Ariadne, La Conversión (y III)

"Tercera y última parte del relato sobre la conversión de Ariadne que se está usando como guía para la creación del personaje cinematográfico: ARIADNE, del largometraje LA OSCURIDAD DE ARIADNE, producido por DEHON PC. Audiovisuales & PIAMONTE Group TV cuyas entregas anteriores ha encantado tanto a la actriz Soraia Durán como al director Oscar Parra

Rain ha quedado muy satisfecho con el resultado de este relato.

Os invito a leerlo con el máximo interés, así como a seguir la pre-producción del largometraje en la web de la productora DEHON PC. Audiovisuales, S.L.



ARIADNE, La Conversión (y III)


Por José Manuel Durán Martínez "Rain"


Mal herida, al no escuchar el disparo, Ariadne abrió los ojos justo a tiempo de ver una figura negra que la observaba de pié. El soldado había desaparecido por completo. No tuvo tiempo de más. Había sangrado mucho de sus heridas y las fuerzas la estaban abandonando. Una neblina que fue adquiriendo matices oscuros acabó cubriendo sus ojos en el mismo instante que un rostro vagamente familiar bajaba de las alturas y la miraba con suma atención, arrojando una apacible sonrisa que trataba de ocultar una pronunciada preocupación. Ariadne perdió la conciencia, y prácticamente la vida, con el recuerdo de aquél rostro cadavérico que trataba de buscar una esperanza en su dolor. Solo notó que unas manos frías como el hielo la agarraban.

Después la nada.
El silencio.
La oscuridad más terrible.


Ya no importaba el asedio de los franceses. Los gritos, los disparos, la muerte… todo aquello había desaparecido por completo para Ariadne.

Apenas respiraba. La horrible herida de su cuello la impedía coger aire con normalidad y se estaba ahogando en su propia sangre. Su cuerpo recibió una sacudida y quedó tendido de manera pavorosa, con las piernas encogidas y los brazos estirados. Las manos las tenía abiertas, con los dedos parcialmente agarrotados. Volvió a sufrir una convulsión y Ariadne abrió los ojos, pero ya no podía ver más que la impenetrable oscuridad.

La sombra alargada la recogió del suelo y la tendió sobre la cama. Miró la sangre que aún brotaba de la garganta de Ariadne y el rostro de su salvador se transformó en el de una bestia infernal. La apetencia de sed comenzó a convertirlo en un ser furioso y dos largos colmillos asomaron entre sus labios. Los ojos antes negros y poderosos ahora brillaban con la tonalidad que esgrime la maldad en momentos turbios. Comenzó a agitar su cuerpo y trató de evitar la visión de la sangre, pero su olor dulzón y su vivo color le indujeron a clavar su mirada en la herida de Ariadne.

La criatura resopló disgustado y cogió la mano de la mujer. Seguía viva. Podía apreciar el sonido casi imperceptible de sus constantes vitales pero le quedaba tan poco tiempo…

Contempló su cuerpo, la expresión aún hermosa en los ojos abiertos de Ariadne que seguía completamente inconsciente, abrazando a la muerte, y aquél ser derramó varias lágrimas de sangre. Después, sabiendo que iba a arrepentirse de su cruel acto, se abalanzó como un animal hacia la garganta de Ariadne y clavó sus colmillos en el cuello. Ariadne suspiró levemente y entró en una agradable somnolencia mientras la criatura extraía todo el flujo de vida que quedaba en las venas de la mujer.

Minutos después, con el rostro relajado y la boca manchada de sangre, la criatura se incorporó y permaneció sentada junto al cadáver de la desdichada en el más completo mutismo.

Apoyó los delgados brazos en las frágiles rodillas y sujetó la cabeza con sus escuálidas y blancuzcas manos. Su garganta emitió un grito escalofriante y, durante breves instantes, el tiempo y el espacio parecieron desaparecer, hasta que aquél ruido se ahogó en el silencio.
La silueta de un enorme lobo de pelaje blanco apareció repentinamente bajo el umbral de la puerta y contempló a la criatura a través de unos ojos enfurecidos, coléricos y crueles. El ser permaneció sentado en silencio y bajó la cabeza para contemplar el cuerpo aún caliente de Ariadne. Cuando volvió la mirada, el lobo había desaparecido.


