UNA HISTORIA DE AMOR


Iluminados por pequeños faroles clavados a pocos metros de distancia, los dos hombres cavaban bajo la atenta mirada de Ursula. Uno de ellos, mientras echaba la tierra hacia el montón que tenía a su derecha, miró a la mujer que los había contratado y mojó sus labios con la lengua. Lo tenía asombrado. Era hermosa, con unos ojos grandes y verdes, repletos de vitalidad y energía y una melena pelirroja que caía por su espalda, invadida por preciosos y diminutos rizos. El hombre siguió trabajando y de vez en cuando desviaba la mirada hacia ella, recorriendo sus grandes piernas que estaban protegidas por unos pantalones de cuero muy ajustados que ensalzaban sus muslos y la pomposidad de un culito prieto y respingón. Estaba excitado y no le habría importado que la mujer se hubiera fijado en su miembro erecto ni tampoco que se lo  agarrara para  manosearlo 

-Daos prisa, está a punto de amanecer.

Los dos hombres se detuvieron en el acto y miraron a la mujer, que parecía nerviosa a cada minuto que pasaba. Miraba constantemente hacia la entrada del cementerio, escrutaba las sombras como si tuviera la habilidad de ver más allá de la oscuridad y observaba el horizonte, donde ya se vislumbraba las primeras pinceladas de un futuro amanecer. En pocos minutos el sol comenzaría a asomar tras las montañas para realizar su camino habitual, ofreciendo con toda probabilidad un día de intenso  y sofocante calor, algo que nadie podía evitar.

Los dos hombres se observaron  unos instantes y se encogieron de hombros. Ninguno de ellos había comprendido las prisas de la mujer por acabar el trabajo antes de las primeras horas de la mañana. Era muy importante para ella  terminar la faena durante la noche. Sin embargo, ya le habían advertido que dejar al descubierto una tumba que llevaba enterrada la friolera de cincuenta años necesitaba su tiempo y que no debería preocuparse por los curiosos. El cementerio estaba demasiado lejos del pueblo,  rara vez los municipales hacían la ronda y mucho menos tan temprano.  A lo sumo, alguna pareja de drogadictos o una persona que paseaba  su perro podría resultar un inconveniente pero ninguno de ellos miraría dentro del cementerio. Debería estar tranquila y relajarse un poco.

-Por favor, daos prisa. Ya queda poco tiempo.

Ursula les dio la espalda a los dos hombres y estos siguieron cavando. La tierra estaba dura y costaba mucho más de lo que estimaron en un primer momento pero no cejaron en su empeño. Se dieron cuenta que la mujer se alejaba unos instantes. Probablemente iría al coche en el que había venido, un vehículo de lujo, con las lunas tintadas y un chofer de cuello espantosamente corto que no se había bajado del coche en ningún momento salvo para abrir la portezuela por la que  Ursula había bajado, como si de una estrella de cine se tratara.

Había contactado con ellos en un tugurio en el que acostumbraban a beber  copas muy baratas y donde se reunía parte de la miseria de los pueblos de los alrededores. Si bien ellos eran clientes habituales, a la mujer y a su fornido chofer nunca los  habían visto y no casaban con el sucio lugar donde simplemente pretendían emborracharse. Se quedaron perplejos cuando la puerta del local se abrió y apareció la sensual mujer, que caminó sobre finos tacones, contoneando su cuerpo con tal gracia y provocación que las bocas de todos y cada uno de los hombres formó una enorme O. Y cuando Ursula se sentó en la mesa donde ellos se encontraban, apenas fueron capaces de levantar los ojos  más allá de los prominentes pechos que se sujetaban, tersos y turgentes, bajo la negra camiseta sin mangas que la mujer lucía casi desafiante.

Entendieron el trabajo perfectamente. No pidieron explicaciones ni se preguntaron por qué precisamente a ellos, que eran dos simples idiotas sin trabajo formal.  El dinero era abundante y fácil y solamente tenían que abrir  una jodida tumba. No había nada de malo en todo aquello y si finalmente lo había, no les importaba en absoluto. Y además, la compañía de aquella explosiva mujer ya era suficiente excusa para aceptar sin pensar demasiado sobre lo que estaban a punto de hacer… 

Mientras cavaban y sudaban como si trabajaran en el interior de una mina, ya con los brazos doloridos por el esfuerzo y con los montones de tierra a sus lados cada vez más elevados, ambos se imaginaban encima de la mujer, disfrutando de los maravillosos placeres de las curvas de su esplendoroso cuerpo. Y se les pasó por la cabeza a los dos cansados y excitados hombres, en algún momento, coger a la mujer y forzarla entre las tumbas. Y probablemente lo hubieran hecho si no fuera por el robusto chofer que esperaba en la entrada del cementerio, sentado frente al volante, como un fiel perro guardián.

Ursula caminó hacia la entrada del cementerio con la mirada señalando hacia el horizonte. Una expresión de intensa preocupación amaneció en su rostro, cubierto de una belleza sublime. La tonalidad casi marmórea de su piel le otorgaba una hermosura  de gigantes dimensiones y su figura se perfilaba entre las sombras como una llama que trata de desprenderse de la vela a la que yace atrapada.

