EL DIA DE LA CELEBRACION


Después del disparo, mi pequeña hija se dio la vuelta y dejó caer su brazo. La pistola, con el cañón todavía humeante, estuvo a punto de caer al suelo pero sus finos dedos la aferraron con fuerza. Me miró con los ojos llorosos y descubrí que su rostro mantenía una expresión de miedo y pavor a la que últimamente ya me había acostumbrado. Miré hacia el punto del disparo. Había errado el tiro, otra vez.

Disimulé mi decepción. No teníamos mucho tiempo y no quería que las pocas horas que nos quedaban para estar juntos se estropearan porque ella todavía no había aprendido a disparar. Al advertir que sus ojos se anegaban en lágrimas, me acerqué  con una sonrisa y me arrodille frente a ella. La miré directamente. Con mucha ternura. Igual que lo haría cualquier  padre cuya  hija  está a puntito de cumplir cinco añitos. Traté de calmarla, de convencerla de que todo iría bien,  que al día siguiente, cuando tuviera que hacerlo,  sería capaz de empuñar el arma con efectividad y podría valerse por sí misma. Ella se sorbió los mocos y se quitó las lágrimas que resbalaban por sus mejillas con el dorso de la mano que tenía libre. Bajó su cabeza y centró su atención en la herida de mi brazo, que había vendado hacía apenas unas horas y ya se volvía a teñir de rojo. Nos abrazamos y permanecimos así, unidos en un solo ser, durante un tiempo que para mí resultó ser una agradable eternidad.

Sentí su olor. Noté el palpitar de su joven y nervioso corazón. Ella lloró sobre mi hombro y yo aguanté cuanto pude mis lágrimas, pero varias de ellas saltaron como arañas desde  mis ojos y mojaron los hombros de mi pequeña.

No quería que el tiempo  pasara. Necesitaba que se detuviera para siempre. No quería separarme de mi niña. Nunca. Jamás. Pero en realidad quedaba tan poco para llegar al final  que quizá pienses que soy lo bastante mal padre como para perder el tiempo con ella y enseñarle a disparar un arma en vez de aprovechar las horas que restaban para estar juntos y disfrutar de ese precioso tiempo. Sólo tiene cuatro años, a puntito de cumplir los cinco… y ya ha visto bastante horror como para sentir el valor suficiente y tener el coraje necesario con el que enfrentarse a la realidad.

Y lo primero que tiene que hacer es matarme. Entonces, y sólo entonces,  estará verdaderamente preparada para lo que está por venir.

Sé que lo hará. Tiene miedo como miedo tengo yo. No hay otra opción. El trágico desenlace está a punto de ocurrir y ella sé que estará a la altura de las circunstancias. Es una niña muy buena, si la conocieras seguro que así es como te gustaría que fuese tu hija. Es una preciosidad, muy lista, inteligente, aprende rápido y es valiente. 

La agarro de la mano y tiró de ella. Se deja llevar. Nos vamos para casa. Hoy la sesión ha terminado, ya no hay tiempo para nada más.  Mientras caminamos hablo con ella. Le repito exactamente las mismas palabras que he pronunciado las últimas tres semanas.

-No debes preocuparte por nada, cariño, todo va a salir perfectamente. Sabes que tienes que matar a papá porque cuando cambie ya no será papá sino un monstruo muy malo que solamente querrá hacerte daño.

Mi hija asiente con la cabeza. 

-Sabes que la otra noche a papá le mordió una de las feas y peligrosas criaturas que habitan en el bosque y ya conoces lo que pasa cuando ocurre un accidente de ese tipo, ¿Verdad?

Mi pequeña vuelve a asentir.

-Me ha trasmitido una enfermedad. Ya has visto la herida, te la enseñé la otra noche, estoy infectado. ¿Recuerdas las historias que te contaba cuando eras muy pequeña? Ha llegado mi momento y la única persona que puede ayudarme eres tú, cariño.

Mi hija me aprieta la mano con fuerza y sigue caminando. No sabe que todo lo que le estoy contando es  una burda mentira. No voy a convertirme en ningún monstruo. Ningún animal extraño me ha mordido. De hecho, en el bosque no hay criaturas  misteriosas. La herida que tengo en el brazo  me la he hecho yo mismo con un cuchillo. He tenido que engañar a mi propia hija. Porque la quiero, porque la amo, porque la adoro.

Tal vez las mentiras me convierten en un  malvado  padre. Si te digo la verdad, me importa un pimiento lo que llegues a pensar de mí.
Solo hay una forma de ayudar a mi hija y por muy macabra y espeluznante que pueda parecerte, debe acabar con mi propia vida. Mi hija, mi pequeño tesoro, tiene que matarme. Es el  único modo  de no dar consistencia a   la maldición a la que se someten los niños que nacen en este maldito pueblo.

La historia es bastante larga y no dispongo del tiempo suficiente para explicártela con todo lujo de detalles, que es como deberían contarse las historias. Además, corro el riesgo de que me taches de loco y te apresures, raudo y veloz, a llamar a las autoridades para salvar a mi pequeña de cometer semejante acto cruel y malvado. No llegarían a tiempo, afortunadamente. Aunque, quizá, tampoco sea mala idea hacerlo…

Aprieto la mano de mi niñita. Siento el calor de su piel, la ternura de su aroma. El olor de su cuerpo. Eso es algo que voy a echar de menos. Siempre.

Cruzamos el pequeño puente, alejándonos del lugar donde la he estado enseñando a disparar. El mismo en el que otros padres, al igual que yo y mucho tiempo antes, enseñaron a sus propios hijos y los prepararon a conciencia para cometer el crimen. Nada que objetar. Un hecho normal al que no se le da importancia hasta que tus niños crecen, como es el caso de mi hija, que en cuestión de horas, como te he dicho,   cumple los cinco años. Edad crucial para ellos. Es entonces cuando se produce el día de la celebración y no hay otra salida. Así fue establecido hace siglos y nadie puede cambiarlo. Los que lo intentaron  perecieron en el intento y sus cadáveres permanecieron colgados de los árboles de la plaza para escarmiento de todos aquellos que pretendieran en un futuro romper con los dogmas y  doblegar las reglas.

Dejamos atrás el viejo puente. Las tablas han crujido bajo nuestros pies. Podíamos haber caído en el foso pero finalmente no ha sido así. Mientras caminamos, contempló las casas viejas del pueblo. Ya es casi de noche. Las sombras rodean la población pero no hay ninguna sola luz encendida en aquellas casas. Sin embargo, descubro un montón de gente asomada a los ventanales de sus propiedades. Son siluetas oscuras, de aspecto terrorífico, que miran desde el interior. En realidad nos observan. A mi hija y a mí. Saben que el momento está a punto de producirse, apenas queda una noche para que mi hija cumpla cinco años. Entonces ocurrirá. La tendré que despertar. La miraré por última vez a los ojos. Lloraré. Lo sé, pero le pondré la pistola en la mano y le pediré que apunte directamente al centro de mi cabeza. Disparará porque tiene que disparar y entonces… entonces todo le irá bien.

Siento temor a la gente de este perturbado pueblo. Es horrible. Sus habitantes son personas normales y corrientes, entrañables incluso, capaces de echarte una mano descuidando sus propias vidas. Pero ellos tienen sus leyes y  las cumplen a rajatabla.

