LAS PALABRAS MIENTEN

Diecisiete años en la cárcel por dos crímenes que no cometí. 

Diecisiete años de angustia y tristeza por la muerte de mi esposa a quien yo no maté. 

Diecisiete años de penuria y dolor por el asesinato de mi hija, a quien yo su vida no arrebaté.
Nadie es capaz de entender lo que he pasado encerrado en mi celda, deseando cada día morir, rezando cada noche para que alguien me barra de este mundo porque yo nunca tuve el valor suficiente para acabar con mi vida.

Diecisiete años preso del dolor, .llorando a cada momento, recordando los rostros de mi mujer, de mi adorable hija, a quienes amé profundamente. La tristeza me envolvió cada segundo de esos diecisiete años porque  a medida que pasaba el tiempo sus caras sonrientes y alegres se iban difuminando y mi mente no era capaz de retener vivos los recuerdos. Morían otra vez dentro de mí, como gotas de agua escurriéndose de entre mis dedos.

Diecisiete años que ya han pasado y mañana mismo me pondrán en libertad. ¿Libertad? Me echan a la calle, para que me enfrente al mundo, un mundo cruel que piensa que fui capaz de matar a mi mujer, de acabar con la vida de mi pequeña. Las amaba, como nada he amado en este mundo y jamás les hice daño alguno. Hubiera dado mi vida por salvar la de ellas. El tormento que he sufrido todos estos años lo repetiría mil veces si de algún modo  volvieran a la vida. 

Saldré a la calle y la mirada de la gente me llamará asesino una y otra vez. Me señalarán con el dedo. Me insultarán.

Entraré en mi casa y la soledad más cruel y dolorosa me abofeteará con su rostro severo. Prefiero morir. Muerto debí estar desde el mismo día en que ellas se fueron.

Murieron una junto a la otra. Con las manos entrelazas y los ojos abiertos de par en par. Un crimen atroz. Un acto cruel y salvaje. ¿Por qué las mataron? ¿Por qué murieron?

Diecisiete años es mucho tiempo para pensar. Al principio odié a Dios por llevarse a mi pequeña, por quitarle la vida tan pronto, por permitir que la hicieran sufrir ante los ojos de su madre. Mi amada esposa comprobó el lento agonizar de su propia hija y no hay nada más cruel para una madre que ver cómo a uno de sus hijos se lo lleva la muerte de un modo despiadado y aterrador. Lo insulté. Lo maldije. No se quejó. No respondió. No me pidió perdón y supe que allí donde todo el mundo reza no hay más que un pesado vacío en forma de sarcástica sonrisa.

Cuando me comunicaron la muerte de las dos personas que más amaba en esta vida sentí que mi alma se rompía en mil pedazos, que mi corazón explotaba y su sangre se derramó abrasando mi interior. Noté un dolor profundo en mi cabeza, un quejido de angustia y pena que aún perdura y que me ha acompañado todos estos  años. Yo también morí en aquél momento, de otra manera, sin duda, pero muerto quedé.

Y cuando me arrestaron como autor de sus muertes supe que ya no volvería a vivir. 

¿Cómo pueden pensar que yo fui capaz de matarlas? ¿Cómo es posible que las pruebas apuntaran directamente hacia mí?

Encontraron ropa ensangrentada en el interior de la bañera, a escasos metros de los cadáveres. Hallaron mi ADN en los cuerpos de las víctimas. ¿Cómo no iban a encontrarlo si eran mi esposa y mi hija? En mi coche, debajo del asiento, descubrieron el cuchillo con el que se cometieron los crímenes. Y esto, para mí, no tiene explicación. Allí estaban mis huellas, en la empuñadura. No había lugar a dudas. Para la policía, para los medios de comunicación, para mis propios vecinos, solamente había un único culpable y tenía mi nombre y mis apellidos.

Mis abogados nada pudieron hacer por sembrar la duda razonable. Rechacé la estrategia de simular un trastorno de la personalidad con lo que, una pretendida enajenación mental, me habría encerrado en un centro mental por espacio de dos años. Yo no quise decir que escuchaba voces. ¿Por qué mentir si era inocente? Diecisiete años. Esa fue mi condena. Y no me importó porque nada soy sin ellas.

