TRAUMA DE LA INFANCIA


Al abrir el frigorífico el cartón de leche cayó al suelo y su contenido se desparramó dejando un charco blanco que causó el primer improperio que salió de la boca de Alfonso aquella mañana. Sus pies desnudos se llenaron de leche y volvió a maldecir retrocediendo como si hubiera sido alcanzado por lava ardiente.

Cerró la nevera de un portazo y con los pies pegajosos y húmedos  se dirigió al cuarto de baño. Se  lavó y después se  secó con una pequeña toalla de color azul. Cuando regresó a la cocina la rata se encontraba en mitad del charco blanco, olisqueando la leche con su hórrido  y asqueroso  hocico. Al darse cuenta de la presencia de Alfonso, la rata lo observó durante unos segundos con sus diminutos ojos negros y después se escabulló asustada entre las sillas. 

Alfonso se había quedado sorprendido al verla. Pensó que ya se había librado de ellas, al menos de las reales, no en vano había contratado a una empresa exterminadora al día siguiente de encontrar al despreciable bicho sobre la mesa, comiendo los últimos restos de pizza que había comprado la noche anterior. El experto le aseguró que había acabado con la plaga, que se reducía únicamente a tres grandes ejemplares. Los 500 euros de la factura le habían convencido de que el trabajo había sido realizado eficazmente.

Pero allí estaba otra vez. ¡Grande! ¡Enorme! ¡Asquerosa!  ¡Repugnante!
¡Negra y peluda!

Alfonso apenas se había movido. Verla allí, en la cocina, tan tranquila y bebiendo leche, le hizo maldecir de nuevo. La tranquilidad de su hogar se había precipitado inexorablemente al fondo del abismo y los recuerdos, fatídicos y crueles, emergieron de nuevo en su cabeza. Y se llenó de horror. Pensó que había encontrado la cura a sus males, que los últimos actos que había realizado pusieron fin a la maldición.

Se sintió obligado a tomar asiento. Las piernas le temblaban de tal modo que apenas podían sujetarlo en pié. El miedo atenazó cada uno de sus músculos y un escalofrío, terrible e incómodo lo sacudió, provocándole una sensación de inseguridad que le hizo retroceder al momento de su niñez, cuando cayó en aquél pozo oscuro y negro repleto de exorbitantes  y asquerosas ratas. 

Convivió con ellas por espacio de tres o cuatro horas, el tiempo suficiente para odiarlas de por vida. Y le habían dejado un desagradable recuerdo en varias partes de su cuerpo porque las malditas ratas lo habían mordido. Aún podían verse las marcas de los mordiscos, las feas cicatrices que cubrían varios puntos de su cuerpo. Siempre estuvo convencido de que si no llegan a sacarlo a tiempo de allí… ellas se lo hubieran comido.

Las odiaba y sentía un pánico abominable ante la visión incluso de pequeños ratones. No podía soportarlo. Era superior a sus fuerzas. 
Alfonso había estado en tratamiento psiquiátrico y sufría  periodos largos de paz y tranquilidad aunque siempre regresaban las fases angustiosas donde los recuerdos fatales volvían a atormentarlo, especialmente durante la noche. Los sueños placenteros se transformaban en terribles pesadillas donde acababa siendo devorado por las repulsivas ratas de aquél pozo,  al que  tres amigos lanzaron hacía ya tantos años, como fruto de una travesura infantil.

Alfonso llegó a tener alucinaciones, escuchaba ratas royendo junto a sus pies, las veía corretear con sus velludos cuerpecitos por encima de la cama, por las mesas del salón, saliendo de la nevera, entrando en los armarios. En ocasiones, no podía diferenciar lo que era real de lo que su mente confundía o inventaba. Sabía que a veces, sus visiones no eran más que un suplicio que le otorgaba su mente, que las ratas en realidad estaban encerradas entre las paredes de su cerebro y todavía no podía discernir si la rata que ahora había visto en la cocina, sobre el charco de leche, era real o fruto de un engaño mental.

La última vez que visitó al psiquiatra fue hace seis meses y las cosas habían mejorado desde entonces. No creía que el médico le estuviera haciendo mal, todo lo contrario, pero desde el diván, mientras volvía  a confesar sus temores, veía cómo el psiquiatra mantenía los ojos cerrados y fingía escucharlo. Entonces las ratas salían, muchas, de todas partes, y lo observaban con sus temibles ojos diminutos y corrían hacía él, y saltaban sobre el diván para hincarle sus dientes. El médico se sorprendió cuando lo vio levantarse como un resorte y sacudirse el cuerpo con las manos, gritando como un loco perturbado, como si se estuviera quitando de encima una plaga de gusanos. El psiquiatra trató de calmarlo pero Alfonso observó horrorizado que su cabeza era la de una enorme rata y se reía, sus maléficos ojos oscuros se burlaban de él. Salió corriendo de la consulta  y no regresó jamás.

De todo aquello surgió algo bueno. Alfonso sabía perfectamente que el origen de sus miedos era aquella travesura malvada que  tres amigos de la infancia ejecutaron impunemente sobre su persona y la única forma que pensaba que su fobia  podía desvanecerse por completo  era superar aquél espantoso episodio que le había creado un trauma aterrador;  nunca se sintió con la fuerza suficiente para afrontar sus miedos y dejarlos atrás. Había recibido mucha ayuda, incluso leyó experiencias de otros pacientes que habían accedido a probar tratamientos de choque, fármacos experimentales, drogas e incluso hipnosis. Nada de todo aquello había resultado efectivo y lo había pasado bastante mal cuando se prestó, muy a su pesar y no convencido de la efectividad del experimento,  a que pequeños ratones, que en su mente se convirtieron en monstruosas ratas malolientes y perversas que deseaban comérselo vivo, recorrieran su cuerpo bajo la supervisión y el interés de algunos médicos. 

