Daniel Ribas en la BOCA DEL LOBO

La primera vez que veo a unos de estos lánguidos paliduchos ni siquiera me doy cuenta de que se trata de uno de ellos. Parece una persona completamente normal, viste con gusto y me mira como debería mirarme una mujer, además, mis venas están cargadas de alcohol, factores que atrofian toda posibilidad de que mis sentidos estén al cien por cien. Me pide fuego, una excusa barata para acercarse hasta mí. Su voz suena profunda, distorsionada y mi dolor de cabeza me obliga a despreciarle con un gesto obsceno. Me agarra del cuello y me lanza una mirada cargada de agresividad. Ninguna de las dos cosas me gusta.
Levanto las manos, una de ellas oculta bajo un guante negro, indicando que no estoy dispuesto a pelearme con nadie y coloco mi rostro lo más cerca posible del suyo. Huele mal, pero el olor sale de mi boca. Sonrío malévolamente.

-¿Qué quieres, muchacho? ¿La cartera o mi vida?

Me sigue mirando con cara de pocos amigos, es más, noto su odio sobre mí. Y habla. Dice poco, pero su frase no me gusta nada.

-Quiero tu sangre.
Rompo a reír en una estruendosa carcajada en el mismo momento en que una pareja de enamorados cruza por nuestro lado. Desvío la cabeza para acariciar con mis ojos las nalgas de la mujer, una rubia que me quita el hipo, y cuando vuelvo a mi posición normal me encuentro completamente solo. El tipejo pálido ha desaparecido, esfumándose en la noche como por arte de magia. Me encojo de hombros y busco de nuevo el culito de la rubia pero ya se ha marchado. Envidio a su novio y me los imagino juntos en posturas que me parecen divertidas. Necesito otro trago.

Camino dando tumbos de derecha a izquierda, como un grueso reloj de pared y me introduzco en un callejón estrecho, más oscuro que la noche. Mis recuerdos solo me traen escalofríos y miedo, acelero el paso, quiero salir de aquí. Afortunadamente lo hago.

Veo las luces de un local a pocos metros. Parece una cueva, un agujero en la pared. Jamás he estado en esta zona de la ciudad. Por alguna extraña razón que no puedo explicar, tengo la sensación de que estoy a punto de meter la pata y decido dar media vuelta y buscar mi casa, a ver si la encuentro o, como otras noches, tengo que vagar por las calles hasta que vuelvan a colocar los edificios en el mismo orden de siempre y que coincide, curiosamente, con una fuerte resaca.

Entonces veo a tres damiselas que cruzan frente a mí, sonrientes. Son hermosas, algo pálidas pero preciosas al fin y al cabo. Una de ellas, rubia platino, me lanza una mirada sensual. Sigo al trío con la cabeza y cuando el cuello está a punto de crujir permito al resto de mi cuerpo ejecutar la maniobra oportuna y quedo contemplándolas como un pelele obsceno, apretando los ojos. Son preciosas. Las tres llevan minifaldas y eso me vuelve loco. Las tres son jóvenes. Y eso también me vuelve loco. Entran en la cueva. La rubia ha vuelto la cabeza para mirarme. Parece una invitación. Acepto la invitación y camino tras ellas.

Algo en mi cabeza me aconseja que no es buena idea y trata de convencerme para que me marche de allí, pero otras partes de mi cuerpo me dicen precisamente todo lo contrario. Decidido, empujo la puerta metálica que da acceso a lo que parece un improvisado agujero en la pared y cruzo al interior.

El paraíso. Esto es el paraíso.

La música brota en un local peculiarmente oscuro donde se agitan como posesas sensuales bailarinas prácticamente desnudas. He estado en muchos tugurios parecidos pero nunca en uno como éste. Desde el primer momento me siento embriagado por una música que no es más que una mezcla entre rock, música clásica y opera. La voz de la cantante es tremendamente sensual. Pero para sensuales esas bailarinas que se mueven sobre la pista de un modo escalofriante. Hay hombres, sí, pero directamente no me fijo en ellos.

