachó sobre ella y la despojó de su ropa hecha jirones. Bajo el manto oscuro de un cielo estrellado contempló su cuerpo desnudo. Era horrible, muy delgado, con pústulas  ya secas donde se concentraban las larvas y se agitaban los gusanos.  Estaban por todas partes. Examinó con la mirada los ya inexistentes pechos de la mujer, su pubis ajado y cubierto de gusanos y sintió arcadas pero se contuvo, por respeto a ella. Agachó la cabeza. Notaba un vacío en el corazón, algo se removía en su estómago y advertía movimiento sobre su cuello. Pequeños cuerpecitos blancos, grises y amarillos se arrastraban bajando lentamente por su espalda. Se sacudió pero no consiguió que todos los gusanos se desprendieran. Dejó el cuerpo de la mujer allí tendido, en mitad de la noche y se dirigió hacia la entrada del cementerio. Abrió el maletero de su coche y sacó las cosas que tenía  guardadas. Cuando bajó la portezuela el sonido del metal al cerrarse sonó estrepitosamente quebrando el  silencio. Se estremeció y durante unos breves instantes sintió miedo. Abarcó con la mirada las sombras inmóviles que se ceñían sobre el cementerio y se imaginó que aquél sonido quizá hubiera sido suficiente para despertar a todos los muertos enterrados allí. Miró de soslayo hacia uno de los árboles que servía de impertérrito guardián en la entrada del camposanto. Era el más fuerte. El más alto. Agachó la cabeza y comenzó a caminar. Dejó el coche atrás. Entró en el cementerio.

El gris pálido del cadáver destacaba en mitad de la noche. El muchacho se acercó lentamente y dejó caer al suelo las cosas que había sacado del maletero. Tuvo la impresión de que la cabeza del cuerpo muerto estaba ladeada hacia un lado para mirarle directamente a través de sus cuencas vacías. Se estremeció de nuevo. Tenía un aspecto tan lamentable, estaba tan deteriorada, que no había ningún rasgo que sirviera para reconocer la belleza que tuvo en vida y sin embargo, para él, seguía siendo ella y  veía mucho más allá que su aspecto actual. En su mente apareció la imagen hermosa de una chica preciosa. En su imaginación se mantenía viva la amplia sonrisa que en vida siempre tuvo y que ahora creía escuchar en algún oscuro rincón de su mente. Miró su cuerpo podrido y lo vio cubierto de una piel fina y blanca. Recordó cómo la acariciaba, pensó en los momentos en los que  notaba que se estremecía al rozarle sus muslos con los  labios. La escuchó jadear y la notó nerviosa, agarrándole con sus pequeñas manos la larga melena mientras él la besaba apasionadamente. Volvió a apreciar su olor, algo muy diferente al hedor nauseabundo que ahora desprendía el cadáver. Cerró los ojos para oler sus recuerdos. El aroma a jazmín, el olor de su cuerpo cálido y repleto de vida embriagaron las imágenes del pasado. La vio moverse de manera sensual dentro de su cabeza, la oyó susurrar su nombre y al abrir los ojos su mirada se tropezó violentamente con el cuerpo desnudo y podrido que yacía bajo sus pies.

Con el dorso de la mano se limpió las lágrimas que se acumulaban en sus ojos y se agachó sobre el cadáver. Colocó sus manos sobre las piernas del cuerpo. Estaban frías y repletas de erupciones y heridas. Agarró  las manos y notó que uno de los hombros crujió, amenazando con desencajarse. Se retiró para coger las cosas que había dejado junto al cadáver, repartidas en varias bolsas.

