El Ultimo Trabajo del SEPULTURERO

Escuchaba los llantos y sollozos de los familiares pero Tobías, con cierta indiferencia, no dejó de echar tierra sobre el pequeño féretro que en pocos minutos quedó cubierto por completo. Clavó la pala en el suelo y se sacó un pañuelo de color granate con el que se secó el sudor. Mirando a las personas que tenía a su alrededor, encendió un cigarrillo pacientemente y le dio una profunda calada; expulsó el humo en una prolongada bocanada de aire.

Una mujer de unos cuarenta años, con el rostro compungido, se arrodilló junto a la tumba y rompió a llorar. Un hombre con un traje gris la recogió y se la llevó. Las demás personas los siguieron. Tobías se quedó sólo, como siempre.

Encendió otro cigarrillo antes de continuar con el trabajo. Echó un vistazo a su reloj. Las siete de la tarde. Miro a su alrededor y se cercioró de que nadie quedaba en el cementerio; cuando estuvo convencido de ello, comenzó a deshacer su propio trabajo. A un ritmo pausado y yo diría que incluso desganado, fue quitando la tierra que minutos antes había estado echando hasta dejar al descubierto el pequeño ataúd. Saltó al interior del agujero y colocó sus pesadas y enormes manos sobre la tapa del féretro. Abrió el pequeño resorte que lo mantenía cerrado y levantó la tapa. El cadáver de una niña de aproximadamente nueve años, de larga melena negra y vestida con un traje de color blanco, apareció ante él. Tobías masculló algo entre dientes pero ni él mismo entendió sus propias palabras. Durante un breve espacio de tiempo se le cruzaron varias ideas por su cabeza, pero rechazó todas. Tocó con sus manos el rostro de la niña. Frío como la muerte. Acarició el pelo de la pequeña. Suave, pero sin vida.

Dejó el ataúd con la tapa abierta y trepó hasta subir junto al montón de tierra. Miró de nuevo su reloj. Las ocho menos diez. Pronto sería la hora. Encendió un nuevo cigarro y lo consumió en cuestión de un par de minutos.

-¿Está todo preparado?

Tobías se giró sin sobresalto alguno para encararse con el visitante, un hombre corpulento, embutido en un impecable traje negro. No había expresión en su rostro y probablemente su corazón carecía de cualquier sentimiento.

-Ahí la tienes.-el sepulturero señaló el agujero.

-Podías haberla sacado.-protestó el visitante.

-Sí, claro, y tú podías comprarme una casa en las montañas.-refunfuñó Tobías.-Baja y cógela y date prisa, que se está haciendo muy tarde y tengo que volver a tapar el ataúd.

-Es tu trabajo.

-Ya, pero no me gusta hacer las cosas dos veces.

El visitante rió de buena gana y dándole la espalda al sepulturero saltó a la tumba. Miró a la niña unos instantes, sus ojos recorrieron el cuerpo de la pequeña y suspiró al mismo tiempo que cerraba los ojos como si en realidad no quisiera ver lo que estaba viendo. Se agachó para coger el cuerpo.

No pudo hacerlo.

Tobías había hecho algo que el confiado hombre no podía sospechar. Cuando el visitante saltó sobre la tumba, el sepulturero se apresuró a recoger la pala del suelo y la aferró con fuerza. No dudó en alzarla al aire y bajarla con violencia para estrellarla sobre la cabeza del hombre, que perdió el conocimiento al instante. Vio la sangre brotar de entre el cuero cabelludo y comenzó a echar tierra sobre los cuerpos. Quince minutos después, el hombre y la niña estaban completamente enterrados. Dos muertos y una sola tumba. ¡Buen trabajo, señor sepulturero!

Tobías se dirigió a la entrada del cementerio donde aguardaba un coche oscuro con las luces apagadas; en su interior, podía verse la silueta de una persona sentada en la parte de atrás. El sepulturero tocó con sus nudillos el cristal de la ventanilla. Tuvo que hacerlo una vez más para que ésta se bajara.

El rostro de un decrépito anciano se asomó y contempló con pequeños y redondos ojos el rostro serio del sepulturero.

-¿Algún problema?

-Ya lo creo.-dijo Tobías.

-¿Qué sucede? ¿Dónde está Alberto? ¿Y el cuerpo de la niña?

-Me temo que esta vez las cosas no van a ser tan sencillas.

-Ya le hemos pagado.-protestó el anciano estirando la cabeza para comprobar si en las cercanías se encontraba su chofer con el cadáver de la pequeña.

No le dio tiempo de más. La pala cayó con fuerza sobre el cuello del anciano y el filo de la misma cortó la cabeza del hombre, que se precipitó al suelo para rodar hasta detenerse junto a los pies del sepulturero. Tobías la miró y comprobó horrorizado que los ojos del anciano seguían abiertos, observándole con una expresión amenazante. Le dio una patada; la cabeza voló por los aires hasta quedar oculta tras unos matorrales.

Tobías cerró la puerta del cementerio y antes de marcharse se fumó un cigarrillo junto al coche, contemplando el cuerpo decapitado del anciano. Había muchas cosas que ignoraba, no sabía para qué aquellas diabólicas personas querían los cuerpos de los muertos, pero ya todo había acabado. Fueron muchos años trabajando para ellos, pero se acababa de despedir definitivamente. Nunca más. Los misterios seguirían siendo misterios y las preguntas carecerían de respuesta.

Se alejó caminando despacio mientras su figura se perdía arropada por la irrupción repentina de una noche espantosamente negra. Aquél había sido su último trabajo y por primera vez en su vida, se sintió en paz consigo mismo.