Se levantó y oyó en el exterior disparos, el barullo de gente y voces que se acercaban. Dudó unos instantes. Miró hacia Ariadne, luego hacia la puerta. Varias sombras erráticas y delgadas se arrastraron por el suelo y se alzaron, convirtiéndose en la frágil silueta de hombres pálidos que contemplaban a la criatura; ésta las miró unos instantes. Sus ojos despedían tan profunda tristeza que permitieron nuevamente la caída de varias lágrimas de sangre que esta vez arañaron sus mejillas.

Volvieron a oírse disparos y gritos. Las sombras desaparecieron. La criatura se acercó al cuerpo de Ariadne y tras agarrar su mano y reflexionar durante algunos segundos, la cogió entre sus brazos. Inmediatamente después ya no se encontraban en la casa.
Habían desaparecido.

Cuando Ariadne despertó lo hizo en el bosque. Abrió los ojos y los cerró de golpe. Le dolían.
Volvió a intentarlo y la claridad de un avanzado atardecer se introdujo violentamente a través de sus retinas. Cerró los parpados. Estaba empapada en sudor. Tenía frio.


Poco a poco fue abriendo los ojos y se habituó a la luz. Estaba rodeada de árboles, su cuerpo cubierto por hojas secas, como si alguien la hubiera enterrado.
Tenía tanto sueño…


Intentó incorporarse pero le costó gran esfuerzo que sus piernas y brazos le respondieran. Le dolían horrores.
Estaba tan cansada…


Ariadne logró incorporarse y las hojas que la cubrían cayeron al suelo, entonces se percató que estaba completamente desnuda. Instintivamente se llevó las manos a la garganta y descubrió extrañada que no tenia herida alguna. Pero le dolía mucho.
No. No era dolor. Se trataba de una sequedad terrible.
Estaba tan sedienta…


Desorientada y aterida por el frio, Ariadne trató de cubrirse con los brazos pero era inevitable que sus curvas quedaran expuestas al descubierto. Miró en rededor y pronto descubrió que la noche poco a poco iba avanzando, consumiendo lo poco que ya quedaba del atardecer. Ni sabía dónde estaba ni cómo regresar a su hogar.

Comenzó a caminar lentamente; tenía los músculos entumecidos y la sequedad en su garganta le había provocado cierta irritación. Intento tragar saliva pero la boca la tenia completamente seca. Necesitaba beber.

Notó un fuerte dolor en el estómago, más que un dolor parecía una sensación de vacío que le causaba un ligero malestar.
Estaba tan hambrienta…


Ariadne siguió caminando y poco a poco fue descubriendo que sus sentidos habían cambiado. Ya no le dolían los brazos y las piernas y se encontraba ágil. Ya no estaba cansada, solamente la necesidad imperiosa de beber y comer con tanto apetito que sería capaz de acabar con un cordero en menos que canta un gallo.

A medida que iban pasando los minutos, Ariadne fue descubriendo que algo extraño estaba pasando en su cuerpo. Se sentía diferente.

Primero advirtió que a pesar que la noche ya había cubierto todo el bosque y que la luz había desaparecido por completo, ella veía perfectamente, desenvolviéndose entre las sombras con asombrosa comodidad. No podía percibir que sus ojos brillaban inmersos en una tonalidad naranja que parecían pequeñas llamas sobre cuencas vacías. Luego descubrió que los sonidos del bosque llegaban a sus oídos con una claridad extrema. Escuchó el corretear de un conejo despistado que huía de la peligrosa presencia de un búho que agitaba sus alas y bajaba en picado para hacerse con la presa. Se sorprendió de que pudiera captar una sensación de pánico que atribuyó al conejo.

Oyó también un insignificante ruido y supo inmediatamente que un pequeño rodeador estaba mordisqueando una rama caída en el suelo. Pero sin duda, lo que más le extrañó era que escuchaba con absoluta precisión el sonido que hacía una simple hoja al caer de los árboles y precipitarse lentamente hacia el suelo. Oía como cortaba el aire y el suave sonido, imperceptible para una persona normal, cuando chocaba contra el suelo y quedaba inmóvil hasta que la lluvia o una ráfaga de aire decidieran desplazarla.

