EL RATONCITO PEREZ

Rocío no es una niña como las demás. Es un vampiro, por eso acude al colegio cuando cae la tarde, aunque sus padres la dejan acercarse a las clases diurnas los días grises y nublados, para que así pueda jugar con otros niños de su edad.



Ser un vampiro tiene sus cosas buenas y sus cosas malas, pero en definitiva las preocupaciones de la vida son las mismas que las humanas, aunque cada especie las vea, sienta y se enfrente a ellas, bajo un prisma diferente.


Rocío tiene siete años y es muy buena estudiante, aplicada y respetuosa con profesores y compañeros. Siempre tiene ganas de aprender, le gusta hacer tareas, dibujar, leer y escribir. Presta mucha atención en clase y tiene una excelente memoria. Le basta leer una vez las cosas, o escucharlas por primera vez, para comprenderlas y memorizarlas casi literalmente. Esta habilidad no tiene nada que ver con su condición de Vampiro sino con su extrema inteligencia, resultado sin duda de una buena educación y de que, sus padres, son también unos portentos en cuanto a inteligencia se refiere y, como no podía ser de otro modo, Vampiros como ella.


Naturalmente, tantos los habitantes de la ciudad como sus compañeros de colegio saben que Rocío no es humana sino una criatura de la noche, un vampiro, pero a nadie le importa porque aquello, a día de hoy, es algo tan normal como habitual. Es rara la persona que no tiene como vecino a un Vampiro y, si somos sinceros, la convivencia entre ellos y los humanos es más que respetable. Nadie causa problemas porque, como sabes, cosas más raras hay en el mundo.


Mientras el resto de niños se llevan bocadillos para comerlos en el recreo, Rocío saca su pequeña bolsita de sangre. Nadie dice nada, no hay ningún niño que se le quede mirando o profesor que le recrimine por consumir aquél sustento en público pues Rocío es una niña, una muy buena niña, y tiene sus obligaciones alimenticias, como el resto de compañeros y alumnos. Tiene que comer, coger energía, y esta bolsita es su bocadillo. La respetan, con la misma facilidad que ella respeta las necesidades de los demás.


La familia de Rocío se había instalado en la ciudad hacía ya la friolera de 20 años. Ellos no eran los únicos vampiros del lugar, es más, aparte de los humanos había también Hombres Lobo; personas extrañas con capacidades extraordinarias, como niños que movían cosas con la mente o que sabían leer el pensamiento y conocían hechos que aún estaban por ocurrir. Incluso había familias zombies, no demasiadas, pero cada vez llegaban más procedentes de lejanas ciudades.


Todas estas criaturas y bichos extraños podían deambular por la ciudad como cualquier humano, y los más jóvenes, como Rocío, acudían al colegio, a veces por la noche, en ocasiones por el día.


A pesar de que los alumnos especiales no suelen dar problemas ni poner en peligro la salud de los niños humanos, sí es cierto que tienen algunas directrices a tener en cuenta, aunque esto dependa más de sus propios padres y tutores que de las reglas estrictas de la Sociedad Humana o las reglas internas de colegios e institutos. Por ejemplo, los niños vampiros (como en el caso de Rocío) deben de estar preparados si durante la jornada diaria del colegio uno de los alumnos sufre algún corte y de la herida mana sangre en abundancia. La sola visión de ese líquido rojizo y espeso, su olor dulzón, puede sacar lo peor de los demonios del interior de los vampiros, por esa razón, la responsabilidad de los padres y educadores es que los niños vampiros desayunen copiosamente para que, en caso de accidente, no sientan deseos de abalanzarse sobre el alumno afectado. A su vez, los niños que en realidad son hombres lobos, deben tener mucho cuidado las noches de plenilunio porque aún son cachorros muy jóvenes y no pueden controlar sus impulsos primarios con destreza.


Mientras en el recreo los niños humanos devoran sus rosquillas, bocadillos y bollos de chocolates y Rocío come de su bolsita de sangre, los niños zombies engullen trozos de carne cruda que a veces comparten con los niños lobo. Los zombies son los alumnos menos inteligentes y acostumbran a estar en una clase de aprendizaje especial, pero ninguno de ellos ha ocasionado problemas, nunca, ni vampiros ni hombres lobo, ni niños especiales con poderes extraordinarios ni zombies, y tampoco los humanos, que es obligado decirlo.


Rocío, a su corta edad, a veces se comporta como una niña humana. La verdad es que en el colegio no suele hacer alarde de sus capacidades extraordinarias aunque sus amiguitos se lo pidan (siempre les impresiona cuando saca sus afilados colmillos, cuando sus ojos se vuelven de una negrura espesa o deja que las uñas crezcan de un modo alarmante, como afiladas hojas de cuchillos, por no decir del abrupto cambio que su rostro puede experimentar si así lo desea, enseñando el lado más salvaje y animal de su naturaleza) y muchas veces lleva a casa costumbres humanas, de ahí que se convirtiera en adicta a algunos programas infantiles de la Televisión o comenzara a jugar a la comba con sus padres y hermanos, pidiera muñecas como regalos, juegos electrónicos, puzzles y cuadernos para pintar.


Hoy, al llegar a su casa les hace una pregunta a sus padres:


-¿Quién es el Ratoncito Pérez?


Los padres de Rocío se miran sorprendidos y luego sonríen.


-Es algo de los humanos.-responden.-No hagas caso.




-Pues me han dicho que ese ratoncito trae regalos cuando se te cae un diente y lo guardas debajo de la almohada. A veces dinero, otras chucherías.


-Esas cosas son para los humanos.-dice la madre.-Pronto va a amanecer, creo que deberías irte a dormir, tu padre y yo iremos muy pronto.


-Nosotros también perdemos dientes.-habla Rocío eludiendo el comentario de su madre y saca uno de sus afilados colmillos.-Mirad como se mueve. Está a punto de caerse.


Su padre se acerca para examinarlo.


-Estás creciendo muy deprisa.-le dice la madre.


-Los dientes son una de las cosas más importantes en la vida de un vampiro.-informa el padre.-Por eso te decimos que hay que lavárselos todos los días.


-Pero si se me cae y lo dejo debajo de la tierra.-dice Rocío insistiendo en el mismo tema.-¿No me traerá nada el Ratoncito Pérez?


-No hija, son cosas de humanos. Ellos dejan sus dientes bajo la almohada.


-¡Jo!.-protesta Rocío.-¿Y nosotros no tenemos un Ratoncito Pérez o algo parecido? ¡Yo quiero un Ratoncito Pérez!


Al ver que los ojos de Rocío se tiñen de lágrimas oscuras convertidas en diminutas gotas de sangre que resbalan por sus pálidas mejillas, la madre se acerca y la abraza.


-Lo siento hija, son costumbres humanas y nosotros no…


-¡Pues me han contado que a los hombres lobo que se les cae sus primeros colmillos cuando son niños les hacen una fiesta bajo la luz de Luna Llena porque han dejado de ser cachorros para convertirse en lobos!


-Pero ellos…


-¡Y les hacen regalos!!


