AVISOS

¿Quién podía estar gastándole una broma? Al principio le hizo gracia pero con el tiempo la agudeza de la misma había perdido todo sentido cómico. Raúl se había cansado de aquél juego y estaba dispuesto a pillar al culpable. Lo que empezó inocentemente se había convertido ahora en un asunto turbio y desagradable.
Todo comenzó hace siete días, con un anónimo…


Primer Día

Raúl regresaba del trabajo con el rostro reflejando la dureza de una extensa jornada laboral. Eran las diez de la noche. Al entrar al portal hizo lo que hacía siempre. Abrió el buzón y recogió las cartas que había en su interior. Entró en el ascensor y tras pulsar el botón de su piso echó un vistazo a la correspondencia: facturas, publicidad y un sobre pequeño, en blanco. Lo abrió al mismo tiempo que el ascensor llegaba a su destino. Su interior contenía un trozo de cartulina blanca que extrajo con cierta curiosidad. Había una frase escrita con rotulador rojo:



“DENTRO DE NUEVE DIAS ESTARAS CRIANDO MALVAS”

Raúl introdujo la cartulina en el sobre y al entrar a su casa lo tiró a la papelera, junto a la publicidad.

Segundo Día

Algo le despertó a las nueve de la mañana. En un primer momento pensó que eran sus vecinos de arriba, que volvían a discutir, pero no se trataba de eso. Se levantó extrañado y recorrió el salón en calzoncillos hasta que identificó los ruidos que lo habían arrebatado de su sueño. Alguien llamaba a la puerta.

Se puso un pantalón pero no llegó a abrochárselo. Se acercó a la entrada y abrió la puerta. No vio a nadie, ¿Quizá había tardado demasiado en abrir? Estuvo a punto de cerrar hasta que vio algo blanco en el suelo, sobre el felpudo. Frunció el ceño y se agachó para recogerlo. Era un trozo de cartulina blanca. Le dio la vuelta y comprobó que había una frase escrita, de nuevo con rotulador rojo:

“TOMATELO EN SERIO: YA SOLO TE QUEDAN OCHO DIAS, DESPUES MORIRAS”

Masculló entre dientes y estrujó disgustado la cartulina. “Malditos bromistas”, pensó, y no le quiso dar más importancia.
En el trabajo se olvidó por completo de todo.


Tercer Día

Raúl había tenido un día tranquilo. A las cinco de la tarde se encontraba en el taller donde trabajaba y todo transcurría con normalidad, hasta que ocurrió lo que tenía que suceder. El encargado apareció en su puesto acompañado de una amplia sonrisa que cubría su rostro de oreja a oreja. Llevaba algo en las manos.
-¿Tienes una admiradora secreta?.-preguntó con sarcasmo. Raúl le miró sin comprender a qué se refería y no pudo evitar fijarse en lo que el encargado traía en las manos. Era una flor, en concreto una rosa, de pétalos negros.

-Ha llegado por mensajero, es para ti. Viene con una nota.

El encargado se la entregó y después se marchó murmurando algún comentario jocoso. Raúl contempló estupefacto la rosa negra y después el pequeño sobre. Lo abrió y rápidamente vio el color rojo de las palabras que estaban escritas sobre la superficie de un trozo de cartulina blanca:

“TU VIDA SE MARCHITARA EN SIETE DIAS”

A Raúl no le hizo ninguna gracia. Miró a su alrededor esperando encontrar a sus compañeros partiéndose de risa pero los vio trabajando, ajenos a todo. Esta vez Raúl se guardó la nota en un bolsillo y contempló durante varios segundos la rosa de pétalos negros, después la aplastó con una de sus manos.

Cuarto Día

Esperaba encontrarse de nuevo un anónimo en el buzón, una nueva nota escrita en cartulina pero en esta ocasión no fue así. No pensaba demasiado en ello pero tampoco podía quitárselo de la cabeza. El asunto era extraño, pero dedujo que se trataba de una broma, de mal gusto, por supuesto, pero de una broma al fin y al cabo.

