ARIADNE, La Conversión (I)

"El relato que váis a leer a continuación se está usando como guía para la creación del personaje cinematográfico: ARIADNE, del largometraje LA OSCURIDAD DE ARIADNE, producido por DEHON PC. Audiovisuales & PIAMONTE Group TV. del cuál tengo el gusto de ser el director.

El texto es una bella inspiración para todos nosotros y, de nuevo, nos muestra la maestría de Rain como creador de personajes y ambientes

Os invito a leerlo con el máximo interés, así como a seguir la pre-producción del largometraje en la web de la productora DEHON PC. Audiovisuales, S.L. (http:/www.dehonproducciones.com)"

Oscar Parra




ARIADNE, LA CONVERSION (I)
por José Manuel Durán Martínez "Rain"


Ariadne siempre había sido una niña distinta a las demás; tenía gustos y aficiones que ella consideraba normales pero que, sin embargo, nunca había visto en los demás niños.

A Ariadne le gustaba pasar largas horas en el cementerio, hasta que la tarde se convertía en noche y las sombras se iban adueñando del lugar, como un telón oscuro que traía la paz y el sosiego. Sentía algo especial acudiendo a los enterramientos y tenía por costumbre permanecer sentada junto a las tumbas, mirándolas a través de sus grandes y profundos ojos azules. No tenía miedo a los muertos, ¿Por qué habría que tenerlo? La muerte no la aterraba, sentía una curiosidad extrema que de ningún modo podía satisfacer.

A la madre de Ariadne, una mujer madura y enferma pero que no dejaba de trabajar en el campo, no le gustaba que su pequeña hija pasara tantas horas en el cementerio, como si fuera un perpetuo fantasma que acabara de salir de su tumba, además, había oído cosas.
Cosas terribles.

Ariadne era una niña preciosa, con toda probabilidad la niña más bonita de la aldea. Nadie tenía una melena tan larga y negra como ella. Su pelo era tan brillante y suave que a la gente le gustaba acariciarle la cabeza, detalle que disgustaba mucho a la niña, que huía de los vivos para refugiarse en la soledad que emana de los muertos. Sus acentuados ojos azules, de mirada intensa y penetrante, solía poner nerviosa a la gente.

Por eso habían empezado a hablar entre ellos. Algunos decían que era una niña especial, otros que tenía algo extraño en la mirada…
Y su madre había escuchado esas cosas.

Temiendo que sucediera algo trágico, intentó convencer a Ariadne que dejara de visitar el cementerio, que se comportara como una niña normal, que le ayudara a trabajar en el campo, a recoger fruta, a vender en el mercado. Y ella lo hacía, porque era una niña obediente, pero cuando tenía la más mínima oportunidad, se escapaba para respirar el aire exánime de los muertos.

Su padre, un joven artesano de origen francés, solía pasar muy poco tiempo en casa pues vendía productos propios en grandes ciudades de Francia, pero cuando venía de visita, pasaba muchas horas con su hija Ariadne, de quien decía que se estaba convirtiendo en una mujercita y que cada día estaba más hermosa. A él también le gustaba acariciar el bonito pelo de Ariadne y ella no retiraba la cabeza. Era su padre. Lo quería.

Una buena mañana, Ariadne no podía dormir y muy temprano, comprobando que su padre aún no había regresado de uno de sus viajes y su madre ya estaba trabajando, ella salió de su casa y caminó lentamente hacia su lugar favorito. Según iba acercándose, divisó una figura negra que permanecía de pié junto a los árboles que se encontraban al lado del cementerio. Lo vio solamente durante un instante y a pesar de que a los pocos segundos lo buscó con la mirada y no lo encontró, tuvo la sensación de que aún permanecía por los alrededores. A ella le daba igual. Ariadne se sentó frente a una tumba y quedó en el más abrupto silencio, contemplando la cruz de madera.

Ocurrió lo mismo en días posteriores. Ariadne volvió a ver la figura negra en las proximidades del cementerio. A veces en el mismo sitio que la primera vez, junto a los árboles, otras deambulando por entre las tumbas y siempre se alejaba cuando ella llegaba.

Una vez que la niña desvió la cabeza mientras permanecía sentada, vio la figura a pocos metros. Era un hombre muy delgado y alto, muy alto. Vestía ropajes negros y la observaba con cierto interés. Ariadne advirtió el tono pálido en el rostro depauperado en el que destacaban sus ojos, unos ojos arropados por vastas ojeras. Aquél extraño individuo, que estaba inmóvil, la observaba de manera luctuosa. Ariadne no tuvo miedo.
Sentía interés.