-¡Rocío!, es hora de que te vayas a la cama, pronto saldrá el sol…


-¡Los Hombres Lobo tienen su fiesta, su celebración, su Ratoncito Pérez!


-Ya, pero tú no eres un hombre lobo.


-¡Y los niños zombies reciben regalos si aguantan una serie de años sin que se les caigan los dientes!


-Ya, pero tú no eres una niña zombie.-dice el padre apesadumbrado y mostrando signos de estar perdiendo la paciencia.


-¡Pues yo quiero un Ratoncito Pérez!.-patalea Rocío en mitad de la cocina.


Los padres de la niña se miran en silencio. La madre se encoge de hombros y se aproxima a su hija. Se agacha y posa sus manos en los diminutos hombros de la pequeña. La mira directamente a los ojos:


-La verdad es que nunca a ningún vampiro se le ha ocurrido guardar un colmillo en el ataúd.


Los ojos de Rocío se iluminan con el brillo que brinda la esperanza. El tono de su voz recobra el entusiasmo y la ilusión:


-¡Entonces no sabes si tenemos un Ratoncito Pérez! ¿No?


La madre no sabe responderle y la niña, viendo ya la claridad del nuevo amanecer asomando entre las nubes que se divisan tras el ventanal de la cocina, se marcha a su habitación visiblemente enfadada.


La habitación de Rocío no tiene ventanas y la oscuridad es impenetrable en su interior pero ella puede ver con absoluta claridad, es una de sus habilidades. Observa su pequeño ataúd y juega con la tierra de cementerio que hay en su interior. Aunque se está sintiendo algo débil porque ya comienza a ser de día, a la pequeña niña se le alumbra una idea en el cerebro, que estalla como una explosión dentro de su cabeza.


Toca con sus pequeños y delgados dedos el flojo colmillo que se le mueve en la boca y se lo arranca. No siente dolor alguno y lo observa durante algunos segundos. Con una amplia sonrisa se mete en el ataúd e introduce el colmillo bajo la tierra de cementerio que hace las veces de almohada en su peculiar cama. Nerviosa e ilusionada, pensando que tendrá regalos al día siguiente por la visita del Ratoncito Pérez, cierra los ojos y se duerme… hasta la llegada de la noche, que es cuando debe despertar.


Rocío abre los ojos en el mismo momento en que el sol oculta sus últimos rayos tras las gruesas montañas que se alzan en el horizonte. Cuando su poder ya no calienta y no puede hacer daño a la piel de criaturas como Rocío, es cuando ella se levanta.


Está muy nerviosa. Excitada, mira bajo la tierra y descubre que el colmillo que ha dejado ha desaparecido. Sin duda el Ratoncito Pérez se lo ha llevado. Busca con ansia el regalo bajo la tierra, no sabe qué puede ser, una cajita de caramelos, una bolsita de sangre… y se enfada mucho al no encontrar nada.


Se viste con el rostro arrugado por el enfado y sale de la habitación dando un portazo, malhumorada. Entra en la cocina donde sus padres están preparando el desayuno: Un buen tazón de sangre caliente, humeante.


-No hay Ratoncito Pérez para los vampiros.


-Ya te lo dijimos.-recuerda la madre.


-¡No es justo!.-protesta Rocío.-¡Se ha llevado mi diente y no me ha dejado nada! ¡Nada!


La niña comienza llorar de manera desconsolada y los padres sonríen.


-¿Y si en realidad ese Ratoncito Pérez ha venido y aún no has visto su regalo?


-¿Tú crees?.-pregunta Rocío con dudas mientras borra las lágrimas con un movimiento de la mano.


-¿Quién sabe?.-se encoge de hombros su padre.-Quizá nuestro Ratoncito Pérez actúe de forma distinta, a ver qué depara el día, quizá debas tener paciencia, ¿Sabes?, la paciencia es una virtud, especialmente para nosotros, los vampiros.


Su madre se aleja de la cocina con una amplia sonrisa cubriendo su rostro y prepara la mochila de su hija. Mete los libros y cuadernos, colores y reglas y no se olvida de envolver en papel la bolsita de sangre para que su pequeña coma a la hora del recreo.


Rocío acude al colegio con el morro torcido y las cejas hundidas en sus ojos, claramente disgustada porque no ha obtenido ningún obsequio por su colmillo. Que el Ratoncito Pérez había estado en su habitación era evidente pues su diente ¡¡había desaparecido!!


La noche en el colegio fue de lo más aburrida pues ella tenía el pensamiento en otra parte y estaba muy enfadada. Cuando regresó a casa se marchó directamente a su habitación y, sin ningún brillo de esperanza en sus ojos, buscó bajo la tierra del ataúd pero no encontró ningún regalo del Ratoncito Pérez. Se echo dormir, con los labios apretados de rabia y desilusión.


Poco podía imaginar la pequeña Rocío que la sorpresa llegaría al día siguiente.


Mientras ella duerme y los alumnos humanos acuden a clase, un extraño personaje irrumpe en el colegio. Entra en todas y cada una de las clases y habla con los profesores, después se acerca a los alumnos y les reparte una tarjetita. Es una invitación a una fiesta nocturna en la casa de Rocío, donde todos aquellos amigos que quieran disfrutar de una agradable velada, podrán hacerlo ya que habrá chucherías, juegos y regalos. Cuando uno de los profesores le pregunta a este extraño individuo cómo se llama, gira graciosamente sobre sus propios talones y responde:


-Pérez.


Es un personaje peculiar. Va apoyado en un fino bastón de color rosa que golpea el suelo a la par que sus graciosas zapatillas deportivas, de un verde intenso. Es alto y extremadamente delgado y su indumentaria no pasa desapercibida. Unos pantalones rojos y un chaleco blanco le dan un aspecto divertido. Tiene las orejas pequeñas y puntiagudas y mueve su diminuta nariz constantemente, como un conejito. Lo que le hace más gracioso no es el ridículo sombrero de copa que lleva sobre la cabeza sino el curioso bigote que porta al estilo de los gatos. Bajo ese bigote se asoman dos paletas blancas y grandes. Impresiona lo diminuto de sus ojos, muy negros e inquietos, en constante movimiento.


Sus brazos son extraordinariamente delgados y da la impresión de que podrían romperse con el más nimio de los movimientos. La piel de este personaje es oscura y arrugada, como si fuera un ser de avanzada edad y con un pequeño deterioro obcecado por pudrir su cuerpo. Tiene unos dedos muy prolongados y las uñas largas y afiladas. Tras él, emergiendo del centro de sus nalgas, puede verse una cola como la de los ratones.


Pérez se marcha con una sonrisa dibujada en sus labios y desaparece entre las calles de una ciudad que en estos momentos parece siniestra y amenazante.


Cuando Rocío despierta se encuentra con que sus padres están en la habitación. Le informan de que hay una fiesta preparada, de que sí hay Ratoncito Pérez para los Vampiros y que como recompensa por el maravilloso colmillo que ella ha dejado para la criatura, éste le ha organizado una fiesta con algunos de sus compañeros de colegio.