Todos aquellos sonidos se agolpaban en su cerebro y giró sobre sí misma con los oídos enterrados bajo sus manos. La sequedad en su garganta aumentaba y el vacío en su estómago resultaba tan incómodo que decidió seguir caminando, vagando en la noche de aquél bosque misterioso.
Un nuevo sonido se metió en su cabeza. Prestó atención y entendió que se trataba del ruido que produce el agua de un arroyo. Sonrió levemente ante la posibilidad de saciar su sed y se detuvo unos momentos. El arroyo se encontraba a cinco o seis kilómetros, pero ella podía escucharlo con tanta precisión que no dudó en caminar hacia la dirección exacta donde el agua corría libre y sin preocupación.


Percibió el aroma de la tierra mojada y su garganta semejó emitir un pequeño gemido de esperanza.

Al llegar al arroyo, se abalanzó sobre él y hundió la cabeza en el agua para beber con impaciencia. A medida que el agua penetraba en su boca y bajaba ruidosamente por su garganta para llegar al estómago, Ariadne sufrió una pequeña sacudida y después varias arcadas. Su estómago comenzó a darle patadas dolorosas y el agua fue subiendo, abrasando todo su interior hasta que por fin fue expulsada por su boca y nariz. El sabor era tan desagradable… quiso pensar que el agua estaba contaminada.

Entonces la voz sonó dentro de su cabeza, con un ímpetu inusual. Las palabras retumbaron en las paredes de su cerebro.

Ariadne, algo ha cambiado dentro de ti

Ariadne se incorporó asustada y miró a su alrededor tratando de descubrir el origen de aquella voz tan potente, pero no vio a nadie, solo los árboles que la observaban con una curiosidad embriagadora.

Ariadne, debes comprender que ya no eres como antes, te has convertido en un ser especial, en alguien… como yo”

Ariadne giró de nuevo sobre sí misma intentando localizar al hombre que estaba pronunciando aquellas palabras pero por más que lo intentó no pudo encontrar a nadie en las cercanías. Estaba completamente sola, sola y aterrorizada, junto a aquella voz que sonaba en el interior de su propia cabeza.

No tuve elección, quiero que lo entiendas, no había otra opción”

La voz estaba cargada de una tristeza que abrumó a Ariadne. Su boca seca logró pronunciar un nombre: “Drajam”, que sonó como un pequeño susurro. La voz calló.


Ariadne oyó un ruido a su espalda, una especie de chapoteo y giro su cuerpo a una velocidad vertiginosa. Se puso en guardia. Creyó que estaba en peligro.

Vio a un animal bebiendo agua con una tranquilidad pasmosa mientras la observaba con detenimiento. Ariadne podía escuchar el golpeteo de la lengua sobre el agua y como ésta pasaba por su boca y se deslizaba garganta abajo, como si de una gran catarata se tratase. Pero aquello no importaba. Centró su atención en los ojos del animal y se horrorizó de sentirlos vivamente humanos. El animal, un lobo de oscuro pelaje, sació su sed y miró de nuevo a Ariadne, después se dio la vuelta para alejarse.

Ariadne no se lo permitió. Sorprendida aún de lo que estaba sintiendo, dio un gran brinco y se abalanzó sobre el lobo, que no se percató de la inusitada maniobra de aquella mujer, que cayó sobre su lomo.

El animal se giró para defenderse e intentó morder a Ariadne pero ésta fue mucho más rápida y clavó sus dientes en el cuello del lobo, que aulló de dolor. En aquél momento Ariadne no era consciente de lo que estaba ocurriendo y ni siquiera se percató que dos largos y afilados colmillos habían brotado de sus incisivos, que perforaron la piel del animal y rompieron sus venas, de las que empezó a brotar sangre caliente que Ariadne bebió con ansia insaciable.