Las visiones persistían en hacerle daño noche y día. Apenas podía encontrar un trabajo estable porque las ratas siempre aparecían saliendo de cualquier rincón oscuro o veía a sus propios compañeros transformarse en gigantescas y horripilantes ratas… o gritaba de improvisto al ver saltar millones de ratas, que salían de las cloacas, brincaban por el suelo y corrían en su dirección. Abrir el buzón y encontrarse una enorme rata que se lanzaba para morderlo; llegar a  la nevera y descubrir que estaba llena de repelentes ratas que devoraban su comida y después se giraban para reírse de él, produciendo esos chillidos que se instalaban en su cabeza y rebotaban en las paredes de su cerebro, como pequeñas cuchilladas o, mejor aún, como los pequeños mordiscos que recibiera en el interior de aquél pozo oscuro durante su infancia; meterse en la cama y al apagar la luz notar que las ratas le mordían los dedos de los pies; ducharse y descubrir que en vez de agua caían decenas y decenas de ratas, asomando de los grifos y de la ducha y moviendo sus inquietantes bigotes fingiendo una carcajada desmesurada  y aflictiva; abrir la tapa del water y observar que en el pequeño charco asoma la cabeza de una rata que espera paciente a que tome asiento.

Alfonso no podía comer con tranquilidad, no podía dormir, no podía hacer absolutamente nada. Sufría continuas torturas que lo iban mermando a nivel mental: Esperaba el metro y de la boca del túnel en lugar de un vagón surgía la cabeza gigantesca de una deforme rata con la boca abierta que lo buscaba para tragárselo; caminaba por las calles para huir aterrorizado ante la atroz visión de los transeúntes convertidos  en ratas humanas que lo señalaban con sus dedos peludos; viajaba en el autobús para descubrir ratas royendo los asientos; compraba en el supermercado y se  horrorizaba  cuando millones de ratas devoraban los comestibles de las estanterías…

Alfonso odiaba las ratas, las odió desde aquella tarde en la que lo lanzaron al pozo. Y todo ello para gastarle una broma. Sí. Alfonso aborrecía  las ratas y les tenía un miedo diabólico. Pero Alfonso no solamente sentía inquina por  esos bichejos peludos sino que también odiaba a los tres indeseables que lo habían tirado al pozo agarrándolo de los brazos y burlándose de él. No podía quitarse de la cabeza sus rostros sonrientes cuando se asomaban a la boca del pozo y le insultaba y se reían; sus expresiones bobaliconas cuando le lanzaban piedras que no hacían otra cosa que poner más nerviosas a las ratas del interior del pozo, que habían visto cómo su hogar había sido invadido por un intruso. Por eso sin duda lo atacaron. Y porque estaban hambrientas.

Cuando se acordaba de ellos sonreía malévolamente. A veces bajaba al sótano para contemplar sus cabezas cortadas  que yacían putrefactas pinchadas en  barras de metal. Fue un hecho malvado, cruel y despiadado,  sin duda, del que siempre se sintió orgulloso.

No lo hizo por venganza aunque tampoco era cierto que no la sintiera, todo lo contrario.  Lo hizo porque el psiquiatra le había convencido de  que la mejor forma de superar su “trauma infantil” como técnicamente  lo llamaba (restándole la importancia y la gravedad que en realidad tenía su problema)  era reunirse con aquellos tres gamberros y hablar con ellos, conocer las causas que motivaron sus actos y descubrir las verdaderas intenciones de los bromistas. Y así lo hizo, persuadido  de que todo se podía solucionar siguiendo las indicaciones del experto. Desgraciadamente sus ex amigos no quisieron colaborar en aliviar su dolor y  simplemente se volvieron a reír    y se burlaron cuando recordaron lo que para ellos no era más que una anécdota de la infancia. Aquello a Alfonso lo superó y comenzó a sentir en su interior algo extraño, malévolo quizás.  Ideó un maquiavélico plan y el resultado del mismo se apreciaba  en su sótano. Las tres cabezas de aquellos tres hijos de puta presidían la estancia. La visión sobrecogedora le devolvía la tranquilidad que necesitaba cuando su trauma irrumpía. Las ratas se evaporaban, regresaban al interior de su mente, desaparecían, se esfumaban. No existían.

Se había desecho de los cuerpos. A veces se burlaba cuando recordaba que los había troceado y lanzando a diferentes alcantarillas pues en su fuero interno sabía que estaba alimentando sus propios miedos: Las ratas estarían agradecidas, tal vez eternamente.

Pero las tres cabezas las quiso conservar. Ahora olían francamente mal y su aspecto era deplorable. Aún mantenían los ojos abiertos, sujetando  viva una expresión que ya había muerto. Las bocas abiertas, con sus lenguas hinchadas y ennegrecidas, parecían trozos partidos de gelatina. Ante ellas, Alfonso se sentía grande y dichoso, alegre y feliz, triunfal, y a diario las contemplaba como trofeos macabros.

Clavadas en barras de acero, la sangre seca cubría parte del suelo y el hedor que emanaba de las cabezas cercenadas era tan molesto y desagradable que el sótano se había convertido en un lugar fúnebre  y siniestro. No para Alfonso, pues lo veía bello y hermoso, sobre todo si lo comparaba con la frialdad del horrible pozo en el que había permanecido prisionero durante  largas horas, hundido en el agua hasta la barbilla y notando cómo las ratas le mordían las piernas y los brazos, observándolas trepando por las paredes para coger impulso y lanzarse sobre su cabeza, con aquellos cuerpos peludos, húmedos, de rabos tiesos y electrizantes. Y todo por culpa de tres indeseables que ahora ya no podían volver a burlarse de él, nunca jamás.

Horas enteras, sino días, pasaba Alfonso observando las cabezas inmóviles, apartando las moscas que se posaban sobre ellas para depositar sus huevos y contando, con una paciencia perturbada e inquietante, los gusanos que las cubrían, devorando primeramente sus globos oculares, ya carentes de brillo, carentes de vida alguna.