Rocío salta de alegría y sale presurosa de la habitación. Allí, en el salón se encuentran sus dos hermanos, tres primos y los padres de éstos. Casi se ha reunido toda la familia.


El salón está preparado para la celebración, pero faltan los invitados, aún no han llegado.


Alguien llama a la puerta. Rocío está muy nerviosa, tiene ganas de fiesta, está muy hambrienta. La madre de la niña abre la puerta. Comienzan a entrar una docena de amigos de Rocío, todos vienen con regalos entre las manos que se lo entregan con una sonrisa. Está emocionada.


Bajo el umbral de la puerta, Rocío ve la extravagante figura de Pérez, que lo observa con sus diminutos ojos y mueve la nariz de manera graciosa, lo que la hace reír. El extraño personaje inclina la cabeza en señal de respeto y se gira, desapareciendo en el abrazo de la noche. Su cola se balancea de un lado a otro.


La puerta se cierra.


Los amigos de la niña se colocan alrededor de una mesa y la familia de Rocío junto a ellos.


-¡Cuántos invitados!.-exclama Rocío emocionada.


-No, cariño.-dice su padre.-Estos niños no son los invitados… ¡¡son la comida!!

La familia de Rocío (e incluso ella misma) se abalanza sobre todos los presentes, la niña, con la mirada oscura pero el rostro alegre y la boca repleta de sangre jugosa y caliente dice:


-¡El Ratoncito Pérez de los vampiros es mejor que el de los humanos!


Todos ríen de buena gana mientras el espeso líquido rojo cae a través de sus gargantas ofreciéndoles un placer indescriptible y hunden de nuevo sus colmillos sobre el cuello de los invitados.


La verdad es que la pequeña Rocío tiene razón al decir que el Ratoncito Pérez de los vampiros es mejor que el de los humanos. También es cierto que los Vampiros pueden adaptarse a la sociedad humana, respetar y adquirir sus costumbres, sin embargo, la realidad es que nunca, en ningún momento, dejan de ser Vampiros.





Una aventura de MONICA VARGAS y GABRIEL MARTIN

EL TESTIGO

"Una Investigación en Curso"


Tercera Entrega


Nada más entrar en la comisaría toda la atención se dirigió violentamente hacia el oficial que acababa de cruzar la puerta. Gabriel Martín notó la intensa mirada de sus compañeros y las diferentes expresiones que mostraban los rostros de los policías: En algunos vio la sorpresa, en otros la admiración pero en muchos de ellos advirtió la envidia y el desprecio.

Todo se había quedado en el más absoluto silencio. Los policías de servicio se habían girado para observarlo durante angustiosos segundos, hasta que una joven policía se acercó para darle dos besos en las mejillas y decirle un misterioso “Enhorabuena, Gabriel”. Entonces, todos ellos regresaron a sus tareas diarias.

Gabriel Martín estaba perplejo y no sabía qué estaba ocurriendo ni a qué venían las palabras ni los besos de Lorena.

Un hombre de aspecto basto se acercó a Gabriel y lo envolvió con una mirada penetrante, después le golpeó el brazo con el puño y le dijo que el comisario le estaba esperando.

Gabriel tragó saliva. Cuando el comisario requería la presencia de un oficial uno siempre debía temblar porque se avecinaba una borrasca por el horizonte y, por lo que él mismo podía deducir, todo el mundo conocía el motivo por el que le llamaba, todo el mundo menos...él.

Cabizbajo y nervioso, metió las manos en los bolsillos de su uniforme y clavó la cabeza en el suelo para evitar el juego de miradas que se había desatado dentro de la comisaría. No quería interpretar ninguna de ellas, fueran burlas, asombro o admiración.

Gabriel era uno de los policías más jóvenes de la comisaría, recién salido de la academia y solía tener bastante éxito con las mujeres por su aspecto, aunque luego resultaba ser más tímido de lo que a ellas le hubiera gustado en un policía. Rubio, de apenas veintitrés años, atlético y con uniforme. Algunas féminas no pedían más.

Cuando llegó frente a la puerta del despacho sacó sus manos de los bolsillos y llamó. Tres pequeños toques con los nudillos y del interior brotó la áspera voz del comisario Ramírez:
-Pase de una vez, oficial, ¿O piensa quedarse ahí toda la santa mañana?

Gabriel se quedó perplejo con la mano aún levantada. ¿Sabía que era él o simplemente se lo decía a cualquiera?

-¡Oficial Martín! ¿Quiere pasar de una puta vez? ¡No tenemos todo el día!

Gabriel resopló. Evidentemente sabía que era él y suponía para qué lo había llamado. Quizá había descubierto que había estado investigando por su cuenta el extraño incidente del cementerio pero… ¡Un momento! ¿Había dicho el comisario “tenemos”? ¿Con quién estaba?
Gabriel Martín no tendría que esperar mucho para averiguarlo, bastaba con abrir la puerta. Y lo hizo, apenas cinco segundos después.

El oficial se llevó una desagradable sorpresa cuando vio a dos personas más en el despacho del comisario: Un hombre y una mujer. Sin saber por qué, Gabriel advirtió un escalofrío recorriendo todo su cuerpo, como arañazos de un gato en su piel. Miró primero a su superior, sentado en su mesa con cara de cabreo, y después a las otras dos personas.

-¡Siéntese!, Creo que ya conoce a estos dos agentes, ¿No es así?

El joven oficial desvió la cabeza y su mirada se cruzó con la de Armando Guerrero, de pié, y los ojos oscuros de Mónica Vargas, sentada en una silla frente al comisario. Los rostros de ambos agentes eran sombríos y sus expresiones más parecían retazos de preocupación que otra cosa. El comisario miró a su hombre de arriba abajo y movió la cabeza apretando un poco los labios. Cruzó su mirada con la de los agentes y preguntó perplejo:

-¿Están ustedes seguros?

-Completamente.-respondió el agente Guerrero.-Es el hombre que estamos buscando.
El comisario arrugó la nariz y cerró los ojos. Volvió a ladear la cabeza y después se encogió de hombros. Resopló, miró al oficial Martín y le espetó:

-Vas a ser la puta sombra de estos agentes del CNI, espero que no dejes la comisaría a la altura del betún porque te corto los huevos.

-No entiendo señor.-empezó a decir Gabriel.-Yo no…

Dejó de hablar en el mismo momento en el que Armando Guerrero le aplastó el hombro con su enorme manaza.

-No te preocupes, chico, estarás en muy buenas manos.