Aquella sangre abrasó la garganta de la joven, que gimió de placer al sentirse vigorosa a medida que entraba la sangre en su cuerpo. Pero al bajar a su estómago algo sucedió de improvisto.
Una nueva sacudida. El estómago volvió a darle patadas, esta vez mucho más fuertes y Ariadne comenzó a vomitar la sangre que había bebido. Horrorizada, vio el cuerpo inerte del animal y retrocedió asustada mientras no dejaba de expulsar la sangre tomada, con un dolor tan bestial que temió morir en cualquier momento.


Al tocar su boca manchada de sangre advirtió con las yemas de los dedos sus dientes afilados y se levantó como una posesa. Corrió entre los árboles mientras los sonidos del bosque taladraban sus oídos. Estaba llorando, pero no podía saber que sus lágrimas eran lágrimas de sangre.

No te asustes, Ariadne, no tengas miedo de ser lo que ahora eres. Debes aceptar tu naturaleza

Ariadne siguió corriendo, huyendo del arroyo ahora manchado de la sangre de un lobo de pelaje negro y ojos demasiado humanos…


Sin rumbo fijo, completamente desorientada y asqueada de lo que había hecho, continuó su huida desesperada hacia ninguna parte, aún con el desagradable sabor de la sangre en su paladar y, sobre todo, el repugnante aroma del cuerpo inerte del lobo.

Detente, Ariadne, debes aceptar tu condición

No se detuvo. Siguió corriendo como si un monstruo infernal hubiera escapado de las puertas del mal para intentar atraparla. En un momento determinado, un extraño olor sacudió su afilado olfato y se detuvo en seco.


¡Qué aroma más extraordinario! Penetró a través de su nariz y la frescura regresó a su rostro. Podía sentirse tan bien que giró su cabeza como un hábil cazador y dirigió toda su atención al origen de aquel perfumado olor que le resultaba cautivador.

Es tu momento, Ariadne, el momento de comprender lo que eres”

Para Ariadne, la voz había quedado eclipsada totalmente por el embriagador aroma que llegaba con desusada frescura. Lo saboreó arrugando la nariz al aire y advirtió que su garganta seca estaba ansiosa. Comenzó a ponerse nerviosa.

Oyó el llanto de un niño. Hacia allí se dirigió. El aroma procedía también de la misma dirección.
Ariadne no se dio cuenta de la velocidad que llevaba cuando corría por el bosque, con sus instintos primarios a flor de piel. Su rostro comenzaba a estar ligeramente desfigurado, como si se estuviera convirtiendo en un monstruo. Su lengua, ahora algo más alargada de lo habitual, se deslizó por el interior de su boca y sonrió al notar sus incisivos rectos y afilados.

“Eso es, Aridadne, deprisa. Entrégate totalmente”

Ariadne no dejó de correr hasta que llegó a un claro en el bosque. Entonces se detuvo en seco al ver a un niño. Debía tener siete u ocho años. A su lado había un ciervo con las patas delanteras rotas. Ambos miraron a Ariadne. El ciervo parecía asustado y gemía de dolor. El niño la miró y un brillo de esperanza cubrió sus ojos llorosos. Alzo los brazos para que lo sacara de allí.

Ariadne observó al ciervo y sintió pena al comprobar que estaba sufriendo a causa de sus patas rotas. Percibió con una facilidad asombrosa la sangre caliente surcando las venas del animal y sintió ganas de abalanzarse sobre él. Después giró su cabeza vertiginosamente y clavó su mirada en los ojos asustados del niño. Estaba atado a un árbol por una cadena que le agarraba los tobillos. Captó su miedo, oyó el latido de su corazón a un ritmo acelerado, escuchó su llanto, vio sus lágrimas.

“Ariadne, es ahora o nunca”

Ariadne no sabía lo que aquella voz le estaba pidiendo, pero cada vez sentía mayores deseos de dejar aflorar sus instintos primarios. Su rostro se arrugó ligeramente y sus ojos se encendieron como el fuego. Miró al niño, centró su atención hacia las cadenas que lo tenían preso y después ladeó la cabeza hacia el ciervo que pretendía huir arrastrándose, pero el agudo dolor se lo impedía. El corazón le latía con tanta vida…

…como la del pequeño niño.