Y aquella visión le relajaba de tal modo que las ratas de su imaginación regresaban a las cloacas de su mente. Todo volvía a ser normal. Sin ratas gigantes la vida  era maravillosa y todo ello gracias a su gran tesoro, aquellas tres cabezas que un día pertenecieron a tres estúpidos hijos de puta.

Alfonso estaba convencido de que observar durante varias horas el aspecto deteriorado de sus trofeos iba a lograr que sus miedos retrocedieran, que las alucinaciones se fragmentaran en diminutos trocitos que la razón y el sentido común acabarían por llevarse, como el viento desplaza las hojas de los árboles. La rata que había visto en la cocina ya debía estar en lo más profundo de su mente, hecha añicos. 

Subió las escaleras alegremente, con la satisfacción plena de que las cabezas cercenadas y sus monstruosas expresiones de espanto y dolor habían conseguido su cometido. 

Algo había fallado, porque no había una rata sobre el suelo de la cocina sino dos. Y otra en la mesa correteando entre las botellas. Incluso vio una más  en la estantería, royendo los libros. Alfonso abrió la boca estupefacto y se agarró la cabeza. Se la sacudió como si se tratara de un sonajero y gritó con la esperanza de espantar a todos aquellos monstruos. Les ordenó que regresaran a su interior, que no volvieran a salir jamás pero estaban allí, en la cocina. Y cada vez había más.

Aparecían por todas partes, saltaban de los armarios, salían de las habitaciones y correteaban alborotadas de un lado a otro hasta que se fueron congregando en la cocina, unas encima de otras. ¡Había decenas!¡Cientos! ¡Quizá miles!

No podía entenderlo. Las cabezas siempre lo habían ayudado. Las ratas de su mente siempre desaparecían, dejaba de verlas, se esfumaban a la negrura de su conciencia. No comprendía por qué ahora las alucinaciones persistían y las ratas se manifestaban en el centro de su cocina, como una plaga…

…a no ser que…

…Alfonso retrocedió horrorizado y con el corazón  encogido dentro de su pecho. ¡Eran ratas reales! No existía otra explicación.

Los miles de diminutos ojos oscuros lo observaban y vio el espeluznante movimiento de las pequeñas cabezas negras. Las ratas estaban nerviosas, excitadas y lo miraban con desmedido interés. Las más valientes avanzaron hacia él. El resto lo hizo después, tímidamente.

Alfonso retrocedió asustado. El cuerpo le temblaba y tuvo que apoyarse en la pared. Desvió la cabeza para evitar la visión demoníaca de las ratas pero encontró más en las otras partes de la casa. Pensó en marcharse, salir a la calle y buscar ayuda, huir del horror que se había instalado en su casa. Era imposible que hubiera tantas ratas, no sabía de dónde habían salido pero podía olerlas y sintió un estremecimiento atroz. Las ratas parecieron adivinar sus intenciones y taponaron la puerta de entrada. Era imposible dar un solo paso sin toparse con ellas.

Las examinó con detenimiento y pudo entender que lo observaban con cierta inquina, con malestar, con un odio visceral que procedía del interior de sus pequeños cerebros. Estaban rabiosas y, lo peor de todo,  hambrientas. Supo en ese momento que estaban dispuestas a echarse encima de él. No se le ocurrió otra cosa que correr y encerrarse en el sótano. Al cerrar la puerta se quedó pegado a ella mientras escuchaba cómo las ratas golpeaban la puerta con sus sucios cuerpos y el sonido de los golpes se clavaba en el centro de su cabeza, como un tumor maligno. Retrocedió asustado, se alejó de la puerta… hasta que el pie le falló y cayó rodando por las escaleras.

Su cuerpo golpeó cada uno de los peldaños y cuando aterrizó en el suelo aulló de dolor. Se había dislocado uno de los brazos y magullado gran parte del costado y las piernas. Se arrastró con dificultad mientras seguían sonando los intentos de las ratas por derribar la puerta del sótano. Oía sus chillidos, los mordiscos que le estaban propinando a la puerta y sollozó como lo hiciera aquella tarde en el interior del pozo.

Se incorporó con cierta dificultad y observó las tres cabezas cercenadas. Las moscas y gusanos ya cubrían gran parte de ellas pero todavía podía ver  sus cuencas vacías y creyó que lo miraban divertidas y jocosas. En el interior de su cabeza regresaron con gran estrépito las voces de aquellos tres indeseables, sus bromas macabras, el sonido de sus carcajadas desde lo alto del pozo mientras él gritaba y lloraba pidiendo auxilio, llamando a su mamá, chapoteando en el agua, tratando de alejarse  de  las ratas que nadaban hacía él.

Sus pensamientos se vieron sobresaltados por el grito desgarrador que lanzó su propia garganta. De una de las cabezas, concretamente de su boca abierta, apareció el diminuto hocico de una  rata, que lo observó con cruel paciencia y detenimiento. Gritó de nuevo cuando otra rata cayó de la boca de la segunda cabeza y una más de la tercera. Las ratas corrieron hacia él.

Saltaron sobre su cuerpo.
Le clavaron los dientes.

Aulló de dolor, lo que provocó que las ratas que trataban de entrar en el sótano enloquecieran mucho más. Pensó incluso que el olor de la sangre que manaba de sus heridas las haría reaccionar violentamente. 

Y así fue. Porque la puerta se abrió con gran estrépito y miles de ratas negras, a una diabólica velocidad,  bajaron por las escaleras con un único objetivo: Devorarlo.

Retrocedió asustado, trató de luchar contra las ratas que lo habían mordido y que seguían enganchadas en sus piernas cuando observó que de las cabezas cercenadas, de sus bocas, seguían saliendo ratas gigantescas, de cruel aspecto y dientes afilados.

