OSCURO CONTRATO


OSCURO CONTRATO 

by  Matt Cassidy

-El viejo tiene los ojos abiertos, ¿Seguro que está muerto?

Elena y Alfonso  entraron en la habitación y se cubrieron la nariz con la mano. Se situaron sobre la cama, junto a Ramiro. Contemplaron el cuerpo desnudo del anciano y sintieron un escalofrío al descubrir pústulas negras en diferentes partes de su cuerpo, como si su piel estuviera ya podrida. De hecho, el hedor en la habitación era prácticamente insoportable. 

-Claro que está muerto, ¿No lo  hueles?
-Ya pero… ¿Has visto sus  ojos?

Elena miró a sus dos compañeros y después observó el cuerpo esquelético del viejo. Debía tener mucho más de 70 años y podía llevar muerto uno o dos días, poco más. Demasiado pronto para que el cadáver desprendiera tan pestilente olor. 

Víctor Quebrada llevaba muerto seis semanas.
Elena no se había equivocado en su edad. Tenía 92 años y llevaba dos postrado en la cama, como un mueble viejo e inservible.
Sin embargo, no era la primera vez que Víctor moría.

Olía francamente mal. Tal vez no era el cuerpo, enjuto y arrugado del viejo, sino la habitación, que podría llevar hermética años enteros sin que la luz  se colara en su interior. Las ventanas, probablemente cerradas durante tanto tiempo, habían impedido  que el dormitorio se ventilara, provocando  que allí dentro se formara un cóctel explosivo: un calor tremebundo, una oscuridad inquietante, olor a vinagre, a cerrado, a viejo, a humedad…

En realidad, simplemente huele a muerte.

Elena contempló los ojos del anciano. Estaban abiertos, como si observaran desde el fondo de un pozo. Vidriosos y grandes, expresivos y temibles. Parecían repletos de vida. Sin embargo  permanecían completamente inmóviles, como canicas de cristal. Acercó una linterna al rostro del viejo y éste no movió los ojos. Ni el más leve pestañeo. Colocó su mano sobre ellos y se los cerró. Ahora sí que parecía un muerto más.

Mientras sus dos compañeros salían de la habitación y continuaban con el saqueo, llevándose todo lo que de valor pudieran  encontrar, que la verdad sea dicha, era bastante poco, Elena no se movió del dormitorio  donde el  anciano había encontrado la paz.

Miró a su alrededor. Todo estaba lleno de bolsas de ropa usada y maloliente, de cajas de cartón repleta de libros antiquísimos que destilaban un aroma a humedad que echaba para atrás. Las paredes de la habitación estaban amarillentas, con manchas oscuras, como caras demoníacas, dibujadas por el tiempo que llevaban sin pintar. Los muebles viejos y apolillados conferían al dormitorio unos detalles atemporales.  Y lo que  no encajaba en aquél sitio era el ordenador de alto rendimiento que había sobre la mesa. Aunque tenía la pantalla apagada, Elena oyó el ventilador del aparato en pleno funcionamiento, por esa razón se aproximó y movió el ratón. Al instante, la pantalla de 17 pulgadas se iluminó.

Elena se quedó petrificada al observar un fondo negro sobre el que bailaba un dibujo que la hizo estremecer. Sobre un mar de aguas oscuras cubierto de una pequeña bruma de tonalidad azulada,  un hombre de manos esqueléticas remaba subido en una pequeña barca, adornada con varios cráneos humanos. Supo inmediatamente que era la representación de la Muerte, que mantenía el rostro oculto bajo la inquietante capucha negra de una indumentaria probablemente  manchada de la sangre de sus propias víctimas.

Ramiro y Alfonso ya han seleccionado los objetos que quieren llevarse
Entran en la habitación donde se encuentra Elena y la ven sentada frente al ordenador.  Se sorprenden.
Solamente le dicen lo que han encontrado: Algo de dinero, pequeños  objetos de valor, una muy buena televisión, cuadros raros que podrían venderse bien y… naturalmente ese ordenador que también se tienen que llevar.
Elena les hace un gesto con la mano para que no la molesten y les ordena que bajen las cosas y que luego ella hará lo propio con el ordenador.

La mujer escucha  la puerta de la calle al abrirse y los golpes bruscos de sus compañeros sacando las cosas. Los oye bajar por las escaleras de madera, cuyos peldaños crujen a medida que descienden. Si prestara atención incluso llegaría hasta ella el sonido de  la furgoneta cerrándose una vez todo estuviera dentro y después el motor en marcha. La esperarían para luego huir con el botín, bastante más pobre de lo esperado. La cuidadora del viejo les había informado mal esta vez y el muerto, desgraciadamente,  no era tan rico como cabía esperar.

Todavía había tiempo. Sus socios subirían de nuevo  si ella tardaba y buscarían más cosas para llevarse.  Tendrían que ayudarla también a bajar el ordenador, sola no podría hacerlo, al menos no de una  vez.

Se sentó y  movió con el ratón el cursor que situó sobre la imagen de la Muerte que navegaba  sobre las siniestras aguas.  La pantalla pareció apagarse y se iluminó de inmediato poco después…

Eso, eso, el viejo espera impaciente

…para enseñar un texto sobre un fondo blanco:

RENOVACION DE CONTRATO
A nombre de VICTOR QUEBRADA

La foto del anciano acompañaba el pequeño párrafo. Elena miró hacia atrás y se sobrecogió al recordar que en la cama yacía un cadáver. El aspecto en la imagen era exactamente igual al difunto.  Un rostro invadido por las arrugas, una vista cansada, pelo blanco, pómulos pronunciados, labios siniestros…

Al parecer, y por lo que Elena pudo deducir,  el viejo había estado rellenando un formulario pero no había podido enviar la información, tal vez porque su momento final lo había pillado justo en el instante en que estaba realizando la operación. Un recuadro rojo en cuyo interior se encontraba la palabra “enviar” parpadeaba a un lado de la pantalla. Elena se encogió de hombros y después de pensarlo durante varios segundos decidió enviarlo como si de la última voluntad del anciano se tratara.