Los dos hombres cavaban con intensidad. De vez en cuando miraban a su alrededor, no porque tuvieran miedo sino porque sentir  a la mujer cerca les envolvía de una sensación placentera que con toda probabilidad culminarían cuando regresaran al local, donde podrían  gastar el dinero ganado, emborracharse y escoger a alguna puta con la que satisfacerse como animales en celo.

Mientras ellos trataban de llegar hasta el ataúd, las palas producían un tosco sonido y los jadeos se escuchaban más allá de los muros, como el espeluznante lamento de los muertos; Ursula salió del cementerio y cruzó la puerta principal que los dos hombres habían forzado para poder entrar. Se detuvo unos instantes. Sus ojos yacían vidriosos. Estaba a punto de llorar y subió el brazo para con la palma de la mano impedir que las lágrimas resbalaran por sus pálidas mejillas. En aquél momento, el chofer bajó del coche y se la quedó mirando, fijamente, con rostro serio e imperturbable. Sus miradas se cruzaron pero en un primer momento  no dijeron nada. Entre ellos simplemente bailó el silencio.

-¿Hay algún problema?.-dijo el hombre por fin,  con un acento extraño.

-Ya queda poco.-respondió Ursula y comenzó a caminar hacia el coche.

-¿Estás segura de lo que estás haciendo?

-Lo estoy.

-¿Y ellos… saben lo que están a punto de desenterrar?

Ursula se encogió de hombros y sus labios formaron una pequeña y escueta sonrisa, triste y amargada.

La mujer pasó por al lado del hombre cuando éste metía la mano en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta y sacaba un paquete de tabaco. En la otra mano llevaba un mechero. Mientras Ursula abría el maletero, el chofer se encendió un cigarrillo, aspiró el humo, lo retuvo unos instantes y lo soltó, mirando hacia las nubes lejanas que si antes estaban protegidas por la oscuridad ya manchaban el cielo con sus sedosos cuerpos blancos.

El maletero se cerró con un fuerte golpe y el hombre se sobresaltó de tal manera que el cigarrillo se le escurrió de entre los dedos.

-Eso te matará, Alex, ¿Lo sabes, verdad?

El hombre sonrió y recogió el cigarrillo.

-Eso será si no lo haces tú antes.-respondió el hombre con el rostro serio y las cejas agachadas como un lobo que perfila la debilidad  de su presa.

Ursula pasó por su lado. Había cogido unos guantes de cuero negro  de la parte trasera del coche y llevaba una ballesta entre las manos.

-Ten el coche preparado.-masculló la mujer sin mirarlo siquiera y caminó de nuevo hacia el cementerio.-Tenemos muy poco tiempo y esta será nuestra única oportunidad.

-Oye, preciosa.-dijo el hombre con una voz cantarina que disgustó a Ursula.-¿Ya saben esos dos gilipollas que están desenterrando a uno de los vampiros más crueles y sanguinarios que haya parido el mundo de las sombras?

La mujer se detuvo unos momentos y se dio la vuelta. Sintió una rabia visceral golpeando cada músculo de su cuerpo y también un miedo atroz. Se le pasó por la cabeza estrujar la cabeza de aquél estúpido y convertir su cerebro en pasta para la carroña pero a su mente acudió la imagen del cuerpo incorrupto que yacía  dentro de la tumba que estaba a punto de ser exhumada. Sus ojos verdes vibraron para  indicar que los recuerdos que llegaban hasta ella estaban siendo terriblemente duros y dolorosos. Ladeó la cabeza y le dio la espalda al chofer, que sonrió al verla marchar y depositó su mirada  en el culo de la mujer para acariciarlo con los ojos.

-¡Arranca el puto coche!.-exclamó Ursula cuando su cuerpo había sido ya engullido por la oscuridad..-En cuanto lo saquen de ahí todo sucederá demasiado deprisa!

El chofer esperó a fumarse el cigarrillo por completo y después lanzó la colilla sobre unos matorrales. Miró a su alrededor y la penumbra que lo envolvía le hizo sentir temor. Creyó que decenas de ojos oscuros y malignos lo observaban desde diferentes flancos y se metió en el coche, deseando que todo acabara de una maldita vez. Alex sabía perfectamente que lo más fácil era marcharse, alejarse de allí y rezar para que ella no le encontrara porque entonces pagaría cara su traición… pero contribuir a esta locura, desenterrar el cuerpo de un jodido vampiro, uno de los más antiguos y temibles, era una estupidez, un completo esperpento. Estuvo tentado de apretar el acelerador y largarse, dejar allí a aquellos dos idiotas y a Ursula, a expensas del sanguinario vampiro. ¿Y que ganaría con eso? Seguir viviendo, sin duda. No estaba muy convencido de que las cosas fueran a ir bien si se mantenía fiel a su palabra, si se mantenía leal a la mujer que había salvado a su propia hija. No. Lo más inteligente era abandonar. Marcharse de allí. En contra de lo esperado, y sabiendo que quizá no viera más amanecer que el que estaba a punto de surgir desde el horizonte, permaneció quieto,  expectante, mirando directamente la puerta del cementerio por la que esperaba ver salir a Ursula sana y salva. Y sólo a ella.