Retrocedió hasta que la propia pared del sótano le impidió continuar y en apenas uno o dos segundos su cuerpo fue cubierto por una masa oscura, asquerosa, repugnante y desagradable  que se movía en forma de diminutos cuerpos peludos. Apenas se escucharon sus gritos, sepultados por la marabunta de ratas que devoraba el cuerpo de Alfonso con ansia voraz. Lo último que sintió fue la misma angustia que padeciera en la profundidad de aquel pozo.



La policía entró a la fuerza en el despacho del psiquiatra ante la sorpresa de la secretaria y varios pacientes. Iban fuertemente armados y llevaban una orden de detención. Habían encontrado en la casa de Alfonso las tres cabezas cortadas y clavadas en puntiagudas barras de metal. Llevaban tiempo siguiendo algunas pistas y el macabro hallazgo les proporcionó las pruebas necesarias para arrestarlo. Sin embargo…

…los agentes quedaron petrificados al irrumpir en el despacho. El psiquiatra se encontraba sentado en su sillón, con el rostro desfigurado en una expresión espantosa y el cuerpo mordido por innumerables ratas que seguían devorándolo sin importarles la presencia policial.

Varios policías vomitaron ante la desagradable escena. Uno de ellos se acercó al diván y observó el cuerpo humano que yacía tendido sobre el mismo. Tenía el vientre abierto completamente y su interior se mostraba vacío, sin entrañas.

-Parece… parece que…

-…las ratas han salido de ahí dentro ¿verdad?.-dijo otro agente colocando la mano sobre su compañero.-¿Has visto la expresión en el rostro de ese tío?

El policía echó un vistazo y se sobrecogió al descubrir una mueca inaudita  en el rostro de Alfonso. Sus ojos estaban abiertos, alegres, y sus labios dibujaban una sonrisa complaciente, como si hubiera muerto auspiciado  por  una monstruosa  felicidad.



EL VISITANTE


Le  extrañó que llamaran a la puerta a las once de la noche. Ya había cenado y estaba a punto de meterse en la cama pero el sonido del timbre le hizo darse la vuelta en mitad del pasillo. Frunció el ceño y trató de adivinar quién podía tener la desfachatez de molestarle a esas horas. Pensó que podía ser el presidente de la comunidad pues el día anterior se había celebrado una reunión y él no había asistido. Quizá quería exponerle los puntos tratados y las conclusiones y acuerdos al que el resto de vecinos había llegado. Cuando abrió comprendió que se había equivocado por completo.

Al otro lado de la puerta apareció la figura delgada y siniestra de un hombre mayor vestido enteramente de negro. Llevaba un maletín en la mano. Lo primero que pensó fue que con toda probabilidad  se trataba de un Testigo de Jehová.

Tenía el pelo canoso y muchas arrugas en la cara, tantas que no era una locura pensar que el visitante pudiera haber alcanzado los 80 años hacía ya mucho tiempo. Lo miraba a través de unos intensos ojos azules, muy vivos y alegres, aunque la expresión en el rostro del desconocido le inquietaba. Estuvo a punto de cerrarle la puerta en las mismas narices. No estaba dispuesto a escuchar tonterías sobre Yavé ni cosas por el estilo pero las primeras palabras que pronunció el desconocido lo dejaron bastante asombrado:

-Buenas noches, señor Bellido, perdone que le moleste a estas horas en las que debería estar descansando pero lo que le vengo a comunicar es muy urgente.

Se quedó paralizado. Era evidente que aquél hombre no era Testigo de Jehová ni vendía enciclopedias  o Seguro alguno. Cuando se quiso dar cuenta, el visitante se coló en el piso cruzando el vano de la puerta y pasó  a su lado con la mirada fija en el suelo.

-Será mejor que cierre la puerta y tome asiento.-dijo sin mirarlo siquiera.

Roberto giró su cabeza para seguir con la mirada al desconocido, que se había detenido en mitad del salón. Le daba la espalda. Estaba inmóvil. El negro maletín colgaba de su mano.

Cerró la puerta muy sorprendido y se acercó al hombre. Se colocó frente a él y se sumergió en la mirada penetrante de aquellos ojos inmensos, de vivo y sorprendente color. El visitante tenía el ceño fruncido, parecía consternado, como si las dudas y la preocupación lo asaltaran. Por un momento, a Roberto Bellido se le pasó por la cabeza la posibilidad de que el hombre estuviera nervioso.

-Siéntese, por favor.-dijo el desconocido.

Roberto miró al hombre que tenía el semblante muy serio, como si estuviera a punto de darle una mala noticia. Se puso  nervioso y comenzó a sudar. Notó un pequeño dolor en el pecho, cerca del corazón. Tomó asiento y el visitante hizo lo propio.

Al sentarse, los pantalones del desconocido se subieron para arriba y Roberto pudo distinguir unos calcetines blancos. Dejó el maletín entre sus pies y entrelazó las manos. 

-Verá señor Bellido, es posible que mi visita le parezca… un tanto extraña.

-No sé quién es usted pensé que…

-Que sería un vendedor de aspiradoras  o algo así, ¿verdad?

-Algo así, sí.-admitió.

-O uno de esos vendedores de Religión  a los que desprecia.

Roberto guardó silencio y un intenso escalofrío recorrió el centro de su espalda. Tuvo la impresión de que aquél hombre le conocía en profundidad y después de observarlo en silencio durante varios segundos  pensó que el desconocido le resultaba familiar. Nunca lo había visto, de eso estaba completamente seguro, pero en su interior sabía perfectamente de lo que se trataba.

-Créame si le digo que si no hubiera sido necesario no habría venido a importunarlo.

-¿Quién es usted?

-Eso… de momento no importa.-el visitante bajó los ojos y su mirada se perdió en la indiferencia que ofrecía el suelo.-Lo verdaderamente relevante es el motivo por el que estoy aquí.