En la pantalla del ordenador sonó una música siniestra y apareció nuevamente la foto del anciano pero esta vez parecía un poco más viejo si esto era posible. A la imagen le acompañaba un  pequeño texto escrito y subrayado en color negro: 

CONTRATO RENOVADO POR ESPACIO DE LOS TRES PROXIMOS AÑOS

El texto y la foto del viejo se esfumaron, todo ello tras la aparición de unas llamas infernales bastante mal hechas. Surgió de nuevo la imagen de la Parca montada en su barca. Esta vez la Muerte no se encontraba sola, había tres figuras sentadas junto a ella. Extrañada y curiosa, Elena agrandó la foto para examinarla mejor y su sangre se heló de inmediato al reconocer a esas personas.

Elena y sus dos amigos se encuentran  en la barca
Con rostros tristes y apesadumbrados
La Muerte se los lleva

Elena se levantó sobrecogida y la silla en la que estaba sentada cayó al suelo produciendo un fuerte estrépito. Por la puerta asomó Alfonso, uno de sus secuaces, con el rostro exaltado por la sorpresa y un arma en la mano. Primero miró hacia su compañera y después hacia la cama donde yacía el cuerpo del viejo…

…solo que ahora el anciano se estaba incorporando.

Alfonso le apuntó completamente asustado al tiempo que Elena se levantaba. ¿Qué es lo que había hecho? Miró aterrada hacia el anciano que se ponía en pié  con una amplia sonrisa en sus labios y los ojos abiertos de par  en par  y después dirigió su mirada hacia el ordenador. La barca que manejaba la Muerte continuaba navegando sobre aguas profundas, dirigiéndose probablemente al mismísimo infierno.

Alfonso dispara al anciano, que recibe los impactos en el pecho
Y en la cabeza.
A Víctor no le sucede absolutamente nada pero el cuerpo de Alfonso se tambalea.
De sus heridas emana sangre a borbotones.

El pobre desgraciado no entiende los impactos de bala que ha recibido. Alfonso ha visto cómo los trozos de acero han penetrado en el cuerpo del viejo pero éste ni se ha inmutado. En cambio, su propio pecho ha sufrido las sacudidas de los balazos. Y uno de ellos ha atravesado su corazón por lo que clava sus rodillas en el suelo. Observa estupefacto que la última bala  ha acertado en la cabeza del viejo  perforando su cuero cabelludo pero la herida del anciano desaparece de inmediato. Es entonces cuando siente que algo entra en su cabeza y después su vista se nubla y deja de sentir dolor. El cuerpo de Alfonso cae inerte al suelo.

Elena solloza asustada. No puede dejar de contemplar la imagen del ordenador. La Muerte conduce la barca hacia la penumbra de un horizonte lejano y oscuro. Mientras el viejo camina hacia ella con las manos levantadas, Elena tiene una idea y corre rauda y veloz hacia el ordenador. Mira de soslayo hacia su izquierda y ve que el viejo se aproxima lentamente. Quizá no tenga tiempo de intentar lo que le parece una auténtica locura.

La mujer va a tener suerte.
Ya lo creo que sí.
El tercer esbirro, Ramiro, entra en la habitación alertado por los disparos
Exclama de horror al contemplar a su amigo muerto.
Ve al viejo decrépito que lo observa con los ojos inyectados en sangre
Antes muerto, ahora vivo

-¿Qué cojones?

No llega a decir nada más. Trata de dar media vuelta pero algo oculto en la oscuridad lo agarra con fiereza y su cuerpo es desgarrado en cuestión de segundos por entidades invisibles que surgen de las sombras.

Elena no quiere mirar hacia atrás. No desea contemplar los cuerpos muertos de sus amigos y trata de rellenar en el ordenador un formulario similar al que descubriera  pocos minutos antes…

Chica lista sin duda, me encanta la gente así
Está rellenando un contrato
Coloca sus datos en los casilleros correspondientes…

…asombrada observa que su imagen aparece junto al texto. Es ella, sin duda, quizá con el aspecto que tendrá varios años más adelante pero se reconoce perfectamente. No entiende lo que está sucediendo pero cree hacer lo correcto. Siente la presencia del viejo junto a ella. No sabe si la va a atacar, si ella también morirá. Nota el aliento pestilente del viejo que inexplicablemente ha recobrado la vida, tal vez por su culpa.

El anciano pone sus manos sobre los hombros de Elena. Desliza sus dedos sobre la garganta de la mujer.  Son tan largos y fríos que parecen gusanos reptando por su piel. Solloza. Su cuerpo no deja de temblar, como la llama de una vela que arde en duelo por los difuntos. Varias lágrimas se agrupan en sus ojos y acaban por caer para resbalar lentamente por las mejillas.

Elena sabe que Víctor romperá su cuello cuando lo rodee con sus manos
Es cuestión de unas simples y pequeñas décimas de segundo
En cualquier momento escuchará sus huesos romperse con una facilidad extrema
No obstante, tiene una posibilidad, inquietante y brutal, pero una posibilidad…

No puede apartar su vista de la pantalla del ordenador. Ha rellenado todos los datos excepto la última pregunta. Tiene varias opciones. Es sobre la duración del contrato. Dos, cinco y nueve  años.