Cuando la mujer  llegó hasta los dos hombres vio que estaban completamente inmóviles, observando hacia abajo. Al detectar su presencia, uno de ellos sonrió y le dijo que ya habían golpeado la tapa del ataúd. Ursula se estremeció y mantuvo la ballesta apuntando hacia abajo. Gracias a la oscuridad que aún reinaba el arma había pasado desapercibida. Ya estaba cargada. Una gruesa flecha con la punta de plata y manchada con un líquido negro se encontraba a punto de ser disparada. A su espalda, una pequeña carcasa con varias flechas más, todas ellas muy especiales y con un mismo objetivo.

Ursula se acercó, lentamente. Notaba sus piernas temblando, tal vez por la emoción, probablemente a causa del miedo. Habían pasado muchos años, demasiados quizá, y ahora, en apenas unos minutos, iba a volver a estar frente a él, de  nuevo. Cerró los ojos unos instantes, emocionada, compungida,  y su mano apretó la ballesta con fuerza, rabia y desesperación. Se acercó a los dos hombres y contempló el ataúd limpio  ya de tierra.

Ursula reflexionó durante unos instantes mientras los hombres la observaban expectantes. Desvió la cabeza hacia el horizonte. Apenas unos minutos y el sol asomaría su radiante cabeza… ¡Tenía que ser en ese preciso momento!

-¡Abridlo!

Los dos amigos se miraron y uno de ellos se llevó la mano manchada  de tierra a la cabeza y se rascó los cabellos.

-¿De verdad quiere hacerlo? No va a ser una visión muy agradable.

-¡Abridlo!.-repitió Ursula enérgicamente y dio varios pasos atrás. Los hombres la observaron unos instantes y después cruzaron sus miradas. Con una barra de acero trataron de romper la cerradura del ataúd para abrirlo definitivamente.

Ursula permaneció en silencio. Varias  lágrimas surcaban sus  ojos. Aferraba la ballesta con tanta fuerza que estuvo a punto de partirla en varios pedazos.

Sonó el ruido que indicaba que la cerradura había sido violentada. Uno de los hombres gritó eufórico y Ursula se acercó lentamente, con temor. Contempló a los dos hombres que miraban hacia arriba, con las miradas  ya cansadas y los rostros exhaustos por el esfuerzo de aquella noche. 

-¿Está segura?

Ursula no respondió, simplemente permaneció en silencio. Su rostro parecía haberse cubierto de una expresión que delatada cierta angustia, tosca y profunda. Finalmente, los hombres decidieron abrir el ataúd.

Se echaron para atrás inmediatamente ante la visión atroz del contenido. Uno de ellos lanzó un grito, el otro exclamó. Ursula cerró los ojos unos instantes y dio dos pasos hacia atrás. Levantó la ballesta.

El cuerpo de un hombre de rostro pálido y arrugado como la faz de un demonio permanecía inmóvil sobre el ataúd. Unos ojos azules, carentes de brillo, se agitaban como lenguas de serpiente de un lado a otro.

-¡¡Está vivo!!.-dijo la voz de uno de los hombres.

Indudablemente lo estaba, pero su aspecto era lamentable. El hombre del ataúd tenía el pelo grisáceo, largo hasta media espalda y vestía un ropaje negro y antiguo  hecho jirones. El pecho lo tenía completamente descubierto y podían apreciarse marcas extrañas en toda su piel, como si hubiera recibido quemaduras y latigazos. De su cuello pendía un crucifijo de madera. Una enorme estaca de acero   atravesaba su   corazón. Las manos del misterioso hombre la agarraban como si durante años hubiera querido arrancársela. Tenía los dedos rodeados de gruesos anillos de oro y su boca, de labios agrietados, mostraban una dentadura blanca como el marfil, de colmillos  largos y  afilados.

Los dos hombres quedaron absolutamente petrificados, hasta que la voz de Ursula sonó poderosa desde lo alto, justo cuando el sol ya comenzaba a asomar en la lejanía.

-¡Quitadle la estaca! ¡Vamos!

Tras su grito, Ursula echó un pie hacia atrás y levantó la ballesta. Aguardó con paciencia el momento en que la situación cambiaría radicalmente.

Los dos hombres se miraron asombrados por la visión  del extraño ser que había dentro del ataúd y aferraron con ambas manos la larga estaca de frío acero. Miraron absortos  la criatura humanoide  que yacía en el interior de  la tumba, con aquellos ojos, como bolas azules, que se movían rápidamente de un extremo a otro, inquietos, nerviosos, asustados… manteniendo quizá un brillo débil de esperanza.

Tiraron de la estaca hacia arriba, con todas sus fuerzas y del cuerpo del misterioso ser surgió un ronco alarido que heló la sangre de los dos saqueadores e hizo palidecer a las alimañas que hubiera en el interior del cementerio. Aquél grito, desgarrador y terrorífico, fue escuchado por el chofer que dentro del automóvil sudaba nervioso y preocupado.