A Gabriel no le había gustado cómo habían sonado aquellas palabras y buscó ayuda dirigiendo su mirada hacia el comisario, pero éste estaba ya soltando alguna bronca a través del teléfono. En aquellos momentos, Gabriel Martín se sentía un ser insignificante, una persona que acababa de adentrarse en un pozo sin fondo, dejando de existir casi al instante. Miró al agente Guerrero y lo descubrió observándolo con una extraña sonrisa dibujada en los labios. Aquella sonrisa permitía descubrir la blancura de unos dientes sólidos y perfectos. Agachó la cabeza en el mismo momento en que la agente Vargas se incorporaba, alargaba el brazo para estrechar la mano del comisario y seguidamente se colocaba unas oscuras gafas de sol. Salió del despacho rozando el cuerpo de Gabriel, que se estremeció como si una intensa bocanada de aire helado lo sacudiera. Todo aquello le parecido muy extraño y en su cabeza trató de retener los extraños detalles de los que se había percatado. Preso de sus propias divagaciones, dio un respingo cuando Armando Guerrero lo cogió del brazo y tiró de él, sacándolo del despacho.
Cruzaron la comisaría como una exhalación. Primero Mónica, que caminaba apoyada en unos botines negros que golpeaban el suelo con fuerza y seguridad. Después Armando y a su lado Gabriel, agarrado con fuerza por el brazo. Más parecía una detención que otra cosa.

Nada más abrir la puerta de entrada, Gabriel vio como Mónica Vargas corría bajo la luz del sol para introducirse, como un huracán, en el interior de un coche negro con los cristales tintados. Armando tiró del oficial si cabe con más fuerza y lo introdujo dentro del coche. En su interior, ya sentado, Gabriel se fijó en la agente, que jadeaba con dificultad, como si le costara respirar. Abría la boca convulsivamente y tenía la mano en el pecho.

-Deja de mirarla con esa cara de idiota.-exclamó Armando.

El coche arrancó. Hasta ese mismo momento, el joven oficial no se había dado cuenta de que un hombre se encontraba en la parte delantera, frente al volante. Gabriel no podía quitar el ojo de la expresión de espanto de la agente Vargas. En un momento, las gafas de la mujer cayeron al suelo y Gabriel vio los ojos llorosos y enrojecidos de Mónica. Vio un destello en ellos, algo que le llamó poderosamente la atención pero recibió un codazo del otro agente en pleno estómago.

-Aparta la vista, imbécil.

Gabriel se encogió sobre el asiento y apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla. ¿A dónde iban?
Cruzaron la ciudad. El sol trataba de asomarse a través de los rascacielos, subiendo poco a poco hacia su cenit. El joven policía contempló el astro rey desde el interior del coche, a través de la ventana. Los rayos del sol no pasaban por el cristal y por esa razón no tuvo que cerrar los ojos a no existir molestia alguna.

-Dichoso tú.-fueron las palabras que salieron de la boca de Mónica o, al menos, eso creyó entender Gabriel.

Llegaron a las afueras de la ciudad, se internaron a través de un pequeño descampado donde la civilización parecía haber desaparecido de la faz de la Tierra y en ese preciso momento el oficial temió por su vida. No le gustaban aquellas personas, ni él ni ella, había algo raro en ambos agentes, algo misterioso y sabía que corría peligro junto a ellos.

El coche de detuvo y la portezuela del lado de Armando se abrió. El sol penetró salvajemente en el interior, llegando a iluminar parte del coche, pero la mitad del cuerpo de Gabriel y sobre todo el de Mónica, permanecieron en las sombras. Armando Guerrero salió del coche.

-Baja muchacho. Hemos llegado.

Gabriel miró a Mónica fugazmente. Llevaba puestas otra vez las oscuras gafas de sol y parecía haber recobrado toda la compostura. Respiraba con normalidad. El policía comenzó a sudar preso de los nervios e inconscientemente se llevó la mano a su arma reglamentaria.

-No seas idiota, hijo.-sonó la voz de Armando desde el exterior.-Eso no te va a hacer falta.-Permaneció unos segundos en silencio y después añadió.-Bueno, eso si el puto cadáver no se levanta.
Después, de la garganta del agente Guerrero brotó una ronca carcajada. Gabriel miró a Mónica y creyó que ésta sonreía ligeramente pero no podía estar convencido del todo. Finalmente Gabriel Martín bajó del coche y se unió a Armando. Mónica se quedó dentro del vehículo.

El sol pegaba ya con fuerza. Eran las doce del mediodía y no había sombra alguna bajo la que cobijarse. Armando Guerrero señaló hacia un lugar determinado y Gabriel creyó distinguir entre la espesura un bulto. Se fijo mejor y descubrió que se trataba de un cuerpo humano.

-¡Dios mío!

-¿Nunca has visto un muerto, muchacho?.-preguntó Armando mientras caminaba en aquella dirección.-Este es el quinto cadáver que encontramos en estas circunstancias y necesitamos tu ayuda.

-¿Mi ayuda?

-Es lo que he dicho, ¿No?.-la voz de Armando era tosca, algo ruda, como si no estuviera muy a gusto en aquél lugar. Se detuvo y encendió un cigarrillo. Le ofreció uno a Gabriel mientras miraba en dirección al cuerpo tendido. El policía lo rechazó con un gesto de la mano y Armando se guardó el paquete en el bolsillo. Comenzó a caminar en dirección al cuerpo. Gabriel lo siguió, a varios pasos de distancia. Volvió la cabeza y dirigió su mirada hacia el coche en el que había venido. El chofer seguía sentado frente al volante, el motor ya estaba apagado. La puerta de atrás continuaba abierta pero en aquél mismo momento se cerró con suavidad. Probablemente había sido la agente Vargas…

Llegaron hasta el cuerpo tendido. Era un hombre completamente desnudo, de unos cuarenta años, tumbado boca arriba. El color de la piel era muy blanco, como los azulejos blancos de un cuarto de baño y Gabriel tuvo la impresión de que estaba vacío de sangre. Se fijó en las pequeñas marcas que cubrían todo el cuerpo, como diminutas huellas de dientes que podían apreciarse en las piernas, pero sobre todo en las rodillas, los brazos y el cuello. Gabriel sintió un estremecimiento al ver las manos agarrotadas del cadáver. Lo más desconcertante era el trozo de madera que tenía medio enterrado en su pecho, a la altura del corazón. Como una estaca atravesando su cuerpo. Sintió arcadas al darse cuenta de la expresión de sufrimiento y dolor, espanto y horror que reflejaba el rostro del muerto y vomitó cuando descubrió que la cabeza del cadáver estaba separada del cuerpo, cercenada por lo que parecía ser un único corte.

-Muchacho, deberías ser más fuerte.-masculló el agente Guerrero al tiempo que se encendía un nuevo cigarrillo.

Gabriel Martín hizo acopio de valor y alzó la vista para mirar desconcertado al agente, después desvió la mirada hacia el cuerpo mutilado y se incorporó, evitando que sus ojos se detuvieran demasiado en los detalles. Respiró profundamente y volvió su cuerpo hacia el de Armando Guerrero, colocándose frente a él. Fingió recuperarse de la impresión recibida y forzó una sonrisa agradable para después murmurar en un tono falsamente simpático:

-¡Joder!, Parece que se lo han comido unos jodidos vampiros.

El agente Guerrero cubrió su rostro de una fatal expresión que asustó a Gabriel de un modo tan desagradable que estuvo a punto de orinarse encima. La cara de Armando no parecía humana y el joven policía sintió un pavor bárbaro. Lo fulminó con la profundidad de unos ojos duros y oscuros y cuando quiso darse cuenta, antes de que pudiera parpadear dos veces, lo vio pegando su aliento al suyo. Lo tenía agarrado del cuello y lo había levantado varios palmos del suelo.
-¡No vuelvas a decir eso! ¿Entiendes gilipollas? ¡No vuelvas a mencionarlos nunca! ¡Nunca!