Intento localizar a las tres bellas doncellas que han entrado poco antes que yo, especialmente a la rubia facilona que me ha lanzado una mirada pícara, pero no las veo por ninguna parte. No importa, este garito está lleno de diablesas.

Me acerco hasta la barra y dos chicos jóvenes y pálidos se me quedan observando con una mirada siniestra. La camarera, una explosiva pelirroja con unos pechos enormes, me lanza una mirada muy parecida a la de estos chicos pero después su rostro se ilumina con una amplia sonrisa que permite ver una dentadura perfectamente blanca, pero yo no me fijo en sus dientes, aunque debería haberlo hecho. Tengo mi mirada clavada en su amplio escote. Pido algo de beber, no recuerdo bien lo que he dicho, pero no es lo que me ha servido.

Bebo un sorbo de este extraño licor de tonalidad amarillenta bajo la atenta mirada de la pelirroja, sus pechos susurran mi nombre. Dejo el vaso sobre el mostrador al notar que soy el centro de atención. Todas, absolutamente todas las personas que hay en este sombrío local me están mirando en silencio. Durante un breve segundo, quizá menos, siento miedo. Pero esa sensación se me pasa cuando todo parece volver a la normalidad.

Cojo mi vaso y me alejo de los pechos de la camarera no sin antes lanzarles una mirada devoradora que se quedan en el aire cuando ella se da la vuelta para atender a otro cliente. Los dos chicos pálidos de la barra me siguen mirando con un excesivo interés y me estoy poniendo nervioso. Deben de ser pareja y quizá quieren un trío, pero a mí esas cosas no me van. No es lo mío.

Me coloco estratégicamente en una esquina donde puedo observar de cerca los sensuales movimientos de las bailarinas, a las que pronto doy la espalda para centrar la atención en las piernas de un buen número de bellezas jóvenes y atractivas que con sus faldas cortitas y vasos en la mano, bailan para mí. Sus movimientos son pura provocación.

Los varones no bailan, es curioso, parecen estar ajenos a las chicas y eso me da mayor posibilidad para lograr mis objetivos, pero tengo la sensación de que me observan. Subo mi vaso y tomo un buen trago del extraño licor y noto que la cabeza se me va por momentos. Dudo que mi cuerpo aguante más alcohol. Tal vez, si fuera dueño de mis sentidos, me habría dado cuenta de la extrema palidez de todas las personas que hay en este local; no me habría pasado desapercibida la misteriosa y escalofriante claridad de sus dientes, los extraños ojos de miradas perturbadoras. Empiezo a sentirme incómodo, quizá lo mejor sea marcharse ya.

Cuando decido abandonar el local, una esplendida morenaza se acerca agitándose provocativamente. Se agarra el pelo que recoge entre sus manos y no cesa en su sensual movimiento, poniendo morritos sugerentes con sus labios y pasando una finísima lengua sobre ellos. Agita sus pechos y mis ojos prestan toda su atención. La morenaza baja las manos y se acaricia las piernas, subiéndose un poco la corta falda que apenas tapa la mitad de sus muslos. Llega hasta mí y con un gesto dominante me empuja. Caigo sobre una butaca y pierdo el vaso, que cae al suelo y rueda por él perdiendo el licor que había en su interior. La morenaza se sienta sobre mis rodillas y pasa sus blanquecinos brazos por detrás de mi cabeza. Se agita como una amazona y noto que me pongo en acción. La agarro por detrás y a ella no parece importarle. Soy consciente de que medio local debe de estar mirando y yo me encojo de hombros mientras busco su boca. Y la encuentro. Ella me besa apasionadamente y yo busco entre sus dientes su viperina lengua. ¡¡Dios!!

Retiro la cara preso del dolor y me llevo las manos a la boca. ¡Me he pinchado con algo! Miro a la chica y veo que sus ojos se han cubierto con una siniestra tonalidad rojiza, posiblemente a consecuencia de unas lentillas modernas. Parece reírse y es entonces cuando veo sus dientes afilados.