La sangre del ciervo emanaba una fragancia dulce y arrebatadora…

…pero no comparable con las impresiones que estaba sintiendo cuando miraba al pequeño.

“¿Humano o animal? Antes de aceptar lo que eres debes comprender tu nueva naturaleza”

Ariadne centró su atención en el ciervo y escrutó la intensidad de su mirada, después se acercó al niño. Las sensaciones eran tan diferentes…


Sabía que tenía que elegir a uno de ellos. Estaba sedienta, hambrienta. Su estómago gritaba de dolor. Su garganta necesitaba sangre. Eso lo entendía perfectamente. Ariadne comprendió que algo había cambiado en su interior, que ya no era la persona que había sido hasta ahora.

“Eso es, Ariadne, comienzas a comprender”

¿Qué hay que comprender? ¿Qué se ha convertido en un monstruo? ¿Qué debe elegir entre alimentarse de un pobre y desgraciado animal o de un niño indefenso? Sí, Ariadne podía haberse convertido en algo que aún no comprendía pero no era un ser despiadado y cruel. Por eso se acercó al niño.


Luchó con todas sus fuerzas consigo misma por no abalanzarse irracionalmente sobre él. Notaba esa piel tan cálida y que olía tan bien, el galopante latido de su corazón, la sangre caliente y dulce recorriendo su cuerpo, la inocencia del pequeño…

Con un gesto brusco alargó sus manos y se hizo con las cadenas que lo tenían prisionero. Las rompió con una facilidad extraordinaria y miró al niño que la observó con lágrimas en los ojos. Ariadne tuvo dudas durante unos instantes y centró su atención en el cuello del pequeño. Era tan bonito, se podía notar con tanta claridad sus venas, cargadas de sangre joven y apetecible...
Desechó aquella idea con un movimiento rudo de cabeza y abrió la boca para enseñarle al niño sus largos colmillos. El pequeño gritó asustado y corrió, internándose en el bosque, hasta desaparecer de la vista de Ariadne, aunque ella todavía podía escuchar sus pisadas y oler su exquisita fragancia.


El ciervo continuaba arrastrándose para huir de la presencia de Ariadne, ahora con más motivo. Ella permaneció de pie varios minutos contemplando al pobre animal. Sintió pena por él y decidió acabar con su sufrimiento, después sucumbiría a sus instintos y trataría de saciar su sed de sangre.

Se acercó hasta el ciervo y éste se agitó nervioso. Ariadne lo agarró por la cabeza y deslizó una de sus manos por el amplio cuello del animal. Notó la sangre caliente corriendo por las venas y sintió un placer delicioso. Con un movimiento áspero, Ariadne le partió el cuello al animal y éste dejo de sufrir.

Ahora, más tranquila, Ariadne supo que era el momento de la caza.

Comenzó a correr en la dirección en la que el niño había huido y sintió el placer de sentirse un ser superior que buscaba a su presa indefensa. No tardó en encontrarlo. Estaba sentado sobre una piedra, asustado y sin aliento.

Ariadne lo contempló mientras frenaba su carrera y comenzó a caminar con una lentitud inquietante hacia él. El pequeño retrocedió aterrado, pero Ariadne le agarró del cuello y lo levantó con facilidad sobrenatural.

El niño rompió a llorar y poco a poco su rostro enrojecido fue adquiriendo una tonalidad morada. Ariadne lo estaba asfixiando. Al darse cuenta de ello lo soltó y el cuerpo del pequeño cayó al suelo.

Ese momento lo aprovechó Ariadne para morder el cuello del niño. La sangre brotó a borbotones y penetró en la boca de Ariadne, que sintió un estremecimiento al apreciar el sabroso sabor que salpicaba su paladar. La sangre resbaló por la profundidad de su seca garganta en dirección al estómago, que esta vez recibió el suculento manjar con una alegría enternecedora.

Ariadne siguió alimentándose del niño hasta que sorbió su última gota de sangre.

Exhausta, se apartó de la víctima lamiendo la sangre que manchaba su boca. Se sentía viva, espléndida, vigorosa, llena de vida, fuerte, satisfecha, saciada. El vacio en el estómago había desaparecido por completo, la sequedad en su garganta ya no existía y sus ojos tenían un brillo especial que solo el bienestar puede otorgar.

