EL GRAN ANTHONY BLAKE

No sé qué habrá sido de mi buen amigo Anthony Blake. La verdad es que se comportó como un auténtico cabrón pero yo en su lugar, de tener su mismo talento,  quizá hubiera actuado de  manera similar.

 No sé si  seguirá vivo, si logró escapar de los muertos vivientes o si se ha convertido finalmente en uno de ellos  que, por cierto,  es lo más probable. Quizá su truco no funcionó en esta ocasión  y sería de las raras veces que no logra el éxito pero aquello era una puta locura y creo que Anthony perdió la cordura. ¡Y no era para menos! 

Que las calles se llenen de cadáveres que deambulan de un lado a otro buscando alimentarse del cerebro de los vivos puede desencadenar la locura en cualquier persona equilibrada  y Anthony, a quien siempre respeté y admiré, hacía tiempo que caminaba al  borde del precipicio. No estaba del todo en sus cabales y esto fue un pequeño empujón para que se le fuera la olla y traicionara a un amigo con la única idea de  salvar su culo. 

Los zombis  fueron la ayuda sutil que lo condujo a la depravación más brutal. Si aún vive, sabe Dios (el mismo que nos abandonó a todos el  día en que los muertos recobraron la vida) que me gustaría encontrarlo de nuevo. Me fundiría en un abrazo. Ha sido mi amigo durante años. Le aprecio más que a mi propia vida pero también diré que le daría una patada en los cojones por dejarme en las manos frías y putrefactas de los revividos. Fue un mal gesto por su parte. Me sentí traicionado aunque quizá no se lo deba tener en cuenta, dadas las circunstancias y, sobre todo, porque yo hice lo mismo pocos minutos antes.

El mundo ya no es lo que era antes. Se ha podrido por completo.  La  muerte  campa a sus anchas en forma de cadáveres vivientes que avanzan hambrientos. Se han adueñado de todo el planeta. Han sembrado la destrucción absoluta y la raza humana está a puntito de ser exterminada. Seguir vivos es un privilegio, un golpe de suerte. 

Los zombis han sacado lo peor de todos nosotros. Nadie ayuda a nadie. Todos luchan por sobrevivir y da igual llevarse a un muerto por delante o a un vivo que tiene una puta botella de agua, un cartón de leche o una jodida arma repleta de munición. Ya no hay leyes ni normas. Solo guerra,  muerte viva y destrucción.

 Estamos viviendo los  últimos días de la Humanidad, al menos tal y como la conocemos. El exterminio es casi inminente.

 Somos comida para los muertos vivientes, cerebros vivos que palpitan y los atraen como la mierda a las moscas. Caer bajo sus dientes putrefactos es una simple cuestión de tiempo. Probablemente Anthony Blake ya esté criando malvas.

 Lo que hizo fue una estupidez, una mezcla de orgullo, locura, convicción y propia satisfacción personal. Pero así era Anthony Blake, un jodido prepotente al que se le cogía cariño porque en lo suyo era uno de los mejores. Y creyó que podría luchar contra ellos con sus artes de mentalista. ¡Pobre loco desgraciado!  Muy seguro no debía estar cuando me entregó directamente al grupo de muertos vivientes que se colaron en el teatro para escapar del horror. Y eso no se lo puedo perdonar. Los amigos se pierden en situaciones de este tipo. Yo hice lo mismo pero regresé. El no se dignó a darse la vuelta.

Apunto estuve de morir definitivamente. Ahora camino por las calles como un cadáver más que apesta a basura. Mantengo la conciencia aunque no sé hasta cuándo los recuerdos permanecerán intactos en mi interior. Esa es la razón de que tenga ganas de venganza, de que no me haya olvidado aún de Anthony Blake. Si me lo encontrara en algún callejón oscuro, si me tropezara con él en cualquier parte,  le daría ese fortísimo abrazo del que hablaba pero no se libraría de la patada en los cojones, por cabronazo y tampoco de los mordiscos que vendrían después. Me lo comería a bocados y sería una delicia escuchar sus horribles gritos.