Llegó hasta su casa y abrió la puerta para sentarse durante toda la noche en una silla del salón, con las luces apagadas, mirando por la ventana. El amanecer del día siguiente vino acompañado del sonido de las sirenas que se acercaban a toda velocidad. Tobías esperó pacientemente hasta que divisó a través del cristal las luces de los coches patrulla. Entonces se levantó. Sin prisa.
Abrió una pequeña puerta que había en la pared y bajó las escaleras que le conducían al sótano. No se molesto en cerrar. No quería huir.


Aún le quedaba algo por hacer, algo que definitivamente diera por zanjado el asunto pero eso, amigos míos, es una historia que yo no conozco.

Nunca más se supo de él. La policía jamás lo encontró pese a los exhaustivos registros. Solo sé lo que muchos cuentan. Algunos piensan que el sepulturero huyó y borró su presencia de la faz de la tierra, otros aseguran que se le puede ver algunas noches vigilando el cementerio, oculto entre los cipreses, asegurándose que los muertos descansan en paz, pero nadie ha sobrevivido a un encuentro con él para contarlo. Otros dicen que murió, pero su fantasma errante permanece prisionero en este mundo.

Yo una vez, al acercarme con curiosidad al cementerio, escuché unos extraños ruidos, como si alguien estuviera golpeando rítmicamente una pala sobre las lápidas. Huí del lugar aterrado, convencido de que el sepulturero custodiaba el camposanto. Jamás he vuelto a acercarme y jamás lo haré.

Creo sinceramente que Tobías fue un gran hombre que cometió algunos errores, pero supo rectificar aunque fuera demasiado tarde, e hizo justicia. Creo también que está muerto y que paga por sus pecados, que su alma atrapada perdura en aquél siniestro cementerio, que vaga en la oscuridad para que reine la paz y la calma, evitando que personas desalmadas y sin escrúpulos perturben el descanso de los muertos. Sí, estoy convencido de que el último trabajo del sepulturero es ejercer de guardián para aquellos que ya no están entre nosotros y protege sus cuerpos, que se van descomponiendo siguiendo el curso de la naturaleza, dentro de sus frías y solitarias tumbas. Los muertos pueden sentirse seguros ante su protectora presencia…

¡Pero pobres de los incautos vivos que se crucen con él!

En Nombre de la SUPERSTICION

El niño descansaba atado a la cama por fuertes cadenas que impedían su huída. Parecía dormir tranquilo, apenas minutos antes había vuelto a darle uno de aquellos siniestros ataques. Una vez más, ante la asustada mirada de sus padres, el infante había rugido como un demonio.

Su garganta emitió aullidos estremecedores e insultos dirigidos a sus familiares, a los que amenazaba con matarlos durante la noche. Decía ser Satanás y reía con la mirada perdida en la nada. Pero ahora estaba tranquilo, sedado. Los médicos no habían podido dar ninguna explicación al mal que lo aquejaba y recomendaban su internamiento en un centro psiquiátrico para una exhaustiva observación. Los padres se habían negado.

Lo mantenían encadenado para evitar sufrir agresiones violentas, como así había ocurrido en anteriores ocasiones y lo contemplaban desde el umbral de la puerta, mientras el niño reía a carcajadas y recitaba palabras en un idioma extraño. A veces intentaba librarse de las cadenas, sufría fuertes convulsiones que no hacían más que provocar heridas en sus muñecas y tobillos, pero el amor que sentían aquellos padres por su hijo era tan intenso, que justificaba la terrible decisión.

Aunque los médicos no lo decían abiertamente, probablemente por temor a salirse de las pautas científicas en las que se habían formado, sabían perfectamente lo que a la pobre criatura le pasaba: Estaba poseído por el demonio. Así se lo había dicho una vidente a la madre del muchacho. No había otra explicación, no podía haberla.

Pasaron varios días y el muchacho no mejoró. Su aspecto demacrado era cada vez más repelente. Sus ojos habían perdido la vida y estaban completamente blancos. Su boca, siempre abierta, mostraba unos labios morados, hinchados y el joven había adelgazado mucho. Daba angustia observar como el alma de aquel niño estaba siendo devorada por la crueldad del demonio.

Siguiendo los consejos de la vidente, localizaron a un curandero que solía luchar contra el mal practicando exorcismos por apenas 600 euros. Todo el dinero era poco si con ello se conseguía vencer al Diablo.

Allí se encontraban, en la fría habitación del muchacho que al ver al curandero comenzó a jactarse de él. Todo sucedió con demasiada rapidez, ante la atenta mirada de los familiares. El curandero comenzó a rociar el cuerpo del niño con un líquido de fuerte olor mientras éste gritaba y blasfemaba presa de un fingido dolor. Los padres rezaban junto a la vidente, que se había unido al espectáculo mientras encendía varias velas que fue dejando alrededor de la cama donde se encontraba el poseso. El curandero tropezó con una de aquellas velas que cayó al suelo y rodó, prendiendo las sábanas que comenzaron a arder rápidamente. El fuego cubrió por completo la cama y el cuerpo del niño fue atacado brutalmente por las llamas. Sus gritos no impidieron que sus padres continuaran en sus rezos y el niño, ahogado en su propio terror, contemplaba la vida desde la muerte.

El niño murió, una vez más se había podido vencer al mal con la voluntad de Dios. La posesión había finalizado. El diablo cobró sus 600 euros y se marchó dejando en la casa a unos padres desconsolados que seguían rezando por el alma de su propio hijo, ejecutado en nombre de la superstición.