SANGRE ("El Sacrificio")


¡¡SANGRE!! 
“El Sacrificio”


Mientras el hacha caía salvajemente sobre la cabeza y el cadáver se agitaba como si estuviera vivo, varios cuchillos se clavaron en el abdomen y lo abrieron en canal, como en una verdadera matanza llevada a cabo por cuatro psicópatas dementes.  Numerosas personas  presenciaban la cruel salvajada, con las cabezas agachadas con la intención de que sus miradas no retuvieran la escena para evitar los crudos recuerdos de unos hechos tan abominables como necesarios. Cuando los cuatro sanguinarios muchachos quedaron inmóviles con sus cuchillos  y hacha aún agarrados por unas manos temblorosas  completamente manchadas de sangre, uno de ellos giró la cabeza para dirigirse al grupo que se encontraba a un lado de la estancia.

-¿Cómo están las cosas ahí fuera?

Un hombre mayor, apoyado en un viejo bastón, movió su tembloroso cuerpo para asomar el rostro por la ventana. Se giró y la expresión pálida que mostraba su cara era suficiente respuesta, aún así, la voz ronca brotó de su garganta.

-Sigue todo igual.

Un silencio opresivo se adueñó de la estancia. Los cuatro verdugos que habían matado al hombre se miraron consternados, vencidos por el miedo y la impaciencia.  Sus cuerpos estaban cubiertos de la sangre de sus víctimas. Miraron a los presentes  y uno de ellos dijo:

-El siguiente.

El grupo que estaba allí dentro, formado por cinco ancianos, tres hombres, dos mujeres y cuatro niños, desviaron sus rostros para contemplarse hasta que una de las personas mayores, precisamente la que había contemplado el horror por la ventana, dio un paso al frente.

-Yo mismo.

Los cuatro verdugos retiraron a empujones el cadáver del hombre que acababa de morir e hicieron sitio para que se tumbara su nueva víctima. El anciano se colocó sobre la mesa. Su cabeza quedó al borde de la misma, prácticamente colgando. Miró a los cuatro ejecutores, que mantenían expresiones adustas en sus rostros. Uno de ellos levantó el hacha por encima de su cabeza y la mantuvo firme, como si hubiera quedado inmovilizado, los otros tres aguardaban el momento preciso para acuchillar y abrir en canal al hombre. Nadie dijo nada. Todos contemplaban la escena, esperanzados, eludiendo mirar hacia el horror que se desataba en el  exterior.

El hacha bajó con violencia. La cabeza del anciano se desprendió de su cuerpo produciendo un sonido tosco y desagradable. Rodó con los ojos abiertos y quedó inmóvil junto a los pies del grupo que observaba el acto. Seguidamente, las afiladas hojas de los cuchillos se clavaron en el cuerpo arrugado de la víctima y la sangre saltó a borbotones, después, extrajeron sus armas y la sangre brotó con mucha más fuerza, resbalando por la mesa y cayendo hacia el suelo. Los cuchillos bajaron de nuevo sobre el cuerpo y lo abrieron en canal, para que las entrañas de la víctima quedaran al descubierto. Los cuatro muchachos, exhaustos, giraron sus cabezas para observar al grupo. No hacía falta hacer ninguna pregunta.

Una de las mujeres, con el rostro cubierto por el espanto se llevó las manos a la boca para evitar las arcadas y se dirigió hacia la ventana. Al volverse de nuevo, las lágrimas resbalaban por sus mejillas para negar con la cabeza.

-¡Siguiente!.-dijo uno de los cuatro muchachos con un soplido que denotaba cierta decepción.

Ninguna de las personas se movió del grupo. Se miraron unos a otros mientras los cuatro ejecutores desplazaban el cuerpo destrozado del anciano y lo tiraban al suelo. En el exterior, una oscuridad opresiva dejó paso al sonido de un viento solitario al que le acompañaba una sensación de terror absoluto.

-¡Siguiente!

El grupo se miró horrorizado. Hombres y mujeres comenzaron a lloriquear mientras los niños permanecían asustados, a un lado de la pared. Uno de los ancianos trató de infligirse un poco de valor y habló:

-Uno de los niños. Tal vez eso lo calme…

Nadie dijo nada pero las cabezas giraron hacia los cuatro pequeños, tres niños y una niña, cuyas edades oscilaban entre los cinco y ocho años. El silencio que reinaba en la estancia se vio interrumpido por el sonido del viento cada vez más elevado y el ruido de la lluvia golpeando el techo y los ventanales.

Los cuatro niños miraban horrorizados al grupo de adultos, con los ojos muy abiertos e inyectados en el terror que suponía convertirse en un cuerpo abierto de arriba abajo. La niña, vestida con un trajecito azul y  salpicaduras de sangre en los brazos, dio un paso al frente.

-Que sea él.-dijo señalando a uno de los niños.

El pequeño comenzó a lanzar un berrido tremendo que heló la sangre de todos los presentes y lloró a pleno pulmón. Chilló y gritó. Retrocedió. Trató de salir por la puerta pero se encontraba cerrada. Varios de los presentes tuvieron que agarrarlo para conducirlo hasta la mesa y lo ataron con fuertes correas. Los cuatro ejecutores se miraron sin estar convencidos de que el sacrificio fuese efectivo. Si no había voluntad del desdichado su muerte quizá no surtiera efecto, sería una muerte en vano.

El hacha se levantó en el aire. El pequeño cuerpo del niño se agitó compulsivamente y su garganta lanzó un alarido que arañó el alma  de todos los presentes. Los cuchillos estaban preparados para perforar la piel del infante y desgarrar sus tejidos para que la sangre brotara y la vida del pequeño se apagara.