Cabe otra posibilidad, bastante más inquietante. Aterradora me atrevería a decir. ¿Y si el muy cabrón se hubiera convertido en un puto zombi, al igual que yo? Impresionaría ver caminar entre las sombras ese cuerpo tan alto y delgado. Sin duda llevaría uno de sus trajes negros. Esas ojeras tan pronunciadas. Su mirada penetrante y amenazadora, casi maligna. Sería un buen muerto viviente. ¡Y pobrecitos de aquellos que se crucen en su camino! Con lo hábil que siempre fue manipulando la mente de su público, no me extrañaría que se hubiera convertido en el jefe supremo de la horda de podridos que siembran la muerte y el caos en las ciudades. Anthony Blake  es capaz de eso y de mucho más. Me cagaría encima si lo viera caminando imponente y majestuoso frente al ejército de la muerte, como dueño y señor de todos y cada uno de ellos. ¡¡Lo más parecido al Padre Isidro de “Los Caminantes” que nos podamos encontrar!!

 Confieso que más de una noche me he despertado sobresaltado, con la imagen de su rostro pálido observándome desde las tinieblas y dirigiendo a voluntad  los cadáveres vivientes. En mis pesadillas aparece levantando sus manos delgadas de largos dedos y vociferando como un monstruo. Ladea la cabeza de una forma grotesca y me taladra con su mirada. Me despierto sobresaltado y empapado en sudor. A veces pienso que no se trata de un sueño sino de una realidad camuflada en el fondo de mis propios pensamientos. A él le gustaban esas cosas. Tendría una explicación para todo esto. Por rebuscada e imposible que fuera, con su modo pausado de hablar, la convertiría en algo convincente y plausible. Convencía simplemente con su tono de voz. Ese era uno de los secretos de su arte. Y si realmente me lo encontrara presidiendo una ostentosa manifestación de zombis idiotas y tuviera un rifle en las manos creo que no sería capaz de apretar el gatillo porque Anthony Blake, después de todo, era  mi amigo.

Todo ocurrió hace apenas un par de semanas. Me estremezco solamente de pensar que en tan poco tiempo el mundo se ha ido a la mierda, que la Naturaleza violó las normas establecidas y levantó los cadáveres de sus tumbas. Todos. Sin excepción. Miles, millones de muertos salieron de sus tumbas para caminar sobre  la faz de  la tierra. Muertos sin conciencia. Muertos con un hambre insaciable.

Anthony y yo estábamos en el camerino del teatro donde él había actuado con un notable éxito, como era costumbre. Había dejado con la boca abierta a todo el público y yo, como cada noche, me había estremecido. Era jodidamente bueno y sacarle una sonrisa resultaba una tarea complicada. La verdad es que fuera del escenario era un hombre mucho más accesible pero cuando se metía en el papel Anthony Blake era Anthony Blake y podía fulminarte con la mirada. Ninguno de los dos podíamos imaginar lo que estaba ocurriendo fuera del teatro mientras él se duchaba después de su actuación, tras   flirtear con sus fans, que se sacaron fotos para colgar en el Facebook y otras redes sociales. Anthony siempre salía en las fotografías con una aureola de misterio. Sabía cómo encajar bien dentro del propio enigma que cubría su mirada. Era un espectáculo. Un buen hombre. Siempre lo fue… hasta aquella noche en la que me traicionó.