El muchacho contempló una vez más a la mujer muerta y sonrió levemente. La tristeza había desaparecido de su rostro. Comenzó a silbar y a tatarear una canción mientras se iba desprendiendo de su ropa y quedaba completamente desnudo. Se tumbó junto al cuerpo. La tomó de  la mano, fría y rígida. Cerró los ojos. Se giró sobre el cadáver y lo abrazó. Estaba dispuesto a cumplir todas sus promesas…

Con las primeras luces del amanecer llegó la escena más horrible que los habitantes de un pueblo pudieran llegar a presenciar. En uno de los árboles más altos situados a la entrada del cementerio local, dos cuerpos colgados se mecían levemente empujados por el viento. La noticia corrió como la pólvora y en cuestión de minutos, la muchedumbre contemplaba aquellos  cuerpos que se movían agarrados de las manos mientras dos cuerdas apretaban sus cuellos y los mantenían pendidos en el aire.

Uno de los cadáveres era un hombre. El otro una mujer.

El vestía con un traje negro, impecable.  Ella llevaba un traje de novia realmente espectacular.

 Los presentes tardaron en reconocer a la pareja pero pronto exclamaron y se cubrieron los rostros con las manos. 

El era Adrián, un joven del pueblo que había visto cómo su novia perecía en un accidente atroz el 23 de Agosto del año pasado, dos semanas antes de su enlace matrimonial. Todos supieron del sufrimiento del muchacho, que no había levantado cabeza desde entonces y que visitaba la tumba de su novia desde aquél día, pasando horas y horas llorando de manera desconsolada la muerte de su amada.

Y Ella era sin duda Bárbara. El rostro de la novia estaba tapado por el velo blanco pero nadie tenía duda alguna de que se trataba de ella. Los brazos cubiertos por guantes blancos que llegaban hasta los codos, unos zapatos blancos de alto tacón, un vestido largo y radiante ocultaba el aspecto real de un cadáver en avanzado estado de descomposición.

Se llenaron de horror al comprender que Adrián se había vuelto rematadamente loco, que había desenterrado el cuerpo de su novia y que había decidido quitarse la vida ahorcándose del árbol más alto, junto al cementerio. Y también había colgado el cadáver de Bárbara, junto a él, como si de este modo estuviera declarando públicamente su amor. La escena, a ojos de todas aquellas personas, resultaba espantosa y abominable.

El sol empezó a salir de entre las montañas y los primeros rayos de aquella mañana bañada por un cielo completamente raso y limpio de nubes, iluminó el vestido de novia de Bárbara, que comenzó a brillar espléndido y radiante, apareciendo maravillosamente hermosa.

Bajo el balanceo de aquellos dos cuerpos que se mecían  con las manos entrelazadas, un manto de hermosas rosas rojas formaba un enorme corazón en cuyo interior pétalos blancos dibujaban las iniciales de la pareja. Como si estuvieran entonando una marcha nupcial, una bandada de pájaros comenzó a cantar y a revolotear alrededor de  los cuerpos, adornando la escena de un modo singular  y ofreciendo un momento inolvidable que jamás desaparecía de la mente de todas aquellas personas que presenciaron una ceremonia terrible e inquietante  las primeras horas de la mañana  de un lejano 14 de Febrero.


Me prometió amor eterno, que nada importaría, solo nosotros dos.
Me prometió una ceremonia inolvidable, una ceremonia que todos recordarían
Dijo que me vestiría de blanco, me aseguró que sería la novia más hermosa y radiante, la más elegante.
Me prometió que la noche antes de nuestra boda  me rodearía con sus brazos y me colmaría de  besos y caricias.
Me prometió que   sellaría  nuestro enlace con nuestros nombres flotando sobre un mar de rosas rojas.
Prometió  estar junto a  mí durante  toda la eternidad, que nunca me dejaría, que viajaría conmigo allí donde me marchara. Siempre a mi lado. Siempre juntos.
Y sé que cumplirá sus promesas porque su amor siempre fue sincero y me ama como nunca nadie ha amado a una mujer.
Siempre en mí. 
Siempre en él


"¿PUBLICARÁS MI LIBRO?"


Un nuevo relato de Matt Cassidy


Como te puedes imaginar, llevo una larga existencia tratando de que algún editor interesado se digne a publicar una obra mía. Hasta el momento no he tenido mucha suerte. De hecho, esta semana he visitado  a dos editores y no hemos llegado a ningún acuerdo profesional, es más, ambos coincidieron en que el trabajo que les había presentado meses antes era poco menos que infumable y sin duda se equivocaron por completo.