El niño se agitaba violentamente, movía su cuerpo con la pretensión de escapar de las ataduras y lanzó un grito aterrador cuando el hacha cayó de las alturas para destrozar su cerebro de un solo golpe…

…pero el hacha no llegó a tocarle. Se detuvo en el aire, secamente. La persona que aferraba el mango de madera con sus gruesas manos la soltó de golpe y bajó la cabeza  para mirar su estómago. El mango de un  cuchillo asomaba de su vientre  mientras la larga hoja se había introducido en su cuerpo y lo desgarraba con un dolor inmenso. Uno de sus compañeros se había agitado sobre sí mismo ante la sorpresa de todos  para detener el golpe del verdugo. El ejecutor había soltado  el hacha presa del dolor. Se inclinó sobre su cuerpo y se llevó las manos a la empuñadura  del cuchillo, tratando de sacarlo. Bramó de dolor. Todos los presentes se quedaron estupefactos, impotentes.

Mientras el niño atado se agitaba, uno de los ejecutores levantó su cuchillo  y desgarró el aire con violencia con la intención de introducirlo  en el cuerpo del pequeño, que lanzó un berrido más propio de un demonio infernal que de un ser humano asustado. El cuchillo bajó violentamente y estuvo a punto de perforar el corazón del niño cuando se detuvo en seco. Un sonido gutural, procedente del exterior, hizo retumbar los cimientos de la vieja edificación donde aquellas personas se encontraban. Se asomaron por la ventana,  aterrorizados, y vieron cómo la sangre que llevaba cayendo  de las nubes desde hacía tres días ahora era más fuerte e intensa. Hubo exclamaciones cuando el cielo se iluminó y el poderoso sonido de un trueno provocó que el cristal de uno de los ventanales se resquebrajara para posteriormente estallar en varios pedazos.  El fuerte viento empujó la lluvia de sangre y la hizo entrar en la estancia, golpeando con severidad los rostros asustados de todos los presentes. Aquella sangre era caliente y espesa, como si hubiera salido recientemente de cuerpos vivos. El cielo estaba tan oscuro, caía tanta sangre del interior de las nubes,  que cabría suponer, quizá, que  las almas de los difuntos se habían roto.

-¡Matad al niño!.-dijo uno de los ancianos aterrorizado, contemplando los charcos de sangre que se estaban formando en el exterior y comprobando cómo en la lejanía se podía percibir el mar alborotado donde sus aguas, convertidas nuevamente en sangre, se agitaban malhumoradas.

Cuando los rostros del resto de los presentes se giró para contemplar el sacrificio, descubrieron anonadados que la mesa donde hasta entonces se encontraba atado el pequeño estaba vacía, que el niño había desaparecido y que uno de los ejecutores también se habían esfumado; los otros dos yacían con la garganta abierta y muertos, tirados en el suelo, junto a sus cuchillos ensangrentados.
Los cuatro ancianos se miraron  aterrorizados y las dos mujeres mostraron en sus rostros el espanto y el horror de lo que aún  está por venir. Los niños miraban por la ventana.

-El mar se está acercando.-dijo la niña mientras los dos varones daban pasos hacia atrás, alejándose de la ventana. Los cuatro ancianos y las dos mujeres se asomaron por ella, dando la espalda a la puerta  abierta por la que había escapado uno de los ejecutores  que se había llevado al niño.

El mar estaba embravecido, la sangre que lo formaba se agitaba compulsivamente mientras las nubes del cielo se tornaban más oscuras y arrojaban con furia trozos duros y coagulados de sangre, que caían violentamente sobre la tierra, produciendo un ruido ensordecedor. El viento arrastraba esa sangre para introducirla por el hueco de la ventana rota.. Un miedo atroz cubrió los ojos de todos ellos cuando la sangre del mar se levantó en una enorme columna  de masa sangrienta y se dirigió irremediablemente hacia la aldea.

Uno de los ancianos  cogió un  cuchillo  del suelo y degolló a una de las mujeres, que cayó fulminada junto a los otros cuerpos, sin producir el más mínimo ruido. La sangre brotó de su cuerpo, oscura, lenta y espesa. A la vez que caía, el viejo miró hacia el exterior con cierta esperanza… pero aquella muerte no había aplacado la ira desatada. La lluvia fue si cabe más intensa y el viento rugió como la garganta de un demonio mientras las olas sangrientas del mar se levantaban aún más  para dirigirse hacia tierra.

Desesperados, los otros ancianos cogieron los cuchillos y el hacha, dispuestos a sacrificar al resto de los presentes y si sus muertes no daban resultado se matarían entre ellos con la esperanza de que alguna de las muertes fuera lo suficientemente digna como para gozar del respeto de los dioses. Sin embargo, ellos sabían que nada podrían hacer, uno de los ejecutores por alguna razón había detenido la muerte de un pequeño niño y se lo había llevado, quizá para salvarlo, probablemente para sacrificarlo y gozar de los privilegios que supondría llevar a cabo aquella acción en solitario, violando las normas y la tradición. Tal vez aquél niño era la víctima escogida, probablemente ni siquiera eso.

A pesar del convencimiento de que todo sería en vano, el hacha golpeó la espalda de la única mujer que seguía viva y su cuerpo se estrelló contra la pared. El filo del hacha le había provocado una profunda herida pero no murió en aquél momento. Quedó tendida en el suelo, apresada por el  dolor, mientras la sangre salía de su cuerpo, inundando su garganta. Poco tardaría en morir.

Los niños gritaron. Retrocedieron asustados al contemplar las diabólicas expresiones en los rostros de los cuatro ancianos que avanzaban amenazadores hacia ellos, sujetando los cuchillos y el hacha.  No podían escapar por la puerta y la única opción podía ser saltar por la ventana. Casi no  tendrían tiempo para ello.

Mientras, el mar de sangre avanzaba a pasos agigantados consumiendo la tierra y haciéndola desaparecer bajo su manto espeso y dulzón; las gruesas gotas de sangre que derrababa un cielo tan oscuro como los ojos de la muerte teñían todo de un inquietante color rojizo; el viento helado agitaba la sangre que viajaba por el aire para golpear las casas y provocar un sonido similar a cuando aplastas un escarabajo.

 La niña fue la primera en subirse a la ventana y sin mirar atrás, saltó. A los dos niños no les dio tiempo porque las mugrientas manos de los ancianos aferraron sus cuerpos y tiraron de ellos. 