En un abrir y cerrar de ojos, Ariadne dejó de verlo y en ese preciso momento sí sintió cierto estremecimiento, como si comprendiera que aquel hombre no pertenecía a este mundo. Aquella sensación la intrigó.

En días sucesivos volvió a verlo, pero nunca tan de cerca. El hombre siempre acechaba por los alrededores del cementerio, a veces lo veía al amanecer y otras cuando la noche cubría todo con su manto negro. Una vez Ariadne levantó la mano en señal de saludo, pero no recibió respuesta alguna.

Durante varias semanas dejó de verlo, pero la pequeña siempre tuvo la sensación de que aún se encontraba allí, observándola y Ariadne era capaz de sentir la vasta tristeza que expresaba lo invisible. Jamás pudo olvidar su rostro. Jamás pudo olvidar la profundidad de sus ojos.
Después ocurrieron hechos extraños que le impidieron, por su seguridad, visitar el cementerio. A ella no le hubiera importado, no solía tener miedo de nada, pero el pánico se adueñó de la pequeña población y no pudo evitar sentir un tenue desasosiego.
Atrás quedaron las habladurías sobre Ariadne. Ya nadie murmuraba en el mercado, nadie la miraba con desconfianza, todos sus temores estaban centrados en el horror que había surgido repentinamente en la comarca.

Empezaron a aparecer cuerpos mutilados, con las gargantas desgarradas. Siempre ocurría de noche, a personas que caminaban por las calles, en la más completa soledad. Nadie vio nunca nada, pero algunos hablaban de un asesino desquiciado venido del extranjero, que mataba a niños, mujeres y hombres para saciar un apetito abominable; otros discutían la posibilidad de algún animal salvaje que habría bajado al valle de las altas montañas en busca de sustento. Pero otros, en voz baja y aterrados, decían que el responsable de aquellas muertes era el propio diablo.

Nadie se atrevía a salir de noche, los vagabundos y enfermos buscaban refugio en grupo, para evitar que la soledad facilitara el trabajo al cruel asesino, pero si era el Diablo o alguno de sus demonios los ejecutores del mal… no habría lugar dónde esconderse.

Ariadne vivió aquella época con la mayor de las tranquilidades. Una vez, cuando escapó de la atención de su madre y se dirigió al cementerio, al llegar vio a un hombre alto y delgado de larga melena blanca. Aquel pelo le llamó poderosamente la atención, quizá porque le llegaba prácticamente hasta las rodillas o tal vez porque era blanco como la nieve. El hombre vagaba por el cementerio, caminando con una lentitud que a los ojos de Ariadne le pareció sobrenatural. En algún momento de descuido por parte de la niña, el extraño individuo se percató de su presencia. Clavó sus ojos en los de la pequeña y ambos permanecieron en el más absoluto silencio. Ella lo miraba con interés y curiosidad y él la observaba con una expresión de odio que hizo palidecer durante breves segundos el frágil cuerpo de la niña.

Ariadne, lejos de sentirse intimidada, aguantó aquella mirada feroz con la tranquilidad que puede ofrecer la inocencia de una niña y mantuvo el envite con gran personalidad, hasta que el hombre de la melena blanca aulló como un lobo y su rostro se convirtió en el de una bestia feroz. La niña soltó un grito y se giró para huir, pero pronto descubrió que estaba completamente rodeada. Varios lobos, de gran tamaño y áspero pelaje negro, flanqueaban cualquier salida. Ariadne notó la mirada de aquellas bestias que la observaban con un ansia voraz, podía oír sus gruñidos; veía sus bocas entre abiertas, sus dientes afilados, dispuestos a hincarse en cualquier momento. Estaba perdida.

Intentó buscar con la mirada al hombre de la amplia melena blanca pero en su lugar solo descubrió el lobo de mayor tamaño que jamás había visto en su vida, completamente blanco, como la nieve.

Ariadne tuvo miedo, por primera vez en su vida. Apenas conocía esa sensación pero supo que algo andaba mal. Temió por su vida, ella, que nunca había temido a la muerte.
Miro a los lobos uno a uno, directamente a los ojos y noto frialdad en ellos, maldad, hambre…
¿Hacia dónde debía dirigirse para evitar que aquellas bestias se lanzasen sobre ella? ¿Por qué no se abalanzaban ya y la devoraban? ¿Qué estaban esperando?