Permanezco unos instantes perplejo y me doy cuenta de que esto no es una situación normal. De la comisura de sus labios resbala una pequeña gota de sangre, probablemente mía, que ella recoge con su lengua. Continúa moviéndose, pero sus movimientos ya no me parecen sensuales. Agarro con mis manos sus pechos y la empujo hacia atrás. En ese mismo instante, mientras vuela un par de metros y cae de espaldas, la música se detiene y todos giran sus cabezas para centrar su atención en mí.

Comienzo a asustarme. Los rostros de todas aquellas personas resaltan en la penumbra en la que está sumido el local y tienen expresiones enloquecidas, con esos ojos terribles que me observan. Algunos de ellos se acercan disgustados con extraños movimientos en sus cuerpos y muestran sus bocas abiertas, de las que sobresalen unos afilados colmillos. ¿Dónde diablos me he metido?

Miro a la chica que he tirado de un empujón y ésta continua en el suelo, agitando su cabeza y produciendo un ruido con sus dientes, mientras mueve su lengua de un lado para otro. Retrocedo y busco con mis ojos la puerta de salida pero no la encuentro por ninguna parte. Estoy rodeado por esta panda de locos perturbados.
Veo a la camarera que ha saltado sobre la barra y permanece encorvada sobre ella, mientras me observa y olfatea el aire. Juraría que su rostro ha cambiado, parece deformado pero no podría jurarlo dada la distancia. Los dos chicos que viera junto a la barra, me miran mal, con ojos malignos, amarillentos.

Creo que este es mi final. No tengo lugar a donde escapar.
De una cosa puedo estar completamente segura. No son humanos, no hay nadie humano en este local excepto yo. Me he metido en la boca del lobo y no voy a poder escapar de aquí.

Sería una locura enfrentarme a todos ellos. Podría acabar con tres o cuatro, romperles la cara, derribarlos, pero son demasiados. Me doy cuenta que ha sido una locura entrar aquí, éste no es mi sitio. No, después de ver la expresión en sus rostros cadavéricos que ahora me parecen más lánguidos, más pálidos, definitivamente este no es sitio para humanos. Centro mi atención en los ojos de esta gentuza y aprecio en ellos un brillo de maldad que ya he visto en otras ocasiones, no me impresionan las tonalidades amarillas, rojizas o blancas, aunque estas últimas me producen fuertes escalofríos, quizá porque no es la primera vez que las veo y sé lo que significan.

Es ahora, precisamente ahora, cuando me doy cuenta que los vasos que llevan estas personas contienen un líquido oscuro, probablemente rojo e intuyo lo que puede ser. No hay más que verlos para comprender que en cualquier momento van a saltar sobre mí para morderme y chuparme la sangre. Y sí, me gusta que me muerdan y sobre todo mujeres como las que estoy viendo precisamente en estos momentos, pero no en este contexto.

Veo a la maldita rubia a la que he seguido al interior del local. Me observa con la mirada extraviada y un rostro desfigurado, parece más un monstruo que otra cosa, de hecho, todos ahora me parecen monstruos. Hacen ruidos extraños con sus bocas, como si sus dientes entonaran una siniestra melodía.

Es mi fin. Ellos avanzan y yo no retrocedo.

Extiendo mis brazos en señal de sumisión y veo como una mujer de amplia melena rubia tiene intención de saltar sobre mí, pero uno de los animales que tiene a su lado la detiene en el acto. Todos miran a la morenaza que yo he empujado. Son educados, respetan su turno. Ella se aproxima lentamente, tengo la impresión de que ni siquiera usa los pies para ello. Avanza como una proyección y cuando quiero darme cuenta la tengo frente a mí, su cabeza a pocos centímetros de la mía. Saca su lengua y roza mis labios con ella. Aprovecho la ocasión porque este es mi momento.