Los dos pequeños gritaron y patalearon pero las manos adultas los sujetaron. Uno de los ancianos levantó el hacha y decidió bajarla para cortar la cabeza de uno de  los dos niños. En ese momento rugió el cielo enfurecido y un brillo intenso apareció entre las nubes oscuras. El hacha cayó al suelo acompañado del cuerpo fulminado del anciano. Los otros tres hombres se miraron sorprendidos mientras los niños se levantaban y huían por la puerta. El rostro de la niña se asomó por la ventana. Fue lo último que los tres ancianos vieron porque una masa enorme de sangre caliente  engulló a la niña y penetró violentamente en la estancia, arrasándola por completo,  llevándose con ella el cuerpo de los viejos que perecieron ahogados y alcanzar  finalmente a los dos niños que pretendían escapar del horror. Sus pequeños pulmones se llenaron de  gran cantidad de espesa y turbia sangre  y poco después sus cuerpos aparecieron flotando  en la superficie espesa de un siniestro mar de color escarlata.



LA VOZ DE LOS DIABLOS


Abro  la puerta y me encuentro al grupo de padres plantado delante de mi casa. Están nerviosos, casi diría que asustados y lo estuvieron desde el mismo momento en que sus preciosos hijos los convencieron  para venir al cumpleaños.

Imagino que todos y cada uno de ellos intentaron persuadirlos, manifestando   que no era buena idea pero ya ves, al final vinieron, todos ellos, en contra de la voluntad de sus fantásticos y bien educados papás. Y ahora aquí están, con caras largas y miradas bajas, viniendo a recoger a sus hijitos del alma no vaya a ser que el malvado ogro haya devorado sus lindos y dulces cuerpercitos.

A pesar de que los habían dejado a las cuatro de la tarde y ahora eran ya casi las siete, ninguno de esos padres se alejó demasiado de la casa. Los había estado observando desde la ventana del salón y no tuve ningún reparo en mantener mi figura visible apoyada en el cristal, para hacerles entender que simplemente sabía que estaban ahí. Dieron vueltas, hablaron entre ellos, se metieron en el bar de enfrente y se asomaban cada pocos minutos para mirar hacia la casa. No sé qué esperaban escuchar, quizá gritos horrendos de las gargantas rotas de sus hijos si decidía  cortarlos en mil pedazos; no sé qué esperaban ver, tal vez a mí arrastrando sus pequeños cuerpos y echándolos en el contenedor de la basura. Pero nada escucharon y solamente me vieron a mí, colocado frente a la ventana, mirando directamente hacia ellos. Dudo que pudieran apreciarlo, pero yo sonreía de oreja a oreja.

-¿Dónde están los niños?.-pregunta unas de las madres. Noto  su voz poseída por un miedo tremendo que casi me hace estallar en maquiavélicas carcajadas pero al ver que la mujer se oculta detrás de la espalda de un fornido padre opto por no asustarla demasiado. Sonrío y respondo, aunque mi respuesta, a tenor por las expresiones en sus rostros, que muestran espanto y temor, no los tranquiliza.

-Vuestros hijos están en el sótano. 

Después de pronunciar aquellas palabras comprendo que suenan un tanto lúgubres, siniestras y que también resultan macabras. No se atreven a decirme nada más. Yo me aparto a un lado y les invito a entrar. No mueven ni un solo músculo, solamente sus ojos tratan de examinar con precisión lo que sus miradas alcanzan, esperando ver aparecer en cualquier momento los rostros alegres de sus amadas criaturas. Ya les he dicho que están en el sótano, no pueden verlos. Aún no…

Restando importancia al desprecio que me han hecho, comprendiendo que simplemente los padres estaban asustados por sus hijos, dejo la puerta abierta y les doy la espalda. Escucho algunos murmullos pero no entiendo las palabras que dicen, probablemente rugidos a modo de protesta. Si quieren entrar están invitados, la puerta permanece  abierta y en el fondo sé que lo harán, por muy asustados que estén, porque sus hijos se encuentran  bajo mi techo…

Para cuando entran yo ya estoy sentado en la butaca del salón. Los invito a tomar asiento, les ofrezco algo de beber pero se niegan tanto a una cosa como a la otra. Mueven sus cabezas de un lado a otro examinando mi casa y por consiguiente juzgándome pero yo soy lo que soy y nunca se lo he ocultado a nadie. Debo  admitir, por deferencia, que ellos tampoco.

Noto el ambiente tenso, bastante molesto, casi inquietante. Los observo con interés. Uno a uno, depositando mi mirada en los rostros de todos ellos. Se sobrecogen. El miedo que sienten los tiene completamente agarrotados y apestan a temor. No digo palabra alguna, es  absurdo mantener una conversación con ellos y al fin y al cabo tampoco tengo nada interesante que contarles y no me apetece hablarles del caluroso verano que estamos teniendo últimamente, lo cual resulta más que evidente.

Al advertir que alguno de ellos tiembla, que realmente se encuentran a disgusto y preocupados, no puedo hacer otra cosa que levantarme y finalmente dedicarles unas palabras.

-Pronto saldrán.-digo sin mirarlos directamente.-La fiesta tiene que estar a punto de terminar.

Unas risas infantiles que proceden de la lejanía no traen mucha tranquilidad, porque han sonado  distantes y distorsionadas. Me encojo de hombros. Las risas de unos niños no pueden  sonar mal de ninguna manera.

-Parece que ya vienen.-murmuro.

Pero tardan en aparecer  hasta que finalmente la puerta que conduce al sótano se abre produciendo un golpe inesperado que sobresalta a los padres de aquellos niños. Uno a uno van emergiendo del sótano, caminando con extrema lentitud.

Están completamente desnudos y sus cuerpos se encuentran cubiertos de sangre. Arrastran en sus miradas un brillo maligno y sus labios forman una sonrisa de entera satisfacción. Llevan en sus manos un largo y afilado cuchillo que aún chorrea sangre y  que sueltan a medida que se acercan a sus padres. Los recojo para dejarlos sobre   la mesa.