Ariadne giró la cabeza y buscó el pelaje del gran lobo blanco, que la observaba a través de unos ojos embriagados por la más completa oscuridad. Se acercaba lentamente, sin quitarle la vista de encima. Entonces se detuvo en seco y flexionó sus patas traseras, dispuesto a saltar sobre la pobre niña.

Ariadne cerró los ojos y levantó los brazos, mostrando su absoluta rendición. Estaba dispuesta a entregarse a la muerte si aquél era su destino, cruel y sangriento. Aquélla actitud obligó al lobo blanco a permanecer indeciso durante unos instantes, el tiempo suficiente para que irrumpiera en escena una figura alargada y negra que se colocó junto a Ariadne. Agarró la mano de la niña y la pequeña abrió los ojos sorprendida, al notar el frío tacto de aquella piel.

Vio al hombre que había estado observando en el cementerio junto a ella. Tenía la piel blanca como el mármol y miraba fijamente al lobo de pelaje blanco. Ariadne descubrió que las facciones en el rostro de aquél individuo que le agarraba la mano con fuerza parecían los de un animal embravecido y pudo ver, a través de su boca entre abierta unos afilados colmillos. Lejos de asustarse, Ariadne apretó la mano del desconocido.

-No tengas miedo, pequeña doncella, yo te protegeré.

Ariadne no tenía miedo y volvió a sentirse tranquila, más ahora, después de escuchar la voz grave, profunda y trémula del desconocido. Oyó los rugidos de los lobos, sus aullidos de protesta mientras el líder de aquella manada volvió a flexionar sus piernas. Iba a producirse el ataque. El resto de los lobos estaban nerviosos y se prepararon para lanzarse sobre Ariadne y el extraño hombre.
Pero no lo hicieron.

Comenzaron a surgir detrás de todos y cada uno de los lobos sombras alargadas que quizá salían de las profundidades de la tierra. Aquellas sombras comenzaron a formar figuras humanas y de ellas brotaron varios hombres, de semblantes terroríficos y pálidos. Los lobos se giraron y expresaron su rabia con las gargantas. El lobo blanco aulló largamente y más parecía una orden que otra cosa porque la obediente manada se marchó sin apartar sus miradas de los hombres surgidos de la tierra que desaparecieron al instante.

Ariadne notaba aún la fría mano del hombre que la agarraba y advirtió lo denso que se había convertido el ambiente mientras el lobo blanco miraba intensamente a los ojos del desconocido. Los dos rugieron, como si estuvieran marcando territorio. Después, el gran lobo blanco se dio la vuelta y se alejó entre las tumbas, llegando a los árboles para desaparecer tras ellos.

Ariadne levantó sus ojos azules y vio al hombre pálido que ya no tenía facciones de monstruo en su rostro. Se agachó y la agarró por los brazos.

-Siempre estaré contigo para protegerte. Mi nombre es Drajam y soy tu protector, hasta que llegue tu momento.

Cuando la niña quiso darse cuenta, el desconocido había desaparecido, como si en realidad no hubiera estado jamás allí. Miró el cementerio, desierto y silencioso y se dio la vuelta. Corrió hacia su casa y se refugió en su habitación. Nunca más regresó sola al cementerio, jamás. Ni siquiera cuando los crímenes dejaron de producirse sin que se encontrara culpable alguno.

En Ariadne nació un miedo atroz hacia los lobos y temía encontrarse con alguno de ellos en cualquier parte, incluso llegó a tener angustiosas pesadillas donde estas bestias la devoraban. A veces, veía a hombres que la observaban con sumo interés, y los ojos de aquellos hombres le recordaban los ojos de los lobos. Una vez, cuando regresaba con su madre de vender unas vasijas en el mercado, vio un hombre de larga cabellera blanca y temió que pudiera ser el individuo del cementerio, pero él no se percató de su presencia.

Durante años posteriores, Ariadne no volvió a ver a Drajam en ninguna ocasión y sin embargo detectaba su presencia mientras dormía. Se sentía protegida y a la vez observada.

No podía imaginar que su destino ya estaba marcado, un destino que vio impotente como los acontecimientos se fueron precipitando antes de lo previsto, en concreto días después de que Ariadne cumpliera 21 años.

En aquella ocasión, Ariadne fue abrazada por la oscuridad. Pero ésa es, naturalmente, otra historia…