Los dos hombres permanecieron quietos, observando,  con la estaca entre las manos, ya sacada del pecho de la criatura. . No tuvieron tiempo de hacer nada más.

Trataron de huir cuando el vampiro se incorporó y los amenazó  con una mirada perturbadora. Sus ojos ahora estaban cubiertos de una tonalidad amarilla, como brasas incandescentes. Abrió la boca y los afilados colmillos refulgieron amenazantes. Fue entonces cuando Ursula disparó la primera flecha.

El aullido del vampiro fue terrible tras  agarrar a uno de los hombres con sus manos blancas, frías y muertas. La flecha cruzó la distancia que separaba a Ursula del terror desencadenado en apenas décimas de segundo. Mordió el aire con vehemencia  y atravesó la garganta de uno de los profanadores, que perdió la vida en el mismo instante en que la madera perforaba su garganta y salía por su nuca, arrastrando consigo carne y tejidos. Ursula cargó de nuevo el arma.

El otro hombre miró asustado la caída del cuerpo de su amigo, la expresión de espanto que dibujaron sus inertes ojos y se orinó encima cuando el vampiro se giró y le lanzó el primer zarpado con una mano repugnante que más parecía la de un monstruo endemoniado que la de un ser de ultratumba. El vampiro abrió su boca y se dispuso a clavar sus colmillos sobre el cuerpo del desdichado, que trataba de huir trepando por el agujero que habían abierto para desenterrar la tumba, cuando la segunda flecha cruzó ante sus ojos como una exhalación y se incrustó  en el centro de su cabeza. Tras el impacto,  permaneció inmóvil, como flotando en el aire, con la boca y los ojos abiertos de par en par, para  caer después lentamente junto al cuerpo de su compañero.

El vampiro se giró y su rostro mostró una mezcla de rabia, furia y hambre atroz. Sus pupilas  amarillentas se cruzaron con la mirada  de Ursula, que lo observaba con el rostro emocionado. Sus ojos lloraban y las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Dejó caer la ballesta que quedó  junto a sus pies y pronunció el nombre de la criatura.

-Julian…

El vampiro movió la cabeza hacia un lado y empequeñeció sus ojos. Abrió la boca, enseñó  sus dientes y bajó después la cabeza para hincarlos sobre uno de los cuerpos inertes  de los profanadores. Bebió con ansia voraz y el sonido inquietante que se escuchaba mientras el ser de la noche chupaba la sangre del muerto hizo estremecer a la propia Ursula.

Se oyó un nuevo sonido en el cementerio, una especie de pitido, lo que hizo levantar la cabeza del vampiro, con la boca  ahora cubierta de sangre. Miró a Ursula unos instantes y creyó reconocer por unos momentos la belleza de la mujer, que no paraba de observarle ensimismada, como si fatales recuerdos hubieran tomado posesión de su alma oscura.

El vampiro gruñó como un animal. Se repitió el lejano sonido. Era  la bocina del coche que aguardaba junto a la puerta del cementerio. El ruido era insistente  y Ursula salió de su trance. Dejó de contemplar la figura monstruosa del vampiro, cuya piel ahora parecía adquirir un color más rosado y las facciones de su rostro se convertían casi en angelicales y bellas y centró su atención en el sol que asomaba su cuerpo dorado por el horizonte.

-¡Julian! ¡Debemos marcharnos, mi vida!

El vampiro dio un salto diabólico y  se plantó delante de la mujer, con la boca abierta, amenazante y los colmillos  aún enrojecidos.  
La criatura estuvo a punto de abalanzarse sobre Ursula, de despedazarla con los dientes pero algo brilló en el interior de los ojos del vampiro, que ahora volvían a ser azules, bellos y hermosos. Su melena había recobrado la tonalidad negra azabache que siempre lo caracterizó.  Ya con las facciones más suaves y con una expresión de genuina pasión gobernando su rostro, pronunció el nombre de su amada.

-¡Ur…su…la!

El vampiro cayó al suelo, consumido por la flaqueza. El horizonte se abrió en abanico para dar paso a un día que prometía ser soleado. Ursula corrió hacia él con lágrimas en los ojos mientras los primeros rayos del sol trataban de penetrar por entre las ramas de los árboles y alcanzarlos como el látigo del diablo.

-¡¡Julian!!

La debilidad atrapó al vampiro, que no se había saciado lo suficiente después de medio siglo preso en su tumba y parecía extenuado y frágil, como una muñeca de porcelana. Cuando los primeros rayos del sol atravesaron las espesas ramas de los árboles más cercanos y la radiante claridad amenazaba con cubrirlos por completo, Ursula hizo acopio de valor y tiró de él, llevándoselo a rastras. No iban a poder llegar al coche. Todo acabaría de aquel horrible modo, después de esperar tanto tiempo para reunirse con el amor de su vida. Al menos morirían juntos, convertidos en cenizas que serían barridas por el viento de un lado a otro para toda la eternidad… hasta quedar separaros definitivamente.