Desvió la mirada unos momentos hacia el cadáver del pequeño y entonces fue consciente de lo que había hecho.

Horrorizada, se acercó al niño con la esperanza de que no estuviera muerto pero ha sido ella, ella y no otra persona, quien le ha quitado la vida. Lanzó un grito de rabia que hizo estremecer la copa de los árboles; las hojas murmuraron angustiadas y temerosas en sus respectivas ramas.
Ariadne cogió al niño, lo abrazó y rompió a llorar. Ahora es cuando se da cuenta que las lágrimas que caen de sus ojos son pequeñas gotas de sangre. Gritó y lloró mientras mecía el cuerpo del niño, ese niño de cuya muerte es responsable. La agradable y pletórica sensación que siente tras alimentarse no justifica ni puede justificar la muerte de un inocente, y menos de una manera tan horrible.


Se ha convertido en un monstruo y ella ahora lo comprende.

Ariadne oyó un ruido a su espalda pero no se molestó en girar la cabeza, continuó llorando mientras acunaba entre sus brazos el cuerpo del niño.

Alguien caminó hacia ella y colocó un brazo sobre su hombro. La potente voz que sonara dentro de su cabeza ahora resonó junto a sus oídos, como un susurro cargado de una tristeza contagiosa.

- No te preocupes, pequeña doncella, pase lo que pase siempre estaré a tu lado, nada ni nadie quebrará los lazos que nos unen.

Ariadne levantó la cabeza y vio la figura esbelta de Drajam, que la observaba a través de unos ojos negros que solo podían expresar quebranto.


-¿Qué me has hecho?.-preguntó Ariadne con apenas un hilo de voz.
-Eres uno de los nuestros, Ariadne, lo siento, no tuve otra elección…
-¿Qué eres?
-¿Qué somos?.-respondió Drajam y señaló al niño.-Acabarás por acostumbrarte a esto. Tenemos que sobrevivir, Ariadne, y ésta es la única manera.
-¿Matando niños?


Drajam no respondió pero su silencio ya de por sí parecía una respuesta.

-Dime. ¿Voy a vivir así el resto de mis días, asesinando?
-Aprenderás a controlarte, pero no descartes esa posibilidad. La sangre de los humanos es nuestro sustento, así es la naturaleza.

Ariadne se incorporó y dejó caer el cuerpo del niño. Observó a Drajam directamente a los ojos y la furia de ella chocó con la tristeza que embargaba la lacónica mirada del vampiro.


Ariadne vio por el rabillo del ojo fugaces sombras que caminaban por los alrededores y ella intuyó que se trataba del séquito de Drajam. Esbozó una tímida sonrisa sin apartar la mirada del vampiro y éste marcó con sus labios una señal de asentimiento.
Entonces ocurrió lo inesperado.


Ariadne se revolvió sobre sí misma y dejó que sus colmillos emergieran de las encías. Se abalanzó a una velocidad vertiginosa sobre el cuello de Drajam que no pudo reaccionar ante lo insospechado y le desgarró la garganta de un mordisco.

Ariadne mordió con rabia, teniendo en su mente el cuerpo inerte del niño a quien acababa de matar. Culpa a Drajam de su situación.

Mordió de nuevo y permitió que sus uñas crecieran como las de una bestia. Sus manos, convertidas ahora en garras monstruosas, cayeron una y otra vez sobre el cuerpo de Drajam, reventándole el rostro, destrozándole el pecho. Extrajo su corazón con una facilidad apabullante y lo dejó caer al suelo casi al mismo tiempo que el cuerpo de Drajam.

Las sombras de los alrededores se movieron inquietas e indecisas y Ariadne, sin poder evitar que las sangrientas lágrimas resbalaran por sus mejillas, huyó por el bosque tratando de escapar de sí misma, tratando de huir del inminente momento en el que volverá a tener un hambre atroz que no podrá contener.

Otro inocente morirá. Y lo sabe.

Desagraciadamente ella lo sabe.