La puerta del vehículo en el que habían venido se oyó a lo lejos. Gabriel quedó tendido en el suelo cuando Armando lo soltó como si fuera un vulgar saco de patatas y miró hacía el lugar donde estaba aparcado. Una figura esbelta y oscura parecía acercarse con extrema lentitud bajo la intensa luz del sol. ¿O en realidad estaba flotando a varios centímetros del suelo?

Gabriel no podría asegurarlo. Había caído sobre el cadáver y algo correteaba por una de sus manos. Lo último que sintió fue un mordisco suave en el cuello, luego otro más agresivo. Lo último que recordó fue el rostro borroso de Mónica Vargas, tendida sobre él, con la boca manchada completamente de sangre. De pié, como un mudo testigo, el agente Guerrero encendía un nuevo cigarrillo. El oficial se desvaneció al instante y con aquél desvanecimiento llegó la profunda oscuridad, impenetrable y ominosa.

EL ULTIMO RELATO

El cuerpo de Daniel yace inclinado hacia delante. La cabeza apoyada en la mesa. La mano, con los dedos agarrotados, aún sujetan el ratón.

La pantalla del ordenador está encendida. Es la única luz que hay en la habitación que hace las veces de despacho para este escritor. Quizá por esa razón, por la penumbra que hay, apenas se puede ver la sangre que mana de los orificios de la nariz. La boca, entreabierta de manera ostentosa, muestra una expresión atormentada, con los dientes apretados con inusitada fuerza y entre ellos, su lengua alargada.

El brazo derecho de Daniel cae hacia el suelo. La mano abierta ha soltado la pistola que ahora descansa sobre la alfombra. El cañón del arma todavía está caliente.

La detonación se produjo pocos minutos antes. El joven escritor se había volado la tapa de los sesos mientras contemplaba las últimas líneas que había escrito en su ordenador.

Dadas las circunstancias y teniendo en cuenta que hallarán el cuerpo de Daniel dentro de una semana, cuando el desagradable olor de la putrefacción irrumpa para alertar a los vecinos, creo que podemos echar un vistazo al texto que hay sobre la pantalla. Sé que no esta bien, pero dudo que a Daniel le importe ya lo más mínimo.

Entiendo que estas son sus últimas palabras, su último regalo, el último obsequio…


Titulo provisional: LA MUERTE DEL GUERRERO
Dedicatoria a esperas de encontrar algo mejor: Para lo que perdí


Un sonido seco cortó el aire y la primera flecha penetró en el muslo del guerrero. El grito que salió de su seca garganta prendió la soledad del camino como lo haría la respiración de un demonio.


El joven guerrero bajó la cabeza tras sentir el dolor que se había incrustado en su pierna y vio que la flecha le había atravesado por completo. Con lágrimas en los ojos, apoyó la pierna sana en el sendero que colindaba con el bosque y, con la mirada cargada de rabia y frustración, dirigió su vista hacia el lugar de donde había sido atacado. Advirtió algunas siluetas que se movían tras las ramas de los árboles. Había más de un hombre.

Presa del profundo dolor causado por la flecha, logró ponerse en pie al tiempo que desenfundaba su herrumbrosa espada. El acero cortó el aire y lanzó un grito de rabia al aire, manifestando que estaba dispuesto a cortar las cabezas de los enemigos y reventar sus corazones.

Un nuevo sonido, idéntico al anterior, se repitió desde otra dirección. El guerrero no tuvo tiempo de apartarse y vio horrorizado que otra flecha se acercaba peligrosamente en dirección a su cuerpo.

Esta vez se clavó en su hombro. La punta de acero penetró en el cuero que protegía su cuerpo y desgarró la piel y varios tejidos.

El joven guerrero se vio obligado a dar varios pasos hacia atrás por la fuerza del impacto. Sus ojos se cubrieron de lágrimas a causa del dolor y la sangre manaba de sus heridas, como hieráticos llantos.

La espada resbaló de entre sus dedos y se clavó en la tierra. Cayó de rodillas al tiempo que veía como varios hombres salían de entre los árboles, con los rostros cubiertos por el barro y una sonrisa reluciente impreso en ellos. Estaban dispuestos a acabar con su vida y el guerrero lo sabía.

Hundió las rodillas en el fango y alzó la vista hacia el cielo, buscando con sus ojos las estrellas y la luna, para contemplar su belleza por última vez pero un manto negro, oscuro y siniestro, ocultaba lo que el guerrero buscaba, como si ya no existieran.

Bajó la cabeza y vio a los enemigos acercándose con sus armas prestas para el combate. Pero nuestro guerrero estaba cansado de luchar, herido de muerte, sin fuerzas para levantarse, sin valor para enfrentarse al Mal, sin motivo por el que defender su vida y su sueño.

Cerró los ojos, pidió perdón en silencio. Levantó las manos en señal de rendición y aguantó la respiración.

El acero mordió su pecho y su abdomen. Su garganta recibió un brutal impacto y su cabeza cercenada cayó al suelo, rodando hasta ocultarse tras unos matorrales. El cuerpo del guerrero permaneció de rodillas durante varios segundos, sin esperanza, sin ilusión, después quedó tendido en el suelo. Sin vida. Sin futuro.


Siempre quedará la duda de si Daniel ha acabado el relato, si este texto era el definitivo. Quiero pensar que no, que aún le quedaba por dar muchas vueltas a todos y cada uno de los párrafos, con cambios y mejoras constantes, con la posibilidad de que el guerrero se mantuviera con vida, prisionero en alguna oscura caverna o salvado milagrosamente por alguna doncella, terrible y poderosa.

Desgraciadamente, nunca lo sabremos, porque el escritor ha muerto y con él su talento, sus virtudes y sobre todo sus grandes defectos y su afán por sembrar el caos y el dolor.
Alza una copa en su honor, brinda por su desaparición y no derrames ni la más pequeña de las lágrimas por quien nunca mereció la pena.


Daniel ha muerto y con su óbito desaparece todo el daño que en vida pudiera llegar a hacer.
Ha muerto el cruel creador de palabras. Y a su tumba no se ha llevado más que la soledad que se merece.


Me alegro por ti, de verdad, por fin estás a salvo y empezarás a vivir sin preocupaciones, sin tensiones, sin dolor. Te has librado de él.

Alza tu copa (de nuevo) por la muerte de Daniel, celebra su defunción. Hoy es un día grande para la Humanidad, un parásito menos, pasto de gusanos y diablos.

Daniel… no merece la pena seguir escribiendo sobre ti. ¡¡Púdrete en el infierno!!