Escoge la primera opción. No sabe bien lo que significa pero elige dos años de contrato.

El viejo ya ha rodeado su cuello y comienza a apretar con fuerza brutal. Elena siente tanto dolor que está a punto de derrumbarse. 

En la pantalla del ordenador aparece un rectángulo rojo donde una palabra escrita en color negro le indica si desea confirmar el contrato, como la rúbrica necesaria para sellar un acuerdo formal. Con dificultad  estira el brazo y a duras penas, mientras se retuerce de angustia  bajo la intensa presión que el anciano ejerce sobre ella, logra pulsar la tecla correspondiente.

Tras la confirmación del contrato, Víctor se ve obligado a dejar de apretar
Es tarde, el cuerpo de Elena cae estrepitosamente al suelo y permanece inmóvil.
Está muerta

Víctor contempla sin sorpresa alguna la pantalla del ordenador, donde observa la barca de la Muerte viajando sobre turbulentas aguas repletas de seres deformes que se mueven bajo ellas. Se dirige hacia la deriva, hacia un destino lúgubre y oscuro. Sólo dos personas son ahora los verdaderos pasajeros. Alfonso y Ramiro permanecen en la barca, con las caras sujetadas  por el espanto y sus miradas vacías y muertas les confieren una apariencia espeluznante y terrorífica. Elena ha saltado al agua y nada hacia la orilla. Ha logrado escapar de la Muerte. Ha llegado a un tenebroso  acuerdo.

Diez días han pasado de todo esto.
Elena camina sin expresión definida por las calles de la ciudad
Parece desorientada, perdida en la noche oscura
Su cuerpo delgado, que apesta como la tierra de un vertedero, se arrastra entre la multitud
Busca…
… y no tardará encontrar

En la mente aturdida de Elena solamente hay una meta: Encontrar dos objetivos lo suficientemente valiosos e interesantes para la Muerte que justifique el contrato de dos años que ha firmado.  Y pronto hallará a sus víctimas. Dos personas. Dos desconocidos que morirán por ella para que la Muerte se los lleve en su lugar.

Cuando pase el tiempo y llegue el  momento en que el contrato expire, hará las diligencias necesarias para renovar el pacto  pero esta vez, quizá, escoja la opción más duradera, aunque eso suponga  privar de la vida a tantas personas como años desee permanecer entre nosotros.



EL HOMBRE MALO


Hundió el pie en el pedal y las ruedas chirriaron sobre el asfalto. El cuerpo de la niña saltó por los aires y golpeó el cristal, que se hundió hacia el interior para reventarse después en múltiples pedazos.  Decenas de esquirlas diminutas volaron vertiginosamente hacia el conductor y se clavaron en  sus ojos. El coche siguió avanzando ya con las ruedas inmóviles y pegó varias sacudidas hasta quedarse detenido junto a un árbol. Ernesto aulló de dolor a causa de los fuertes golpes que se había dado en la cabeza. Tenía las piernas doloridas y los brazos entumecidos. La sangre resbalaba por sus mejillas, procedentes de sus ojos, rotos a causa de la cantidad abundante de cristales que los habían perforado. Con la oscuridad como única protección y el dolor acompañando cada movimiento que ejecutaba, a su mente le vino la imagen espantosa de la misteriosa niña que había surgido repentinamente en mitad del camino. 

No la había visto. No estaba allí y de repente apareció frente a los faros del coche, en mitad de la noche, vestida con aquél ropaje blanco y sucio…

Trató de evitar el choque. Movió el volante con brusquedad y pisó el freno, pero fue  demasiado tarde. El coche arrolló el cuerpo frágil y diminuto  de la niña, que con su pelo húmedo y negro azabache, como una  sombra espesa, permaneció inmóvil hasta el mismo instante del impacto, mirándolo directamente con unos ojos cubiertos de  arrugas de aspecto infernal.

Sucedió todo tan rápido, en tan breves milésimas de segundos, que parecía mentira que pudiera retener la escena entre sus ensangrentadas retinas como si fuera una película que hubiera visto mil veces. 

En el momento de la colisión, justo antes de que el cuerpo de la pequeña niña recibiera el golpe y saliera despedida por los aires, contempló su rostro y  advirtió que la mirada que expresaban sus ojos era temible, atroz, como si en lugar de una niña perdida fuera una bestia maléfica procedente del inframundo. Jamás podría olvidar aquella boca negra que parecía  un simple agujero en un rostro maldito y marmóreo.

Ernesto no estaba del todo  convencido de que lo que hubiera atropellado fuera una niña normal y corriente y no podía quitarse de la cabeza la imagen fatal de la fantasmagórica chiquilla. ¿Y si se trataba de un espectro errante o de otra criatura  mucho más temible? Había gente que contaba historias horrendas sobre aquellos parajes, nunca jamás había creído en ellas pero ahora dudaba de si los terroríficos relatos pudieran contener retazos veraces.

Escuchó un ruido cerca. Prestó atención, mas el silencio lo arropó con una indiferente frialdad. Ernesto trató de moverse pero las piernas no le respondían. Tal vez se las había roto, no se las sentía, ni siquiera le dolían. En cambio, el brazo derecho lo tenía rígido y el hombro se le había dislocado. El dolor resultaba terrible pero lo que más le preocupaba eran las heridas en los ojos. Notaba los diminutos cristales horadando en  su interior, como si le hubieran clavado puntas en sus globos oculares; estaba completamente ciego. Se asustó y pensó que nunca jamás recuperaría la vista.