Había escrito en una hoja de papel los nombres de los posibles bromitas: Compañeros de trabajo, amigos de la cuadrilla, su propio hermano… pero no lograba acertar quién pudiera estar divirtiéndose a su costa.

Era viernes y, como tenía costumbre, salió de marcha con varios amigos. Todo transcurrió como en otras ocasiones, con la peculiaridad de que esa noche una morenaza que había en la barra de un bar le observaba con ojos cautivadores. De pelo rizado y labios rojos como la sangre, no le quitaba ojo y le sonreía, invitándole a acercarse. Raúl, animado por sus amigos, se aproximó a ella y entablaron una conversación. Pocos minutos después los dos salieron del bar.

Raúl no se paró a pensar en la insólita razón por la que una mujer de aquellas características, con un cuerpo escultural, se había fijado en él. Solo pensó que había tenido suerte y que debía disfrutar y aprovecharse del momento. Y eso estaba dispuesto a hacer.

Entraron en el portal del piso de Raúl y ya en el ascensor comenzaron a besarse apasionadamente. Las manos de la morenaza fueron despeinando la cabeza de Raúl mientras las del chico buscaban los sugerentes pechos para apretarlos. Estaban duros, erectos. Después, tras un movimiento rápido de brazos, las manos de Raúl se desplazaron hasta posarse en el culo de la morenaza. Estaba dispuesto a hacerlo allí mismo, sin importar nada más, pero la chica lo contuvo con una sonrisa. Raúl, rugiendo como un animal en celo, abrió violentamente la puerta del ascensor y buscó sus llaves. Llegó hasta su piso y abrió con brusquedad. Los dos entraron en su interior, entre risas y jadeos.

Volvieron a besarse hasta que llegaron a la cama y se tumbaron, uno encima del otro. Raúl escogió abajo. La morenaza le arrancó la camisa de un zarpazo y comenzó a besar el pecho apenas poblado del hombre. Raúl gimió en un principio de placer y luego de dolor, al sentir los pícaros dientes de la mujer mordisqueando sus pezones.

Se sobresaltó cuando la morenaza se levantó y pidió ir al baño con la mirada cargada de una explosiva carga sexual. “No tardes” le dijo Raúl mientras se quitaba la ropa y dejaba al aire el esplendor de su excitación.

Nunca más volvió a ver a aquella mujer. De hecho, no salió jamás del cuarto de baño.
Impaciente, Raúl la llamó varias veces pero no recibió respuesta. Intrigado por el silencio, el joven llamó a la puerta del baño y finalmente optó por entrar en él.
Estaba vacio.

Raúl no podía entenderlo, hasta que vio en el espejo, escrito con trazos gruesos de carmín, una frase que le heló la sangre:

“SEIS DIAS PARA ENTRAR EN EL INFIERNO”

Estaba convencido de que todo había sido una jugarreta de sus amigos. Era obvio. Mensajes extraños y truculentos, una morenaza imposible de que se fijara en un hombre como él…, sí, todo era demasiado bonito para ser verdad. Durante el resto de la noche esperó la llamada de sus amigos, sus carcajadas, sus insultos, pero finalmente el sueño lo venció y Raúl quedó dormido, tumbado en la cama, aún desnudo.

Quinto Día

Aquél sábado por la mañana al despertar, a eso de las doce del mediodía, Raúl notó un agudo dolor en la nuca y se llevó la mano hacia ella, notando que al rozar sus dedos con la zona, sentía una especie de escozor. Pensó que algún bichito le había picado.