Nunca me ha gustado alardear de ello pero si has tenido la oportunidad de leer alguno de mis cuentos  sabrás que soy muy exigente con mi trabajo, que prácticamente me dejo la piel, que escribo con el corazón y doy lo mejor de mí. El resultado son mis relatos e historias  y creo que todos ellos están escritos de forma soberbia y las ideas que expresan mis  terroríficas pesadillas son tan buenas como el mejor guión cinematográfico. Que varios editores declinen mis propuestas con sus horrorosos silencios o respondan de malos modales y no se atrevan a arriesgar su maldito dinero en sacar una novela mía es indicativo de su pésima profesionalidad y su nula visión del negocio. Soy un diamante en bruto al que no se le quiere sacar partido por algunos oscuros intereses que por respeto no me atrevo a aventurar. Sin embargo, y dejo constancia de ello en estas mismas líneas, el tiempo hablará de Matt Cassidy y todos aquellos que se cruzaron en mi vida y menospreciaron mi talento serán colgados del árbol más alto una vez se les haya arrancado de cuajo el corazón y entregado  a los buitres como sustento, buitres que darán debida cuenta de sus ojos, que arrancarán a picotazos violentos. Y yo estaré ahí, en algún lugar privilegiado, contemplando  tan maravilloso espectáculo.

No me malinterpretes, no soy tan malvado, solo quiero que mi talento sea reconocido y aquellos que no lo valoran sencillamente no me sirven de nada y es mejor aplastarlos como tratas de hacer con las moscas que te molestan mientras lees un libro o ves la televisión. 

Si quieres, puedes acompañarme. Estoy a punto de visitar a un nuevo editor. Trabaja en una editorial muy conocida con la que contacté hace algo más de año y medio   y aún no he recibido respuesta alguna. Me temo que ni siquiera se ha propuesto  empezar mi manuscrito y creo, sinceramente lo digo, que es uno de mis mejores trabajos. Si ese hombre accediera  a prestarme un mínimo  de atención  es muy posible que en pocas semanas estuviera recorriendo medio país presentado mi obra, y haría conferencias y concedería entrevistas, y saldría en la televisión, firmaría ejemplares, tendría muchos lectores fascinados por mi trabajo y yo… yo sería feliz porque habría alcanzado uno de mis sueños más codiciados. Por esa razón, por considerar que esta novela es de lo mejor que se ha escrito nunca, he preferido visitar al editor en su propia casa, una casa elegante y lujosa, rodeada de un extenso jardín que contiene una gran  piscina. He preferido aparecer sin avisar, mucho mejor aquí que en su oficina. No se espera mi presencia y sin duda podremos hablar con mucha más calma y sinceridad. Estoy confiado.

A medida que me acerco oigo las risas de unos niños. Arrugo la nariz. No está sólo. Esto es un inconveniente. Hasta el momento, en mis visitas a otros editores, siempre los he hallado a solas y tras su negativa definitiva he tenido que…, bueno, puedes imaginártelo. Sin testigos de por medio siempre es todo mucho más sencillo.

Me asomo por la ventana.

Estaba en lo cierto. El editor no se encuentra solo. Parece que ha dedicado esta noche a disfrutar de su familia. Juega con sus dos hijos en el suelo del salón mientras su mujer, sentada en el sofá, lee un libro. Me pregunto si ese libro que tiene su esposa entre las manos  es de un escritor lleno de ilusiones como pude ser yo en mis comienzos o uno de esos enchufados que sin talento alguno y por razones puramente crematísticas fueron cazados por las editoriales, sin importar si la  obra era buena y estaba bien escrita. Me encojo de hombros, la verdad es que no importa la mala suerte que me ha acompañado a lo largo de la vida, al fin y al cabo siempre he tenido lectores que, como tú, perdieron su valioso tiempo en leer cuentos idiotas como el que tienes frente a tus ojos.  Eso dice mucho de ti y enseña a quien quiera verlo que eres una persona inteligente. 