-Perdón, enseguida arreglo todo esto.

Los padres de todos aquellos niños no dicen absolutamente nada. Están asombrados pero se van relajando porque sus hijos se encuentran  bien, aparentemente.

Llamo a mi pequeño, que tarda en subir las escaleras. Es el único que está vestido, el único que no está manchado de sangre, el único que lleva en sus ojos el brillo característico de la inocencia de un niño. Sonrío antes de dirigirme a él.

-Carlos, lleva a tus amigos al baño y que se limpien bien, después que se vistan que sus padres y madres están impacientes por llevárselos.

Mi hijo llama a sus amigos y los siete pequeños giran sus cuerpos desnudos y se acercan. Carlos sube unas escaleras para ir a la planta de arriba y los otros niños lo siguen como autómatas, en fila de a uno, en perfecto y ominoso silencio. Resulta escabroso contemplar sus finas pieles oscuras cubiertas de sangre  y cuando desaparecen me vuelvo  hacia los padres.

-En unos minutos estarán listos. Quizá debí haber previsto esto pero ya saben que los niños son impredecibles. Carlos los ayudará a limpiarse y después bajarán ya vestidos, luego se los podrán llevar y espero, de corazón lo digo, que se lo hayan pasado bien.

Ninguno dice nada. Noto en sus rostros cierta repulsión y en sus miradas brillos delatores de burla, como un alarde infinito de superioridad. Los maldigo en silencio y no puedo evitar sonreír porque, de algún modo, ya están malditos, atrapados por los prejuicios.

Permanecemos en silencio. Yo los observo. Para ser un grupo de demonios no tienen muy mala pinta aunque esos ropajes negros y las oscuras ojeras que rodean sus ojos podrían delatarlos al conocimiento  de los entendidos. Lo que de ningún modo los ayuda a pasar inadvertidos, sin duda, son las pequeñas orejas acabadas en punta, como la hoja de cuchillos afilados. Ellos me miran de soslayo, con sus pupilas agraviadas por un color realmente inquietante pero prestan  demasiada atención a las escaleras vacías por donde han desaparecido sus hijos. Supongo que un ser humano como yo, sencillo y normal, no reúne los requisitos necesarios para que me presten un poco de atención ni mi hogar, pequeño, luminoso y humilde, no es digno de su presencia y respeto. A mí me da igual, si he invitado a esos niños a mi casa ha sido para celebrar el cumpleaños de mi hijo que se hizo amigo de estos pequeños diablos en el colegio. He cumplido las normas, he celebrado la fiesta siguiendo las indicaciones escritas en el manual que nos facilitaron en el colegio y creo que se lo han pasado bien. Mi hijo estará feliz y eso es lo único que me importa.

Desde la planta de arriba nos llegan las voces y las risas de los niños y poco a poco van apareciendo, bajando lentamente por las escaleras, como autómatas. Ya están vestidos. Sus ropas oscuras convierten sus figuras en rasgos de penumbras inquietantes y maquiavélicas. Pasan por mi lado con expresiones sombrías cubriendo sus rostros pálidos y demoníacos y alargan sus pequeños brazos para agarrar las manos de sus papás. Sus caras son inexpresivas, como tablas podridas repletas de bichos. Se van marchando con sus padres, uno a uno los veo salir por la puerta y perderse en las calles, dirigiéndose a sus lúgubres hogares. Ninguno de ellos se despide, tampoco lo hacen  sus padres y los últimos ni siquiera realizan el esfuerzo de cerrar la puerta a sus espaldas. Me encojo de hombros y entonces me doy cuenta de que mi hijo no ha bajado aún. Lo llamo y no responde.

Cierro la puerta de la calle y dirijo mi mirada a la puerta abierta del sótano. Supongo que debo limpiar todo aquello… 

-¿Carlos? ¿Estás bien? Voy a adecentar el sótano, cuando bajes puedes ponerte algo de comer, la nevera está llena.

No me responde pero no subo para comprobar cómo se encuentra  y me dirijo al sótano. Bajo las escaleras y al llegar  alargo la mano para encender la luz y comenzar a limpiar los restos de la fiesta de cumpleaños. La verdad es que tiene pinta de que los chavales se lo han pasado muy bien. Escucho ruidos en la cocina y supongo  que mi hijo  está  haciéndose un bocadillo o se calentará la pizza que sobró anoche. Después se irá a la cama. En cuanto acabe de limpiar  me tumbaré  con él unos minutos y hablaremos.

Observo el sótano y me da pereza empezar. Lo primero que voy a hacer es descolgar los cuerpos abiertos en canal que penden del techo. Siete en concreto, uno por cada amigo de mi hijo. El suelo está completamente cubierto de sangre y hay restos de vísceras por todas partes. Supongo que traje demasiada comida para que a los pobres diablos no les faltara de nada.

Sobre la mesa que coloqué en el centro hay cuatro cabezas cortadas con la boca abierta. Por ellas asoman sus largas y oscuras lenguas, atravesadas por alfileres  negros. Las lenguas están  destrozadas, agujereadas por completo, por lo que intuyo que los muchachos se lo han pasado francamente bien. A las cabezas les faltan los ojos. Dos agujeros desagradables están en su lugar, cavidades vacías, de horrible aspecto. Los diablos se los han tenido que comer. Por lo que me dijeron, son de las golosinas más sabrosas.

Agarro las cabezas y las meto dentro de un saco. Después descuelgo los cuerpos abiertos en canal y me imagino a los amiguitos de mi hijo disfrutando como genuinos diablos,  abriendo esos vientres fríos y rígidos para meter sus cabezas entre las entrañas. “El Juego de los Valientes”, que suelen llamarlo, pero no sé bien por qué.