Recordó a la chica morena y estuvo a punto de excitarse de nuevo, pero se sentó en la cama y estalló en una cruenta carcajada que retumbó en la habitación, como si se hubiera vuelto loco de repente. Le estaba viendo la gracia a la broma y se levantó para dirigirse al cuarto de baño con intención de orinar. Miró el espejo y se sobresaltó al comprobar que no había nada escrito en él. No recordaba haber borrado el mensaje y comenzó a dudar si todo no había sido más que un divertido sueño. Al ver la marca de dientes junto a sus pezones descubrió que en realidad todo había sucedido tal y como lo recordaba.

Se dio una buena ducha y al no poder quitarse de la cabeza la imagen sensual de la mujer con la que había estado a punto de consumar, usó agua fría. Mientras secaba su cuerpo estuvo pensando en los anónimos que estaba recibiendo y rió de buena gana convencido de que alguno de sus amigos había ideado semejante estupidez. Hoy sábado, esperaba encontrar una nueva nota, anunciando los días que le quedaban de vida, ¿Seis, verdad? Pero no sucedió nada excepcional, no al menos hasta la noche.

Había acabado de cenar y dudaba si fregar los platos o tumbarse en el sofá frente a la televisión, con el mando a distancia en una mano y en la otra una botella de cerveza bien fría. Escogió esta última opción. Zapeando entre malas películas mil veces vistas y programas del corazón, Raúl estuvo tentado de lanzar el mando hacia el televisor, pero finalmente no lo hizo. Estaba frustrado, aburrido. Entonces sonó el teléfono.

Malhumorado por sentirse obligado a levantarse, protestó mientras lo hacía. Cuando descolgó el teléfono no oyó ningún ruido al otro lado y pensó que la comunicación se había cortado. Colgó y regresó al sofá. Nada más hacerlo volvió a sonar el maldito teléfono.

Corrió hasta él y tras descolgarlo pegó la oreja irritado. Esta vez sí oyó algo al otro lado. Algo que le hizo estremecer.
Aunque lo estaba esperando no sabía la forma en que iba a producirse.
Una voz gutural y profunda, que parecía proceder del mismísimo más allá se dirigió a él y, en un tono cavernoso, le lanzó el siguiente mensaje:

“CINCO DIAS PARA QUE LA OSCURIDAD TE ABRACE
PACIENCIA, ME ESTOY ACERCANDO”


Fue el instinto. Raúl colgó con violencia y permaneció en silencio con las manos en la cabeza. La voz sonaba una y otra vez en su cerebro y cada vez resultaba más terrorífica. Aquella historia comenzaba a perder la gracia.

Sexto Día

Apenas había podido dormir. Raúl no era una persona miedosa pero la voz se le había quedado grabada en su cabeza y se repetía con insistencia. Pese a estar convencido de que todo era producto de una maquiavélica broma, Raúl no dejó en toda la noche de darle vueltas a todos y cada uno de los incidentes. La cabeza le dolía horrores.

Tras una ducha mañanera, se vistió con un chándal viejo y salió a correr unos kilómetros, algo habitual los domingos. Mientras corría, tuvo la sensación de que los transeúntes le observaban con interés y recelo, como si todos ellos supieran que le quedaban muy pocos días de vida….

¿Pero qué estaba pensando? ¿Acaso se iba a dar por vencido e iba a permitir que los bromistas se salieran con la suya? ¡Nadie se iba a reír a su costa!

Cuando regresaba a casa, al cruzar la calle, un camión estuvo a punto de atropellarle. Sonó un claxon rabioso y Raúl tuvo la habilidad de echarse hacia atrás para evitar un desenlace fatal. Oyó el grito horrorizado de una mujer y la voz de un hombre que había presencia el incidente que decía “¿Quieres morir?”

Una voz más fuerte, potente y visceral, retumbó desde alguna parte:

“TODAVIA NO PUEDE MORIR,
AUN LE QUEDAN CUATRO DÍAS…”

Raúl miró a su alrededor pero no pudo localizar a la persona que había pronunciado aquella frase, es más, tuvo la extraña sensación de que él había sido el único de los presentes que la había oído. La voz era muy parecida a la que escuchara a través del teléfono. Su rostro comenzó a sufrir una ligera transformación, donde los rasgos mostraban los síntomas de un pánico que comenzaba a surgir de una manera aplastante. La cabeza le daba vueltas y sentía un intenso vacío en el estómago.