Voy a entrar en la casa. Me gustará preguntar a este señor por qué no ha contestado a ninguno de mis mensajes, por qué no me ha devuelto las llamadas, por qué no se ha molestado en dignarse a ofrecerme una valoración sobre mi trabajo. Sí. Claro que le voy a pedir explicaciones, como lo he hecho con otros editores y si su respuesta no me satisface…, mucho me temo que correrá la misma suerte que los anteriores: No publicará mi obra, de acuerdo, pero ninguna otra más. De eso me encargaré personalmente y no resultará agradable.

 Cuando estoy a punto de abandonar el puesto junto a la ventana donde observo la tierna escena de un padre jugando con sus críos, uno de los niños me ve y palidece. Grita y me señala con el dedo. Su mamá y el elegante editor levantan sus cabezas y dirigen sus miradas hacia el punto donde la criatura señala pero ya no pueden verme porque  me he retirado a tiempo.

El pequeño se ha asustado. Supongo que es normal dado mi aspecto. Quizá no te lo haya dicho hasta este momento pero no soy una persona normal, de hecho ya no soy una persona. Lo fui, pero de eso hace ya mucho tiempo. Ahora soy solamente un muerto que se ha cansado de estar en su tumba y camina por el mundo buscando explicaciones, visitando a los editores con los que en vida contacté y que nunca hicieron gala de su profesionalidad para responder a mis propuestas, aunque fuera para rechazarlas. Me hicieron sufrir mucho con sus silencios, crueles, desagradables e injustos, y ahora con un poco de mala leche y con el extraño poder que me otorga lo que se agita en la oscuridad, me permito el lujo de visitarlos en sus propios hogares, lejos de los despachos, lejos de los cercos editoriales. Aquí se encuentran  indefensos, son vulnerables y no me parecen tan importantes como me los imaginaba  antes. Siempre me los visualizaba en sus lujosos despachos, vestidos con trajes caros, ocupados,  y la mayoría de ellos  son personas normales, con sus pequeñas virtudes y sus muchos defectos. Busco respuestas, explicaciones. Las que no me dieron y que mi trabajo siempre mereció. Puedes pensar que simplemente se trata de odio o quizá de una venganza personal (en realidad ambas cosas son provocadas por un mismo sentimiento), tal vez de justicia, no lo sé. Tampoco importa.

Como he indicado anteriormente, me hubiera gustado que estuviera solo, tal vez me lo esperaba encontrar  sentado en un confortable despacho, repleto de manuscritos de escritores esperanzados, leyendo y leyendo, y rechazando y rechazando, tirando a la papelera miles de hojas escritas en las que se depositaron sueños y esperanzas. Y mientras se deshace de  esos trabajos no se le ocurre otra cosa que despreciar a sus autores  olvidándose de ellos. Ni la más corta carta, ni el más breve e mail. Pues bien, aquí estoy yo, precisamente para cambiar eso. Y me dan igual sus hijos y su esposa.

Llamo a la puerta. No tardo en escuchar pasos al otro lado. El muy idiota ha permitido que sea su mujer la que abra la puerta a horas tan intempestivas. El grito de espanto que emite al verme me inquieta pero pronto recupero la compostura pues soy yo precisamente el que lo ha causado. Me mira petrificada mientras su marido, el reputado y respetado editor, se acerca con el rostro desencajado tras escuchar el alarido de su esposa. Se queda con cara de imbécil mirándome. Supongo que tener delante  una figura horrenda, con jirones de piel cubriendo parte de sus sucios huesos, no debe de ser una visión muy agradable. Llevo uno de mis manuscritos bajo lo que antes era un  brazo pero el muy estúpido  no se habrá dado cuenta de este pequeño detalle. 