No es un secreto o al menos en mi caso nunca lo fue. Jamás se me ocultó la realidad.  Nada más llegar al pueblo y comprar una casa, recibí la visita del alcalde, un hombre octogenario  al que le acompañaban varias personas, que a medida que los he ido conociendo comprobé que ocupaban puestos de relevancia en la población, más que por los cargos que desempeñaban o por sus respectivas profesiones por el respeto (nunca miedo o temor) que le dispensaban el resto de habitantes. Y fueron, todos ellos, muy claros y directos conmigo. Al principio me asusté. Los rostros de aquellos  hombres, todos bastante ancianos, mantenían sujeta en sus arrugas una expresión de dureza que me atemorizó. Y pasaron por mi lado, entrando en la casa, sin mediar palabra alguna. Mi mujer se encontraba  sentada en el salón. No llevaba bien el embarazo y estaba prácticamente de cinco meses. El intenso calor de un extraño e inaudito invierno  la ahogaba. Les ofrecí algo de beber y les pedí que tomaran asiento pero ninguno de ellos lo hizo. Fue un comportamiento algo extraño, irreal. Los hombres permanecieron de pié, mirando fijamente a mi mujer, a quien noté inquieta y me observaba en silencio, atemorizada.

-Ese bebé que nacerá dentro de doce semanas verá la luz sano y con los pulmones fuertes. Será una hermosa niña.

Mi mujer y yo nos miramos. No podían saber a ciencia cierta el sexo de nuestro bebé pero habían acertado plenamente. 

-Dentro de cinco años tendrá que matarte.-dijo el alcalde con una voz profunda y misteriosa y me miró directamente. Les pedí que se marcharan y así lo hicieron, cabizbajos, lanzando miradas tenebrosas a mi mujer. No volvieron a molestarnos hasta que el 30 de abril nació la pequeña y comenzó la tragedia. Mi mujer falleció en el parto. Los médicos no pudieron hacer nada por salvar su vida. Quedé desolado. A cargo de una recién nacida que era el vivo retrato de su madre.

Cuando varias semanas después regresé a mi nuevo hogar, terriblemente entristecido por mi pérdida y con una hermosa niñita entre mis brazos, recibí el calor de los habitantes del pueblo. Aquellos hombres de rostros apesadumbrados que me dijeron tan terribles palabras estaban allí, con rostros sonrientes. Se desvivieron por ayudarme. Nunca tuve queja de ninguno de ellos y poco a poco me fui sumergiendo en sus costumbres y aprendí sus oscuras leyes. 

Qué bonita es la niña!.-solían decir algunos.-Es hermosa, le depara un buen futuro.-exclamaban otros.

-Nacerá de nuevo después de matarte. Ya entenderás que ella será una de las nuestras y la protegeremos cuando tú faltes. Será especial. Única.

Me costaba entenderlos pero luego me dejaron leer muchos escritos, extraños y tenebrosos.  Lo que ellos llamaban leyes o costumbres ancestrales no era más que una maldición que los mantenía cautivos y que les obligaba a cometer actos malvados. Yo mismo he participado en alguno de ellos y no precisamente contra mi voluntad. De algún modo se podría decir que he  sucumbido a la maldición. Y podría contarte horrores terribles… porque cuando un padre intenta huir con su niño para escapar del pueblo… nosotros mismos los ejecutamos. Primero al niño. Después al  padre. Siempre es lo mismo, por eso la gente de aquí trata de vivir al máximo con sus pequeños los primeros cinco años de vida, porque a esa edad, exactamente a esa edad, todo cambia para ellos.

Y mi hija cumplirá mañana los cinco años.

Tal vez tú puedas ayudarme. No tengo el valor de escapar, ni se me pasa por la cabeza. Pensar en lo que podrían hacernos a mi pequeña y  a mí (en realidad a mí no me importa lo que pueda ocurrirme pero amo a mi niña como a nada en este mundo) me hace morir de  pavor. Por eso he cumplido las normas,  le he querido enseñar a disparar y le he metido en la cabeza una historia de terror que la atormentaba. En realidad la he ido preparando a base de crueles mentiras desde que tuvo conciencia y ahora ha llegado el momento. Y es terrible, horroroso, saber que en apenas unas horas todo vínculo con mi niñita desaparecerá por completo, quedando reducido prácticamente a tenues recuerdos que acabarán por disiparse. No sé lo que sentirá una vez apriete el gatillo, cuando descubra que su acto ha destrozado la cabeza de su padre y que nunca me volveré a levantar. Entonces recibirá honores y será considerado la reina de la población durante años hasta convertirse en una persona respetada en el pueblo. Y mientras tanto, cada niño que cumpla cinco años matará a su padre. De lo contrario… ¡Dios Mío!, es mejor que no sepas lo que se hace con los hijos de los  traidores.

Sin embargo, quizá me queda una esperanza. Tú. Sinceramente, no confío demasiado en ti pero un padre desesperado es capaz de agarrarse a un clavo ardiente. Solo tienes que llamar a las autoridades, decir que un menor está en peligro y tal vez acudan a salvar a mi pequeña. Entiendo que no quieras meterte en problemas y no muevas ni el más mísero dedo para ayudar a un simple desconocido. Da igual. No contaba con ello.

Entramos en la casa. Esta será nuestra última noche. Las últimas horas que pasaré con mi niña. Y ella lo sabe, porque me mira y sus ojos enrojecidos por el esfuerzo de evitar llorar (le he dicho que debe ser muy fuerte, que es la única manera de seguir amándonos)  muestran una tristeza tan cruel que se me cae todo el mundo bajo mis pies. Estoy a punto de cogerla y salir huyendo en mitad de la noche, pienso en escapar, abandonar esta locura pero, como siempre, los lugareños (mis propios vecinos), la comunidad a la que pertenezco, saldrán como perros de presa en busca nuestra. Y nos atraparán. Y conmigo podrían hacer lo que quisieran pero con mi niña no. Con ella no.

Debe matarme.

Apenas probamos bocado de la improvisada cena que he preparado  y no nos decimos nada, simplemente nos miramos en silencio. A veces las miradas dicen mucho más de lo que las palabras podrían expresar jamás y los silencios explican tantas cosas que resulta triste  que la gente no permanezca callada  durante  más tiempo.

Cuando veo que se está quedando dormida, la cojo entre mis brazos y ella me agarra con fuerza por detrás de la nunca. Solloza. No quiere separarse de mí. La llevo hasta la cama, donde hablamos por última vez y después, finalmente, se queda dormida. ¡Que rostro tan hermoso e inocente!

Mañana despertará con la pistola junto a la almohada, sería muy duro para ella ponérsela en la mano tal y como he comentado antes. Ella hará lo que tiene que hacer. Se acercará lentamente hasta mi habitación. Empujará la puerta y yo fingiré estar dormido. Si percibo que duda en su hazaña abriré los ojos de improvisto y pondré la cara perturbada de un loco y creerá que me he convertido en el monstruo que le prometí. Gruñiré como un animal. Y entonces  me apuntará. Yo cerraré los ojos complacido y ella disparará. El resto me lo puedo imaginar. Mirará horrorizada mi cadáver y los hombres y mujeres de pueblo entrarán en silencio, como hemos hecho tantas otras veces. Cogerán mi cuerpo y lo lanzarán al pozo seco que hay al final del pueblo y que se ha convertido en un nutrido nido de ratas. Ese es mi final. Se llevarán a la niña y comenzará el día de la celebración. Pronto lo olvidará todo, como otros niños han olvidado la ejecución de sus propios padres.  Y no me recordará. Y eso es algo que me rompe el alma.