Ahora me dan la libertad. Y no la quiero. No tiene sentido ser arrojado de nuevo a la sociedad cuando mi vida ya ha terminado. Es vacía y gris.  Y sin embargo, me sacan a la calle, como un cubo de basura.  Si fuera fuerte, si tuviera voluntad, me agarraría a estos barrotes y no permitiría que mi condena terminara. Ellas descansan en paz y yo no quiero ser libre. Pero me obligan. Me condenan a salir de prisión. A rehacer mi vida, una vida que no quiero vivir, no sin ellas.

Cuando llega mi hora y la puerta de mi celda produce un chasquido para indicarme que puedo empujarla y salir del pequeño habitáculo que ha sido mi hogar durante los últimos diecisiete años, mis ojos se vuelven vidriosos y mi mirada borrosa. Siento una pena profunda y mi cuerpo empieza a temblar. Es miedo. Miedo a la soledad.

La voz de un guardia pronuncia mi nombre pero no me decido a salir de la celda hasta que veo al hombre uniformado que me indica con el rostro adusto y severo que abandone mi celda. Paso junto a él y cuando lo hago me da una palmada en la espalda y me susurra que por fin soy libre, que puedo marcharme a mi casa. Apenas levanto la cabeza para dedicarle una sonrisa. ¿Qué hogar me espera sin la presencia de mi mujer y de mi hija? Una tortura mucho más dolorosa que la de haber sido encerrado durante tanto tiempo por unos crímenes que no he cometido.

El guardia me conduce hacia una zona donde hay una ventanilla y tras ella una mujer regordeta saca una bolsa de plástico donde están mis llaves, un mechero, la cartera y un paquete de chicles que debe estar caducado. No pierde el tiempo en mirarme aunque tampoco puedo decir que yo le haya dedicado un momento, ni siquiera por educación. Recojo mis cosas con pesar y miró al guardia. Es un buen tipo. Y creo que piensa lo mismo de mí  porque nunca he dado problemas. 

Salgo de la cárcel arrastrando los pies. Escucho la puerta de metal cerrarse tras mi espalda y miró de frente hacia el mundo, hacia la vida que se abre ante mí como un abismo infernal.

Y sonrío. Mis ojos se mantienen fijos en el horizonte, donde el sol trata de salir por encima de las montañas. Levanto la cabeza orgulloso y comienzo a caminar como si los sombríos acontecimientos no me hubieran privado de la libertad durante estos diecisiete años.

Todo salió mal. Las dos muertes. La de mi mujer. La de mi hija. La ejecución de los crímenes fue perfecta, así como la elaboración de los preparativos pero no me dio tiempo de borrar todas las huellas ni de desprenderme de los cadáveres. Todo sucedió demasiado deprisa  y fui poco previsor.

¿De qué cojones te extrañas? ¿Estás desorientado? ¿Tratas de encontrar el momento en el que esta comedia ha llegado a su fin?

Te lo he advertido desde el comienzo. Lo primero que has leído ha sido la clave que no has sabido interpretar y que ahora te mantiene confuso: “Las Palabras Mienten” y eso es precisamente lo que he estado haciendo desde el primer momento en que la policía me puso la mano encima.: Mentir, mentir y mentir. 

Desgraciadamente a ellos no les engañé como he podido hacerlo contigo. Tal vez ellos hayan sido más inteligentes que tú. Te he tendido mi mano y la cogiste. No has aprendido nada de esta vida y has confiado en un auténtico desconocido. Te han conmovido mis palabras, te he manipulado para que apreciaras una tristeza extrema  y has sentido lástima por quien realmente asesinó a su esposa e hija. ¿Y ahora qué? No puedes dar marcha atrás. Me has abierto tu interior. Has permitido que entre en tu corazón. Ahora estás débil e indefenso, eres vulnerable. 

Te recuerdo que en estos momentos soy libre y camino por las calles con la convicción de que la próxima vez seré mucho menos  descuidado. No cometeré los mismos errores.

¿Y sabes una cosa? Me apetece conocerte  un poquito mejor…




 

LAS TRES MALDITAS

Me visitaron en mitad de la noche, en algún momento entre las dos y las tres de la madrugada. Hora de fantasmas, según algunos…

Tres mujeres de armas tomar. Bellas y hermosas, espectaculares, con cuerpos soberbios y descomunales, de esas damiselas que quitan el hipo, te dejan sin aliento y  te ponen en pié de guerra. Creo que ya me entiendes…

Tres chicas en mi habitación. Con la puerta cerrada y en  penumbra. 

Mujeres cañón. Chicas de bandera. Piernas esbeltas. Tetas grandes. Melena largas  y manos sensuales.