Volvió a escucharse el ruido. Esta vez mucho más cercano. 

Había alguien ahí. Ernesto pidió ayuda, suplicó y enmudeció ante la posibilidad de que la persona que merodeaba por las cercanías fuera la niña que había atropellado… sintió miedo, pavor. Un inquietante e intenso escalofrío se clavó en mitad de su espalda, como si un vampiro hubiera introducido en ella una de sus uñas afiladas. Su cuerpo se estremeció. Poco después, escuchó varias respiraciones a su alrededor y sintió la presencia de numerosas  personas a su lado.

En un primer momento la esperanza lo abrazó y pensó que otros automovilistas habían sido testigos del accidente y acudían para socorrerlo. Sin embargo, un frío demoledor, casi invernal, cubrió su cuerpo y comenzó a temblar. Algo no andaba bien…

Las respiraciones continuaban presentes y estaban tan cerca que podía oler el fétido hedor que emanaba de sus bocas. Algo le tocó. Notó un contacto glacial que lo sujetaba por los brazos y las piernas. Trataban de sacarlo del coche. Sonrió y agradeció la presencia de sus salvadores pero de su boca sólo escapó un borbotón de sangre.

Quedó tendido en el suelo, sobre la hierba. Ernesto trataba de hablar pero un aliento horripilante que se colocó a pocos centímetros de su boca lo convenció para permanecer en el más absoluto de los silencios. Fuera lo que fuere aquello no era humano.

Pese a la oscuridad que se había adueñado de su ser, con los ojos terriblemente desgarrados por las hirientes heridas, Ernesto se convenció de que algo extraordinario, alejado  de lo normal, estaba sucediendo. 

Oía jadeos, percibía mucho movimiento a su alrededor. Contabilizó cuatro o cinco personas junto a él. Ninguna voz. Ninguna palabra de ánimo o consuelo. Pero al menos lo habían sacado del coche y eso era un gran alivio. Trató de pronunciar unas palabras pero volvió a escupir sangre hasta que por fin su voz, atropellada por los estertores y la tos, salió al exterior como el llanto aquejado de un animal herido.

-¡La niña!, ¡No la vi!, ¡Lo siento!

Notó que todo a su alrededor quedaba en un extrañísimo silencio y las respiraciones parecieron desaparecer, barridas quizá por la incertidumbre o el miedo.  Duró demasiado poco. Volvían a estar allí y se sobresaltó cuando escuchó una voz que excavó en  sus oídos con una contundencia bárbara.

-¿Has visto a la niña?

La voz no dijo nada más. Lo agarraron de uno de sus brazos y tiraron de él. Se lo llevaban. Lo alejaban del coche, del lugar del accidente. Ernesto gritó al sentir el terrible dolor en su hombro, estaban a punto de arrancarle el brazo. Tiraban de él con muchísima fuerza;  trató de pedir auxilio, de convencerles para que paraban, quiso exigir  que llamaran a una ambulancia, que lo llevaran al hospital pero supo que aquellas personas, se trataran de quienes se tratasen, no iban a hacerle el más mínimo caso.

 Sintió que su cuerpo era arrastrado por el suelo, como un animal muerto. Sus gritos de dolor, sus suplicas, no sirvieran absolutamente de nada. Cuando se detuvieron y lo soltaron, le dolía cada centímetro de su piel. Le pareció que había pasado una eternidad

A su alrededor se movía mucha gente, como si hubieran llegado a algún lugar repleto de miles y miles de personas. El frío que había sentido hasta el momento se transformó en un calor asfixiante. Ernesto notó el fuego de unas llamas cercanas sobre su rostro. Comenzó a sudar copiosamente. 

Tenía la certeza  que decenas de ojos tenebrosos lo escrutaban desde la oscuridad en la que estaba sumido, como si fuera el centro de una curiosidad que operaba desde las sombras.

-Dice que ha visto la niña.-pronunció una voz dirigiéndose con toda probabilidad a alguien de mayor autoridad.

Ernesto escuchó unos pasos que se acercaban  y se detuvieron a su lado. Notó el hedor infecto de un aliento grosero y desagradable.

-¿Qué es lo que has hecho?

La voz se coló por sus oídos como un taladro que pretendía llegar hasta  su cerebro. Las imágenes dantescas explotaron en su interior, unas imágenes que a toda costa debía ocultar. Balbuceó, pero en realidad no quería responder.

-¡Dime!.-exigió la voz mucho más potente.-¿Qué es lo que has hecho?

Ernesto necesitaba ocultar la respuesta. No podía reconocer sus actos malvados. Debía mantenerlo  todo en secreto.

-¡Has visto a la niña! ¿Qué has hecho?

Ernesto no entendía bien la relación que podía existir entre la visión horrenda de la niña que había provocado el accidente y sus actos oscuros, pertenecientes a  un  pasado reciente pero sabía que la voz que le hablaba se estaba refiriendo a lo ocurrido hacía apenas tres meses atrás.

Postrado en el suelo, prácticamente inmóvil a causa de los dolores y con los ojos cubiertos de sangre y cristales, notaba gran cantidad de personas que olían francamente mal situadas a su alrededor e intuyó  que formaban un círculo. El se encontraba en el centro. 

-Es la última vez que te lo pregunto… ¿Qué has hecho?