Roberto sintió que el salón se cubría de una tenue oscuridad. La luz de la lámpara bajó de intensidad durante apenas unas décimas de segundo pero que pareció un momento tan largo y extenso como la agonía de un preso condenado a cadena perpetua.  Después sintió un frío intenso. La temperatura había bajado con tanta velocidad que tuvo que frotarse los brazos desnudos para entrar en calor. Resultaba aterradora la visión del visitante, que, al hablar, por su boca salía un extraño vaho, como si una misteriosa neblina emergiera de las profundidades de su garganta, como demonios que escapaban del interior de su alma.

-Quiero que sepa que si hubiera otra manera de solucionar esto…

Roberto se sobrecogió cuando el visitante levantó la mirada y le observó directamente. La belleza e intensidad de sus grandes ojos azules se convirtieron en una dura expresión que emanaba del abismo que ahora eran  sus pupilas. Se vio obligado a desviar la cabeza y aún así notó que el desconocido lo seguía taladrando con sus ojos.

-¿Qué es lo que ocurre?

-Usted nació el 15 de Enero de 1971, ¿No es así?.-habló el visitante mientras levantaba el maletín y lo colocaba sobre sus rodillas. Se dispuso a abrirlo y no esperó la respuesta de Roberto para seguir hablando.-Pasó su infancia en un pequeño pueblecito de Barcelona pero muy pronto se trasladó con sus padres a la casa de sus abuelos  en Málaga cuando éstos murieron en un trágico accidente automovilístico.

-¿Es usted abogado?

-No soy abogado.-respondió el desconocido y sacó una carpeta del interior del maletín que volvió a colocar entre sus pies. Abrió la carpeta y extrajo varios papeles que examinó con suma atención. Roberto permaneció expectante. Observó que le temblaban las piernas, que le sudaban las manos, que se había instalado un molesto pitido en los oídos y  un agudo dolor en el centro de su cabeza. El desconocido siguió hablando.-Su madre, Elena Sánchez Ortega, falleció el 15 de Agosto de 2003 y su padre, Manuel Bellido Dominguez, lo hizo hace  poco más de dos años, el 12 de  Marzo de 2010 después de sufrir una larga y dolorosa enfermedad.

Aquellos datos, todos, eran correctos. El hombre tenía mucha información y los papeles que manejaba en sus manos parecían contener datos sobre su vida. El visitante extrajo un folio y lo leyó con atención y en silencio, después se lo tendió a Roberto. La expresión en el rostro del desconocido, con su semblante serio y sus ojos cristalizados, que ahora estaban rodeados de un brillo especial, le asustaron tanto que cuando alargó el brazo para recoger el papel éste se cayó al suelo. Y lo hizo de una forma extraña como si en lugar de ser una simple hoja fuese un trozo de acero, porque se precipitó al suelo con una velocidad vertiginosa y al chocar contra la madera produjo un ruido ensordecedor. Roberto permaneció en silencio, asustado. El hombre no bajó la mirada  y sus grandes ojos azules le observaban con desmedida preocupación.

Cuando tuvo la hoja en las manos se sorprendió que el tacto y el peso fueran precisamente los de una hoja de papel. No podía entender cómo había caído al suelo de esa forma ni el sonido que había provocado. Contempló al hombre, al que distinguió muy nervioso, y después centró su atención en el folio que había recogido. Estaba escrito casi en su totalidad pero Roberto no pudo entender el idioma aunque sí reconoció dos pequeños detalles situados al final del texto, tanto a derecha como a izquierda.

La firma de su madre.

La firma de su padre.

Entonces Roberto lo entendió. Lo que sujetaba en las manos debía de ser una especie de testamento y aquél hombre  un notario o  trabajador  de la agencia donde sus padres habían redactado lo que sin duda era un reparto de bienes. 

-¿He heredado algo?

-No, en absoluto.-respondió el desconocido y agachó la cabeza, avergonzado.-Quiero que sepa que yo me limito a realizar mi trabajo. Soy un simple empleado.

Roberto se asustó. Observó el papel y trató de entenderlo pero el texto era ilegible. Por el contrario, las firmas de sus padres resultaban claras y precisas y observó que estaban realizadas con tinta roja. Frunció el ceño y pasó las yemas de sus dedos sobre las rúbricas. Se las manchó. 

-Esto… ¿esto es sangre?

El visitante se encogió de hombros consternado, impotente.

-Verá que hay una fecha al final, junto a… 

Roberto vio la fecha entre las firmas de sus padres. Era lo único que estaba escrito de forma legible. 20 de Agosto de 2013. Precisamente hoy.

-Y una hora. ¿La ve?

-00:00 horas.

El visitante, quizá de una forma teatral, desvió la  mirada y la bajó hacia su muñeca donde Roberto pudo distinguir un enorme reloj de pulsera de color plateado.

-El tiempo se ha cumplido.

-¿Qué tiempo?.-preguntó perplejo Roberto.

-El suyo, señor Bellido.-respondió el visitante y clavó en él sus ojos de intenso y vivo color azul. Roberto sintió un molesto escalofrío recorriendo su cuerpo, como si un  fantasma invisible lo hubiera abrazado. El pitido en los oídos era más intenso, al igual que el dolor de la cabeza, que ahora se había extendido hasta su pecho y los orificios de la nariz le comenzaron a moquear.

-Perdone pero no entiendo nada de lo que está pasando desde el mismo momento en que he abierto la puerta.-dijo Roberto pero el temblor en su voz delataba que estaba muy asustado y guardó unos segundos de silencio antes de volver a hablar, quizá porque temía las respuestas a sus preguntas.-¿Quién es usted? ¿Qué hacen las firmas de mis padres en este papel? ¿De qué va todo esto?

El visitante se levantó muy lentamente sin apartar la vista de Roberto, que siguió sentado devorado por la expresión de tristeza que emanaba de la mirada del desconocido.

-Esta situación siempre es incómoda para mí, es la peor parte de mi trabajo.

-¿De qué está hablando?

-Yo lo siento mucho. No puedo hacer nada por ayudarlo.-la expresión en el rostro del visitante reflejaba cierta sinceridad y dolor.-Si las cosas fueran de otro modo, si usted tuviera una sola oportunidad…

Roberto se quedó perplejo ante las palabras que acababa de escuchar.