Vestían de rojo, con trajes de noche que marcaban sus curvas de un modo excitante aunque, para mi gusto, la tonalidad de la piel de estas muchachas era demasiado blanca. Sus rostros y brazos desnudos destacaban entre la penumbra y les conferían un aspecto estrictamente fantasmal pero los sinuosos movimientos de sus caderas, los voluminosos pechos y sus bocas abiertas de forma sensual me hicieron perder la razón y olvidarme de semejantes  tonterías.

Parecían mujeres   de otro mundo.  Modelos retocadas con Photoshop.  Guapas y explosivas. Chicas de fábula. Apetecibles e irrechazables. Derramaban hermosura con cada uno de sus  gestos;  cada poro de sus cuerpos  destilaba perfección. Eran lindas y encantadoras…

…pero no tanto como para no fijarme en determinados detalles, algo extraños e incómodos.

Estaban por ejemplo sus miradas. Digamos que no eran lujuriosas ni nada por el estilo. No emanaban deseo. Para que me comprendas, no estaban allí para darme masajes eróticos con final feliz.   Al contrario. Sus expresiones resultaban tenebrosas y oscuras. Sus ojos parecían carecer de brillo alguno, como si pertenecieran a personas muertas. Y luego estaban esas  manchas oscuras de sus mejillas.

Lloraban. Las tres. Y lo hacían mientras me observaban. Me estremecí. Miedo pasé. Aunque me costó concretar qué me había llamado la atención de sus mejillas descubrí que las lágrimas que resbalaban desde el  interior de sus ojos estaban salpicadas de sangre y dejaban a ambos lados de sus blanquecinos rostros unos surcos inquietantes que me hicieron palidecer.  Cuando levantaron sus brazos vi que también estaban manchados de un inquietante rojo escarlata  y las manos de aquellas mujeres yacían cubiertas por completo de sangre.

Si ya me encontraba asustado, cuando abrieron sus bocas  sentí tal terror que hubiera salido volando por la ventana si mis fuerzas me lo hubieran permitido porque sus bocas, abiertas grotescamente como una mueca deformada en rostros cubiertos por una maldad estremecedora, enseñaron la hilera de unos dientes negros y podridos.

Ya no me parecían tan bellas ni hermosas. Ya no me excitaban tanto. Es más, me sentía extraño porque en realidad nada sentía, ni siquiera el latido de mi corazón.

Miré hacia abajo, quizá porque comprendía que algo no andaba bien y descubrí un enorme boquete en mi pecho. Vi mis tripas sanguinolentas como un revuelto de carne  sin determinar y mi corazón roto en tres pedazos exactamente iguales, como una manzana partida para compartir entre tres comensales.

¿Dolor? Eso era lo extraño. Ninguno. 

Sin comprender absolutamente nada, las tres mujeres me miraron con cierto interés morboso. Supongo que a estas alturas nada bueno podía  esperar de todo esto salvo que acabase  pronto.

Deduje (en un alarde de inteligencia sin precedentes) que me quedaba muy  poquito en este mundo si es que todavía seguía en él. “Se llevarán mi alma”, pensé,  si  eso era lo que habían venido a buscar. “Probablemente también  se coman  mi corazón”, murmuré,  porque parecían muy  hambrientas. De cualquier modo, su presencia en mi habitación no era nada relajante porque sí, estaban muy buenas, las tres, pero tenían esos detalles que te echaban para atrás, por no añadir (pues vergüenza me da) que en la entrepierna no  sentía absolutamente nada y no me apetecía echar un vistazo para comprobar si allí abajo estaba todo bien.  Considéralo orgullo de hombre, si quieres. 

En definitiva, su  visita no resultó  agradable. Y ellas lo sabían, porque sonrieron  aunque sus miradas en todo momento me parecieron tristes y lejanas, como si sintieran lástima  por mí, algo que me dejó desconcertado.

Supongo que el alma se me escapó en el mismo momento en que las vi inclinarse sobre mí y mi conciencia fue barrida por un abrigo de sombras imprecisas. Mi vida se entregó  a la oscuridad y nadie me pidió opinión al respecto. Me dejé llevar. Nada pude hacer para evitar todo esto porque no se trataba  de un sueño del que fuera a despertar. Era  tan real como la vida misma, una vida agotada y que ya no me pertenecía.

Ellas eran Las Tres Malditas, tres seres abyectos  que a veces se cuelan en la habitación de los hombres solitarios.


Yo, por mi parte, solamente soy un pobre desgraciado que ha sido condenado al sufrimiento perpetuo sin conocer causa ni razón.