Uso los dientes como arma. Muerdo aquella fina lengua y tiro de ella con una fuerza extraordinaria. La morenaza brama de dolor y se lleva las manos a la boca, retirándose como una niña asustada. Escupo al suelo el trozo de carne que le he arrebatado y sonrío al público. Ha sido mi sentencia de muerte.

Estos paliduchos se han enfadado porque lanzan sus manos sobre mí. No puedo fijarme en todos los detalles pero juraría que en vez de manos tienen garras, lo que sí es cierto que ahora sus rostros se han transformado diabólicamente. Esto parece una película de vampiros donde un pobre desdichado sin crucifijos ni estacas se ha metido donde no debía, o quizá sea la típica película en la que el protagonista sale airoso de todo esto pero… ¿Soy yo ese protagonista?
Creo que no. Un protagonista no habría sido levantado por un energúmeno con una sola mano. Me observa a través de unos ojos completamente blancos y, para intimidarme, me enseña su dentadura perfecta, jugosa y afilada, sedienta de sangre y carne. Yo ya estoy intimidado, pero para el individuo no es suficiente. Me lanza por el aire y mi cuerpo vuela varios metros, hasta que logro encontrar una pared donde parar. Caigo al suelo profundamente dolorido y no me da tiempo de levantarme. Algo parecido a un saco de patatas se ha tirado encima de mí. No, no es un saco. Es la sensual y provocativa morena o algo parecido a ella porque si antes era una mujer atractiva, ahora se ha convertido en un monstruo. Está enfadada. Y lo comprendo.

Me golpea el rostro varias veces y sus uñas raspan una de mis mejillas. La sangre brota de mi cara. Noto que la muchedumbre se excita a nuestro alrededor, como animales. La morenaza sigue agitándose encima de mí, no como yo quisiera, pero se mueve, mientras recibo golpes y puñetazos. Me quejo tantas veces como hace falta y, vislumbrando ya mi pronto final, ella rasga mi camisa y deja mi torso desnudo. Cierro los ojos esperando notar sus colmillos clavados en mí. Me entrego a la muerte. Por fin.

Pero esos colmillos no llegan. Todo se ha quedado en silencio.

Abro los ojos y veo a la morena mirarme con un rostro sobre el que se atisba algún grado de sorpresa. El resto de la chusma permanece también consternado. Sus miradas están clavadas en mi pecho al descubierto. La morena se levanta y retrocede. Me señala con el dedo, disgustada, y después grita profundamente. Se aleja a una velocidad endiablada.

Yo me levanto confundido sin entender qué es lo que está pasando y doy un paso al frente. Ellos, mirándome con maldad, se apartan dejándome el camino libre. Los miro aturdido y agacho la cabeza para ver qué es lo que ellos están mirando con tanto interés.

¡El medallón!

Lo agarro con la mano derecha y camino hacia la salida. Ahora la veo. Estos vampirillos de pacotilla siguen dejándome vía libre, apartándose a cada paso que doy. Llego hasta la puerta y antes de salir me giro para observarlos. Sé que no será la última vez que los vea, quizá la próxima vez no tenga tanta suerte. Salgo de la maldita cueva y descubro que se me ha pasado la borrachera por completo. No suelto el medallón en ningún momento y mientras me alejo de allí recuerdo todo lo que ocurrió con este objeto del diablo. Sé que estoy maldito y que necesito llevarlo para evitar que la oscuridad me devore, pero nunca pensé que algún día pudiera salvarme la vida.

Me coloco bien lo que me queda de camisa y levanto la mano izquierda. Me quito el guante negro que la tapa y compruebo que mi palma mantiene su mancha negra, quizá más extendida que en otras ocasiones. Es hora de regresar a casa. Merezco un descanso. Me lo he ganado.

Es posible que mientras duerma sueñe con vampiros y monstruos, es posible…, pero mañana iré de compras, no puedo volver a salir a la calle sin un bote de agua bendita y un trozo de madera afilado por si necesito clavarlo en el corazón de alguna de esas alimañas. Mi instinto me dice que no será tan sencillo y mientras camino, mis labios no pueden evitar dibujar una fina sonrisa de satisfacción.