La beso en la mejilla y dejo que mis propias lágrimas caigan sobre su rostro, con la esperanza de que mi amor penetre a través de su piel y llegue hasta su corazón, donde anidará en sus paredes ensangrentadas, para toda la eternidad.

Afuera, en la calle, la gente de este pueblo no duerme. Espera el inminente desenlace. Temen que podamos escapar y hacen guardia en las inmediaciones. La única forma de proteger a mi pequeña es que me mate. En apenas un par de horas  tendrá cinco años y será hermoso descubrir que le depara un futuro seguro entre los límites de este pueblo porque ella, como el resto de habitantes, no podrá salir jamás de sus fronteras.

Mi mujer y yo nos equivocamos al venir a este pueblo pero ya no podemos hacer nada en absoluto. Solo espero que en el momento del disparo mi niña no llore, que me mire a los ojos, que me observe convencida de que mata a un monstruo. Que no dude porque si lo hace, si no aprieta el gatillo en el momento preciso… ellos entrarán y entonces… ¡Oh, Dios Mío! ¡No merece tan terrible sufrimiento!

¡Maldito seas! Esperaba, como una remota y lejana posibilidad, que te apiadaras de esta historia, que trataras de localizar el pueblo y te convencieras de  llamar  a las autoridades para que acudieran inmediatamente. Quizá así, sólo así, mi hija y yo pudiéramos tener una oportunidad. Pero es curioso, veo que no piensas mover ni un miserable músculo  para echar una mano a quien lo necesita. Si no por mí, al menos, tendrías que haberlo hecho por mi pequeña.


Al día siguiente, con las primeras luces del alba, yo me despierto inquieto. Es el día de la celebración. Mi niñita ya tiene cinco años. Me enfado conmigo mismo porque me he dormido en el último momento y me hubiera gustado contemplar a mi pequeña durmiendo  hasta el final, hasta que por sí sola abriera sus dulces ojos. Nunca me lo perdonaré.

Aturdido y confuso, escucho un extraño sonido procedente de la calle. En un principio me ilusiono pensando que quizá son las sirenas de los coches policiales pero ya veo que finalmente has optado por limitarte  a leer un relato barato. ¡Claro! Eso es más importante que el futuro de mi hija, ¿Verdad?

Al abrir los ojos me sorprendo al ver el rostro serio de mi hija, que me observa con el ceño fruncido. Después me sonríe. Es una niña tan bonita, tan hermosa, la quiero tanto que daría mi vida por ella. Y eso es precisamente lo que voy a hacer.

Tras ella hay varios hombres. Primero pienso que se trata de la gente  del pueblo pero visten uniformes de policía y me emociono enormemente porque ahora sé que los has llamado tú y por eso te pido disculpas a consecuencia de  las últimas palabras que te he dedicado. ¡Gracias! ¡Mil gracias!

Ilusionado, observo a mi hija y deseo tanto darle un abrazo, decirle que todo ha terminado, que lo único que me detiene es su rostro serio, de mirada penetrante y turbadora, mientras las caras de los policías que se encuentran a su espalda parecen aguardar un determinado desenlace, expectantes.

Y entonces ocurre lo que tiene que ocurrir. 

Mi querida hija levanta su delgado brazo y delante de mis narices aparece el horrible cañón de la pistola. Miró a mi hija y en el momento en el que sus labios se tuercen formando una mueca grotesca que me cuesta interpretar,  cierro los ojos, muy entristecido.
Después, escucho el sonido de la detonación, como el estruendo de un trueno en una agresiva tormenta y noto el impacto que abre mi cabeza, sin apenas dolor.

Seguidamente, y como no podía ser de otra manera , se abre una inmensa oscuridad para mí, silenciosa, solitaria y eterna.


LA NIÑA DEL PASADO


Apenas había podido pegar ojo. Las sirenas de la policía y las ambulancias estuvieron  sonando durante toda la noche. Algo trágico estaba ocurriendo en la ciudad pero ella no había tenido el valor necesario para asomarse por la ventana y echar un vistazo. No quería subir la persiana para  que pensaran que allí no vivía  nadie.

Había dado vueltas en la cama, preocupada, enterrando la cabeza bajo la almohada y sin embargo los gritos llegaban hasta ella constantemente, cargados de angustia y terror. Procedían de la calle, del otro lado de la ventana. Sonaban cercanos.  Seguramente había un tumulto en las proximidades. Se oían bramidos ensordecedores, alaridos siniestros, descomunales y algunos disparos, que se repetían ejecutando una melodía inquietante.  Irene estaba terriblemente asustada.

Permanecía sentada sobre la cama, con la luz apagada, temerosa de que la persiana tuviera alguna de sus rendijas mal cerrada y pudiera detectarse la luz a través de ella, delatando su presencia.  Tenía las rodillas dobladas y se las agarraba con los brazos mientras permitía que su cuerpo se meciera hacia delante y atrás. A veces, cuando los ruidos del exterior se producían demasiado cerca y resultaban tremendamente pavorosos, se cubría las orejas con las manos tratando de acallarlos pero los sonidos no desaparecían,   llegaban  hasta ella, torturándola.

No hubo ni un solo segundo de calma. Voces elevadas que pedían auxilio; el continuo chirriar de los frenos de varios coches la obligó a imaginarse   a sus ocupantes, aterrados y nerviosos, que probablemente trataban de huir; choques entre automóviles; el agudo y estridente sonido de las bocinas; las impertinentes sirenas; disparos que se sucedían con escasos intervalos de tiempo. Tal vez en la calle se estaba celebrando una batalla atroz en la que Irene no quería participar. Lo habían dicho en las noticias: “No salgan a la calle. Permanezcan en sus casas”

Nadie había explicado qué estaba sucediendo pero de cualquier modo no era nada nuevo. Las calles siempre estaban infectadas de delincuentes. Irene se había acostumbrado a las peleas entre bandas callejeras y a las violentas intervenciones de la policía. No era un barrio tranquilo. Pero hoy todo era distinto. Y estaba asustada.

Apenas habían dado información en la Televisión. Simplemente unas pequeñas y enigmáticas  recomendaciones. Y aunque había tenido un deseo extremo de echar un vistazo hacia el exterior no se vio con el coraje necesario para hacerlo. Pensó en llamar a algunas de sus amistades por teléfono pero en la televisión también habían sido demasiado estrictos a este respecto: “No hagan el más leve ruido. No dejen entrar a nadie. No hablen por sus móviles. Pronto la situación estará controlada pero hasta entonces, y por el bien de todos, hagan como que no existen”.

Irene se había asustado. No habían sido unas palabras demasiado tranquilizadoras.  Al principio le pareció una exageración, después, con la intensidad de los ruidos que se escuchaban desde la calle, comprendió que algo terrible, espantoso, estaba sucediendo. Resultaba perturbador  escuchar los terribles gritos que sonaban en la lejanía, cada vez más cercanos. Los bramidos horrendos, semejantes a gruñidos, que iban y venían de un extremo a otro, como si un ejército de bestias infernales hubiera abandonado el infierno para caminar impunemente sobre la faz de la Tierra.  Las peticiones de auxilio de voces quebradas por el terror, los disparos que no cesaban, el ruido de los coches huyendo del lugar…

Había hecho caso a lo que se dijo en los informativos  y aunque estaba completamente aterrada, hizo acopio del poco valor que le quedaba y dejó el teléfono sobre la mesita de noche. Estuvo tentada de salir a la escalera y llamar a la puerta de uno de sus vecinos.  Tal vez necesitaba compañía. Detestaba estar sola en una situación de estas características, se sentía indefensa,  pero sus piernas temblaban y no habría podido dar ni dos pasos. Además, no quería abandonar su pequeña habitación, un lugar pequeño pero en el que se sentía segura…

…hasta que escuchó el ruido de cristales rotos.