Trata de agarrar a su esposa. Creo que su intención es apartarla de mí y posteriormente cerrar la  puerta. No tiene tiempo de hacerlo porque a una velocidad vertiginosa, inapropiada para un cadáver viviente, me abalanzo sobre la mujer y le muerdo en el cuello. Mi dentadura cruje tras el mordisco pero lo hace mucho más sus  cervicales. ¡Puaj!, no me acostumbro al agrio sabor de la sangre, que brota caliente y se precipita hacia el suelo como en una cascada.

La mujer cae ante la mirada atónita de su marido, ese embustero que me debe respuestas y un mínimo de respeto. Sus hijos también han presenciado el desagradable espectáculo y contemplan el cadáver de su mamá, del cual sigue manando sangre. Hubiera preferido que no contemplaran tamaño espectáculo pero yo no pongo las normas aunque como escritor debo admitir que siempre me gustó escenas de este tipo (en su mayoría con niños de por medio) porque turba la paz del lector y lo hace palidecer (¿verdad?) algo que quizá los editores no han sabido apreciar  hasta el momento, tal vez  por cobardía y prejuicios.

Balbucea como un besugo con un anzuelo clavado en los labios. Los niños lloran aterrados y me observan. Uno de ellos se orina encima. Son tan pequeños que ni siquiera se les ocurre correr y huir del monstruo. Me miran y mueven sus cabezas para ver el cuerpo de su madre, que yace inmóvil mientras la sangre escapa de su cuerpo y después vuelven a dirigir sus ojos hacia mí. Los observo, desde la profundidad de mis cuencas vacías y presto atención a su padre.

-Hola, ¿Te acuerdas de mí? Quisiera saber si estás interesado en la publicación de mi obra.

No sé si entiende lo que quiero decirle o si   solamente no   me recuerda. Agarro mi manuscrito y se lo lanzo. Cae al suelo, junto a sus pies. El editor agacha la cabeza con el rostro tembloroso y deposita sus ojos abiertos en el título de mi obra. Frunce el ceño. Resulta evidente que es la primera vez que lo ve, lo que me llena de indignación. ¿Dónde está la copia que  le mandé? ¿Simplemente la rechazó sin leerla? ¿Por qué no contestó?

-Podrías haberme dicho que la novela no sigue la línea de la editorial. O quizá  podías hablarme de lo mal que está el mercado, o de que soy un don nadie, o simplemente que el manuscrito es infumable. ¿Tanta molestia es ofrecer una respuesta aunque sea una mentira?

Levanta su cabeza para mirarme absorto. No tiene ni pajolera idea de  quién soy.

-¿Sabes cuántos meses estuve esperando a que te dignaras a responder a mis preguntas? ¿No merecía de un mínimo de respeto? ¿Realmente en algún momento tenías pensado valorar mi trabajo? 

Creo que definitivamente no entiende mis palabras. Mira a su mujer muerta, ella no se levantará. No gozará de ese privilegio. No es como yo.  El editor no está para atender mis pretensiones. Nunca lo estuvo en realidad y si yo fui para él siempre un don nadie el se convertirá a partir de este momento en un don nadie para todo el mundo porque si no responde a mi pregunta tres  veces más seguirá la suerte de los anteriores editores y puedo asegurarte que el abrazo de la oscuridad es bastante frío.

-¿Publicarás mi libro?

Ni siquiera levanta la cabeza. Su mirada está fija en la sangre que fluye del cuerpo de su esposa, que yace en el suelo con los ojos muy abiertos. Sus hijos lloran desconsolados. Debe ser duro para un padre soportar todo esto. En cualquier caso no ha respondido a mi pregunta pero aún le quedan dos oportunidades más. 

Tal vez te preguntes por qué le quiero formular varias veces la misma pregunta. Bueno,  es un viejo truco literario, me sirve para mantenerte atento a mis líneas, alimento tu  interés por el desenlace  de la historia.

