Una aventura de MONICA VARGAS y GABRIEL MARTIN

EL TESTIGO

"Un informe en la Papelera"

Segunda Entrega

(Del Cuaderno de Notas del Oficial Gabriel Martín)


“Hace dos días sucedió algo extraño. El informe que presenté narrando los hechos acaecidos acabó en la papelera del despacho del comisario y ésa es la razón por la que estoy escribiendo estas líneas de manera extraoficial a altas horas de la madrugada. Bueno ésa y que el propio comisario me diera un par de palmaditas en la espalda, me dijera con esa voz grosera que tiene “Buen Trabajo” y seguidamente un desagradable “Olvídate de este asunto”.

No puedo obviar un hecho que ha despertado, por alguna razón que desconozco, mi interés. Tengo olfato para estas cosas, mi padre así me lo decía, que en paz descanse.
Lo más sencillo de todo sería seguir las recomendaciones del comisario y continuar haciendo mi trabajo lo mejor posible para ascender en la mayor brevedad de tiempo pero yo me pregunto si meter las narices en este asunto podría ayudarme en mis pretensiones. No sé dónde me conducirá todo esto pero lo voy a intentar.

Hace un par de días recibimos en la comisaría las denuncias de algunos vecinos. Al parecer, habían detectado movimiento extraño en el interior del cementerio local. Según sus palabras, podían verse algunas luces deambulando por el camposanto.

Yo estaba de guardia y a mí me tocó acercarme para echar un vistazo. Y lo hice, convencido de que se trataba de un grupo de jóvenes que hacían botellón o que se estaban divirtiendo destrozando viejas tumbas. Nunca pensé que me encontraría con uno de los incidentes más extraños de mi carrera como policía.

Llovía con intensidad y hacía un frío de mil demonios. La verdad era que estaba mucho mejor viendo la tele en la comisaría, junto a algún compañero, pero el deber es el deber, claro.

A medida que me iba acercando no pude hacer otra cosa que apagar las luces del coche patrulla. Había una furgoneta negra aparcada junto a la entrada y me aproximé con cautela. Sentí un pequeño temblor recorriendo mi cuerpo porque comprendía que fuera lo que fuere no eran jóvenes bebiendo como cosacos y se me pasó por la cabeza la imagen de algunos desgraciados profanando tumbas o robándole a los muertos.

Podría decirse que casi acierto.

Justo cuando apagué el motor advertí movimiento más allá de la verja que hacía como entrada al cementerio. Bajé raudo y veloz, blandiendo mi arma como me han enseñado en la academia aunque mis manos temblaban mucho más de lo que a mí me habría gustado. Aquél era mi primer enfrentamiento contra un malhechor, si no contamos a un par de cabrones drogadictos que se pusieron muy pesados, un ladrón de gasolinera de quince años y un marido en cuyas venas corría alcohol para regalar.

Vi que se acercaban dos tipos calados hasta los huesos. Sé que eran dos hombres grandes, de esos que es mejor no encontrarse de madrugada en la soledad de un ominoso cementerio pero confieso que no me fijé demasiado en ellos sino en lo que estaban transportando: Un cadáver.

¡Los muy cabrones estaban robando un muerto!

Sorprendido por el estremecedor hallazgo, me quedé estupefacto contemplando como aquellos dos sujetos llevaban, no sin esfuerzo, el fiambre. Uno de ellos le sujetaba las piernas, el otro lo alzaba por los brazos. La cabeza del muerto caía a los lados y se movía de derecha a izquierda a cada paso que aquellos tipos daban, aproximándose a la furgoneta.

Gracias al desapacible tiempo que nos rodeaba, a la oscuridad reinante y a la tranquilidad que inspira un lugar de estas características, mi presencia pasó inadvertida para los ladrones, hasta que mi voz rugió con más nerviosismo que autoridad.

-¡Alto!, Dejad… eso inmediatamente en el suelo.

Los dos hombres, amplios armarios y con facciones caucásicas, se detuvieron en el acto y miraron en mi dirección. Estaban tan sorprendidos como yo.

Y añadiré algo más: Estaban tan asustados como yo.

Repetí mi orden. Esta vez logré que mi voz sonara con mayor mando pero estaba muy nervioso y mis piernas temblaban. Eso o la tierra se movía de un modo preocupante bajo mis pies.
Los dos hombres se miraron el uno al otro y después dirigieron sus cabezas hacia mí.

Hablé por tercera vez, esta vez mucho más enérgicamente y añadí un brillo intenso en mis ojos:
-¡Alto policía! ¡Dejen eso en el suelo inmediatamente y pongan sus manos sobre la cabeza!