Irene puso su cuerpo en tensión. Un ramalazo de sudor frío arañó  su nuca y comenzó a bajar muy lentamente  por el centro de su espalda. Había sonado demasiado cerca. Quizá en el portal. Ella vivía en un segundo piso pero el sonido había sido tan claro y cercano que estaba convencida de que alguien o algo había roto la cristalera de la puerta del portal…

…escuchó otro sonido, como si algo empujara con violencia esa puerta y se hubiera desencajando, produciendo un ruido escalofriante que la hizo saltar sobre la cama.

Irene, con una de las manos tapando su boca (tenía tantas ganas de gritar que le parecía que en cualquier momento pudiera empezar a lanzar alaridos de terror, como los que sin pausa escuchaba procedentes de la calle) se acercó hasta la puerta de su habitación. Y la abrió. Todo estaba sumido en la oscuridad. El pasillo que daba al salón mantenía las puertas de las otras habitaciones cerradas. Estaban vacías. Irene vivía sola. Caminó por el estrecho pasillo prácticamente de puntillas, con los brazos estirados y tocando con sus manos las paredes. No quería hacer el más mínimo ruido que pudiera delatar su presencia.  Oyó el crujir del suelo de madera bajo el peso de sus pies y sorteó el espejo que había colgado en una de las paredes. Al rozarlo con la yema de los dedos apartó la mano para no caerlo y siguió caminando, muy lentamente. Cruzó el salón y se acercó a la puerta principal. Se detuvo antes de llegar. Algo sucedía en el portal…

…muchos ruidos llegaban desde abajo. Parecía un grupo  de gente irrumpiendo violentamente en el portal y se los imaginó avanzando por las escaleras porque sus voces, altas y groseras, cada vez eran más claras y estaban más próximas...

…tan claras que Irene se sobresaltó al descubrir que lo que creía que eran voces no eran más que gruñidos de animales.

…tan próximas que tuvo la impresión, la seguridad, de que alguien se encontraba al otro lado de la puerta.

Se apartó de la entrada  cuando algo golpeó en ella. Irene no pudo evitar lanzar un pequeño chillido que debió ser escuchado por lo que fuera que estaba al otro lado porque los golpes en la puerta volvieron a producirse. No eran violentos pero resultaban estremecedores.

Irene escuchó varias sacudidas más. No solamente estaban golpeando su puerta sino también la de sus vecinos. Incluso oyó una puerta abrirse y después un grito horripilante que le heló la sangre de las venas. Retrocedió más aún y advirtió un hedor nauseabundo, semejante al que desprende el pescado podrido. Cada vez olía más y parecía proceder de la escalera, como si el origen del hedor fuese las personas, o cosas, que habían entrado en el portal.

Le hubiera gustado echar un vistazo por la mirilla, descubrir qué había al otro lado, saber quiénes habían entrado. No lo hizo. Estaba asustada, aterrorizada.

Se produjo un nuevo golpe. Esta vez mucho más fuerte. Violento.

Irene volvió a lanzar un pequeño grito y corrió despavorida hacia su habitación. Se encerró en ella, lo que no impidió que el olor a pescado podrido se colara a través de la rendija de la puerta y contaminara todo el interior.

Fuera, en la calle, continuaba el caos. Las sirenas de la policía y las ambulancias habían dejado de sonar hacía ya mucho tiempo pero aún se oían el chirrido de los automóviles, que rugían asustados, huyendo de algo terrible. Junto a ellos, ya no se escuchaban disparos ni nada que se le pareciera pero sí sonidos de pelea, gritos y jadeos, peticiones de auxilio, golpes terribles, alaridos terroríficos, voces elevadas que no hacían otra cosa que mostrar sus miedos. Irene estuvo a punto de subir la persiana. Ya no tenía sentido mantenerse oculta si ellos, fuera quienes fueran,  sabían que estaba allí dentro. 

Porque habían entrado en el portal. 

Habían subido las escaleras. 

Habían golpeado su puerta. 

Y seguían haciéndolo, hasta que un sonido nuevo llegó hasta ella.

Irene contuvo sus temblores y atenazó su propio miedo con el recelo que desprendía  la propia curiosidad que sentía.  Salió de la habitación con las manos cubriendo su nariz. El olor era prácticamente insoportable. Sentía un pánico atroz pero necesitaba cerciorarse de que lo que había creído escuchar se había producido realmente… aunque parecía una completa locura. 

Entonces lo escuchó de nuevo. Irene abrió los ojos, asombrada. No estaba equivocada. Y volvió a sonar una tercera vez. Se trataba de una voz, la voz de una niña. 

-Ábreme la puerta, por favor.

Desconcertada y con el corazón galopando como un pura sangre dentro de su pecho, permaneció petrificada en mitad del salón, frente a la puerta principal. Volvió a escuchar golpes en la puerta y se imaginó que la diminuta mano de una niña golpeaba la puerta con sus nudillos. Quería entrar.

Podían oírse muchos ruidos al otro lado. Respiraciones profundas, lamentos eternos, pisadas, golpes en las puertas, gritos aterrorizados, sonidos de pelea, alaridos descomunales, cosas que caían al suelo y eran arrastradas… Irene no estaba dispuesta a abrir la puerta aunque pensara que una niña pudiera estar  en peligro porque significaba invitar al horror a  entrar en su propio hogar. Y no estaba dispuesta a facilitarle las cosas.  Todo cambió radicalmente cuando la voz de la niña se escuchó de nuevo, alta y clara,  y sus palabras hundieron por completo la voluntad de  Irene.

-Mami, por favor, ábreme la puerta antes de que sea demasiado tarde. Solo quiero ayudarte, de verdad, Mami.

Irene se sintió turbada y dejó caer su cuerpo al suelo. Arrodillada, contempló la puerta con los ojos tan abiertos que impresionaba verlos de esa manera. La voz de la niña siguió hablando desde el  otro lado.

-Mami, ¿Por qué no me abres? Soy Mónica, ¿No me recuerdas?

De los ojos de Irene comenzaron a brotar abundantes lágrimas y sus brazos cayeron al suelo, presa de la incertidumbre y la tristeza. ¿Mónica?  “No. No, por favor, más dolor no”

-¿Mami? Sólo quiero ayudarte antes de que sea tarde.

-¿Mónica?.-preguntó Irene apenas sin aliento. Ella sabía que no podía ser cierto. Mónica no podía estar al otro lado de la puerta. Era algo imposible y trató de desechar la imagen de su mente. Pero la voz de la niña persistía.

-Ábreme, mami, por favor.

La voz infantil que escuchaba Irene con una claridad pasmosa había utilizado un tono mucho más apagado y triste, lejano,  e Irene trató de serenarse, sacudiendo su cabeza una y otra vez. “No puede ser cierto. Es imposible”.

-Mamí… ¿No te acuerdas de mí?

¡Claro que se acordaba! Irene nunca la había podido olvidar. Rompió a llorar.

-¿No me quieres, mamí?.-preguntó la niña y después Irene la escuchó  gimotear.

¡Claro que la quería! ¡La amaba! Nunca había dejado de hacerlo, en ningún momento pese a que su querida niña, a la que le habría puesto el nombre de Mónica, no había llegado a nacer. 

-¿Mami?