Me acerco lentamente, al ritmo que me permite mi esquelético cuerpo. Supongo que un simple empujón me haría rodar por el suelo y es más que posible que me fracturara algún hueso, me partiera las piernas o simplemente, y de forma literal, perdiera la cabeza. Sin embargo, y hasta el momento, nadie lo ha intentado porque, creo yo, encontrarse con un cadáver viviente que te visita en tu propia casa, que se mueve y habla y que huele mucho peor que la mierda de un perro, deja a todo el mundo sin saber cómo reaccionar y en este caso en concreto, con dos niños llorando a pleno pulmón y el cuerpo de una mujer en el suelo, dudo mucho que eso pase y no precisamente por lo que acabo de escribir sino porque este editor no tiene los cojones suficientes para enfrentarse a mí.

-¿Publicarás mi libro?

Otro intento frustrado. Por la cara de estupor deduzco que este tipo no va a dignarse a responder a mis preguntas. El muy estúpido se cree superior a mí y desprecia mi trabajo con su silencio, como siempre ha hecho.  Pues me estoy hartando de esta tontería. Le cortaré la cabeza y es posible que se la sirva de comida a sus puñeteros hijos. No se puede jugar con la ilusión de los escritores ni con sus esperanzas y ha llegado el momento de continuar limpiando este mundo de la escoria que lo está pudriendo. Por ese motivo, y porque ya estoy hasta los cojones, pienso cargarme a este bobo de la forma más cruel que pueda imaginar porque precisamente imaginación no me falta y de ello daré debida cuenta. Que sus hijos vean lo que estoy a punto de hacer ya me da igual. Una vez que he cruzado el lado oscuro me temo que ya no hay marcha atrás. Y tampoco me importa que te escandalices, es más, me da exactamente igual lo que tú puedas llegar a pensar. Dudo que tengas los arrestos suficientes para juzgarme.

Pero qué demonios, voy a darle, tal y como he dicho, una última oportunidad.

Me acerco un poco más y .le observo. Me contempla con sus ojos muy abiertos. Los gritos de sus hijos me están poniendo de los nervios pero guardo la compostura y le formula la pregunta por última vez.

-¿Publicarás mi libro?

Le señalo y miro el manuscrito que permanece bajo sus pies. Cuando levanto la cabeza y lo observo descubro que su rostro ha cambiado radicalmente. Me cuesta encontrar la causa pero finalmente veo en sus labios una mueca grosera que poco a poco se convierte en una sonrisa. Sus ojos también han cambiado. Brillan intensos, llenos de vida y rabia.

Quedo un poco desconcertado cuando da un paso hacia delante y extiende las manos hacia los lados.

-¿De qué vas? ¿Quién te has creído que eres?

El tono de su voz es desafiante y la sonrisa ha desaparecido de su rostro. Me contempla con cierta repulsión, como si fuera un monstruo horripilante pero entiendo que no ve mi cuerpo esquelético ni los jirones de piel colgando de mis huesos. Está mirando mucho más allá, hacia la profundidad de mi alma.

-Eres un maldito engreído, un escritor de pacotilla que se cree que su trabajo es interesante y ¿Sabes lo que eres en realidad? Una mierda y todo lo que haces es horrible, que no procede más que de una mente enferma.

No sé que decirle. Este cambio en su actitud me ha dejado apesadumbrado. Trato de decir algo pero ahora soy yo el que balbucea, ahora soy yo el que tiene miedo. 

El editor parece que ha recobrado las fuerzas y continúa gesticulando.

-¡Irrumpes en mi casa en mitad de la noche! ¡Apareces aquí con la pretensión de que te ofrezca respuestas! Si estuviera interesado en tu trabajo ya me habría puesto en contacto contigo pero no lo quieres entender. Tu trabajo no sirve, es tan malo que me entran ganas de vomitar.

Pero…¿Qué está diciendo? Yo…

-¡Apareces aquí con ese aspecto ridículo  para asustarme! ¡Dices salir de una tumba y no has salido nunca de tu propio fracaso! Deberías haberte dado cuenta hace mucho tiempo de que simplemente no vales. Dedícate a otra cosa porque para escribir no sirves.