Un Certero Trabajo de BRUJERIA

Soy una persona inteligente, por eso nunca he creído en curanderos, charlatanes, videntes y brujos. Para mí todo eso no eran más que estupideces, supersticiones irracionales que sacaban el dinero de los incautos jugando con sus vanas esperanzas… hasta hoy.Ya no puedo pensar lo mismo. Ahora sé que ese mundo es diabólicamente real.

Todo comenzó esta mañana.

Me he despertado a las seis con la idea fija de acabar la escena de una novela que tenía pendiente pues, como sabes, soy escritor. Sin embargo, no he podido hacerlo.

Nada más abrir los ojos, me he dado cuenta del fuerte dolor de cabeza que padezco. Enciendo la luz y al hacerlo observo extrañado que apenas puedo ver a consecuencia de una ligera bruma que cubre mis ojos, como una fina telaraña que me impide una correcta visión. Noto además que me duelen los oídos y que mis articulaciones parecen pesadas. Apenas puedo andar pero consigo llegar al cuarto de baño. Quizá una buena ducha me haga recobrar fuerzas.Al mirarme al espejo apenas me reconozco. La palidez del rostro me sobrecoge y la muerta mirada de mis ojos me hace estremecer. Agacho la cabeza y me lavo la cara. Evito volver a mirarme en el espejo.Consigo ducharme pero apenas noto diferencia en mi cuerpo salvo un intenso dolor en el estómago y un nudo en la garganta que ha provocado que se me seque completamente. Carraspeo para evitar el picor y me dan arcadas. Estoy a punto de vomitar.Lo hago.

En mitad del baño.

Los restos de comida caen al suelo, sobre mis pies. La cena de anoche está ahora allí, aderezada con bilis y pequeños fragmentos coagulados de sangre. Es terrible.Con una sed abrumadora, me dirijo a la cocina y abro la nevera con el ansia de coger un cartón de leche, pero nada más abrir la puerta un hedor insoportable, putrefacto, sacude mi rostro. Todos los alimentos parecen haberse podrido. Carne, fruta, embutidos, bebidas, tomates… Enfurecido cierro la puerta de golpe con tal fuerza que la portezuela del congelador se abre suavemente. Sintiendo una curiosidad que no puedo explicar, abro la pequeña portezuela y descubro algo extraño. Dentro de un bote de cristal puede divisarse un papel. Frunciendo el ceño alargo la mano y noto el frío del hielo pero no le doy más importancia que la que tiene. Cojo el tarro de cristal y lo saco del congelador. No sé qué puede ser, no recuerdo haber guardado nada allí. Lo abro sin problema alguno y saco el papel que hay en su interior. Es una fotografía.

Mía.

Sí. ¿Cómo ha llegado hasta allí? ¿Quién ha guardado una fotografía de mi cara en el congelador?Al dorso de la imagen hay inscrito algo. Es la fecha de hoy.

Turbado y desconcertado, intentado soportar la pesadez de mi cuerpo, los dolores irritantes que cada vez son mayores, llegando incluso a mis dientes, me siento en el sofá del salón. Miro a mi alrededor y apenas reconozco mi casa.

¡Un momento!

¿Qué es eso?

En una esquina, semioculto, asoma algo tras un cuadro. Me levanto. Esta vez me cuesta mucho hacerlo y temo que en cualquier momento no pueda volver a moverme.

Llego hasta el punto que me ha llamado la atención y cojo el objeto que parece haber sido escondido. Es algo negro.

¡Un muñeco!

Tiene agujas clavadas en la cabeza, concretamente en los ojos y oídos y si le echamos un poco de imaginación podría parecerse a mí; es más, el muñeco está vestido con trozos de mi ropa. ¿Qué ocurre?

Creo que me queda poco de vida y debo apresurarme a contar esto. Alguien está haciendo brujería sobre mi persona y ese “trabajo” está surtiendo efecto.

Suena el teléfono.