Una aventura de MONICA VARGAS y GABRIEL MARTIN

EL TESTIGO

"Un informe en la Papelera"

Segunda Entrega

(Del Cuaderno de Notas del Oficial Gabriel Martín)


“Hace dos días sucedió algo extraño. El informe que presenté narrando los hechos acaecidos acabó en la papelera del despacho del comisario y ésa es la razón por la que estoy escribiendo estas líneas de manera extraoficial a altas horas de la madrugada. Bueno ésa y que el propio comisario me diera un par de palmaditas en la espalda, me dijera con esa voz grosera que tiene “Buen Trabajo” y seguidamente un desagradable “Olvídate de este asunto”.

No puedo obviar un hecho que ha despertado, por alguna razón que desconozco, mi interés. Tengo olfato para estas cosas, mi padre así me lo decía, que en paz descanse.
Lo más sencillo de todo sería seguir las recomendaciones del comisario y continuar haciendo mi trabajo lo mejor posible para ascender en la mayor brevedad de tiempo pero yo me pregunto si meter las narices en este asunto podría ayudarme en mis pretensiones. No sé dónde me conducirá todo esto pero lo voy a intentar.

Hace un par de días recibimos en la comisaría las denuncias de algunos vecinos. Al parecer, habían detectado movimiento extraño en el interior del cementerio local. Según sus palabras, podían verse algunas luces deambulando por el camposanto.

Yo estaba de guardia y a mí me tocó acercarme para echar un vistazo. Y lo hice, convencido de que se trataba de un grupo de jóvenes que hacían botellón o que se estaban divirtiendo destrozando viejas tumbas. Nunca pensé que me encontraría con uno de los incidentes más extraños de mi carrera como policía.

Llovía con intensidad y hacía un frío de mil demonios. La verdad era que estaba mucho mejor viendo la tele en la comisaría, junto a algún compañero, pero el deber es el deber, claro.

A medida que me iba acercando no pude hacer otra cosa que apagar las luces del coche patrulla. Había una furgoneta negra aparcada junto a la entrada y me aproximé con cautela. Sentí un pequeño temblor recorriendo mi cuerpo porque comprendía que fuera lo que fuere no eran jóvenes bebiendo como cosacos y se me pasó por la cabeza la imagen de algunos desgraciados profanando tumbas o robándole a los muertos.

Podría decirse que casi acierto.

Justo cuando apagué el motor advertí movimiento más allá de la verja que hacía como entrada al cementerio. Bajé raudo y veloz, blandiendo mi arma como me han enseñado en la academia aunque mis manos temblaban mucho más de lo que a mí me habría gustado. Aquél era mi primer enfrentamiento contra un malhechor, si no contamos a un par de cabrones drogadictos que se pusieron muy pesados, un ladrón de gasolinera de quince años y un marido en cuyas venas corría alcohol para regalar.

Vi que se acercaban dos tipos calados hasta los huesos. Sé que eran dos hombres grandes, de esos que es mejor no encontrarse de madrugada en la soledad de un ominoso cementerio pero confieso que no me fijé demasiado en ellos sino en lo que estaban transportando: Un cadáver.

¡Los muy cabrones estaban robando un muerto!

Sorprendido por el estremecedor hallazgo, me quedé estupefacto contemplando como aquellos dos sujetos llevaban, no sin esfuerzo, el fiambre. Uno de ellos le sujetaba las piernas, el otro lo alzaba por los brazos. La cabeza del muerto caía a los lados y se movía de derecha a izquierda a cada paso que aquellos tipos daban, aproximándose a la furgoneta.

Gracias al desapacible tiempo que nos rodeaba, a la oscuridad reinante y a la tranquilidad que inspira un lugar de estas características, mi presencia pasó inadvertida para los ladrones, hasta que mi voz rugió con más nerviosismo que autoridad.

-¡Alto!, Dejad… eso inmediatamente en el suelo.

Los dos hombres, amplios armarios y con facciones caucásicas, se detuvieron en el acto y miraron en mi dirección. Estaban tan sorprendidos como yo.

Y añadiré algo más: Estaban tan asustados como yo.

Repetí mi orden. Esta vez logré que mi voz sonara con mayor mando pero estaba muy nervioso y mis piernas temblaban. Eso o la tierra se movía de un modo preocupante bajo mis pies.
Los dos hombres se miraron el uno al otro y después dirigieron sus cabezas hacia mí.

Hablé por tercera vez, esta vez mucho más enérgicamente y añadí un brillo intenso en mis ojos:
-¡Alto policía! ¡Dejen eso en el suelo inmediatamente y pongan sus manos sobre la cabeza!

Los dos hombres me hicieron caso. Soltaron el cadáver, dejándolo suavemente en el suelo y después levantaron sus manos. Lo primero que hice fue mirar el cuerpo. Su rostro se había quedado en mi dirección.

¡Maldita sea! Cada vez que recuerdo este momento me estremezco.

El puto muerto (o lo que fuera) tenía los ojos abiertos y me estaba mirando, con una expresión de perplejidad absoluta dibujada en sus ojos, unos ojos que me parecían carentes de humanidad.
Estaba completamente ofuscado, mirando el cuerpo de un vivo tirado en el suelo, un cuerpo que tenía la mirada más vacía que jamás haya visto en mi vida. Advertí un ligero movimiento en uno de los hombres y rápidamente levanté la vista de lo que pensaba que era un cadáver y blandí el arma con mayor fuerza si cabe. Mi dedo estaba sobre el gatillo. Nunca he disparado y por unos momentos pensé que aquella noche iba a ser la primera vez.

Entonces todo se jodió. Absolutamente todo.

Cuando pensaba que lo tenía controlado aparecieron ellos. Y lo hicieron de improvisto, como si hasta el momento hubieran estado enterrados bajo la oscuridad: Un hombre y una mujer.
Se identificaron como agentes del CNI y sus placas eran auténticas. A la mujer la perdí de vista bien pronto pero no al idiota que hacía llamarse Armando Guerrero, un hombre cuyo timbre de voz era tan desagradable como su ostentoso alarde de superioridad.

Me quedé sin caso como se queda un niño sin paga por una travesura.

Cuando me quise dar cuenta los dos hombres ya se habían llevado el cuerpo al interior de la furgoneta y, sin saber cómo, me encontré dentro del coche patrulla, alejándome del escenario bajo la atenta mirada de Armando Guerrero.

Lo que él no sabe es que yo no soy tan pardillo como pudiera pensar en un primer momento y los seguí.

Lo hice a una prudencial distancia. En la furgoneta iba el hombre que habían sacado del cementerio, los dos tipos robustos y Armando Guerrero. De su compañera, Mónica Vargas, ni el más mínimo rastro. Estuve a punto de dar marcha atrás y echar un nuevo vistazo al cementerio para ver si la encontraba pero quería seguir esta pista. Quizá fue un error, no lo sé.

Ya amanecía cuando llegamos a un viejo almacén a las afueras de la ciudad. La furgoneta se introdujo dentro y allí acabó todo. Pasé algún tiempo esperando pero ninguno de los tres hombres salió.

A primerísima hora, con cara de sueño, habiendo descansado prácticamente nada y una taza humeante de café sobre mi mesa, elaboré un informe exhaustivo y lo dejé en el despacho del comisario.