-¿Oportunidad para qué?

-Para seguir viviendo, señor Bellido, para seguir viviendo.

Hubo un estruendo en la entrada y la puerta se abrió  con gran estrépito. Roberto, sobresaltado, desvió la cabeza en esa dirección y no advirtió que el visitante ni siquiera se había inmutado. Seguía de pié, observando a Roberto con cierta ternura y resignación, agarrando el maletín con una de sus arrugadas manos.

Por la puerta de la casa comenzaron a entrar cuatro personas vestidas completamente de blanco. Llevaban los rostros cubiertos por mascarillas y las manos protegidas por guantes de látex. Eran hombres fuertes y robustos y Roberto retrocedió visiblemente asustado. 

-Roberto Bellido Sánchez  de 42 años de edad.-dijo el desconocido con voz grave.-Su contrato de vida ha expirado.

Los cuatro hombres que habían entrado se acercaron a Roberto y dos de ellos lo asieron de los brazos para levantarlo. En lugar de ojos, tenían dos orificios pequeños y profundos, incandescentes.

-De acuerdo al documento que se le ha entregado y firmado por Elena Sánchez Ortega y Manuel Bellido Domínguez  el 11 de Diciembre  de 2011, su vida debe terminar hoy día 20 de Agosto de 2012  a las cero horas. 

Los hombres de las mascarillas se llevaron a Roberto que comenzó a gesticular y a moverse compulsivamente. Gritó y pidió explicaciones pero nadie más habló. Una vez que salieron por la puerta los gritos de Roberto dejaron de escucharse.

El hombre del maletín esperó pacientemente y pocos minutos después ocurrió lo que estaba aguardando. Seis figuras vestidas enteramente de negro, con los rostros marmóreos y tan delgadas como palillos, con expresiones muertas y los ojos tan blancos como la nieve, entraron  en el piso transportando un ataúd de madera. Tras ellos, otros seis hombres, tan misteriosos como los primeros, entraron llevando  un segundo ataúd. Después de dejarlos en mitad del salón, los doce hombres desaparecieron por el vano de la puerta, uno tras otro, como hormigas que regresan a su correspondiente hormiguero.

El hombre del maletín observó unos momentos los dos ataúdes y suspiró resignado. Su rostro mostraba una apatía sombría y la intensidad de sus grandes ojos azules parecía haberse perdido, como si se hubiera caído a un pozo sin fondo. Movió la cabeza levemente y después contempló la esfera del reloj de pulsera. Torció la boca en un gesto de desagrado y se dio la vuelta. Caminó hacia la puerta, con los hombros caídos y una extrema pesadez en las piernas. Su delgada figura se perdió en la oscuridad que desprendía la escalera.

Pocos minutos después las dos tapas de los ataúdes  se abrieron, al unísono. Dentro había dos cuerpos, un hombre y una mujer. Ambos completamente desnudos. Eran personas mayores, con la piel ajada y oscura, casi no parecían humanos. Tenían los ojos abiertos. Daba la impresión de que estaban  muertos… pero aquellos ojos parpadearon.

Se incorporaron como lo haría Christopher Lee en una de sus viejas películas interpretando a Drácula y movieron sus cabezas, ella hacia la derecha y él hacia la izquierda. Sus miradas se encontraron y ese encuentro provocó que los labios de la pareja se movieran mostrando una escueta sonrisa. Se levantaron completamente y salieron de sus respectivos ataúdes. Los cuerpos desnudos del hombre y la mujer se fundieron en un enorme abrazo, como si llevaran toda una eternidad sin verse ni sentirse, como si un muro inexpugnable los hubiera  separado durante siglos. 

A ninguno de ellos, ni a Elena ni a Manuel le preocupaba la suerte que a partir de entonces correría su hijo. Lo importante, ahora y siempre, eran ellos, únicamente ellos.


Sentado  en el metro, con el maletín entre las piernas, el visitante viajaba con los ojos cerrados, lo que no impidió que aún se notaran bajo ellos la marca que habían dejado las lágrimas bajando por sus arrugadas mejillas. En algún momento, mucho antes de llegar a su destino, aquellos ojos azules se abrieron. Parecía que su rostro se había encendido como si dos potentes bombillas se hubieran activado. Había recobrado la intensidad en el color de sus ojos y agachó la cabeza hacia su maletín. Con las manos temblorosas tuvo cierta dificultad para abrirlo pero finalmente consiguió hacerlo. Los papeles de su interior estuvieron a punto de caerse y logró sujetarlo con una de sus manos a pesar de que el vaivén del vagón, un vagón completamente vacío, no le facilitaba las cosas.

Examinó con atención los informes que contenía el maletín hasta que encontró la ficha de una mujer de apenas 25 años de edad. Cerró los ojos y movió la cabeza con carácter de preocupación y una vez más se sintió impotente y malvado.

Examinó con atención el contenido del dossier y leyó con interés las cláusulas de un contrato firmado hacía años por unos padres desafortunados que encontraron la muerte prematuramente y tuvieron la mala suerte de toparse  con el Diablo en su camino hacia la oscuridad.

Contempló la imagen de la joven, una pequeña fotografía de carnet. Era guapa, hermosa más bien y maldijo su trabajo de nuevo, como tantas otras veces.

Guardó todo en el maletín y lo cerró. El metro ya llegaba a su destino. Se puso en pié al tiempo que el metro frenaba. Las puertas se abrieron y el hombre se apeó en la estación. Nadie más bajó del metro. Miró a su alrededor y leyó los letreros luminosos sobre fondo naranja que colgaban del techo, con el nombre de las calles que se encontraban en la superficie. Consultó su reloj de muñeca y después comenzó a caminar hacia una dirección determinada…

…el hogar de la persona cuyo contrato de vida expiraba en las próximas horas.