-Oiga, joven, ¿Se encuentra bien?.-dijo la voz de un anciano de rostro preocupado.
No, Raúl no se encontraba nada bien.

Séptimo Día

El despertador sonó a las cinco de la mañana y le costó varios minutos darse cuenta de ello. Tenía el cuerpo completamente agarrotado, pero se levantó y se dio una buena ducha para despejarse. Después de vestirse y de un pequeño vaso de café, se marchó hacia el trabajo.

Iba conduciendo en malas condiciones. Un sólido dolor de cabeza le impedía centrarse correctamente en el asfalto y una fuerte tormenta, que se había desencadenado paralelamente a su despertar, hacía desapacible cualquier intento de ver las cosas con ojos tranquilizadores.

Cerca ya de su lugar de trabajo, en el transcurso de una recta larga, oscura y solitaria, Raúl pisó el acelerador. Iba pensando en la macabra broma que le estaban gastando y se imaginaba que algo nuevo descubriría al llegar a su trabajo. Un nuevo anónimo, o una nueva rosa negra, o quizá cualquier otra estupidez que le anunciara que le quedaban solamente tres días de vida. Era el colmo de lo absurdo. En cuanto tuviera ocasión iba a agarrar de la pechera al estúpido bromista y le iba a estampar el puño en la cara. ¡Nadie se reía de él!

Y sin embargo…

Tenía la sensación de que algo más había en toda esta historia, algo que se le escapaba.
De todos modos no tuvo que esperar demasiado tiempo para comprobar que algo no encajaba en el sentido y en la lógica.
Fue antes de llegar al trabajo, en aquélla recta larga, oscura y solitaria.
Raúl suspiró consternado al sentirse presa de una situación que no podía entender y miró unos instantes al retrovisor.

¡Pisó el freno de inmediato!

La figura de un hombre vestido de negro lo observaba con ojos muertos desde el asiento de atrás.

El coche chirrió y las ruedas frotaron el asfalto con tanta violencia que comenzaron a salir humo de ellas.

Gracias al cinturón de seguridad, el cuerpo de Raúl quedó prácticamente clavado en el asiento. Agarró con fuerza el volante y volvió a mirar al espejo. El hombre seguía allí y lo miraba en silencio, a través de unos ojos que a Raúl le resultaron malignos.

-No te gires.-dijo el hombre misterioso con voz átona.

Raúl obedeció, estaba muy asustado. Preguntó quién era ese hombre.

-Soy un mensajero.
Raúl lo miró a través del espejo y antes de hablar tragó saliva: -Y vienes a decirme que ME QUEDAN TRES DIAS DE VIDA, ¿Verdad?

El siniestro personaje había desaparecido. En ese preciso instante, Raúl tuvo conciencia de que todo aquello no era producto de una broma y comenzó a tomarse en serie lo que parecía ser una sentencia de muerte.

Octavo Día

Cuando a una persona le van avisando de que le quedan pocos días de vida y se lo toma a broma, cuando se convence de que hay una siniestra realidad tras los avisos, ya es tarde para intentar poner remedio. Tres días no dan para mucho y Raúl lo sabía. Estaba muy asustado y optó por no levantarse de la cama hasta bien entrada la mañana. No había acudido al trabajo, ni siquiera llamó para informar de su ausencia, no estaba dispuesto a hacer nada que pudiera darle la oportunidad a quién fuera de dejarle un nuevo y escalofriante mensaje.

El teléfono sonó pero él no lo cogió.
Alguien llamó a la puerta, pero él no abrió.