Dos horas después me llamó y me dijo que me olvidara del asunto, que todo había sido un mal entendido.

¡¡Los cojones!!

Mis ojos se fijaron en la rebosante papelera que había en una esquina del despacho de mi presuntuoso jefe y descubrí, más sorprendido que cabreado, las hojas de mi informe sobresaliendo de la montaña de papeles.

Cabizbajo y sin protestar demasiado, regresé a mi mesa y jugueteé un poco con los bolígrafos y los folios, después sonreí.

Eché un vistazo a las denuncias recogidas la noche anterior y contacté vía telefónica con las personas que las habían cursado. Ninguno de ellos quería hablar del tema, aducían que todo había sido un pequeño error, una confusión.

Intrigado, me personé en las casas de esas personas pero ninguna de ellas quiso hablar con un oficial de policía. Todos ellos tenían algo en sus miradas que yo reconocí inmediatamente: MIEDO.

Con las manos en los bolsillos de mi uniforme (una postura ni acertada ni adecuada para un agente de la ley) fui caminando en dirección al cementerio para echar un vistazo.

Todo estaba normal. Ninguna tumba abierta, ningún destrozo, nada que me pudiera llamar la atención.

En el momento en que escribo estas líneas (son las doce y media de la noche) tengo una extraña sensación, como si unos ojos invisibles me estuvieran observando, como si el dueño de esos ojos tratara de advertirme que me olvidara de este asunto.

En estos momentos no sé lo que voy a hacer.

Mañana será otro día"

Lo que el oficial Gabriel Martín no podía saber era que al día siguiente iba a tener un nuevo encuentro con los agentes Armando Guerrero y Mónica Vargas, pero esta vez ese encuentro iba a estar teñido de un espeso color rojo escarlata.

Una aventura de MONICA VARGAS y GABRIEL MARTIN

EL TESTIGO
"El Robo del Cadáver"


Primera Entrega


-Mónica, ¿Tienes que dejar de hacer estas cosas?

La mujer mueve la cabeza hacia el hombre que ha pronunciado estas palabras y lo fulmina con la mirada sin añadir comentario alguno. Armando Guerrero se da la vuelta y dirige el haz de luz de la linterna que sujeta en la mano derecha hacia el lugar donde dos hombres fornidos están cavando.

Llueve intensamente sobre las cabezas de las cuatro personas que se encuentran esta noche en el cementerio.

Por un lado Mónica Vargas, enfundada en unos pantalones vaqueros muy ceñidos y envuelta en una cazadora de cuero negra. Esta completamente empapada y su fino pelo de color caoba se pega a su cabeza. Permanece en silencio, fumando un cigarrillo destrozado por el azote del agua que cae convulsivamente de un cielo negro, abrigado por un manto de amenazantes nubes que no presagian nada bueno.

Junto a ella se encuentra Armando Guerrero, un hombre alto y delgado, moreno, con el pelo encrespado. Luce unos pantalones grises, ahora oscuros a causa de la lluvia y un jersey de lana de cuello alto, tan mojado que ya comienza a resultar incómodo. Con toda probabilidad es el más nervioso de los cuatro y eso que no es la primera vez que hacen algo parecido. Mira a su compañera de reojo y cuando ella levanta la cabeza en su dirección, Armando sube el brazo para dirigir el haz de luz hacia el frente, arañando la oscuridad y recorriendo, suavemente, las tumbas blancas que se levantan en el desapacible camposanto. Después, camina hacia el punto donde los otros dos hombres trabajan.

Son dos tipos enormes, como los porteros de una discoteca. Cavan un agujero. Llevan ya casi tres horas allí. El abundante sudor que ha cubierto sus redondos rostros es barrido por la inmensa lluvia que cae, tal cual diluvio, sobre ellos.

Las palas penetran con furia en la tierra, la muerden y se la tragan para a continuación escupirla con movimientos violentos a un lado, amontonando los desechos tal cual montaña de arena.

Hasta que una pala toca algo duro.

¡Clock!

Los dos hombres dejan de cavar; Armando Guerrero gira su cuerpo y dirige la luz de la linterna hacia su compañera, pero Mónica Vargas ya ha escuchado el sonido y se acerca rápidamente. Se coloca junto a Armando y ambos permanecen en silencio, mientras los dos hombres quitan con las manos la última tierra que tapa el ataúd que han encontrado.

-Mónica, esto no está nada bien.-murmura Armando con un tembloroso hilo de voz.-Tiene que haber otra forma.

-Y la hay, pero no estoy dispuesto a cambiar de sistema..-responde la mujer.

-Lo sé.-dice Armando y le pasa el brazo por el hombro, para animarla.

Los dos hombres descubren la tapa del ataúd. Levantan la cabeza para observar a las dos personas que están arriba. La mirada que muestra Armando es de resignación mientras que la de Mónica resulta vacua y desabrida.

Los dos hombres suben a la superficie tras un seco gesto de Armando y abandonan la tumba. Mónica alza la cabeza hacia el cielo y permite que la lluvia sacuda su rostro. Cierra los ojos y abre la boca. Tras unos segundos de intenso silencio, Mónica baja la cabeza y clava su penetrante mirada sobre la tapa del ataúd, como si fuera capaz de taladrar la madera con ella. Introduce la mano en el interior de la chaqueta y extrae una pequeña bolsita de color marrón. Mira unos momentos a su compañero Armando y después salta hacia el interior de la sepultura.

Mónica Vargas cae sobre el ataúd. Cuando sus botas chocan con la madera suena un estrépito en el cementerio de tal envergadura que hace retroceder a los dos hombres que haan desenterrado el ataúd. Por su parte, Armando Guerrero da un paso al frente y busca con la mano la culata de su arma. La sujeta con fuerza pero no se decide a sacarla.

Mónica golpea con una fuerza extraordinaria la tapa del ataúd y ésta se resquebraja como si un martillo hubiera caído con una potencia inusual, descubriendo el cuerpo que yace en su interior.

Es un hombre de unos cuarenta y cinco años con una amplia barba ocultando gran parte de su rostro Tiene las manos entrelazadas sobre el pecho y viste un traje de color negro. Mónica sube la cabeza y cruza su mirada con la de Armando. El hombre advierte el semblante serio y los ojos tristes de su compañera e inclina la cabeza, después se encoge de hombros.

Mónica mira unos momentos al muerto y acaricia el rostro con una de sus manos. Después, mientras la lluvia cae con intensidad sobre su cuerpo, abre la bolsa que ha sacado de su cazadora y esparce el contenido sobre el rostro del cadáver. Tras unos segundos de vehemente silencio, la voz de Armando quiebra el mutismo que se ha adueñado del cementerio.

-¿Ya está?

Mónica se encoge de hombros y sube para colocarse al lado de Armando. Juntos, bajo la incesante lluvia, miran hacia el interior de la tumba.

En cierto momento, quizá coincidiendo con un repentino relámpago que rápidamente es arropado por un trueno ensordecedor, el cadáver abre los ojos. Armando Guerrero se sobresalta y está a punto de caer. Mónica Vargas ni tan siquiera pestañea.