CUESTION DE TIEMPO


“Las Aventuras de Tom Carella”

EXTRACTO I


Si no se había volado la tapa de los sesos fue precisamente por los dos niños que yacían muertos en el suelo. Uno de ellos tenía la garganta rota, destrozada y aún así no tardaría en levantarse de nuevo. El otro había recibido un mordisco en el brazo y en apenas un par de horas la infección se había extendido como si el mismísimo Diablo le hubiera arrancado de cuajo su inocente alma.

Había sido espantoso. Hizo lo indecible para evitar el sufrimiento del chiquillo  pero no fue suficiente y ahora Tom se encontraba desolado. 

Jamás podría quitarse de la cabeza el horrible sufrimiento del pequeño, la agonía del niño que gritaba de dolor mientras la herida dejaba de sangrar para después comenzar a infectarse de un modo repugnante. Una costra oscura y espeluznante creció alrededor del mordisco para ir conquistando el resto del brazo. Ver crecer esa masa tenebrosa en el cuerpo del pequeño resultó algo que su estabilidad emocional  apenas pudo soportar. El avance inexorable de la infección alcanzando el pecho del niño, cuya piel se oscureció  por momentos hasta rodear su cuello, parecía una mutación extraña e imparable.  La fiebre asaltó al pequeño, que temblaba presa de las convulsiones. El brillo de sus ojos se fue apagando con cada estertor hasta que, por fin, murió.

Tom se había refugiado en el rincón del sótano donde permanecía oculto desde que empezó todo esto. Había llorado desconsoladamente y no podía apartar la vista de los cadáveres de los niños. Estaban muertos por su culpa. Las criaturas lograron entrar en el refugio  por la decisión que había tomado. Trataba de exculparse, de convencerse que no hubo otra opción, que la única posibilidad de sobrevivir era intentarlo pero no tuvieron suerte. Los niños murieron y él… él siguió con vida y no podía soportar el peso de la culpa, del arrepentimiento.

Al principio eran más personas allí dentro  pero con el tiempo se fueron marchando. No huían. Decidían salir al exterior para conseguir comestibles y cosas que pudiera ir necesitando el grupo. Se lo echaban a suertes. A él nunca le tocó abandonar el sótano. Al principio los exploradores regresaban con muchas cosas, pan, agua, leche, tabaco, ropa, zumos, después cada vez traían menos y finalmente… nunca regresaban. Así hasta que quedaron solamente los tres. Los dos niños muertos y Tom.

Cerca de tres meses llevaban encerrados en el sótano. Tres largos meses sin ver la luz del sol. Aquél lugar ya olía de tal manera que resultaba completamente inhabitable. En una esquina podían apreciarse las heces y los charcos  de meado, restos de vómitos y rastros de sangre. Sus cuerpos despedían un olor nauseabundo, quizá de un calibre parecido al de las criaturas que caminaban por las calles y que anhelaban capturar a personas vivas para alimentarse.

A Tom le preocupaba la salud de los muchachos. Se habían quedado solos. Por las noches, cuando el silencio era mucho más inquietante, podían escuchar claramente el arrastrar de pies por las calles cercanas, algunos gritos, disparos, coches que se alejaban y cuyo sonido se perdía en la distancia, respiraciones profundas… los niños lloraban y él estaba asustado, tal vez incluso mucho más que ellos. El hambre los estaba debilitando.

Sin víveres, con apenas dos o tres botellas de agua, Tom sabía que era cuestión de tiempo que se vieran obligados a salir de su deplorable refugio. De hecho, el sentido común le gritaba constantemente que hacía muchos días que tenían que haberse marchado. Por miedo, por temor, por aquellos niños, Tom no decidió dar tan peligroso y quizá definitivo paso pero ahora no le quedaba otra opción. Además, lo que le llenaba de inquietud era que por las noches escuchaba  esas cosas que permanecían al otro lado de la puerta. Su pestilente olor se colaba por las rendijas, oía el inquietante ruido de las uñas de las criaturas arañar la madera y los fuertes golpes, a veces como si estuvieran llamando y otras… como si quisieran derribar la puerta.

Aquella mañana Tom había decidido explorar el exterior. Protegería a los niños con su vida. No estaba muy convencido de que pudieran salir y escapar pero no había otra opción. Morirían si permanecían encerrados en el sótano. Como dije, era solo cuestión de tiempo.

Cuando uno de sus antiguos compañeros de refugio regresó con algunos víveres, lo hizo lleno de horror y con una herida en la pierna. Decía que uno de aquellos monstruos le había mordido. No tardó en morir. La piel de su cuerpo se oscureció como cartón mojado, igual que le había sucedido ahora al niño, y murió al poco tiempo. Horas después regresó a la vida. Apenas pudo acabar con él. Mostraba una fuerza extraordinaria, una fiereza suprema pero logró machacarle la cabeza con un tubo de acero del que no se había apartado en ningún momento desde entonces. Aturdido y extasiado arrastró el cadáver hasta conducirlo a una esquina bajo la aterrorizada mirada de los niños. Cuando ellos pudieron dormir, rara vez lo hacían pero a veces el cansancio  vencía sus conciencias, se armó de valor y sacó el cuerpo fuera para evitar que siguieran contemplando la muerte tan de cerca y echó un vistazo al exterior. En ningún momento se le pasó por la cabeza abandonar a los chiquillos, solamente quería averiguar cómo estaban las cosas fuera. Y lo que vio lo llenó de pánico y terror. Regresó al sótano y se sentó junto a los cuerpos dormidos de los niños. Se encogió en un ovillo y se meció, lloriqueando como un niño hasta que se quedó dormido, con la esperanza de salir de allí derruida por el horror que había contemplado en el exterior. Era el fin, y solamente era cuestión de tiempo para que  ellos fueran alcanzados por tamaña monstruosidad.