Escuchamos voces airadas fuera  del camerino. Algunos gritos y golpes. Nos miramos sin decirnos nada. Yo agaché la cabeza. Había veces que no soportaba su mirada, que me recordaba los buenos tiempos de Christopher Lee en su papel de Drácula. Sabía que me daba miedo y jugaba con mis sentimientos como siempre jugaba dentro de su espectáculo. No hicimos absolutamente nada. Ni la mente más brillante podía deducir que aquellas voces, aquellos gritos y golpes eran consecuencia de la irrupción en el teatro de un nutrido grupo de muertos vivientes que aniquilaron, prácticamente en segundos, a todo el personal del teatro, incluido al gerente. El público tampoco se salvó. Ya habían abandonado el teatro tras la impresionante actuación de mi querido amigo pero los zombis atacaron en el aparcamiento y en las calles cercanas. Con toda probabilidad murieron todos. Y de la forma más horrible.

Junto a los gritos de las víctimas que caían descuartizadas por la fuerza bruta de los muertos vivientes, o que eran mordidos por el insaciable y voraz apetito de los apestosos zombis, escuchamos gruñidos guturales y rabiosos pero no le dimos importancia. ¿Quién podía imaginar siquiera que la muerte caminaba en vida prácticamente al otro lado de la puerta? 

A veces tengo la sensación de que él, Anthony Blake, sabía lo que estaba ocurriendo pero, como siempre, sabía guardar las apariencias y su rostro, imperturbable, serio y severo, no reveló nada que me hiciera aproximarse, ligeramente al menos, a la auténtica verdad.

Ahora que le doy vueltas a todo esto estoy más convencido de que él tenía la certeza de que el mal se había desatado sobre toda la Humanidad, como la caída de una tormenta que devasta una aldea. Quizá no de la envergadura con la que íbamos a toparnos en cuestión de minutos pero debía intuir algo. Confieso que siempre he sabido que Anthony Blake usaba trucos y gestos inteligentes para confundir y hacer dudar a su público de lo que estaban viendo en ese mismo momento pero también debo decir que en lo más hondo de mi corazón sabía que Anthony tenía también algún poder de esos extrasensoriales, telepáticos o supraterrenales. Hacía cosas terribles, magníficas e inexplicables. Era un puñetero demonio cuando se lo proponía y se divertía cuando le decía que me daba miedo. ¿Qué si tenía alguna influencia sobre mí? Toda, debo responder. Y no me avergüenza reconocerlo.

Pero sí. Algo tenía que saber. Dedujo que estaban sucediendo cosas terribles en el teatro porque abrió la puerta del camerino, me miró con aquellos ojos penetrantes y me dijo que saliera a echar un vistazo. Y lo hice. Como una jodida marioneta.

Nada vi. La oscuridad en el pasillo era muy espesa y los gruñidos resonaban como lamentos agónicos de demonios infectos. Caminé entre las sombras. Me giré unos momentos y bajo el umbral de la puerta por la que había salido se encontraba la desgarbada silueta de Anthony Blake y su aspecto resultaba tenebroso, fantasmal, demoníaco. Su figura se dibujaba en la oscuridad con trazos  de corte diabólico y por unos instantes creí que sus ojos adquirían un brillo intenso y malévolo. Si hubiera agitado sus largos  brazos, aunque fuera para gastarme una broma, me habría meado en los pantalones, porque mi corazón estaba a punto de explotar. Era miedo, del auténtico. Tampoco me avergüenza admitirlo. 

Llegó hasta mí un olor nauseabundo, una peste como jamás había olido en toda mi vida.  No olía a mierda ni a huevo podrido sino a algo mucho peor. Olía a muerte en  su pletórica descomposición. Y eso era precisamente lo que vi cuando me asomé a la gran sala del teatro donde Anthony había impresionado a todos los presentes. La muerte estaba allí. Caminaba erguida en forma de cadáveres podridos a los que la vida había regresado. Y estaban comiéndose a la gente a mordisco limpio. Algunas personas yacían despatarradas en el suelo o sobre los asientos. Varios zombis les arrancaban las tripas a zarpazos o partían sus cuellos con potentes mordiscos. La sangre saltaba a borbotones, los trozos de carne se movían en las bocas podridas de aquellos muertos. Me cagué encima   cuando sentí una presencia fantasmal junto a mí. Una mano poderosa me agarró del hombro y al girarme vi el semblante serio de Anthony Blake que con los ojos enrojecidos miraba hacia la matanza que se estaba desarrollando frente a nuestras propias narices.