Optó por conducir a Julian hacia la tumba de la que había sido liberado, con la confianza de que la profundidad del agujero sirviera de férrea frontera que impidiera la llegada del sol. Aunque en el fondo sabía que simplemente era cuestión de tiempo y sólo era un modo de alargar lo inevitable: la muerte definitiva.

Entonces ocurrió algo extraño. Un manto oscuro cayó sobre ellos y la claridad del día se borró de inmediato. Ursula escuchó jadeos,  una profunda respiración y después una voz.

-Joder, sé que me voy a arrepentir de esto. Hubiera sido fácil dejaros morir aquí. Vosotros los vampiros me dais miedo, terror más bien y sé que acabaréis conmigo, vosotros o cualquiera de vosotros, en algún momento. Pero, qué diablos, Ursula, hiciste por mí lo que ningún vivo hizo jamás y le brindaste a mi pequeña niña una oportunidad que antes no tenía.

Reconoció la voz de Alex, el chofer. No se había limitado a quedarse sentado en el coche, esperando que ella llegara con Julian. Tenía planes para él. Lo necesitaba, para que su amor se alimentara de él como debía haber hecho antes de los hombres  a los que había contratado. Primero la sangre de dos muertos recientes y luego la de un vivo, sin que mediera entre ambos más que apenas unos minutos de diferencia. Era un paso necesario para que Julian recobrara su fortaleza. Y él lo sabía. Ursula estaba convencida de que el chofer conocía su final inminente. Y ahora estaba allí, salvándoles la vida a los dos. Algo incomprensible e inaudito, algo… humano.

Les había cubierto con una pesada manta y Ursula sintió un vacío doloroso cuando advirtió que Julian era apartado de su lado. Alex se lo llevaba en brazos, procurando que ningún rayo de sol tocara su cuerpo. El más mínimo roce y acabaría reducido a cenizas.

El tiempo que Ursula permaneció sola tirada en el suelo del cementerio, bajo la manta que la protegía de la muerte,  lloró desconsolada, con el corazón roto y los ojos cubiertos de gruesas lágrimas, tristes y desesperadas.

Alex volvió a por ella.

Sintió que era elevada en el aire y notó los fuertes brazos del hombre. Escuchó sus jadeos, la profunda respiración, el cansancio de su salvador. Temió que en cualquier momento la manta se desprendiera de su cuerpo y la intensa y poderosa luz del sol la azotara con la furia de mil infiernos. Pero no ocurrió nada de todo eso.

Ursula fue introducida en la parte trasera del coche, junto a Julian. Alex cerró la puerta y después subió para sentarse frente al volante.

-Ahora nos vamos a casa, parejita.-dijo con una sonrisa de satisfacción en su cara. Pisó el acelerador y bajó  la pendiente que llevaba a la población. Conduciría durante horas, dejando atrás pueblos y ciudades, surcando carreteras cubiertas de cientos de vehículos cuyos ocupantes ignorarían siempre que una pareja de extrañas criaturas nocturnas  viajaba en la parte trasera de su  coche. 

En algún punto del viaje, pese a la extrema debilidad de Julian y la emoción que embargaba a Ursula después de producirse por fin el encuentro tan esperado, ocurrió un hermoso detalle del que Alex no pudo darse cuenta. Bajo las mantas, las manos de los  dos vampiros se entrelazaron confesando el peso de un amor perpetuo que no se había derruido pese al transcurrir del tiempo, que los mantuvo separados y alejados hasta este preciso momento.





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LAS BESTIAS ESTAN SUELTAS


Cuando despiertas a eso de las nueve de la mañana de un sábado cualquiera y abres la ventana con la esperanza  de que un sol radiante asome desde el exterior para ayudarte a hacer planes en tu primer día de vacaciones y lo que ves, en su lugar,  es un montón de camiones militares aparcados frente a tu casa y decenas de soldados patrullando las calles de tu ciudad, intuyes que algo no va bien y que el día se presenta bastante complicadillo.

Esto fue lo que me ocurrió a mí. Fue hace tiempo, quizá tengamos que hablar de varios meses  atrás. Mucho antes de que me convirtiera en un monstruo de insaciable avidez.

 Fueron bastante crueles conmigo y con todos aquellos a los que escogieron. Guapos, jóvenes, fuertes y sanos. No tuvieron escrúpulos ni miramientos y si ofrecías resistencia  te golpeaban con la culata de sus armas. A mí en concreto me partieron la mandíbula y dos costillas pero otros no tuvieron tanta suerte  y les abrieron la cabeza de un solo golpe. Cayeron al suelo y ya no se volvieron a levantar. Hubo quienes trataron de huir. Nadie lo consiguió. Los militares no tuvieron reparo alguno en dispararles. Y dejaron los cadáveres tirados en la calle, como perros muertos, ante la sorpresa de los habitantes de la ciudad y la rabia e indignación de sus familiares.

Yo no traté de escapar. No me avergüenza decir que simplemente  me acojoné. Y como yo,  hubo muchos otros, incluso algunos de mis amigos a los que, ahora lo sé, también debieron acabar convertidos en monstruos.