Tras el esfuerzo que supone apilar los cuerpos de los desconocidos en un rincón y que después debo trocear e introducir en bolsas de basura para tirarlas en el contenedor antes de la medianoche, que es cuando pasa el camión de la limpieza, me pregunto cómo podré quitar la  sangre del suelo y las paredes. Mi idea inicial había sido forrar todo con plástico y papel para evitar las manchas pero Carlos me había dicho que entonces sería “menos divertido” y ante todo está la felicidad de mi hijo. Tenía mucho trabajo por delante y al menos iba a necesitar un par de días para dejar aquello como si nada hubiera ocurrido.

Recojo las velas negras que había colocado en el suelo, en los vértices de un pentagrama dibujado con tiza, ya apagadas y casi consumidas y las meto en otra bolsa. Las lanzo junto al bulto donde están las cabezas cercenazas. Miro en rededor. Hay  restos de cadáveres a un lado y otro del sótano. Siento  algunas arcadas al descubrir trozos de hígado pisados, hecho papillas encima de unos platos e intestinos resbalando entre las sillas. No han comido mucho, la verdad, y es una pena tirar todo aquello pero no queda otra opción.

Cuando decido descansar son ya las dos de la mañana. Me ha costado mucho llevar los cuerpos desmembrados al final del jardín  para dejarlos en el contenedor. Incluso he tenido que  pedir al conductor del camión que aguardara unos instantes pues le señalé que  aún debía recoger las cabezas del cumpleaños y él, lejos de molestarse y poner cara de energúmeno, se bajó del camión y me echó una mano. 

-Espero que los chicos se lo hayan pasado bien.

-Yo creo que sí. Gracias

Se marchó y permanecí unos instantes observando el camión, hasta que las luces se extinguieron en la oscuridad. Encendí un cigarrillo, lo fumé tranquilamente y después volví al interior para seguir limpiando.

Oigo ruido a mis espaldas y me giro. Carlos está  sentado en mitad de las escaleras, con la cabeza  hacia abajo. Tiene  la barbilla pegada al pecho. Me siento  junto a él.

-¿Qué te pasa, Carlos, no te lo has pasado bien?

Se encoge de hombros pero no levanta la cabeza. Parece triste y le paso el brazo por los hombros. No se mueve.

-¿Qué te ocurre?

No me responde. Me agacho sobre él y le pido que levante  su cabeza pero no quiere hacerlo. Trato  de levantársela yo pero no lo consigo. Le obligo a ello y al hacerlo descubro que sus ojos están cubiertos de  lágrimas.

-¿Te han hecho daño tus amigos?

Niega con la cabeza y se levanta para subir corriendo. Voy  tras  él y lo pillo mirando por la ventana. No puedo entender qué es lo que ha pasado en la fiesta para que ahora se comporte de este modo   y juro que si alguno de esos pequeños diablos le ha hecho algo no dudaré  en ajustar cuentas con sus padres, por muy demonios que estos sean. Carlos había insistido mucho en invitar precisamente a esos amigos  y no a otros compañeros de colegio. Quería precisamente al grupo de esos siete muchachos que vivían en este pequeño y oscuro pueblo en el que habíamos caído sin comprender que casi nos estábamos metiendo en el mismísimo infierno. Nunca supimos, hasta que fue demasiado tarde, que habíamos comprado una casa en un pueblo maldito y aunque en el colegio mi hijo jugaba con  niños humanos, aquí, en esta población, sólo había demonios y era fácil vivir con ellos si aceptabas sus normas y costumbres. Y nosotros lo hicimos. Hoy había sido el primer cumpleaños que mi hijo había celebrado con ellos y nos ajustamos a las directrices establecidas. Aún así, nunca fuimos bien recibidos. Ellos, los demonios,  aunque parezca extraño entenderlo, nos tenían miedo a nosotros, los humanos, como si fuéramos bichos raros. 

Necesito saber por qué Carlos se encuentra  tan triste y deprimido. Comienzo  a hablarle. Sigue dándome la espalda. Mira por la ventana. Tiene los brazos levantados y las palmas de las manos pegadas al cristal, al igual que su frente. Guardo silencio, extrañado, cuando descubro un inesperado resplandor en el exterior. Me asomo a la otra ventana. No me doy cuenta de que Carlos abandona su posición y desaparece en una de las habitaciones.

Fuera está  ocurriendo algo extraño. El resplandor, tembloroso e inquietante, procede de varias antorchas colocadas en círculo alrededor de la casa. Están clavadas en el jardín y nosotros nos encontramos  en el centro. Junto a aquellas antorchas  vislumbro la silueta de siete niños vestidos enteramente de negro y no dudo de que son los mismos que han estado horas antes en la fiesta de cumpleaños. Esta vez sus padres no aparecen por ninguna parte. 

Por primera vez desde que nos mudamos a aquella casa estoy asustado. Nunca los diablos, ni tampoco los demonios, habían hecho algo tan extraño e intuyo que no significa nada bueno. Escucho ruido a mis espaldas pero no me giro, supongo que Carlos permanece  tan asustado como yo. 

No quito ojo de la visión que me aguarda en el exterior. Las siete diminutas figuras permanecen  inmóviles, con sus rostros volcados hacia la casa. Desde la distancia puedo apreciar  sus pupilas dilatadas y encendidas, recubiertas de un fulgor rojizo que me hace palidecer. Temo por mi vida y sobre todo por la de mi hijo pero no muevo  ni un solo músculo. Ha sido un error convivir con los demonios, no cabe duda. La tranquilidad nos ha arropado hasta este mismo momento pero aquellos seres son  perversos por naturaleza y ahora, por algún motivo, están aquí y vienen  a por nosotros. Son unos malditos críos pero no hay  nada que hacer, solo espero que no quieran entrar, que todo no sea más que una broma para asustarnos. Si es así, lo están consiguiendo. 

Apenas me da tiempo de girarme cuando vuelvo  a escuchar un ruido extraño a mis espaldas pero consigo ver venir el filo del hacha que se aproxima vertiginosamente hacia mí. Antes de recibir el impacto y de que mi cabeza vuele para estrellarse contra la pared, puedo fijarme en la expresión maléfica que contiene el rostro de Carlos. Parece que lleva  una máscara cubriendo su angelical cara, tal vez para semejarse a ellos,  y en el momento en que mi cabeza se separa del cuerpo, comprendo y acepto  que mi querido hijo ha decidido dejar  de ser humano para convertirse en  diablo.