Ernesto no sabía quiénes eran esas personas o qué eran, porque las sensaciones que tenía era que no se trataba  precisamente de humanos. Aún así,  no podía confesar la aberración que había cometido. Era algo que había mantenido en secreto desde el principio, desde el primer momento en que lo escogió al verlo en el patio del colegio, a través de la verja  y sufrió una fijación tremenda hacia el chiquillo. Para sí quedaba la emoción  y los preparativos del seguimiento al que lo sometió durante semanas, el bien orquestado secuestro, el glorioso  momento del abuso en el bosque y el posterior asesinato.

-¡¡Quemadlo y enterradlo!!.-gritó la voz.

Ernesto sintió que varias manos lo alzaban del suelo. Manos frías, de pieles muertas y repugnantes. Gritó pidiendo ayuda pero la imagen de la niña que apareciera repentinamente en la carretera surgió en su cerebro y sus ojos muertos y oscuros lo dejaron petrificado, como si su alma se estuviera muriendo.

Balancearon su cuerpo, a derecha e izquierda…

Nadie podía saber lo que había hecho.  Era imposible que esa gente tuviera conocimiento de su atrocidad y sin embargo tenía la seguridad de que   su secreto por fin se había desvelado. No quiso confesar su crimen, nadie encontró el cuerpo del pequeño, nadie sabe dónde está enterrado, no pueden relacionarlo con la tragedia.

…a  medida que se balanceaba, Ernesto notaba las llamas más cercanas hasta que…

Había sido muy cuidadoso. El cuerpecito del niño estaba bien oculto, sepultado. Nadie jamás iba a encontrarlo. Y le había pillado el gusto a su ferocidad hasta el punto de que  quería repetirla varias veces más en un futuro no muy lejano;  ahora parecía imposible que pudiera dar alimento a sus salvajes instintos.

…las manos soltaron su cuerpo y Ernesto se dirigió hacia las llamas…

Gritó al sentir los mordiscos del fuego. Se agitó y aulló de dolor pero las llamas lo abrazaron con la pasión de un enfermo de amor. El olor a carne quemada llegó hasta su nariz y vomitó sobre sí mismo mientras su piel se iba ennegreciendo. 

…sacaron el cuerpo inerte de Ernesto y lo volvieron a arrastrar por el suelo hasta que lo condujeron a las profundidades de un espeso bosque.
Lo tiraron en un agujero y comenzaron a tapar el cadáver…

Entre los árboles, una niña vestida de blanco observaba la escena a través de sus ojos oscuros. Sujetaba la mano de un niño aterido por el frío que miraba hacia el gentío y comprobaba como el hombre malo era enterrado en el bosque. Sintió un fuerte alivio en su interior. Atrás quedaron los dolorosos momentos, el rostro perverso del hombre malo que le había hecho sufrir, que le había separado de sus padres, que le había encerrado en la húmeda oscuridad; el hombre malo que le había causado tanto dolor, que le había hecho cosas muy malas, el hombre malo que lo golpeó hasta morir, el hombre malo con aquella expresión   horrible cuando estaba encima de él y que nunca jamás podría olvidar.

El cuerpo de Ernesto quedó completamente enterrado y en ese momento la niña comenzó a caminar hacia el grupo de gente que había obrado como en situaciones anteriores; tiraba de la mano del niño. A medida que la muchacha se acercaba, las personas que se encontraban allí fueron retrocediendo, dejando paso para la pequeña  y  su acompañante.

Los dos chiquillos  se detuvieron  frente a la tumba de Ernesto. Los ojos oscuros y agrios de la niña miraron a  cada uno de los presentes. Los recordaba a todos, de cuando  eran tan pequeños como el nuevo niño. Habían crecido deprisa y habían sufrido tanto como su  reciente amigo. Todos  tenían algo en común.

-Quédate con ellos.-dijo la niña y el pequeño negó con la cabeza.-Hazlo Daniel, cuidarán de ti.
-No, no, tengo miedo…
-No tienes nada que temer.-dijo la niña con voz amable mientras miraba el montón de tierra donde estaba sepultado el cuerpo de Ernesto.-Aquí estarás bien. Es tu nuevo hogar.
-¿Y tú, adónde vas?

La niña lo miró con una pequeña sonrisa. Su rostro  mostraba una tristeza agonizante, se dio la vuelta  y comenzó a caminar hacia la oscuridad. Daniel vio cómo se marchaba y después miró a su alrededor. Se bajó los pantalones y orinó sobre la tumba de Ernesto, después centró su atención hacia la pequeña silueta que la niña iba dejando a medida que se alejaba…

…hasta que finalmente desapareció engullida por las sombras.

Las personas que se encontraban junto a él le sonreían; se acercaron y lo abrazaron. Se lo llevarían  a un lejano lugar donde estaría a salvo.  Se sentía feliz, su interior había encontrado la paz y el descanso eterno.

Daniel miró hacia el horizonte, hacia el punto en que la niña había desaparecido y entendió que su amiga se marchaba en busca de nuevos hombres malos.


EL CARNICERO


El hacha cayó con violencia sobre el cuerpo tendido en la mesa. El ruido del acero cortando la pierna del desdichado sonó de una forma muy desagradable dentro del sótano. Los gritos de las mujeres encadenadas se convirtieron en un coro de voces diabólicas. El robusto verdugo contempló el miembro mutilado y después echó un vistazo al río de sangre que emanaba de la herida. Levantó de nuevo el hacha por encima de su cabeza y la dejó caer para partir en  dos el torso del hombre muerto.