No nos trataron bien. No nos explicaron nada. Llegaron sin avisar, como una raza procedente del espacio exterior dispuesta a invadir nuestro mundo pero con la salvedad de que aquellos hombres de uniforme eran de aquí, como tú y como yo. Numerosos grupos de militares que bajaron de grandes camiones cubiertos con lonas negras. Y luego estaban los helicópteros, que iban y venían, revoloteando a nuestro alrededor, como moscas sobre  la mierda. Parecía todo un montaje de película americana de alto presupuesto, algo absurdo e irreal que no podía estar sucediendo pero que ocurría frente  a mis propias narices y que sin embargo era tan real como la impotencia que tomó posesión de una voluntad que abandoné en algún punto del camino y que ahora imagino arrastrándose como una babosa rodeada de heces y fango.

Los soldados entraban en las casas con violencia, con unos aires de grandeza terribles y una crueldad tan excesiva como innecesaria.  Rompían las puertas y golpeaban a todos aquellos que trataban de impedir su avance. Se escuchaban gritos, disparos y arrastraban a decenas de jóvenes al centro de las calles con muy malos modales, perseguidos por sus familiares, por madres y padres desesperados que veían cómo sus hijos eran arrebatados de sus propios domicilios. Y los soldados les impedían acompañarlos. Daba la impresión de que esos militares trabajaban con la información adecuada que les garantizaba la ubicación de ciertas personas,  como si hubieran llegado precisamente para llevarse a gente concreta que sustraían e introducían en los oscuros camiones después de desnudarlos por completo. Y yo, desgraciadamente, era una de esas personas.

No podría precisar la cantidad de individuos que fuimos capturados y conducidos a dependencias militares. Cientos, miles quizá. Al principio, nos metieron por grupos en salas enormes, sin ventanas ni ventilación, iluminadas por grandes focos de luz instalados en el techo y que desprendían un calor enorme. Pese a estar completamente desnudos, sudábamos como cerdos y a las pocas horas nos quedó muy claro que  olíamos peor que ellos. 

 Apenas hablábamos entre nosotros. Nos mirábamos unos a otros y nuestros ojos reflejaban el miedo y el espanto a la incertidumbre de lo que aún esta por venir. No entendíamos nada de lo que estaba pasando pero todos, absolutamente todos, sabíamos que aquello no era nada bueno. Me di cuenta de un detalle que me llamó la atención. Todos éramos hombres. No había ni una sola mujer en todo el complejo, al menos yo no vi ninguna aunque todavía, a día de hoy, no descarto la posibilidad de que las chicas estuvieran encerradas en otro habitáculo parecido. Aún así, si existían, no ha llegado aún el momento de encontrarnos con ellas.

Tal vez uno o dos días después de ser preso, varios hombres de bata blanca y con el pelo canoso, deambulaban por entre nosotros y nos pinchaban con agujas de un tamaño superior  a la media española y ya sabes precisamente a qué me refiero.  Introdujeron en nuestras venas un líquido de color verde oscuro, asqueroso y repugnante. Pensé que quizá había ocurrido algo grave y nos estaban vacunando, que todo aquello era una especie de cuarentena y que quizá el mundo ahí fuera agonizaba. Cuan equivocado estaba. Nosotros, precisamente nosotros, éramos la desgracia que  estaba a punto de ocurrir en el mundo. Una vez fuésemos soltados,  el horror y la tragedia se desataría en las calles de las más grandes ciudades. Porque como ya he dicho, nos convirtieron en monstruos y monstruos somos ahora.

Perdimos la noción del tiempo. Habitualmente, esos hombres de bata blanca entraban en la instalación para inyectarnos  en nuestras venas lo que fuera que llevaban en las jeringuillas. Y lo hacían varias veces al día. Siempre acompañados por soldados, que agarraban sus armas con fiereza extrema, como si estuvieran aterrorizados, como si sintieran miedo de todos y cada uno de nosotros. Un detalle que, a decir verdad, me dejó perplejo e intranquilo.

Los doctores, o lo que quiera que fueran, nos examinaban uno a uno. Nos miraban las pupilas, escrutaban el interior de nuestros oídos y anotaban cosas en sus cuadernos. Nunca dijeron nada y nosotros no protestamos. Era curioso. Todos y cada uno de los prisioneros, pues es  lo que éramos y no cabe decirlo de otro modo, teníamos un comportamiento sumiso. Nadie protestó. Nadie alzó la voz. De hecho, hacía tiempo que nadie hablaba. Y ahora que menciono  esto, puedo decir que dejé de escuchar palabras poco tiempo después de estar recluido junto a decenas de desconocidos (las personas a las que conocía, las de mi propio vecindario, fueron introducidas en otros camiones y jamás los volví a ver y no supe nada de ellos ni la suerte que corrieron, aunque visto en lo que me he convertido puedo hacerme una ligera idea de en qué estado se encuentran), como si éstas yacieran muertas por completo o hubiésemos perdido de inmediato la capacidad de hablar.