Los dos hombres me hicieron caso. Soltaron el cadáver, dejándolo suavemente en el suelo y después levantaron sus manos. Lo primero que hice fue mirar el cuerpo. Su rostro se había quedado en mi dirección.

¡Maldita sea! Cada vez que recuerdo este momento me estremezco.

El puto muerto (o lo que fuera) tenía los ojos abiertos y me estaba mirando, con una expresión de perplejidad absoluta dibujada en sus ojos, unos ojos que me parecían carentes de humanidad.
Estaba completamente ofuscado, mirando el cuerpo de un vivo tirado en el suelo, un cuerpo que tenía la mirada más vacía que jamás haya visto en mi vida. Advertí un ligero movimiento en uno de los hombres y rápidamente levanté la vista de lo que pensaba que era un cadáver y blandí el arma con mayor fuerza si cabe. Mi dedo estaba sobre el gatillo. Nunca he disparado y por unos momentos pensé que aquella noche iba a ser la primera vez.

Entonces todo se jodió. Absolutamente todo.

Cuando pensaba que lo tenía controlado aparecieron ellos. Y lo hicieron de improvisto, como si hasta el momento hubieran estado enterrados bajo la oscuridad: Un hombre y una mujer.
Se identificaron como agentes del CNI y sus placas eran auténticas. A la mujer la perdí de vista bien pronto pero no al idiota que hacía llamarse Armando Guerrero, un hombre cuyo timbre de voz era tan desagradable como su ostentoso alarde de superioridad.

Me quedé sin caso como se queda un niño sin paga por una travesura.

Cuando me quise dar cuenta los dos hombres ya se habían llevado el cuerpo al interior de la furgoneta y, sin saber cómo, me encontré dentro del coche patrulla, alejándome del escenario bajo la atenta mirada de Armando Guerrero.

Lo que él no sabe es que yo no soy tan pardillo como pudiera pensar en un primer momento y los seguí.

Lo hice a una prudencial distancia. En la furgoneta iba el hombre que habían sacado del cementerio, los dos tipos robustos y Armando Guerrero. De su compañera, Mónica Vargas, ni el más mínimo rastro. Estuve a punto de dar marcha atrás y echar un nuevo vistazo al cementerio para ver si la encontraba pero quería seguir esta pista. Quizá fue un error, no lo sé.

Ya amanecía cuando llegamos a un viejo almacén a las afueras de la ciudad. La furgoneta se introdujo dentro y allí acabó todo. Pasé algún tiempo esperando pero ninguno de los tres hombres salió.

A primerísima hora, con cara de sueño, habiendo descansado prácticamente nada y una taza humeante de café sobre mi mesa, elaboré un informe exhaustivo y lo dejé en el despacho del comisario.

Dos horas después me llamó y me dijo que me olvidara del asunto, que todo había sido un mal entendido.

¡¡Los cojones!!

Mis ojos se fijaron en la rebosante papelera que había en una esquina del despacho de mi presuntuoso jefe y descubrí, más sorprendido que cabreado, las hojas de mi informe sobresaliendo de la montaña de papeles.

Cabizbajo y sin protestar demasiado, regresé a mi mesa y jugueteé un poco con los bolígrafos y los folios, después sonreí.

Eché un vistazo a las denuncias recogidas la noche anterior y contacté vía telefónica con las personas que las habían cursado. Ninguno de ellos quería hablar del tema, aducían que todo había sido un pequeño error, una confusión.

Intrigado, me personé en las casas de esas personas pero ninguna de ellas quiso hablar con un oficial de policía. Todos ellos tenían algo en sus miradas que yo reconocí inmediatamente: MIEDO.

Con las manos en los bolsillos de mi uniforme (una postura ni acertada ni adecuada para un agente de la ley) fui caminando en dirección al cementerio para echar un vistazo.

Todo estaba normal. Ninguna tumba abierta, ningún destrozo, nada que me pudiera llamar la atención.

En el momento en que escribo estas líneas (son las doce y media de la noche) tengo una extraña sensación, como si unos ojos invisibles me estuvieran observando, como si el dueño de esos ojos tratara de advertirme que me olvidara de este asunto.

En estos momentos no sé lo que voy a hacer.

Mañana será otro día"

Lo que el oficial Gabriel Martín no podía saber era que al día siguiente iba a tener un nuevo encuentro con los agentes Armando Guerrero y Mónica Vargas, pero esta vez ese encuentro iba a estar teñido de un espeso color rojo escarlata.