La sangre saltó sobre el rostro sombrío del carnicero, como si hubiera metido el hocico en un nido de arañas venenosas y sacó la lengua para recorrer sus labios y llevarse consigo restos de sangre. Saboreó su esencia y arrugó la frente. Escuchó los gemidos de las mujeres encadenadas a pocos metros de distancia y se dio la vuelta para contemplarlas.

Las cinco presas estaban completamente desnudas y sus cuerpos oscuros y tenebrosos se agitaban como sombras tras una implacable oscuridad. El carnicero desvió un momento la mirada para observarlas. Se movían frenéticamente, como serpientes a punto de abalanzarse sobre su presa. Eran muy delgadas pero poseían una fuerza extraordinaria. Los eslabones de las cadenas chirriaban como si  de gritos agónicos se tratasen. Sonrió. Todos los intentos por romper las cadenas resultaban infructuosos, además, si por alguna casualidad uno de los eslabones se acababa por romper, ninguna de ellas podría escapar porque estaban unidas unas a otras y no tenían la capacidad de usar su propia voluntad. Estaban prisioneras, totalmente.

El carnicero volvió a su trabajo. Agarró la pierna mutilada del cuerpo que estaba destrozando y la lanzó a una cesta que había en el suelo, repleta de varios  trozos humanos, algunos de ellos irreconocibles, aunque en su mayoría eran manos y pies.

Levantó de nuevo el hacha y ejecutó golpe  tras golpe hasta que el cadáver quedó reducido a trozos pequeños e insignificativos. Agarró la cabeza cercenada y la contempló durante unos instantes. Con ella entre las manos caminó por el sótano para acercarse a un arcón frigorífico que abrió no sin cierta dificultad. En su interior, completamente congeladas, yacían esparcidas una docena de cabezas cortadas, la mayoría de ellas con los ojos abiertos y cristalizados y las bocas sujetas  a una expresión horrenda. Sin prestarles demasiada atención, el carnicero lanzó la cabeza junto a las otras y dejó caer la tapa, que se cerró  con cierta violencia.

Tal vez a causa de este nuevo sonido, o probablemente por el olor a la sangre y la cercanía de abundante carne humana, las cinco mujeres parecieron enloquecer de inmediato. Sus movimientos eran mucho más bruscos y sus delgados cuerpos se agitaban con vehemencia. El carnicero se quedó parado para contemplarlas. Parecían sanguijuelas, cucarachas deformes y asustadas. El las había privado de su libertad y de algún modo se consideraba su dueño… pero ellas no parecían estar de acuerdo con aquél planteamiento. 

Las cinco mujeres tenían el pelo largo y descolorido, con una tonalidad grisácea que chocaba bastante con sus oscuros cuerpos. Sus rostros deformados por la expresión de la maldad lo miraban a través de unos ojos negros y profundos… pero lo más terrible eran sus bocas desencajadas, donde asomaban afilados dientes que como cuchillos cortaban la carne humana como si de mantequilla se tratara. 

-¿Tenéis hambre, preciosas?.-preguntó el hombre. Sabía perfectamente que aquellas mujeres habían perdido el don del habla y que ahora no eran más que monstruos rabiosos y sedientos de sangre y carne humana. El carnicero era consciente  que si ellas tenían la oportunidad de atraparlo no dudarían en devorarlo en cuestión de segundos, como una jauría de perros. Estaban hambrientas y nunca eran saciadas. Cuando las alimentaba permanecían relajadas por espacio de ocho horas para, después, volver a comportarse como locas embravecidas, ansiosas de conseguir nuevos alimentos.

El mundo ahora era así. Había cambiado totalmente, de la noche a la mañana. Nadie sabía de dónde habían surgido monstruos como aquellas mujeres pero lo cierto es que eran reales, tan reales que en aquellos mismos momentos las estaba contemplando.

Se acercó a la mesa y con sus manos enguantadas y manchadas de sangre recuperó algunas de las vísceras que habían quedado esparcidas sobre la mesa  y las lanzó hacia el grupo de mujeres.

Se abalanzaron sobre las entrañas como si llevaran sin probar bocado desde hacía meses. Las cadenas tiraban de sus cuellos pero ellas luchaban por estirarse y hacerse con la presa. Cuando lo consiguieron, sus manos deformadas aferraron los trozos humanos y se los llevaron a la boca. El sonido de los dientes aplastando la carne resultó demasiado estridente para el carnicero, que se vio obligado a darse la vuelta y dejar de contemplar la escena.

No sabía por qué las tenía allí. No era necesario. Si estaban atadas era por su propia protección. Las había encontrado en la calle, deambulando por callejones tenebrosos. Ocurrió  un accidente en la carretera, cerca de la ciudad. Uno de los furgones que llevaba a los nuevos especimenes se había siniestrado y la carga, entre ellas esas cinco mujeres, había escapado. Sabía que las estaban buscando aunque los militares no podían campear a sus anchas por las ciudades porque corrían el riesgo de  ser atacados en cualquier momento. Siempre se repetía lo mismo: “El mundo ya no es  el  mismo”

Recogió los restos humanos de la mesa y los fue depositando convenientemente en cestillos. Después cogió otro cuerpo del suelo (había un montón de ellos tirados a su lado, haciendo una pequeña montaña) y comenzó a trocearlo con gran habilidad, siempre con la ayuda de su afilada hacha. 