—Vaya, parece que la cosa está un poco complicadilla ¿no?

—¿Un poco complicada?—espeté malhumorado.—¿No ves lo que está pasando ahí fuera? ¿Qué cojones es eso? ¡Tenemos que salir de aquí inmediatamente!

Anthony no me contestó. Estaba ensimismado observando la escena. Es más, creo que disfrutaba con todo aquello. Como veía que no me soltaba traté de zafarme de un manotazo. Tenía miedo de que en cualquier momento cualquiera de aquellos monstruos se percatara de nuestra presencia. Y si los zombis tenían que elegir entre Anthony Blake, un tipo esmirriado  y que a veces daba grima, o un cuarentón regordete estaba claro hacia quién iban a dirigirse los muy cabrones.

—Tranquilo tío—dijo por fin Anthony. La verdad es que su voz sonaba tan confortable  y elegante como siempre. Me quedé embobado mirándolo y sus palabras, lejos de convencerme, me dejaron bastante confundido.—Todo lo que estás viendo ahí delante, amigo, es fruto de tu imaginación, no le des vueltas,  no tiene sentido.

—¿Qué no tiene sentido?—me rebelé y alcé la voz—¿Qué cojones estás diciendo? ¿Mi imaginación? ¿Pero no ves que se están zampando a la gente a dos putos metros de distancia?

—Puede ser—dijo Anthony. Tal vez aquella fue la primera y la última vez que le vi dudar—Solo digo que la imaginación puede…

—¡Vete a tomar por culo!—exploté y la cara de mi amigo se desencajó. En aquél momento vi su punto débil. Agachó la cabeza. Tenía miedo. Lo vi en sus penetrantes ojos. En el temblor de sus inquietantes labios. Y me giré. Ni siquiera le avisé cuando vi que un zombi de esos, con la cara repleta de pústulas cubiertas por moscas y gusanos, se acercaba con sus pútridos brazos hacia nosotros. Y suspiré cuando el muerto agarró a mi amigo. Anthony trató de zafarse con un movimiento oriental (o eso me pareció a mí) pero no quise mirar más. Corrí como un cobarde. Como un hombre que trata de salvar la vida. Sin importarme nada más que yo mismo. Allí dejé abandonado al gran Anthony Blake, que iba a morir en el teatro donde había impartido su última y  exitosa función. 

Con lágrimas bajando por mis mejillas, a causa del miedo y la impotencia que me embargaban y no precisamente por  haber abandonado a un amigo, escuché los gritos mientras me alejaba y me acercaba a la puerta de salida. Pensé que en el exterior me aguardaba la salvación. ¡Iluso de mí!  Al abrir me di de narices con la muerte  que caminaba por los alrededores. Y estaba hambrienta.

Me paré en seco. Cerré la puerta con un violento golpe. A mi espalda  los alaridos eran desgarradores y durante unos breves pero intensos segundos sentí piedad por Anthony Blake. No merecía morir así. Tampoco estaba por la labor de correr a salvarlo. Yo, sin duda alguna, era uno de aquellos miles de hombres que no tenían el valor suficiente para enfrentarse a un horror de esta envergadura. Solamente quería que el final de Anthony fuese rápido. Que dejara de sufrir de inmediato y me lo imaginé tirado en el suelo con su cuerpo desmembrado y sus brazos y piernas en manos de hambrientos muertos vivientes mientras otros trataban de acceder a su apetitoso cerebro. Y entonces me di cuenta, fue como un impulso, una intuición, que los gritos no procedían de Anthony Blake sino del propio muerto viviente. Bramaba como una bruja consumida en la hoguera, como un demonio al que le cortas los huevos con un cúter afilado, como un gato cuando le pisas la cola, como los alaridos infernales del vocalista de Judas Priest  en el “Painkiller”. Y sentí curiosidad.