No entiendo su actitud. ¿Por qué ahora se comporta así? No quiero escuchar sus palabras. No me gusta lo que está diciendo.

-Eres un estúpido egocéntrico si crees que con viejos trucos como matar a mi esposa y asustar a mis niños vas a poder sacarme palabras que quieres escuchar. Jamás publicarás nada porque no vales, Matt Cassidy, ni siquiera tienes los cojones suficientes como para usar tu verdadero nombre, ¿Verdad? Eres un fracasado, cuanto antes aprendas a vivir con ello será mejor para todos.

Miro hacia el suelo mientras el editor no deja de hablar de esa manera tan horrible. El cadáver de su esposa ha desaparecido. No hay manchas de sangre en el suelo y ahora se encuentra sentada en el sofá, leyendo un libro, como cuando la vi por la ventana. Sus hijos ya no lloran, ni siquiera se fijan en mí, están jugando en el suelo y parecen felices. Estoy aturdido. No controlo la situación. Las palabras del editor no dejan de resonar en mi cabeza.

-¡No! ¡No! ¡No! No voy a publicar tu libro y dudo mucho que lo hagan otros editores. Eres una mierda Matt, un escritor pésimo y ambicioso que no se ha dado cuenta de que no vales para esto.

Me hace daño con sus palabras. No quiero que se comporte así. Solamente necesito que publique mi libro, que me ayude, que apueste por mí. ¿Por qué me trata así?

-¿No querías escuchar la verdad? ¡Pues ya la tienes!  ¡No eres nadie y nunca serás nada!  ¡Tus ideas son horribles, lamentables!  ¡Tu estilo hace daño a los lectores! ¿Cómo es posible que pretendieras asustarme viniendo aquí y  agrediendo a mi familia? ¿Por qué matar a mi esposa? ¡Es una idea delirante! ¿Por qué meter a mis hijos en medio? ¡Es algo descabellado y enfermizo!  Tú no estás bien de la cabeza, Matt, deberías tumbarte en el diván de un psicólogo inmediatamente y pedir que te encierren.

Las lágrimas resbalan por mis mejillas. Esto no tenía que suceder así. Esto no es lo que yo quería. No puede decirme esas cosas y quedarse tan tranquilo. No me tiene miedo y yo estoy asustado.

-En realidad ni siquiera estás aquí. Sigues en tu despacho, escribiendo una basura  de relatos que poca gente lee. Y te crees que tienes lectores fieles a los que les gusta tu trabajo. Piensas que esperan tus cuentos como si se tratara de  lo más importante de sus míseras vidas. Crees que se arrastran por el suelo pronunciando tu nombre como si fueras un dios  ¡Y una mierda! No quieren hacerte daño y te engañan con sus opiniones pero todos saben que no vales nada. La mayoría de ellos son lectores mediocres, muy poco exigentes que habitualmente dejan tus cuentos a medias porque son abominables.

Tiene razón. Me encuentro en mi despacho. Estoy solo. Escribo. Aún así, las palabras del editor siguen sonando dentro de mi cabeza.

-¡Eres un puñetero imbécil! ¡Un fracasado! ¡Nunca lo olvides!  Fracasado es la palabra que te define.

La voz del editor cada vez suena más débil  hasta que se convierte en una lejana melodía dura y desagradable. Al dejar de escucharla veo que ante mí tengo el ordenador apagado, que ni siquiera he estado escribiendo,  que jamás ha habido gente ahí detrás siguiendo mis trabajos, que  en realidad nunca he escrito nada porque no sé hacerlo. En definitiva, no soy más que un percance en la imaginación de un autor inmaduro.

Y soy un fracasado, porque así me lo han explicado las palabras de un reputado editor al que he pretendido  hacer daño por no enfrentarme a mis propios miedos.
Y soy un fracasado,  porque así lo está escribiendo alguien que verdaderamente me conoce en profundidad.
En realidad, por si te queda alguna duda,  no soy nada  más que el alter ego de un hombre que nunca ha dejado de luchar por sus sueños.