-Joder, Mónica. No me acostumbro a esto.-exclama Armando con la voz afligida por la impresión.
Mónica Vargas observa a su compañero y sus miradas se mantienen desafiantes durante eternos segundos.
-Este es mi día a día, Armando. Decidiste compartirlo conmigo y puedes dejarlo cuando quieras. Sabes que yo… no voy a hacerlo.

Armando da unos pasos hacia Mónica con intención de agarrarla por los hombros pero ella ladea su cuerpo para esquivarlo. Armando baja los brazos y arruga la nariz.

-Mónica, no voy a dejarte sola. Simplemente quiero que sepas que esto no me gusta, que tiene que haber otra forma.

-No insistas más, Armando, claro que la hay, pero no te gustaría.

Mónica Vargas se aleja unos metros y su compañero tiene intención de seguirla pero ella mueve las manos para indicarle que la deje en paz, que necesita estar sola. Armando Guerrero observa cómo se pierde entre las tumbas pálidas del oscuro cementerio y después gira su cuerpo. Mira a los dos hombres que permanecen en silencio con la cabeza agachada y les ordena que se lleven el cuerpo de la tumba.

Los dos hombres se miran intranquilos y después echan un vistazo al cuerpo que yace en el interior del ataúd. Tiene los ojos abiertos y se mueven de un lado a otro, sorprendidos y asustados. Los dos hombres vuelven a cruzar sus miradas, después bajan a la tumba y agarran el cuerpo del muerto. Con menos dificultad de la esperada, consiguen subirlo.
El cadáver está frío y rígido, como lo estaría cualquier otro muerto del cementerio, pero éste tiene la peculiaridad de que sus ojos permanecen abiertos.

Y se mueven.

Eluden mirarlo directamente. Los dos hombres cogen el cuerpo y comienzan a caminar para sacarlo del cementerio y llevarlo a un furgón negro que los espera junto a la entrada.
Mientras aquellos hombres realizan el trabajo para el que han sido contratados, Armando Guerrero se las ingenia para encender un cigarrillo y saborearlo mientras busca con la mirada la figura de su compañera, a quien ve apoyada en un alto ciprés. Está inclinada en el suelo y mueve la cabeza convulsivamente. Armando lanza el cigarrillo al suelo y se aproxima.

-¡No te acerques!.-vocifera Mónica al detectar su presencia.

Armando se detiene en el acto. Cuando Mónica Vargas vuelve la cabeza para mirarlo, Armando se estremece al descubrir la expresión impresa en el rostro de su compañera. Se da la vuelta y regresa hacia la tumba abierta. Minutos después se une a él Mónica, que le coloca su mano sobre el hombro.
-Lo siento.

Armando no la contesta, se limita a cogerla entre sus brazo. Así permanecen durante eternos segundos, bajo la lluvia, hasta que escuchan una voz desconocida y enérgica que procede de la entrada del cementerio.

-¡Alto policía! ¡Dejen eso en el suelo inmediatamente y pongan sus manos sobre la cabeza!

Mónica Vargas y Armando Guerrero se miran sorprendidos y corren hacia el origen de la voz.
A medida que se van aproximando, descubren a sus dos ayudantes que han dejado el cadáver en el suelo y ahora mantienen los brazos levantados. Se agarran la cabeza con las manos y miran hacia un hombre uniformado, un joven policía que acaba de llegar en su coche patrulla.

El policía los apunta con su arma reglamentaria y mira con estupor el cuerpo tendido en el suelo mientras no quita ojo a los dos hombres que trataban de meterlo en la furgoneta negra que hay junto a la entrada.

Cuando el agente ve acercarse a Mónica y Armando, se sobresalta ante lo inesperado y desvía el cañón del arma hacia ellos, sin descuidar a los otros dos hombres, a los que observa con coraje y determinación.

-¡Alto, policía! ¡No muevan un puto hueso o dispararé!

El joven oficial está nervioso, eso es evidente y no ha debido pasar desapercibido para nadie. Retrocede varios pasos para llegar a su coche con la idea de coger la radio y pedir refuerzos cuando advierte que Armando Guerrero introduce la mano en el interior de su jersey.

-¡Alto! Las manos quietas. ¡Súbalas inmediatamente!

-Claro.-dice Armando Guerrero con pasmosa tranquilidad.-No se ponga nervioso ni cometa ninguna estupidez, quiero que vea algo.

-¡No se mueva!.-vocifera el oficial mientras el arma tiembla entre sus manos.

Armando Guerrero logra sacar algo del interior de su jersey. Ahora sujeta un pequeño objeto negro.
-¿Qué es eso?.-pregunta el policía.

-Míralo tú mismo.-masculla Armando y le lanza el objeto, que cae junto a los pies del oficial. Es una cartera.

-Soy Armando Guerrero, agente del CNI y ella es mi compañera, la agente Vargas.

Mónica le arroja otra cartera al policía, que la sigue con los ojos, tan extrañado como amedrentado. Sin dejar de apuntarlos con el arma, el joven oficial se agacha y recupera ambas carteras. Al comprobar que en su interior llevan las identificaciones de los agentes, el policía baja el arma y resopla.

-Lo siento, yo…

-No se preocupe, oficial, usted ha hecho su trabajo.-dice Armando forzando una sonrisa mientras se aproxima y recupera ambas carteras. Le entrega la suya a Mónica Vargas y después pasa su cuerpo por los hombros del policía.

-Dime, oficial, ¿Cómo te llamas?

-Mi nombre es Gabriel Martín, señor.

Cuando se quiere dar cuenta, el policía ya está montado en su coche y Armando cierra la puerta de un portazo.

-Muy bien, Gabriel, ahora te vas a marchar y vas a olvidarse de todo lo que has visto, ¿Entiendes?

-Pero…

-No has visto nada, ¿verdad?.-Los ojos de Armando son duros y su mirada afilada como la hoja de un cuchillo.- No metas las narices en un asunto de seguridad nacional. Es un consejo, Gabriel, sólo un consejo…

El oficial Gabriel Martín coloca las manos sobre el volante y comprueba por el rabillo del ojo que los dos hombres a los que había visto primero, meten el cadáver en la furgoneta y desaparecen en su interior. Mira a su alrededor para intentar localizar a la agente Vargas pero no la ve por ninguna parte, como si la noche se la hubiera tragado. El rostro lastimado por la edad y la experiencia de Armando Guerrero le dedica una flemática sonrisa.

Gabriel asiente con la cabeza al comprender que se encuentra en el sitio equivocado en el momento más inoportuno y enciende el motor para alejarse de allí. Cuando lo hace, no puede evitar mirar por el retrovisor y percibe la intensa y puntiaguda mirada de Armando Guerrero perforando su nuca.

La vida del oficial Gabriel Martín Delgado comienza a cambiar precisamente esta misma noche.
Su instinto le animará a desentrañar los entresijos de tan turbio asunto. Lástima que ese mismo instinto no le advierta de los riesgos y peligros que están a punto de poner su vida bajo el hacha del verdugo.