Algo ocurrió en la fiesta de cumpleaños, algo que le llamó poderosamente la atención, que le excitó y entusiasmó, que le hizo querer ser como ellos y entendió que tal vez  (quizá aconsejado por sus amigos) la única forma de abrazar el Mal fuera  realizando un acto malvado. Y el cabrón de Carlitos ha  decidido  liquidar  a su querido papá. 

Tal vez en su defensa esgrimirá el argumento de que las voces de los diablos le animaron a ejecutar tan salvaje acto  y en esta ocasión, casi de forma literal, no le faltará razón…




CITA CON LA MUERTE


El motor del coche rugía bajo la lluvia. Dentro del vehículo, un hombre barbudo de cuarenta años se aferraba al volante y mantenía los ojos clavados en la poca visibilidad que facilitaba la lóbrega  tormenta que se había desatado apenas hacía veinte minutos. El cielo, cubierto de un manto oscuro y tenebroso, arrojaba agua como si deseara ahogar a todos los habitantes del planeta. Las gotas de lluvia golpeaban la carrocería y el ruido que producían estaba poniendo de los nervios al hombre que dudaba si detenerse en el arcén para protegerse  del temporal o seguir conduciendo hasta su destino final. Optó por continuar adelante. Tenía un trabajo que realizar  y no podía faltar a su cita ni retrasarse. El cielo se iluminaba cada pocos segundos para dejar paso a fuertes explosiones que hacían retumbar los cristales del automóvil. Estaba claro que el hombre conducía bajo el epicentro de la tormenta.

No se detuvo. Levantó el pie del acelerador pero siguió conduciendo colocando todos y cada uno de los sentidos sobre la calzada. Los faros del coche apenas desgarraban la oscuridad, una oscuridad que parecía agitarse en la noche, bajo el diluvio, como seres diabólicos y amenazantes. Entonces, casi de refilón, sus ojos detectaron movimiento a un lado del camino.

No podía dar crédito a lo que estaba viendo. Una figura caminaba por la derecha, bajo el aguacero. Llevaba un traje de agua de color verde completamente empapado y portaba una vieja maleta. El hombre arrugó su rostro en señal de sorpresa y aminoró más aún la velocidad. ¿Quién en su sano juicio podía estar caminando por la carretera a esas horas y con semejante temporal?

Tocó la bocina manteniendo aún la sorpresa anclada en su rostro pero la figura siguió caminando, como si aún no se hubiera percatado de su presencia. El hombre apenas podía vislumbrar con detalle la figura que deambulaba y más parecía una masa verde oscura que chorreaba agua que una persona desorientada. Le llamó la atención la maleta que portaba en su mano izquierda. Por lo que podía intuir, pesaba demasiado y la figura se detenía cada pocos metros para dejarla en el suelo y al instante agarrarla con la otra mano. El hombre miró el reloj del salpicadero y masculló una maldición que arrojó a través de sus dientes apretados. Llegaba tarde. Y podía tener problemas por ello si no resolvía el asunto de forma satisfactoria. A veces ocurría, pocas, la verdad, pero se les permitía una serie de errores si estaban justificados aunque una tormenta, por muy terrible que  fuera, no entraba dentro de esas “anomalías que te permiten faltar a la cita”. De cualquier modo, la realidad era que no llegaba, que la persona con la que había quedado iba a librarse de su encuentro y era evidente que tenía que poner remedio a una situación que por mucho que adornara en su informe le podría ocasionar serios problemas. Entonces, sabiendo que su cita se anulaba en ese preciso instante y que hiciera lo que hiciese no podría llegar,  prestó mayor atención a la figura que caminaba delante suyo y se encogió de hombros: Ahí estaba la solución.

Tocó la bocina y el ruido quedó ahogado por el retumbar de un poderoso trueno, después, un nuevo relámpago alumbró la escena para apagarse de inmediato y permitir  el rugido del cielo enfurecido. Volvió a presionar el claxon y esta vez la figura se detuvo en seco. El hombre vio que se giraba unos instantes. Llevaba una capucha puesta por lo que su rostro permaneció oculto bajo ella, ayudado por el manto de oscuridad que cubría   el exterior. Aún así, la figura comenzó a caminar hacia el coche.

El hombre no dudó en ningún momento en apretar el botón para bajar la ventanilla que estaba situada a su derecha. Observó un momento la oscuridad que reinaba a su alrededor, iluminada tenebrosamente por los relámpagos que se sucedían ininterrumpidamente, como latigazos en la espalda de un esclavo, y se estremeció notablemente. Miró  la figura que caminaba hacia el coche. Era una masa deforme envuelta en un traje de agua completamente empapado. Vio que esa figura alargaba la mano. En un primer momento el hombre pensó que la figura asomaría su cabeza para preguntar si podía subir pero dado el aguacero que estaba cayendo y el frío que entraba por el hueco que había dejado el cristal, era comprensible que  decidiera entrar directamente; él habría hecho lo mismo.

La puerta del coche se abrió y la figura pronunció algo con una voz que sonó muy débil, apenas perceptible. No pudo ver su rostro, que permanecía oculto bajo la capucha del traje de agua. Con un moviendo rápido, entre truenos y relámpagos y el sonido de un viento que trataba de llevarse violentamente las intensas gotas de agua para traer otras muchas en su lugar, la figura agarró la maleta y la colocó en la parte trasera, después, aún en el exterior, se quitó rápidamente el traje de agua y lo dejó caer en el  suelo. Se introdujo en el coche tomando asiento, cerró la puerta y volvió su rostro hacia el conductor.

El hombre abrió la boca, estupefacto, y no pudo evitar echar un exhaustivo vistazo a la mujer que se había sentado junto a él.