Irene temblaba en el suelo del salón mientras el horror seguía desatándose en el exterior. No podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. Debían ser imaginaciones suyas, quizá causadas por el miedo, tal vez a consecuencia del nefasto olor que había contaminado todo a su alrededor.

-¿Mami? Por favor, tenemos que salir de aquí antes de que sea  tarde.

Irene se levantó. Las piernas le temblaban, el corazón le golpeaba el pecho como puñetazos en la cara de un boxeador a punto de perder el combate; un nudo le ataba el estómago mientras sus recuerdos viajaban al pasado cuando durante seis meses llevó en su vientre a la que iba a ser su primera hija. Estaba tan ilusionada, tan feliz, que había hecho muchos planes, incluso ya tenía habilitada una habitación para Mónica, pues así se iba a llamar. Se la imaginaba entre sus brazos, dándole el pecho, observándola en la cuna mientras dormía, paseando por el parque. Y entonces el embarazo se complicó y perdió el bebé. Fue un duro golpe del que nunca llegó a recuperarse. Irene perdió la ilusión de volver a tener hijos y su carácter cambió por completo. Nunca lo superó porque sencillamente jamás lo quiso superar. Mónica era su hija y la mala suerte  impidió que naciera. Habían pasado cinco años pero ella siempre la tuvo  presente, a cada momento.

-¿Mami?, ya no hay tiempo…

-¿Mónica?.-preguntó Irene sabiendo que todo aquello era una completa locura.

-Abre, por favor…

Irene lo hizo. Estaba terriblemente asustada pero no pudo evitar acercarse a la puerta y abrirla. Tras ella descubrió un grupo de  niños pequeños,  encabezado por una niña.

Irene retrocedió lanzando un grito de horror. Los niños, de no más de cinco años, la observaron con ojos de negras pupilas. La niña que estaba delante de ellos, le lanzó una sonrisa.

-Hola Mamí.

Irene retrocedió a medida que la niña avanzaba y entraba en el piso. Tenía la piel grisácea, del color de la ceniza, al igual que el resto de los niños. El pelo largo y negro, como el de ella, completamente húmedo y pegado a la cabeza. Llevaba un camisón blanco manchado de sangre. Los brazos delgados, frágiles y desnudos de la niña estaban sucios, al igual que sus manos donde sus pequeños dedos parecían estar cubiertos de tierra. Pero quizá lo más horripilante era su rostro. Estaba deformado, como si su carne hubiera sido mordisqueada por alimañas hambrientas y sus ojos despedían una mirada terrible. Le faltaba un trozo del labio superior  y podía verse una hilera de dientes negros y podridos entre los que se movía algo pequeño y escurridizo.

Irene quiso gritar pero su voz se quebró en el intento. 

Irene quiso huir pero la propia pared del salón se lo impidió.

 Vio el avance de la niña que mostraba una horrible mueca en su  boca que nunca se convertiría en una sonrisa. Tras la pequeña, el grupo de niños avanzó. Todos ellos tenían un aspecto demacrado.

Irene no podía moverse a causa de la impresión. Estaba petrificada por el horror. No podía apartar la mirada del grupo de niños, especialmente de la niña, en la que descubrió un gran parecido con ella. Mientras tanto, volvían a escucharse  disparos en el exterior, sonidos de peleas, coches que iban y venían, alaridos desgarradores…

-No tengas miedo, mami. Te llevaremos a un lugar seguro donde no te pasará nada y podremos estar juntas.

La niña le agarró de la mano e Irene estuvo a punto de apartarla a causa de la impresión. Era como si le lanzaran un hielo por la espalda. La mano de la niña estaba tan fría como la nieve. Tiró de ella e Irene se dejó llevar.

Los niños se dieron la vuelta y salieron del piso.  Comenzaron a caminar por las escaleras, bajaron a la planta baja y llegaron hasta el portal. Irene avanzaba muy  despacio, al ritmo que le marcaba la niña.

-Mami, ahora vamos a salir a la calle. Tienes que cerrar los ojos, por favor, si los abres no podrás venir con nosotros y entonces no estarás a salvo, ¿Lo entiendes?

Irene movió la cabeza afirmativamente y sintió pavor ante lo que podía encontrar ahí fuera.

La puerta del portal se abrió.

-Cierra los ojos, Mami.

Irene lo hizo. Apretó sus ojos fuertemente mientras a ciegas caminaba, guiada por la niña. A pesar del horrible aspecto de la pequeña  y  del contacto glacial de su mano, Irene se encontraba tranquila, cada vez más, y se convenció de la existencia de  un vínculo entre la niña y ella. Sonrió, a pesar de que mientras caminaba notaba agitación  a su alrededor, sonidos de peleas, rugidos de animales, personas que gritaban  y corrían en todas direcciones o caían al suelo,  escuchaba rotura de huesos, mordiscos, disparos, accidentes… incluso oyó explosiones y el crepitar de fuegos cercanos.

Irene no abrió los ojos. No supo en ningún momento lo que estaba pasando en la calle, no solamente en su ciudad sino en el resto del mundo. Algo parecido al Apocalipsis había llegado y ella estaba siendo conducida hacia algún lugar seguro, de la mano de una niña que decía ser su hija Mónica, una hija que había perdido antes de nacer. 

Por primera vez en mucho tiempo Irene sonreía y la expresión en su rostro mientras caminaba agarrada de la mano de su hija era de una completa y profunda felicidad.

Si ella pudiera echar un vistazo desde una perspectiva determinada, podría ver que entre el caos de miles de ciudades envueltas en llamas, repartidas a lo largo y ancho del planeta, donde la muerte se había levantado para devorar a los vivos, numerosas y largas hileras  formadas por niños no nacidos caminaban con extrema lentitud llevando de la mano a sus padres, tirando de ellos, sorteando el caos desatado en las calles, conduciéndoles a un lugar seguro donde, por primera vez, podrían estar juntos.


UNA HISTORIA INCREIBLE (Y III)


Nota del autor: Con esta tercera y última entrega damos por concluida la historia rocambolesca y sin aparente sentido iniciada hace dos semanas donde personas reales se convierten en protagonistas de los entresijos de mi propia locura.

Dedicado a Fernando Refoyo y Gonzalo Durán

Corrieron a través del bosque. Huyeron de la barbarie que se había desatado apenas una hora antes, cuando los simios levantaron las espadas para aniquilar a todos aquellos que habían escapado de sus jaulas.

El informático estaba mal  herido. Ahora Fernando Refoyo lo arrastraba entre los matorrales y descansaba cada pocos metros. Estaba agotado. Su corazón latía de una forma tan vertiginosa que le dolía  el pecho y las lágrimas seguían resbalando por sus mejillas, también doloridas. Había tenido suerte durante el transcurso de la batalla. Los simios fueron extremadamente salvajes, implacables. Las cabezas de los otros presos pronto volaron por el aire; las espadas atravesaron los cuerpos de los desdichados que parecían   trozos de mantequilla; las hachas de doble filo partieron los cráneos de los incautos como si fueran melones e incluso el informático había recibido varias heridas en las piernas, brazos y torso. Sin embargo, él, por alguna extraña razón, había salido indemne y se le había ocurrido huir entre las jaulas tirando de su amigo, que casi había perdido la conciencia a causa de las fuertes heridas.

Se escabulleron aprovechando el caos que se había desatado, dejando a su suerte al resto de compañeros cautivos y cruzaron una especie de fortaleza de metal que a Fernando le dio la impresión de que podía tratarse de una enorme nave espacial. Ahora tiraba del cuerpo del informático por el bosque y escuchaba en la lejanía los gruñidos de los simios que les perseguían. Si los alcanzaban, aquellas criaturas no dudarían en matarlos, como habían hecho con todos y cada uno de los presos, de manera  salvaje, cruel  y sanguinaria.