Algo ocurrió en la cabeza de Tom dos o tres días después. Quizá a causa de la desolación, la impotencia, el hambre, la tristeza y el miedo que destilaban los ojos de los niños que ahora estaban a su cargo. No podían permanecer allí durante más tiempo. Habló con los pequeños, que comenzaron a llorar cuando les anunció que los dejaría  solos.

-No os preocupéis.-dijo Tom abrazándolos.-No podemos seguir aquí  más tiempo, al menos no de este modo. Hace falta comida, un lugar más amplio y seguro. Esas cosas saben que estamos aquí, deambulan por las calles esperando que salgamos y se acercan por las noches para hacer guardia frente a la puerta. Tengo que salir, buscar comida y encontrar un lugar mejor que este. Os prometo que no os pasará nada y regresaré muy pronto, no os abandonaré. Os doy mi palabra.

Lloraron los tres durante mucho tiempo y finalmente Tom se marchó. Nunca olvidará el rostro de desolación de aquellos dos niños cuando le vieron marchar…

…regresó con dos bolsas cargadas de víveres y se  topó  la puerta del sótano abierta. Las soltó petrificado por el temor   y corrió hacia el refugio. Encontró una escena terrible. Uno de los chicos estaba muerto, con la garganta destrozada por un enorme  mordisco mientras el otro chico se retorcía en el suelo presa del dolor. La herida en el brazo tenía muy mal aspecto.

Maldijo su mala suerte. Golpeó el suelo con los  puños preso de la rabia y la desesperación hasta hacerse añicos los nudillos. La sangre salpicó sus manos y eso no le importó. No sintió dolor, solo un desgarro demoledor en su alma.

Tras la muerte de los muchachos, Tom no podía permanecer más tiempo en aquél maldito lugar. Junto a los víveres había encontrado un arma, una pequeña pistola. No había tenido problemas en el exterior, quizá la suerte le hubiera sonreído pero esa misma suerte se había transformado en un cruel monstruo que logró perturbar  su refugio y había asesinado a las dos personas que estaban a su cargo, a las que les prometió que nada les iba a suceder. Tom lloró y lloraría el resto de su vida, le quedara lo que le quedase.

Había sopesado la posibilidad de quitarse la vida. De hecho, tenía  clavadas las rodillas en el suelo y con los ojos anegados en lágrimas se colocó el cañón de la pistola sobre la sien. Tal vez no hubiera tenido el valor suficiente, no podía saberlo, pero la imagen de los niños muertos en el suelo, inmóviles, pensó que le darían fuerza  para hacerlo y ése fue precisamente el motivo de que decidiera no matarse, al menos no de momento.

Los niños…

Volverían a la vida. Tal y como había hecho su amigo y posiblemente tantas otras personas en el mundo. Y regresarían de la muerte convertidos en monstruos ávidos de sangre y carne humana. La idea de que aquellos muchachos caminaran por las calles con el rostro desfigurado y sus frágiles cuerpos devorados lentamente  por una infección inexplicable, persiguiendo a vivos de los que alimentarse, le horrorizada. Lo más sencillo, lo más sensato hubiera sido quitarse la vida y acabar con todo de una maldita vez… o, también era otra posibilidad, escapar del sótano y buscar  supervivientes, una oportunidad de seguir viviendo aunque tuviera que enfrentarse a esas criaturas horrendas que parecían haber surgido de la oscuridad para sembrar el caos y la aniquilación de la raza humana tal y como hoy la conocemos. Sin embargo, no podía permitir que aquellos niños se convirtieran en seres grotescos e inhumanos.

Cuando los chicos recobraron la vida supo inmediatamente que había acertado al quedarse allí, aguardando el momento preciso que acababa de llegar.

Los dos niños, convertidos ahora en cadáveres vivientes, se levantaron del suelo manteniendo en su rostro una expresión demoníaca y perversa. Los ojos,  blancos completamente, miraban a Tom como si del fondo de un abismo se tratase.  Oyó los extraños sonidos que salían del interior de sus bocas oscuras, la rigidez de sus miembros al moverse y avanzar inexorablemente hacia él. Tom sintió una tristeza extrema al contemplar a los dos niños… pero ya no eran niños sino monstruos hambrientos y despiadados.

Agradeció tener la fuerza suficiente para permanecer allí, esperando aquél momento. Le hubiera gustado no haberlos visto convertidos así, en seres maquiavélicos y deformes. Pero se sintió dichoso porque haberles dado la espalda y fallarlos otra vez hubiera sido mucho más doloroso. Si antes de la transformación tenía dudas, al verlos como una broma de mal gusto de un Demonio sin corazón, advirtió que las fuerzas perdidas las recuperaba de inmediato.

No dejó que se acercaran demasiado. Alargó el brazo y disparó dos veces. Las balas entraron limpiamente en las cabezas de los niños y sus pequeños cuerpos cayeron al suelo con estrépito. Quedaron quietos, inmóviles, como si nunca se hubieran levantado. Tom permitió que sus ojos dejaran escapar algunas lágrimas y trató de no mirar los cadáveres. Sabía que ya no volverían a levantarse, o al menos quería pensar que en realidad no lo harían.

Cabizbajo y triste, Tom salió del sótano y alcanzó la puerta que daba al exterior. Miró hacia la calle. Todo estaba completamente en silencio, como un paraje desolado. Los coches permanecían en mitad de la carretera, muchos de ellos con las puertas abiertas. Descubrió algunos cadáveres parcialmente devorados tirados en la calle, atestados por algunas ratas que se estaban dando un buen festín. Ningún alma viva recorría las calles, tampoco ninguna muerta. Tom se encontraba sólo pero no tenía miedo. Lo que había vivido en aquél sótano las últimas semanas, la pérdida de los niños, su conversión en monstruos, le había cambiado por completo la vida y estaba dispuesto a enfrentarse a todo lo que estuviera por llegar…

…por muy perversas, malvadas e inquietantes que fueran las paranoias del escritor que le había dado la vida y peligrosas las aventuras que para él estaban  destinadas.