Su trabajo no era agradable y pensó en ello mientras se dirigía de nuevo al arcón frigorífico para depositar una nueva cabeza humana. Si las guardaba era porque nadie las quería. Comprar un hígado o riñón, un trozo de pierna, un pulmón o un brazo ya era bastante duro para sus clientes pero una cabeza con rostro… no, eso no era soportable. Sin embargo, si las guardaba era porque otros clientes sin escrúpulos y bien adinerados pagaban cantidades desorbitadas por ellas.

El negocio le iba bien. No podía ser de otra manera. Trabajo no le faltaba. Remuneraba a los chicos que traían los cuerpos de personas muertas y examinaba que habían fallecido  sin que la infección les hubiera afectado. Después los troceaba, convertía  sus cuerpos en pequeñas muestras de carne. Podía pasarse toda la tarde y bien entrada la noche  troceando cuerpos como un hombre sin escrúpulos y el género se le escapaba de las manos. En los últimos dos meses había ganado más que en toda su vida y la clave era precisamente porque ellos necesitaban comer imperiosamente y sólo anhelaban carne humana. Cuando estaban hambrientos resultaban extremadamente peligrosos, se mostraban agresivos y era difícil mantenerlos a tu lado. Tener varios especimenes prisioneros como los tenía él resultaba un riesgo para la vida pero la gente… la gente tenía miedo de denunciar que sus familiares habían cambiado y los escondían y alimentaban como bien podían.

El gobierno solía llevarse a los infectados y los ejecutaban, sin miramientos. Hacían   redadas, entraban en las casas particulares para examinarlas y llevarse a todos los que se encontraran, sin importar sexo o edad. Eso era antes…, ahora todo era mucho más complicado porque caminaban impunemente por las calles. Salir al exterior era una completa locura, un suicidio. 

Aún así, las personas valientes lo hacían para salvar la vida de sus familias. Los infectados, personas que por alguna razón habían enfermado hasta transformarse en seres deformes y hambrientos, deambulaban por las calles buscando alimento. Era un espectáculo sobrecogedor. Caminaban completamente desnudos y sus cuerpos adelgazaban a pasos agigantados, como si estuvieran siendo devorados por un virus que los consumía desde el interior. Y sufrían mutaciones. El color de la piel se tornaba oscuro y deprimente, las expresiones faciales se arrugaban de forma demoníaca y sus bocas se torcían porque los dientes crecían alarmantemente, afilados, aptos para triturar con una facilidad pasmosa cualquier cuerpo humano.

La única forma de calmarlos era alimentándolos. Y a eso se dedicaba él. Vendía comida para infectados.

Cada mañana abría su negocio y mantenía las puertas amarradas con un candado porque los infectados aparecían también, como si supieran que él podía aliviarles el dolor que sentían. Si se ponían muy violentos y hacían amago de entrar,  les lanzaba algún trozo de carne y entonces permanecían tranquilos, casi dormidos, durante   horas. Y eso era lo que necesitaban las personas, remanso de calma. Cuando eran asediados por los infectados, no podían hacer otra cosa que conseguir algo de comida para entregárselo y entonces… podían dormir con tranquilidad o escapar hacia otra ubicación.  Por eso el negocio le iba bastante bien.

Cuando el carnicero acabó de trocear los cuerpos que ese día le habían traído sus ayudantes, decidió darse una buena y larga ducha de agua caliente para quitarse toda la sangre y el olor a muerte de encima.  Después decidió dormir un poco. Tenía la conciencia tranquila. El no era quien pagaba por llevarse trozos humanos para alimentar a bichos infernales, él simplemente se dedicaba a partir cadáveres  en pedazos  bien pequeños para hacer las ventas bastante más económicas. Con un simple pie  los compradores podían mantener inactivos a los infectados durante dos o tres días. Las manos duraban bastante menos y los intestinos…, bueno, pensar en los intestinos era un tanto desagradable. 

Jamás había matado a nadie. Todo lo que vendía ya entraba muerto en su carnicería. No hacía preguntas a sus ayudantes, que le proporcionaban la mercancía día tras día. A veces tres ejemplares, en otras ocasiones incluso media docena. Cada vez era más difícil encontrar muertos recientes (los infectados no probaban bocado si la comida  llevaba tres días muerta, salvo si se congelaba) y suponía que los reponedores  bien que podrían tomarse ciertas libertades para conseguir el género si querían cobrar y aunque había visto marcas extrañas y heridas recientes en los cadáveres… nunca había hecho preguntas.

Así estaban las cosas y el no podía hacer absolutamente nada por cambiarlas. El mundo había muerto y ahora todo consistía en sobrevivir. Sabía que era cuestión de tiempo que su negocio quebrara. Además, el dinero que le pagaban por su género era muy posible que no valiera absolutamente para nada. Ya no se podía comprar nada, no mientras el virus siguiera infectando a más y más personas y ya se contaban por millones. Apenas había nadie por las calles. Si querías salir a dar una vuelta debías hacerlo con una bolsa de comida para suavizar las agresiones de los infectados. Y cada vez había más. A su negocio le quedaban a lo sumo dos o tres semanas… ¿Y después? 

Tampoco lo hacía por dinero. Llegaban muchas personas desesperadas, en su mayoría cabezas de familia, que contaban terribles historias, de cómo sus hijos se encontraban escondidos en algún lugar, asediados por aquellas cosas aborrecibles y que necesitaban comida para saciar el apetito de los infectados. Y después le confesaban, ya con las bolsas en las manos,  que no tenían dinero para pagar. Y él a veces se encogía de hombros y les regalaba parte de su género. Era un hombre fornido, con un gran corazón que hacía un trabajo tan despreciable como necesario.