Algunos de nosotros se fueron encontrando mal. Caían al suelo y se retorcían agarrándose el estómago. Sus cuerpos parecían deteriorados; quizá no soportaban esa mierda que nos metían por las venas. Abrían la boca mostrando muecas de dolor pero de sus gargantas no brotaba el más mínimo de los sonidos. Todas esas personas fueron sacadas urgentemente  del recinto por los hombres uniformados, bajo la atenta mirada de los doctores. Muchos de ellos ni siquiera se movían cuando cruzaron la pesada puerta de hierro que nos separaba de la libertad.

Los que quedábamos nos mirábamos si cabe más aterrados. La angustia era tremenda, hasta que llegó el momento en que dejé de sentir nada, como si fuera invulnerable o, quizá, como si ya estuviese muerto. 

Poco a poco el número de los recluidos se fue reduciendo, cada vez más rápido. O bien mis compañeros caían al suelo fulminados, algunos presos de un ataque que hacía agitar sus cuerpos como si estuviesen poseídos por un ejército de demonios, o vomitaban sangre y trozos de intestino. Llegué a la conclusión de que todo se debía a las nuevas dosis que nos suministraban, pues el color del contenido de las jeringuillas iba variando y  no todos soportaban el veneno que nos inoculaban. Para mí estaba claro. Si había dudas, todas ellas se disiparon cuando  algunos de mis compañeros, y podía haberme tocado a mí, comenzaron a comportarse  de manera agresiva. Sus ojos se volvieron blancos como la nieve y sus rostros se cubrieron de arrugas horrendas que se agitaban como culebras bajo la piel. Y gruñían. Y abrían la boca. Y echaban espuma por entre sus dientes, como si de lobos rabiosos se tratasen. No duraban mucho. Los soldados entraban y disparaban a matar. Un tiro certero entre ceja y ceja. Tarde o temprano, lo sabía, me tocaría a mí.

Que estaban haciendo algún tipo de experimento con nosotros era más que evidente, no hace falta ser un lumbreras ni alardear de ello. Éramos una especie de cobayas humanas, de simples ratones de laboratorio. Y nada podíamos hacer, salvo esperar.

Un buen día los hombres de bata blanca, a los que yo atribuía la categoría de doctores y científicos,  dejaron de visitarnos, como si se hubieran olvidado de nosotros o les importáramos menos que la suela de un viejo zapato. La lejana puerta de intenso color blanco, pero de hierro macizo, se encontraba a muchos metros de distancia y varios soldados permanecían de pie, con sus armas entre las manos, casi en posición de disparo. Hacía tiempo que no había cambios entre nosotros pero algo me decía en mi interior que esos hombres solamente necesitaban una excusa, por pequeñísima que ésta fuera, para acabar con todos nosotros. Sin embargo, pese a su frustración, nadie se había vuelto violento. Aún así, aquellos hombres tenían el dedo en el gatillo y estaban dispuestos a disparar si cualquiera de los prisioneros  realizara un movimiento, por pequeño que fuese,  que les pareciera ligeramente sospechoso.

Hasta que todo se complicó de un modo tan brutal e inesperado que aceleró mi pérdida de la razón si es que no carecía ya de ella. Comencé a sentirme extraño. No sé si por el tiempo que llevaba encerrado con gente que ya me parecía completamente lejana y distante   o por las inyecciones que día y noche los hombres de bata blanca me clavaban en los brazos y el cuello. Algo dentro de mi cabeza cambió. De forma radical. Como si una bomba explotara bajo el asiento de un coche y éste se elevara ardiendo varios metros. Pues algo parecido sentí entre las paredes de mi cerebro. Algo terrible que me produjo un dolor como nunca antes había sentido. Sé que mis compañeros se dieron cuenta del cambio que estaba experimentando   porque los vi alejarse lo poco que nuestra prisión les permitía. Me notaba distinto. No podría precisar qué sucedía hasta que escuché el murmullo, las voces, que hablaban dentro de mi cabeza.

Mientras ellas conversaban, unas con otras, cada vez en mayor número, descubrí que los rostros de las personas que estaban tan presas como yo cambiaban y no dejaban de mirarme, con ojos abiertos al espanto. Traté de disimular girando mi cuerpo para que los guardias no me prestaran atención porque de reparar en mí  sé que acabarían conmigo sin vacilar, tal y como habían hecho con tantos de mis viejos compañeros de prisión. Y en algún momento que no sabría precisar descubrí que las voces que hablaban dentro de mi cabeza no eran voces sino gruñidos que producía mi garganta, que sentía tan dolorida como cada uno de mis músculos, pesados e imprecisos. 

No sé cómo ocurrió pero entiendo que yo fui responsable de los depravados actos con los que me encontré horas después. No recuerdo haberme dormido ni haber participado en semejante  masacre pero es evidente que yo era el causante de aquél mal y entonces, en ese mismo momento, comprendí que ya me había convertido en un depravado monstruo.

Había cuerpos desmembrados a mí alrededor, todos ellos con las gargantas desgarradas y los pechos abiertos y vacíos, como si una bestia los hubiera atacado para entretenerse después pacientemente y  comerse sus entrañas. Y lo más diabólico de todo esto es que aquella bestia, sin duda, era yo.