Intento correr hacia él. Tal vez pueda pedir ayuda, un médico, un curandero, alguien o algo que alivie el mal que me aqueja.

-¿Quién es?

-¡Hola!.-contesta una voz de mujer.

-¿Quién llama?

-¿Quiere que le eche las Cartas?.-pregunta.

-Se ha equivocado.-respondo frustrado sin apenas entender la situación.

-Yo creo que no.-dice la voz de mujer, esta vez con un tono más grave.-¿Sabe lo que tiene que hacer para anular la maldición?

-¡Por favor, dígamelo!.-grito de manera desesperada.

Lo hace. Es sencillo. Muy sencillo.

Me cuesta llegar al ordenador pero lo consigo. Mi cuerpo apenas responde mis indicaciones y la cabeza está a punto de estallarme.Hago caso a la mujer del teléfono y escribo todo lo que me ha pasado. Ahora solo queda un pequeño paso para que la maldición sobre mi persona desaparezca. Para ello, otro inocente deberá cargar con la culpa.Lo siento de verás por el desconocido que se encuentre leyendo este relato, porque la voz del teléfono me ha asegurado que para librarme de la maldición, solamente tengo que lograr que una persona acabe de leer estas líneas, entonces, la maldición dejará de atormentarme para trasmitirse al lector.

Sí, es posible que estas cosas no sean más que tonterías pero yo, en estos momentos, comienzo a sentirme mejor... ¿Y tú?

Golpes en el Ataúd

Escuché los golpes en la tapa del ataúd pero no quise prestar atención. Miré hacia el cielo y concentré mi mirada en la luna llena, que como mudo testigo observaba la escena ligeramente aterrorizada.Tomé aire y proseguí.
Escuché el grito desgarrador que profería la garganta del desdichado, en un acto desesperado por suplicar ayuda. Me estremecí, pero continué echando tierra sobre el féretro con la esperanza de ahogar aquél inesperado percance. Mientras lo hacía, noté que el ataúd se movía por lo que deduje que la persona que estaba en su interior intentaba escapar de la prisión en la que se encontraba. Escuche sus súplicas, aprecié los golpes que daba con sus puños y rodillas sobre la madera de roble. No podía escapar.

Durante algunos minutos me sentí confuso y miré a mi alrededor, pero sólo la oscuridad de aquél tétrico cementerio fue mi respuesta. La luna se había ocultado tras unas negras nubes, en una actitud cobarde y ruin, y las sombras se habían adueñado del camposanto, acariciando las viejas tumbas que mostraban ahora una imagen fantasmagórica.

Encendí un cigarrillo y procuré distraerme para evitar escuchar los quejidos agudos que provenían del interior de aquél ataúd que seguía agitándose cada vez con menor intensidad. Aquella persona se estaba dando por vencida, parecía haber comprendido que nada de lo que hiciera podría liberarla.
Volví a escuchar sus gritos y finalmente tiré el cigarro al suelo para reanudar mi trabajo. Seguí echando tierra sobre el ataúd hasta que pude enterrarlo por completo. Ya no se oía nada, absolutamente nada.Me disponía a marcharme cuando divisé entre las tumbas una figura delgada que se aproximaba. Lo saludé.

-Pudiste haberlo salvado.-objetó con un tono de voz grave.
-Ése no es mi trabajo.-respondí tajantemente.
-Sabías que estaba vivo.

Eludí mirar directamente a los profundos ojos del visitante pero no dudé en mostrar mis pensamientos.

-Eres tú quien decide cuándo han de morir las personas, yo solamente recibo la orden de llevármelos y eso es precisamente lo que he hecho.
No le dije nada más. Me alejé con lentitud, perdiéndome entre los viejos cipreses, pero tuve la osadía de mirar hacia atrás para observar una vez más como Dios clavaba sus rodillas en el suelo al comprender que una vez más… se había equivocado.Escuché su lloro y me permití el capricho de sonreír cínicamente mientras regresaba satisfecho a la negrura de mi vetusta morada.