Regresé por donde había venido. Los desgarradores alaridos  llegaban hasta mí y me perforaban los oídos. Si bien aquel zombi ya había dejado de proferir ruidos horripilantes ahora se les habían unido otros más. Los muertos estaban sufriendo y mi cabello se erizó como un puercoespín.

Me asomé por un recodo. ¡Había que joderse! Los muertos se agitaban como poseídos por un mal superior. Sus gargantas podridas e infectadas rugían y producían ruidos que solamente delataban un dolor insoportable. Se movían de un lado para otro, como gallinas sin cabeza. Parecían estar siendo consumidos desde su propio interior.  Algunos cayeron, otros chocaban contra las paredes o rodaban por el suelo, como peleles infectos. Y en mitad de todo aquello, en el centro del escenario, el gran Anthony Blake en una de sus poses mil veces ensayada: Los brazos levantados hacia los lados en toda su extensión. Las manos abiertas. Sus dedos me parecieron ahora mucho más largos y delgados, casi terroríficos. Y tenía los ojos muy abiertos. Movió la cabeza en mi dirección, la inclinó hacia un lado y me miró. Los vaqueros se me mojaron a la altura de la entrepierna.. Anthony Blake movió sus labios levemente y dibujó con ellos una siniestra sonrisa. Después se hizo el silencio en el teatro. Los cadáveres  quedaron tirados en el suelo. Ninguno se movía. Estaban muertos otra vez. Sin vida. Sin movimiento. Sin hambre.

Anthony se acercó hasta mí. Llevaba en su rostro el dibujo de una sonrisa extraña que le permitía el lujo de convertirlo en alguien diferente. Colocó sus manos sobre mis hombros y acercó su rostro al mío. Me susurró unas palabras. El tono grave y pausado de su voz penetró por mis oídos como una dulce melodía que me embargó y envolvió mi alma de una sensación extraña. Me di la vuelta y caminé hacia la salida. Tras de mí escuchaba los pasos del gran Anthony Blake a quien sólo le faltaba una capa negra para parecerse a un vampiro del demonio. Los ojos diabólicos siempre los tuvo. La ojeras eran parte de su personalidad y a veces incluso llegaba a pensar, por el vacuo tono de su piel, que no tenía ni una gota de sangre recorriendo sus venas. Siempre desprendió un magnetismo inquietante, una aureola de misterio lo abrigaba dentro y fuera del escenario y en mitad de un apocalipsis zombi su comportamiento mágico no iba a ser menos. Pero era mi amigo. Confiaba en él. Gran error. 

En tiempos de crisis cada uno debe de pensar en salvar su propio trasero y eso era lo que estaba haciendo Anthony. Naturalmente, de todo esto soy consciente ahora, lejos de la influencia maléfica del señor Blake. Ahora sé que me estaba manipulando, como siempre manipuló a su público, engatusándome para que bailaran al son de su siniestra música. O quizá era una venganza por haberlo dejado abandonado como un perro del que ya me hubiera cansado. No lo sé.

Mientras caminaba por el pasillo del teatro que daba acceso a la salida trasera, seguía escuchando las palabras del gran Anthony Blake. Resonaban en mi cabeza como una letanía satánica.

—“Es tu imaginación—decía pausadamente—No le des vueltas. No tiene sentido”

Había escuchado esa frase miles de veces. Así terminaba su espectáculo pero en aquél momento me convenció de que los zombis no existían, de que todo lo que había visto, las muertes producidas, la irrupción de los muertos vivientes en el teatro, no eran más que un sueño. Por eso abrí la puerta, a pesar de escuchar los golpes y rugidos de cientos de cadáveres  que se agolpaban al otro lado, nerviosos y excitados. Y entonces me topé con el grupo horrendo de zombis hambrientos que se abalanzaron sobre mí como si fuera el único trozo de carne fresca existente en el planeta.