La ducha le había sentado francamente bien. Ahora se encontraba en la cama, durmiendo a pierna suelta. Roncaba con un remanso absoluto de tranquilidad. No escuchó que la puerta de su habitación se abría y varias sombras se colaban en su interior. Las cinco mujeres habían logrado liberarse de sus cadenas y ahora rodeaban su cama. Parecían estar mucho más delgadas que antes,  sus largas cabelleras cubrían parte de sus rostros deformes. Sus bocas se entreabrían y la blancura de sus afilados dientes se asomaba entre sus rotos labios. Lo observaron durante varios minutos hasta que finalmente decidieron marcharse. Rompieron la ventana de la habitación y saltaron hacia la calle, una  tras otra. El ruido despertó al carnicero.

Le dio tiempo de ver a las dos últimas mujeres desapareciendo por el hueco de la ventana y se incorporó completamente empapado en sudor. Durante unos instantes pensó que todo se había tratado de un sueño, no era posible que sus cinco huéspedes hubieran escapado pero al recibir el frío procedente de la ventana rota tuvo que admitir que lo que había visto en realidad había sucedido.

Permaneció en silencio el tiempo suficiente como para hacerse algunas preguntas. No le habían atacado e ignoraba la razón. Tal vez…

Corrió presa del pánico hacia el sótano para comprobar que el género seguía intacto, se imaginaba que las infectadas habían arramblado con todo, de ahí su excesiva tranquilidad. Pero no habían tocado absolutamente  nada. Simplemente las cadenas se rompieron y se sintieron libres. Comprobó anonadado que las cestas repletas de miembros humanos seguían estando en el mismo lugar, con los trozos apuntados correctamente ordenados y distribuidos. Ni siquiera se habían acercado a la comida y eso era algo nuevo, inaudito e inexplicable. Ni la radio ni la televisión habían hablado nunca de ese cambio en el comportamiento. Lo más lógico era que lo hubieran destrozado a mordiscos, que lo hubieran devorado.

Con las primeras luces del alba, el carnicero abrió la persiana de su negocio y al subirla contempló anonadado que había una larga cola de cuerpos desnudos, de expresiones horripilantes, de bocas desencajadas y de dientes blancos y afilados. La marabunta de criaturas infectadas parecía nerviosa. Se movían intranquilos y eran tantos que su vista no alcanzaba el final de la fila. Le extrañó lo ordenado que estaban, lo educado que parecían. Sintió miedo y pensó que se abalanzarían sobre él, para destrozarlo, pero la agresividad parecía haberlos abandonado. 

Estaban allí porque querían comida. Y él tenía comida. No para todos, sin duda. Confuso y a la vez emocionado, el carnicero abrió las puertas de su local y los infestados comenzaron a entrar muy lentamente, sin colarse unos a otros, haciendo gala de una paciencia fuera de lugar. Lo miraban con interés, con ansia, como si él fuera la única persona capaz de aliviar el dolor que el hambre que sentían les afligía en su estómago. Comenzó a despachar a los primeros. Brazos, piernas, codos, incluso sacó alguna de las cabezas del arcón, estómagos, dedos, hígados…

Los infectados alargaban sus oscuros brazos y se llevaban el género. Lo miraban con ojos agradecidos y después se marchaban para comer tranquilamente, manteniendo siempre el orden. El carnicero  sintió lástima por ellos y le sorprendió que no le atacaran. Era la primera vez que ellos se comportaban así delante de un ser humano vivo.

Siguió repartiendo la mercancía. Vísceras y trozos de pierna, nuevas cabezas, más brazos, pies, muslos, glúteos… no daba abasto y sudaba copiosamente. Después de varias horas de trabajo ininterrumpido, comprobó que cada vez eran más los infestados que se acercaban, que la calle estaba completamente abarrotada  de personas afectadas por el maligno virus y entonces se sobrecogió porque en un par de horas no tendría comida suficiente para todos ellos… ¿Y entonces? ¿Qué sucedería?

El carnicero repartió sus  existencias cada vez más nervioso y preocupado hasta que finalmente se acabaron  e indicó con los brazos que no disponía de más género, que la exigencia  había sido muy grande, que no podía ofrecerles más comida…

…el rugido que brotó de las gargantas muertas de los infectados se convirtió en un profundo y gutural sonido que hizo temblar los cimientos de la carnicería. El hombre retrocedió asustado y la marabunta de hambrientos infectados lo contempló durante unos instantes…
…después, agacharon las cabezas y se dieron la vuelta para perderse entre las calles.

Parecían tristes, alicaídos. Era evidente que algo había cambiado en ellos y el carnicero percibió mucha tristeza procedente de aquellos seres sin voluntad.

Nada podía hacer por ellos salvo esperar la llegada de sus trabajadores con la mercancía. Tenía nuevos clientes y la demanda era mayor, quizá debía plantearse la inquietante posibilidad de buscar género un poco más fresco para que sus nuevos clientes tuvieran algo de comer y estaba seguro que sabría dónde encontrarlo y cómo hacerlo.

Era evidente que las perspectivas del negocio habían crecido, tal vez aquellas cosas no le pagaran con dinero pero se sentía útil realizando una buena obra donde las personas solamente trataban de huir de los monstruos o simplemente  destruirlos. 

El no, él se había convertido más que en un aliado en su proveedor y estaba dispuesto a realizar las cosas más indecentes, sobrecogedoras y reprobables si ello hacía  feliz a todos aquellos infectados que simplemente necesitaban engullir carne humana para reducir temporalmente el intenso e insoportable dolor que sentían tanto en sus estómagos como en sus inermes conciencias.