Abrió tanto los ojos que a punto estuvieron de salírsele de sus órbitas al contemplar las hermosas piernas que habían quedado al descubierto cuando la corta falda negra se subió más allá de la mitad de los muslos.  Recorrió aquellas piernas lentamente con la mirada y se fijó en los bonitos zapatos de tacón de aguja que cubrían sus pies. A pesar del traje de agua que había pretendido protegerla de la lluvia, el cuerpo de la mujer estaba completamente mojado y no pudo evitar que sus ojos  se posaran en la camisa blanca de manga corta que tenía pegada y que descubría, bajo la tela húmeda, un busto enorme libre de cualquier atadura; los pezones erectos se marcaban tras la fina tela. El hombre, recuperado parcialmente de la sorpresa, se sintió obligado a levantar la cabeza y descubrió el bello rostro de una mujer de labios finos y cubiertos de carmín. Sus miradas se cruzaron y él se bañó en el color celeste de sus ojos. El pelo rubio y liso de la mujer estaba completamente mojado, lo que le otorgaba un aspecto muy excitante.

-¡Qué suerte que has pasado por aquí!.-dijo la mujer bajando la mirada y girando su cuerpo para colocarse el cinturón.-Estoy completamente empapada.

El hombre no pudo evitar acariciar con su mirada los pechos de la mujer que podían verse perfectamente tras su ceñida ropa. Los grandes senos se marcaban con tanta fuerza que se imaginó tener la cabeza entre ellos. No dijo nada. Sacudió sus pensamientos, que en ningún momento saltaron de su imaginación, y pisó el acelerador con suavidad mientras la tormenta seguía desencadenada en el exterior. La lluvia caía con fuerza brutal sobre la calzada y el ruido que producía en el coche semejaba al sonido de miles de pájaros que pretendían destruir la carrocería a base de agresivos picotazos. El hombre, mientras conducía bajo el fuerte temporal, no pudo evitar mirar de soslayo las curtidas piernas de la  desconocida, acariciándolas con su mirada. Las vio temblar y estuvo tentado de ofrecerle algo de ropa para que se cubriera pero se lo pensó mejor y siguió conduciendo. Era preferible  verla así…

No hablaron durante largo tiempo. El coche parecía internarse a través de una carretera solitaria, como si estuviera accediendo a un mundo siniestro y desconocido del que nunca jamás regresarían.

-¿Cómo te llamas?.-dijo finalmente el hombre.

La mujer no respondió. Miró hacia ella y la vio con los ojos cerrados. Parecía dormida. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado y el hombre la examinó durante unos instantes. Decidió detener el coche en el arcén. Dejó el motor en marcha. Se volvió hacia ella. ¿Qué edad podía tener? Era una mujer joven, todavía no habría llegado a la treintena y era preciosa. Contempló en silencio cómo el pecho subía y bajaba a causa de su profunda respiración. Examinó sus piernas, con esos muslos relativamente separados, cutidos al sol… subió su mirada y las volvió a posar sobre los turgentes pechos. Abrió la boca y se pasó la lengua por los labios, después contempló la cara de la mujer. Era hermosa. Tenía la boca entreabierta y respiraba tranquilamente. Estuvo a punto de tocarla pero se contuvo. Se colocó nuevamente frente al volante e hizo que el coche avanzara. En silencio, estuvo pensando en la mala suerte que había tenido. El maldito temporal le había retrasado y ésa era la razón, la única razón, de que aquella mujer estuviera sentada en el interior de su coche. Era una desgracia para ella, sin duda, pero se sentía obligado a cubrirse las espaldas y garantizar a sus superiores una solución al problema de por qué la cita no se había producido y el escogido seguía viviendo. “Un alma por otra alma” y todo se quedaría en una pequeña bronca, sin que le abrieran un expediente por su incompetencia. Nunca le había pasado algo parecido, jamás había faltado a su cita pero sabía de otros compañeros que habían salvado el culo haciendo lo que estaba a punto de hacer él. 


Inmerso en sus pensamientos, el coche continuó avanzando por la carretera desierta. La tormenta, embravecida, seguía sacudiendo el exterior y el cielo, agresivo y violento, amenazaba con caerse en cualquier momento. El manto oscuro y terrorífico que lo cubría cada minuto que pasaba adquiría un aspecto más temible. En algún momento, el hombre se sintió observado y al girar su cabeza descubrió que la mujer lo contemplaba con el  rostro cansado a través de sus grandes y hermosos ojos.

-Es una pena.-murmuró el hombre volviendo la vista al frente.

-¿El qué?

-Tenía una cita, un trabajo que realizar y no he llegado a tiempo.

-¿Era muy importante?.-preguntó la mujer moviéndose incómoda en el asiento.

-Para mí solo es un trabajo pero para ellos, para mis jefes, es de vital importancia claro.

-¿Y vas a tener problemas?

El hombre permaneció en silencio varios segundos antes de contestar y lo hizo  sin apartar la mirada de la carretera.

-No, gracias a ti no los tendré.

El cuerpo de la mujer sufrió una pequeña sacudida, como si hubiera intuido el peligro  y pensando que quizá podría tomar  la decisión de saltar con el vehículo en marcha, el hombre pisó un poco más el acelerador y se internaron, más aún, en la oscuridad.

-¿Cómo te gustaría morir?

La pregunta  explotó dentro de la cabeza de la mujer que abrió sus grandes ojos y los pegó en la silueta del hombre, que seguía con la vista al frente, aferrando el volante con fuerza.

-No tengas miedo.-el hombre desvió su rostro hacia la mujer, mantenía en el interior de sus ojos un brillo de tristeza.-No puede ser de otro modo.

-Detén el coche, por favor.-pidió la mujer poniéndose tensa.

El hombre suspiró consternado y aceleró un poco más. El sonido del motor, que ahora rugía con potencia, se confundió con el ruido de los truenos que  gritaban  sobre sus propias cabezas.

-A las dos y cuarto de la madrugada, en un pueblo que aún está a varios kilómetros de distancia, un hombre de 58 años tenía que morir.
La mujer miró inconscientemente el reloj del salpicadero. Marcaban las tres y media.