En alguna ocasión Fernando tuvo que detenerse a causa del cansancio. Se le pasó por la cabeza abandonar a su amigo, ya que el sentido común dictaba que era  la única forma de tener una posibilidad, pequeña y remota, de huir de la caza a la que estaba siendo sometido. Y sin embargo no lo hizo. Se quedó al lado del informático, tratando de escapar con él. Pese al empeño que le estaba dedicando a la tarea, nuestro amigo sabía que se trataba de  una misión imposible.

Quedó tendido en el suelo, cansado y sudoroso, sin apenas fuerzas para continuar. Tumbado de espaldas, con los ojos clavados en las ramas de los árboles, se preguntó cómo era posible que su vida hubiera cambiado tanto en tan poco tiempo. Un maldito accidente de coche. Un caserón misterioso. Mujeres hermosas que se convertían en temibles monstruos para mantener una feroz lucha contra guerreros con aspecto de gorilas. Esos mismos simios lo apresaron para usarlo bien como alimento, bien como mano de obra. Extraños seres de apariencia misteriosa con la cabeza parecida a una bombilla. Y había logrado escapar de todo eso. Se le pasó por la cabeza la posibilidad, extraña y a la vez inquietante, de que todo no fuese real pero la idea de que nada de aquello estuviera sucediendo realmente cayó estrepitosamente sobre el suelo cuando notó el dolor de sus huesos, la sequedad de su garganta que le picaba horrores y el miedo que atenazada todos y cada uno de sus pensamientos.

Mientras estaba inmerso en descubrir qué camino era el más adecuado para seguir (se horrorizó al descubrir que el informático había perdido la conciencia), Fernando escuchó ruidos en las cercanías. Las ramas se partían bajo el peso de un cuerpo. Se puso en alerta y divisó la silueta encorvada de uno de los simios, que caminaba lentamente, olisqueando el ambiente, como si hubiera detectado su olor. Llevaba una afilada espada en una de sus manos. En la otra, una cuerda. Nuestro amigo apretó los dientes y buscó por el suelo algo que le sirviera como arma hasta que encontró una rama partida lo suficientemente gruesa para utilizarla como garrote.

No permitió que el simio se acercara más. Quería contar con el factor sorpresa. Aferrando el palo tal cual bate de béisbol, Fernando se incorporó y se hizo visible en mitad del bosque, como un decidido guerrero dispuesto a perecer en la batalla. Lanzó un bramido estremecedor emulando a William Wallace y corrió directamente hacia el simio, con los ojos desencajados y una expresión de espanto cubriendo su rostro.  El simio quedó desconcertado ante la presencia del humano. No tuvo tiempo de reaccionar. Fernando machacó la cabeza del gorila hasta siete veces y los sesos del guerrero quedaron esparcidos por el suelo, como el vómito de una alimaña.  Satisfecho y jadeando igual que un animal, con varias gotas de sangre y trozos de cerebro sobre su cuerpo, se giró aún con la rama entre las manos, temblorosas pero fuertes  y descubrió que el informático había recobrado la conciencia y se encontraba de rodillas en el suelo, grabando la escena con el iPhone. Si las heridas, algunas de ellas graves y profundas, le dolían, no lo parecía pues su rostro solo mostraba una oscura e inquietante satisfacción.

-¡Tío, esto va a quedar genial! ¡Le pondré varios efectos y una buena banda sonora!

Fernando lo observó con cara de no comprender absolutamente nada y miró a su alrededor. Era extraño que solo hubiera un  simio por las inmediaciones. Prestó atención y no escuchó absolutamente nada que indicara la presencia de más cazadores. Miró la rama que aún sostenía en las manos  y no la soltó. Se dirigió hacia el informático con el ceño fruncido. Sabía que las heridas que tenía no podían permitirle estar ahí de pie, con la tranquilidad sujetándole el rostro y ensimismado en su puñetero móvil. Algo en todo aquello no encajaba y estaba un poco harto.

En realidad  Fernando estaba muy harto.

Caminó pensativo hasta llegar al punto donde se encontraba el informático. Descubrió asombrado que el trozo de espada que hasta ahora le había atravesado la pierna  yacía en el suelo, sin mancha alguna de sangre, completamente limpia, reluciente.  Cuando su amigo caminó hacia él muy  emocionado para enseñarle la grabación de su ataque contra  el simio, Fernando advirtió que no cojeaba de ninguna de las dos piernas  y si antes tenía dudas ahora sabía que nada  casaba.

Miró al informático con mucha atención. Aquellos ojos saltones; el rostro oculto tras la barba que creía había visto en algún momento de su pasado;  la forma efusiva de hablar;  sus expresiones corporales… todo aquello le resultaba infinitamente familiar pero no acababa de unir las piezas del puzzle. Entonces decidió mandar todo a la mierda.

Levantó la rama y la descargó con violencia sobre la cabeza del informático, que cayó al suelo y permaneció inmóvil, casi muerto. Cuando despertó se encontraba atado en un tronco. Fernando había usado la cuerda que llevaba el simio al que había matado. También había cogido la espada del gorila, que ahora blandía amenazante señalando agresivamente hacia el rostro impasible  del informático.

-Ahora me vas a explicar qué cojones está pasando aquí, tío…

-No sé de qué me estás hablando.-respondió el informático sin que su voz temblara en ningún momento.

-¡No me trates de estúpido porque no lo soy! ¿Vale?.-Fernando respiró hondo.-Aquí están pasando cosas muy raras y tú tienes que conocer toda la información y vas a empezar a hablar por mis santos  cojones.

No fue a causa  del tono agresivo en  la voz de Fernando ni siquiera por la expresión espantosa que barría su rostro, ni ante la posibilidad de que nuestro amigo hubiera perdido el juicio por completo, sino porque la punta de la espada se clavó en el pecho del informático y la sangre comenzó a derramarse lentamente, procedente de su interior. . Por esa razón, y no por otra, el informático  empezó a hablar.


La lluvia caía insistentemente sobre el cuerpo de nuestro amigo. La sangre que manchaba su cuerpo ya había desaparecido por completo pero en su rostro mantenía fija una expresión de horror sin precedentes. Las palabras del informático le habían dejado bastante impresionado… Si tenía razón, todo aquello era una maldita locura, algo ilógico, incomprensible, irreal, improbable y… sin embargo  estaba convencido de que, quizá,  fuera la única explicación.

Había dejado al informático atado en el árbol, con la esperanza de que los simios lo encontraran y acabaran con él aunque, recordando y entendiendo sus palabras, era muy probable que a estas alturas  se hallara en  otro lugar, lejos de cualquier  peligro y  ajeno a  una situación tan extraordinaria como aquella. 

Mientras Fernando caminaba por un bosque cada vez más espeso, tuvo la convicción de que su final se aproximaba de manera inexorable. Había seguido las indicaciones recitadas con aquella voz tranquila y varonil del informático y había soportado su sonrisa bobalicona. Se despidió de él con una patada en pleno rostro, rompiéndole la nariz  y varios dientes del golpe y estrellando su iPhone contra los árboles. El teléfono no tardó en partirse en mil pedazos. Mientras Fernando se alejaba no dejó de escuchar la risa del informático  y sus palabras resbalaban una y otra vez por las paredes de su cerebro: “No puedes hacer nada, tío, él es dueño del control”.