Extinto de vida estaba el recinto. Sólo yo quedaba en pie. Ni siquiera los soldados me preocupaban pues ahora sus cuerpos yacían despatarrados, muertos y mutilados. Contemplé el horripilante escenario y no sentí angustia alguna ni el asco me agobió lo más profundo de mi ser. Al contrario, lo respetó. Me pareció divertido y experimenté una sensación de placer que me arropó con el calor de una plena satisfacción. Mi conciencia, si todavía la conservaba, estaba tranquila.

Y entonces se abrió la puerta, como tantas otras veces. Tres hombres vestidos con batas blancas y una mujer que lucía un modelito que de ser aún hombre me habría hecho lanzar un silbido de admiración. Al verme, abrieron sus bocas mostrando una mueca de trágico horror y retrocedieron. No tuvieron tiempo de más porque me encargué personalmente de que sus almas perecieran en aquél mismo momento. Me sentía una bestia sedienta de sangre, un monstruo enloquecido al que le atormentaba un hambre atroz. 

Cayeron como moscas. Aplasté sus cuerpos como horrendas cucarachas y después del festín alcancé la puerta. Asomé mi rostro, cubierto de una barba espesa y negra manchada completamente de sangre y descubrí un largo pasillo vacío de puertas. Salí y jadeé como un animal y busqué más comida, más cuerpos que destrozar. No estaba saciado y necesitaba más. Siempre necesitaré más.

Aquellos dos soldados que se cruzaron en mi camino apenas me duraron tres segundos. Las paredes del estrecho pasillo quedaron cubiertas de sangre y las vísceras de sus cuerpos repartidas asquerosamente a lo largo del suelo. Me sentía veloz, furioso y hambriento, fuerte, poderoso e invencible. Era un soberbio dios.

No sé el tiempo que tardé en salir de aquellas instalaciones ni los cuerpos que dejé atrás pero en algún momento alcancé la calle y en ella vi tantas personas que corrían de despavoridas de un lado a otro que me sentí orgulloso de que mi persona (fuera lo que ahora fuera) pudiera causar tanto horror. Y en algún momento, después de destripar los cuerpos de una familia que trataba de escapar, mientras sus gargantas se rompían a consecuencias de terribles  alaridos y la sangre saltaba de manera salvaje, descubrí que yo no era la única bestia que causaba tanto atrocidad.

Y me alegré mucho de no estar sólo en todo esto. Observé a otras bestias como yo, personas buenas que fueron un día y que ahora eran simples animales, monstruos deformados cuyos cuerpos desnudos estaban cubiertos de un pelaje gris, sus rostros deformes bajo  una máscara de arrugas y sus ojos blancos y brillantes como los faros de un automóvil en mitad de una autopista, bajo la furia de una ruidosa tormenta.

Me uní a ellos o ellos se unieron a mí. En realidad no tiene importancia, porque desde entonces caminamos juntos, como una manada, aniquilando cada ser humano que nos encontramos a nuestro paso y que convertimos en terribles despojos, simples desechos de carne muerta.

En gran número, como un ejército salido de las tinieblas, sembramos el caos en las ciudades e incluso en el más recóndito de los pueblos porque cada día que pasa aumentamos en número. Nos reproducimos constantemente y cada vez estamos más hambrientos y ya no hay marcha atrás para toda esta desgracia que se ha adueñado de la raza humana.

Yo no quise esto. No pedí ser así. Ninguno de nosotros lo exigió. Pero en estos precisos momentos, después de sentir el poder y con la garantía de que nuestra especie dominará el mundo cuando por fin se extinga el más estúpido de los humanos, no lo cambio por nada. 
Fue vuestro  error experimentar con nosotros. Robarnos nuestra vida, nuestro futuro, para lograr el avance de vuestras  macabras y desleales artimañas. Ahora el poder es nuestro, únicamente nuestro.

Las bestias estamos sueltas. Nos creasteis y fue un error cruel y salvaje.  Como estúpidos  formaréis  parte de un triste pasado. A nosotros se nos brinda  un futuro prometedor y en ello estamos, aniquilando el virus que pretendía gobernar este mundo y entregando a la Naturaleza  la tierra que le pertenece.

Somos unas abominaciones pero peores sois vosotros, miserables humanos, engreídos y arrogantes. Vuestro fin está cerca y bajo mi inquietante rostro se perfila una sonrisa que se burla de vuestra estupidez y codicia. 

Crueles sois vosotros que nos hicisteis esto. No juzguéis mis  actos, ni los de ninguno de los de mi especie,  bajo el manto de la maldad  a la que tan arraigado estáis, cuando gozáis del dudoso titulo de la envidia y la depravación.

No hay mayor placer que sentir la satisfacción de tirar  la basura y aplastar la mierda de una especie que jugó con nuestra esencia para conseguir lo que ya somos. Ahora, nos sentimos obligados a renunciar lo que un día fuimos pero es simplemente cuestión de tiempo, de muy poco tiempo, que tú y el resto de los humanos os convirtáis  únicamente en nada.

Nosotros, personalmente, nos encargaremos de vuestra destrucción.