-Yo tenía un trabajo que realizar, debía matar a ese hombre a la hora indicada y no he podido llegar…

-Eres un asesino.-dijo la mujer con una entonación que pareció convertirse en  una pregunta.

-Sí y no.-dijo el hombre sin dejar de mirar la carretera.

-¿Por qué tenías que matarlo? ¿Qué es lo que te había hecho?

-A mí nada, la verdad. No lo conozco.-suspiró el hombre con cierto tono de resignación.-Yo soy un simple empleado…

-¿Un asesino a sueldo?.-preguntó la mujer que  llevó una  mano a la puerta y con la otra se aflojó el cinturón.

-Podría decirse así.-respondió pensativo el hombre.-Pero no exactamente.

-¿Por qué tenía que morir ese hombre?

-No lo sé, la verdad. Yo no hago preguntas. Tenía que visitarlo a las dos y cuarto exactamente  para llevármelo.

-¿Llevártelo?

-Sí, así funciona esto…

La mujer logró quitarse el cinturón completamente e intentó abrir la puerta decidida a saltar para huir pero por más que lo intentó no pudo hacerlo. Miró espantada  hacia el hombre y se encontró con su mirada. La observaba con lástima.

-Eres una preciosidad.

-No me hagas nada, por favor…

-No tengo alternativa.-suspiró el hombre.

-Claro que la tienes. Puedes dejarme marchar.

-Entonces yo tendré problemas.

-¿Por qué?

-Es complicado.  Ese hombre no ha muerto y en su lugar tengo que entregar otra alma. Esto funciona así, ¿Entiendes?

-¿Otra alma?

-¡Tengo que matarte! ¡Dime cómo quieres morir!

La mujer permaneció en silencio sin entender las extrañas palabras que el hombre pronunciaba.

-Por favor.-volvió a decir.-Dime cómo quieres morir.

-Por qué yo…

-¡Porque estás aquí! ¡Porque ese hombre no ha muerto! ¡Porque tengo que hacer mi trabajo!  He fallado y debo asumir mi responsabilidad pero si te entrego a ti, si acabo contigo, entonces ellos me darán otra oportunidad.

-¿Quién eres?.-preguntó la mujer asustada.

El hombre detuvo el coche en seco, en mitad de la carretera. La lluvia caía con extrema violencia sobre la carrocería, los relámpagos permitían que las sombras se redujeran a tenues penumbras que se apagaban al instante  cuando los berridos de las nubes rugían con potencia. Sin dejar de sujetar el volante, sin dejar de mirar hacia el frente, el hombre contestó a la pregunta que la mujer le había formulado:

-Soy la muerte.

Tras aquellas palabras, la tormenta pareció detenerse al instante y un silencio ominoso se adueñó del interior del vehículo. Tan sólo la respiración agitada de la mujer podía escucharse. El hombre desvió la cabeza y la  miró directamente.

-No quiero matarte pero no tengo otra opción. Si no les entrego un alma inmediatamente ellos perderán la paciencia y entonces…

-¿Quiénes son ellos?

-No lo sé.-respondió el hombre con sinceridad.-Pero se alimentan de las almas y es su hora de comer.

Miró una vez más el bello cuerpo de la mujer, la vio temblar, quizá de frío, probablemente de miedo y la devoró con la mirada. Era demasiado hermosa para perder la vida tan pronto. Si pudiera encontrar a alguien más, alguien que estuviera tan cerca como esa mujer, alguien que no le importara en absoluto, que le diera exactamente igual si vivía o si por el contrario moría… entonces podría…

De pronto, el hombre ladeó la cabeza y tuvo una idea. Sonrió  Era una completa locura, un pensamiento absurdo,  pero podría funcionar. Pulsó un botón junto al volante y los pasadores de las puertas subieron, produciendo un sonido desagradable. 

-Márchate.-dijo.

La mujer abrió la puerta y salió rápidamente del coche. Permaneció unos instantes mirando hacia el hombre, creyendo que quizá él también saldría para agredirla, matarla y dejar su cadáver junto a la carretera pero el hombre permaneció sentado frente al volante. La mujer comenzó a correr, alejándose por el mismo lugar por el que habían venido, recorriendo la carretera sin mirar atrás. La oscuridad la devoró y su silueta desapareció engullida por las sombras.

El hombre forzó una sonrisa y contempló sus ojos oscuros en el espejo retrovisor, después salió del coche.

Necesitaba a alguien que estuviera muy cerca,  quedaba poco tiempo para tranquilizarlos, tenía que entregar un alma, el alma de  alguien que se encontrara en las cercanías y solamente se le ocurrió adueñarse de una de las personas que de algún modo había formado  parte de todo aquello desde el principio…

Giró su cabeza en varias direcciones hasta que encontró un punto concreto y comenzó a caminar lentamente hacia allí. La figura del hombre cada vez resultaba más grande, como si se estuviera acercando al objetivo de una cámara, como si todo esto no fuera más que una película y su imagen ocupara toda la pantalla de un viejo televisor.  Se aproximaba, despacio, sin prisa. Su imagen cada vez era más grande, cada vez estaba más cerca,  hasta que su rostro, en el que mantenía una expresión de esquiva frialdad, cubrió por completo toda la escena.

Ahora solamente eran sus ojos enormes, oscuros y tenebrosos, los que miraban hacia el frente  a través de aquél objetivo, de aquella ficticia cámara,  para clavarlos  directamente sobre  la persona que estaba leyendo esta historia. 

Sonrió.

Las palabras en la pantalla, que hasta ahora habían permanecido estáticas,  parecieron temblar detectando la inquietud del lector, que no apartaba sus ojos de estas líneas, sorprendido por el inesperado giro que habían tomado. 

Y entonces, a medida que la persona que leía  iba recorriendo estas frases, las palabras comenzaron A CONVERTIRSE EN MAYUSCULAS Y LA VOZ DE LA MUERTE ESCRIBIÓ   UNA PREGUNTA TERRIBLE QUE LO DEJO PETRIFICADO:

QUERIDO LECTOR, AMADA LECTORA, ¿COMO QUIERES MORIR?