Exhausto, Fernando se vio obligado a arrodillarse en el suelo y beber un poco de agua de un pequeño riachuelo que cruzaba frente a sus pies.  Cuando se sació lo suficiente descubrió que el agua cristalina se convertía ante sus ojos en un líquido rojo que le recordó a la sangre. Sintió náuseas y vomitó. Las punzadas en el estómago resultaban terriblemente dolorosas. Y entonces lo vio. Y también lo escuchó. Casi al mismo tiempo.

Primero fue el humo. Después oyó el crepitar de un incendio cercano.  Se levantó y miró a su alrededor. Varias columnas de fuego se alzaban a pocos metros de distancia y las llamas, altas y diabólicas, cobraban apariencia humana. El fuego parecía estar repleto de  extrañas siluetas abrazadas por llamas eternas que prendían todo aquello que encontraban a su paso. Los fuertes árboles ardían y sus ramas se partían para precipitarse hacia el  suelo envueltas en llamas, que rápidamente inflamaban los arbustos cercanos y nuevas columnas de fuego y humo se alzaban, tal cual perverso demonio.

Tosió y trató de taparse la boca y la nariz. Pensó en el informático, en dar la vuelta y ayudarlo antes de que el incendio llegara hasta allí pero recordó que con toda probabilidad ya no estaría cautivo y contemplaría la escena junto a su hermano el escritor, tal vez incluso comiendo palomitas.

Y es que de eso se trataba. El parecido familiar que había encontrado desde el principio en el informático se reducía al recuerdo de un compañero de trabajo que había tenido hace años, una persona que había considerado su amigo y que solía escribir historias macabras de terror. Ni siquiera recordaba su nombre pero el informático le había confesado que se trataba de su hermano y le contó la petición que una mañana Fernando Refoyo le había suplicado al escritor. Quería ser protagonista de  una de sus historias, algo que le hacía mucha ilusión y  que le haría estar  orgulloso y feliz.

-Los novelistas tenemos un don.-le había dicho el escritor con semblante serio.-Nuestras historias no se quedan solamente en el papel.
 Damos vida a los personajes, a los monstruos, hacemos y deshacemos a voluntad y algunos de nosotros tenemos la opción de convertir todo esto en algo real. Si alguna vez te utilizara como  uno de mis personajes, algo que en realidad no te recomiendo, es posible que tu vida cambie por completo hasta un  punto en el  que la magia de mis letras supondría   un grave problema para ti.

Fernando había escuchado atentamente al informático, que había repetido exactamente aquellas mismas palabras  y recordó la extraña expresión en el rostro de su amigo el escritor cuando se lo dijo personalmente, mientras tomaban un café. Y también recordó la respuesta que él mismo, hacía tantísimo  tiempo, le había dado:

-No tío, a mi eso me da igual. Puedes usarme como quieras, te doy carta blanca.

Y ahora comprendía el grave error que había cometido. Todo aquello formaba parte de una historia escrita por una mente terriblemente enferma,  una mente que ostentaba  un poder sobrenatural, capaz de hacer mundos paralelos que pasaban desapercibidos para la mayoría de los mortales. Fernando, al igual que muchos otros lectores, había disfrutado como un niño  con los relatos terroríficos del escritor pero ahora…  ahora él era el protagonista de una de aquellas depravadas historias y  lo estaba pasando francamente mal. 

-Sólo tú puedes acabar con todo esto.-le había dicho el informático de manera enigmática.-Debes encontrar la cabaña donde escribe, sorprenderle y acabar con sus manuscritos. Entonces… todo volverá a la normalidad y tu vida te pertenecerá de nuevo.

Estaba tan ensimismado en sus pensamientos y recuerdos que apenas era consciente del peligro en el que se encontraba hasta que sintió de nuevo el calor del fuego que se había desatado a su alrededor. Las llamas que devoraban los matorrales parecían brazos largos y demoníacos que trataban de atraparlo mientras se escuchaban los gritos agónicos de los árboles envueltos en llamas. Decidió correr, en la única dirección donde el incendio aún no había llegado.

El fuego bramaba con berridos infernales, parecido a un niño poseído por mil demonios durante una sesión de exorcismo y el humo le alcanzó como un manto siniestro que le hizo perder por completo la orientación. Palideció y se sintió obligado a hincar sus rodillas en el suelo. Tosió y sintió un dolor terrible en el estómago. Se le estaban quemando las entrañas o al menos ésa era la sensación que estaba teniendo. Gateó por el suelo tratando de escapar de las llamas pero notaba su calor tan cerca y escuchaba el chasquido de las ramas al ser mordidas por el fuego que decidió doblegarse  y quedó tendido en el suelo, totalmente dispuesto a rendirse.

Fernando no llegó a descubrir si finalmente había perdido la conciencia por completo y si lo que venía a continuación era una fantasía de su mente antes de ser devorado por el fuego. Escuchó  pasos, claramente. En un primer momento pensó que podía tratarse de uno de los simios que le había dado alcance para conducirlo de nuevo  al interior de aquellas apestosas jaulas de las que había escapado. Entre el humo distinguió una figura deforme, casi de aspecto monstruoso, con una gran cabeza. Creyó que podría tratarse del ser de ojos almendrados que acompañara a los simios y que le observara con interés desde detrás de los barrotes y sintió pavor. Después rechazó tan inquietante idea porque este ser tenía un cuerpo mucho más grueso y jadeaba profundamente, como si le costara respirar. La silueta oscura se detuvo a pocos centímetros  y pareció contemplarlo durante algunos segundos, después se inclinó sobre él  La deforme cabeza estaba tan próxima que pensó que una boca enorme se abriría y lo engulliría por completo. Fernando Refoyo gritó como nunca antes lo había hecho y trató de retroceder, gateando en el suelo como una niña asustada…

…hasta que unas manos protegidas por unos guantes lo sujetaron y tiraron de él. Por momentos, el humo se disipó durante un instante, quizá barrido por un viento mágico, y la figura de un bombero protegido por su traje ignifugo se manifestó ante él. Volvió a gritar, presa de un miedo atroz, a causa de  la impresión recibida  al descubrir los ojos de pupilas amarillentas que divisó detrás del casco. Seguidamente  perdió la conciencia.

Cuando Fernando la recuperó se sintió desorientado. No sabía dónde se encontraba. Estaba tumbado en una cama, dentro de una habitación de paredes de madera. Tenía todo el cuerpo dolorido y se sentó. Había ropa  bien doblada en una silla  que reconoció como suya mientras en el suelo descansaba una bandeja con un vaso de zumo de naranja y un par de tostadas de mantequilla. Había una pequeña taza que contenía un café con leche humeante y sobre la mesita de noche estaba su paquete de tabaco y su mechero. Casi se sintió en casa salvo por la extrañeza de la habitación cuya puerta se encontraba cerrada. Aún así, podía distinguir un ruido extraño que en ningún momento le resultó familiar y que sonaba bastante cercano.

 Aturdido, trató que su mente no lo torturara con las escenas pasadas y eludió recordar los ojos extraños del misterioso bombero que probablemente le había salvado del fuego que se había desatado en el bosque. Fue inútil. Se estremeció al ver de nuevo en su cabeza los espeluznantes ojos de color amarillo. Quiso olvidar. Bebió el zumo de un solo trago y después probó el café. Caliente y con azúcar. Maravilla terrenal. Mientras, seguía escuchando aquellos sonidos extraños, como pequeños golpes continuos que apenas se detenían. Cogió el paquete de cigarrillos y aún sentado en la cama se lo fumó. Hacía tiempo que no se encontraba rodeado de tanta tranquilidad y no contaba con que aquella situación durara demasiado tiempo…

Decidió vestirse. Mantuvo el ceño fruncido porque no era capaz de reconocer aquellos golpes continuos y repetitivos y optó por salir fuera de la habitación. Se escupió en las manos y agarró el pomo de madera. Lo giró hacia la derecha y en contra de lo que había pensado en un principio, la puerta hizo un ruido y se abrió.