—“Todo lo que estás viviendo es fruto de tu imaginación, no le des vueltas, no tiene sentido”—decía la voz de Anthony Blake.

¡Los cojones!  El primer mordisco me sacó de mi ensimismamiento. El segundo, que me dejó un gran  boquete en la pierna, me hizo aullar de dolor. Quise girarme como un resorte, huir a gatas de la horda salvaje que caía sobre mí pero  varios puñados de manos muertas me agarraron. Las uñas podridas rasgaron mi piel y la sangre brotó. Lenguas de tacto áspero lamieron mis heridas y dentaduras jodidamente afiladas rasgaron la carne. Mientras me retorcía de dolor y trataba, en un último intento de escapar a manotazos de aquellos monstruos,  oí con una claridad de índole extranormal el lento caminar de unos zapatos negros que resonaban sobre el suelo. Alcé mis ojos ensangrentados mientras los zombis me mordían y mi cuerpo se agitaba de dolor, y pude ver la figura sinuosa de Anthony Blake caminando con una lentitud pasmosa. Supuse que vendría a echarme una mano pero su rostro reflejaba una mirada taciturna y la expresión de su cara era como la herida de un latigazo en la espalda de los esclavos. Pasó entre los muertos sin que ninguno de ellos le prestara  atención. No se dignó a mirarme ni lo más mínimo. Alcé mi brazo y traté de agarrarlo con la mano, a la que le faltaban ya  tres de sus cinco dedos. No llegué a tocarlo y lo perdí de vista.

 Anthony Blake tuvo el detalle de cerrar la puerta tras de sí, dejándome a solas con los zombis.  Mis gritos se ahogaron dentro del teatro y lo imaginé caminando con absoluta tranquilidad por las calles de la ciudad, fundiendo su escuálida y siniestra figura  entre las sombras de una noche sumergida en la propia muerte.

Lo curioso de todo esto es que los muertos no terminaron conmigo. Al menos no del todo. Ahora soy uno de esos malditos cadáveres que deambulan de un lado a otro tratando de llevarse un trozo de carne a un estómago que en realidad no lo necesita. Y puedo asegurar que es divertido atrapar a los vivos y disfrutar de sus caras de espanto, aunque últimamente se están haciendo fuertes y les gusta reventar la cabeza de los muertos que caminan. Yo soy más o menos un trapo. Me falta un brazo, apenas veo por uno de mis ojos, tengo la piel hecha jirones y  rotas algunas costillas, varios dedos y una rodilla.  Cada día que pasa apesto más porque mi cuerpo se está pudriendo a pasos agigantados. Y todo esto se lo debo a mi amigo Anthony. Por eso camino sin rumbo fijo por las calles de la ciudad, buscándolo. Lo mataré con mis propios dientes, lo convertiré en un monstruo como soy yo porque de alguna forma sé que el gran Anthony Blake, si continúa vivo,  no estará escondido demasiado tiempo. Como la mayoría de los artistas, y él sin duda lo es, vive de su propio ego y necesita del beneplácito del público. Pronto, en algún punto de la ciudad, organizará uno de sus atractivos espectáculos y no le importará que la audiencia sea un numeroso grupo de cadáveres vivientes porque su arte es capaz de dejar con la boca abierta incluso al más lerdo de los muertos. Y cuando eso suceda yo estaré entre su público. Me acercaré y acabaré con él, dando un giro asombroso a su espectáculo. Caerá ante su público, suplicará ante mí porque le haré sufrir como nunca jamás lo ha hecho. Llorará de dolor y entonces el telón bajará, los focos se apagarán y el arte de la imaginación se rendirá hasta su inevitable final.


El gran Anthony Blake tiene escrito su propio final y sucumbirá a mi sed de venganza. No puede ser de otra forma, amigo lector,  no le des vueltas porque, como siempre repetía, no tiene sentido.