Con recelo y precaución, empujó la puerta suavemente. Una pequeña sala se presentó ante él y en el fondo había una persona que se encontraba de espaldas. No lo reconoció pero supo lo que estaba haciendo y comprendió el origen de los pequeños sonidos. 

El desconocido estaba escribiendo en una vieja máquina, golpeando con sus dedos las gruesas y duras teclas  y cuando Fernando dio dos pasos al frente, la persona que aporreaba la máquina se giró sonriente.

-Hola Fernando, has tardado bastante en venir pero me alegro mucho que ya estés aquí.

Nuestro amigo se sorprendió al ver a la persona que ahora se había levantado y se dirigía hacia él. Lo conocía. Lo conocía perfectamente. Era el informático. Ya no tenía barba pero aquellos ojos eran inconfundibles. 

-¿Qué?

-¿Extrañado?.-preguntó el informático con una sonrisa que le recorría la cara de extremo a extremo.-¿Tal vez te esperabas encontrar aquí a… mi hermano?

Nuestro amigo quedó paralizado. Desvió momentáneamente la vista hacia la mesa donde hasta ese momento había estado sentado el informático y descubrió infinidad de folios escritos desparramados sobre la mesa, casi tapando una vieja máquina de escribir de color verde.

-¿Tienes interés en saber qué te depara tu futuro, amigo Fer? He estado leyendo tu historia, lo que está por venir, repasando lo que mi hermano ha estado escribiendo durante sus noches angustiosas y debo decirte que resulta aterrador.

-No… quiero…seguir con… esto. ¿Dónde está tu hermano? ¿Me… gustaría hablar con… él?

-¿Mi hermano?.-el informático pareció sorprendido y subió la vista hacia el techo para bajar los ojos inmediatamente, clavarlos en Fernando y sonreír con ellos.-Mi hermano ya no es el que era, ¿Sabes? Cuando descubrió que todo lo que escribía se convertía en realidad casi se volvió loco… loco de verdad. Perdió la cabeza.

Fernando sintió que le temblaban las piernas. Advirtió un inquietante  brillo en los ojos del informático, un brillo que interpretó como el brote de la demencia.

-Hacía mucho tiempo querido Fer, que no veía a mi hermano disfrutar tanto con sus escritos. Y eso es gracias a ti, ¿Sabes? Se cansó de inventarse personajes, de crear historias sangrientas con asesinos y monstruos que luego le atormentaban por la noche y que le hicieron perder la cordura. Ya no es el mismo. No está bien, pero es mi hermano ¡Mi hermano!, ¿Entiendes?

Fernando no dijo nada, simplemente permaneció en silencio, observando al informático cuya mirada a cada minuto que pasaba se mostraba más oscura y misteriosa.

-Cuando empezó a escribir sobre ti… lo vi feliz, como nunca antes lo había sido. Quiso parar al comprender que te estaba haciendo daño. Pretendía detenerse y dejarte disfrutar en esa casa con las mujeres que te llevaron a su interior, pero yo le animé a continuar, a dar un giro vertiginoso a la historia. Discutimos, la verdad. El pobre no quería que sufrieras. Te apreciaba, ¿Sabes? Y no entiendo la razón pero sí, se puede decir que te apreciaba e incluso te respetaba.

-Me gustaría hablar con él.-repitió nuestro amigo.

-Sí claro. Está en el sótano pero no es buena idea que lo veas ya te he dicho que no es el mismo.

-Da igual.-respondió Fernando.-Necesito hablar con él. No puede seguir escribiendo sobre mí.

-¡Oh, no! Hace días que no lo hace, amigo Fer.-dijo el informático y de su garganta brotó una  carcajada siniestra.-He tomado  el relevo. Digamos que he descubierto que yo también dispongo de ese   mismo don.

Fernando observó al informático que en aquél momento cogió un bastón con la empuñadura en forma de serpiente y se apoyó en él. Parecía que le dolía la pierna.

-¿Quieres reunirte con mi hermano? Puedes hacerlo. Bajemos al sótano.

Nuestro amigo dudó. Sintió pavor ante la temible mirada del informático, ante la expresión perversa de su rostro, ante la crueldad de su sonrisa pero caminó hacia la puerta que le había señalado. La abrió y una luz se encendió. Viejos peldaños de madera se presentaron ante él y sin dudarlo bajó, con la esperanza de alejarse a la mayor brevedad posible del informático. Sin embargo, para su desgracia, le siguió, caminando lentamente tras él, apoyándose en el bastón.

Cuando llegaron al final de la escalera, Fernando echó un vistazo al sótano. Estaba completamente vacío… a excepción de una mesa cubierta por un mantel de color negro sobre el que había algo redondo…

Fernando abrió los ojos estupefacto y estuvo a punto de lanzar un alarido al reconocer la cabeza cercenada del escritor que yacía con los ojos abiertos sobre la mesa y con una mueca espantosa dibujada en su boca, también abierta.

Un escalofrío bajó por la espalda de nuestro amigo y las piernas le temblaron como muros endebles durante  un terremoto. Escuchó las palabras del informático a pocos centímetros de su nuca:

-Ya te dije que mi hermano había perdido la cabeza… literalmente.

Fernando se giró sobresaltado para descubrir que el bastón que sujetaba el informático  se había convertido ahora en la hoja afilada de una espada y que se levantaba casi a ras del techo. Antes de que pudiera moverse, el filo de acero bajó a vertiginosa velocidad y cercenó la cabeza de Fernando con un corte limpió y brutal. El cuerpo de nuestro amigo cayó al suelo de rodillas mientras su cabeza volaba para estamparse contra una de las paredes y rodar después por el suelo hasta quedar inmóvil.

En aquél mismo momento, el informático miró la mesa donde se encontraba la cabeza cercenada de su hermano y descubrió que ésta le guiñaba uno de sus ojos en señal de aprobación. El informático irrumpió en una sonora carcajada coreada por la cabeza cortada de su hermano, que abría y cerraba la boca mientras de sus ojos manaban lágrimas a causa de la excitación y el esfuerzo.

El informático caminó hacia el punto donde se hallaba la cabeza cortada de Fernando que había acabado con  los ojos cerrados  y la cogió por los pelos. La contempló durante unos instantes para depositarla después junto a la de su hermano.

-¡Eh, tú, pringao!.-gritó la cabeza del escritor mientras volvía a estallar en una carcajada tremebunda a la que su hermano se unió.

-¡Pie de pollo!.-gritó entre carcajadas el informático.

Instantes después los ojos de Fernando se abrieron y al descubrir a sus dos amigos reírse con amplias carcajadas movió los ojos y contempló su cuerpo decapitado aún de rodillas en el suelo. Desvió la mirada hacia el informático que no paraba de carcajear con los ojos anegados en lágrimas y después miró la cabeza de  su amigo el escritor, que también reía de forma compulsiva, sin poder contenerse. Comprendiendo la delirante y surrealista situación, él también estalló en inquietantes carcajadas y durante horas aquellos tres amigos rieron como nunca antes había reído nadie   en este mundo depravado e  infecto.