Consciente de que lo que le estaba ocurriendo era sumamente extraño, atisbaba en algún rincón profundo de su raciocinio que el asunto contenía algunos ribetes misteriosos y no explicables, por eso no encendió la televisión ni la radio, tampoco quería leer absolutamente nada. No iba a facilitar las cosas a la caprichosa forma de indicarle que solamente le quedaban dos días de vida…
Pero el destino no puede detenerse… o al menos Raúl no supo cómo hacerlo.

Después de comer había decidido acostarse de nuevo. El fuerte dolor de cabeza continuaba atormentándole. Pese a ello, se durmió en cuestión de minutos.

Despertó sobresaltado. ¡¡No podía respirar!!

Abrió los ojos pero notó que tenía algo sobre ellos que no le permitía ver absolutamente nada. Primero pensó que era la sábana pero al apreciar que no estaba solo en la habitación (notaba una profunda respiración) supuso que alguien le había colocado una venda. Se equivocaba.
Intentó abrir los ojos pero no podía hacerlo. El esfuerzo le suponía sentir un dolor insoportable y se asustó al comprender que el extraño visitante que estaba junto a la cama, probablemente observándole con una expresión de entera satisfacción, le había cosido los párpados.

Abrió la boca para proferir un grito solicitando ayuda. La boca no se abrió. Sus labios estaban sellados.

Raúl oyó una pequeña risa y notó el aliento del desconocido sacudiendo su rostro. Notó algo viscoso y húmedo recorriendo su cara y movió la cabeza para espantar “aquella cosa”, pero la lengua del intruso continuó lamiendo el rostro de Raúl.


“TE LO HE ESTADO ADVIRTIENDO Y TE HAS BURLADO DE MI
AHORA SOLO TE QUEDAN DOS DIAS DE VIDA”

Raúl reconoció la voz. La misma que sonara a través del teléfono, la misma voz, lúgubre, profunda y lejana, que escuchara en la calle, cuando casi fue atropellado. Estaba convencido que aquella voz no era humana…

¡La Muerte! ¡Eso era, claro! ¡Allí estaba para llevárselo!

Resultaba inaudito pero era la única explicación a la que podía llegar en aquellas circunstancias y tras analizar todos los acontecimientos. La broma era evidente que ya estaba descartada, la posibilidad de que todo no fuera más que las tretas horrendas y oscuras de un psicópata caían por su propio peso al percibir en algunos momentos, pequeños fragmentos irreales que mantenían con fuerza una posible conexión sobrenatural en tan turbio asunto.

¡La Muerte!

Noveno Día

Raúl ya era consciente de que su final estaba cerca. En las circunstancias en las que se encontraba, no podía hacer otra cosa que esperar. Y eso hizo.

Apenas podía moverse. Con los parpados cosidos y la boca sellada, el miedo lo tenía completamente inmovilizado. El constante y agudo dolor de cabeza y los miembros agarrotados, le impedían cualquier movimiento. Postrado en la cama permaneció a la espera.

Esta vez no era necesario que nadie ni nada le informara de que solo le quedaba…UN DIA DE VIDA.

Ultimo Día

La muerte entró sin abrir la puerta. Lo hizo atravesando la pared y se personó en la habitación donde Raúl yacía, aguardando su momento.

La temperatura bajó de forma considerable y un olor putrefacto se adueñó del lugar. La Muerte observó a su presa con el rostro febril. Una pequeña e inesperada bruma comenzó a aparecer alrededor de la Muerte y rodeó por completo la habitación, pareciendo que todo había desaparecido en su interior. Pero si mirabas bien se podía distinguirse el vestido negro de la Muerte avanzando hacia Raúl.


Supo que estaba allí y no hizo nada por rechazar la fría presencia de la Muerte. Raúl estaba resignado. Las largas horas de inmovilidad le habían ofrecido una tranquilidad que incluso a él le sorprendió, pero cuando las cosas se tuercen de esta manera, es absurdo luchar contra ellas. Raúl se había rendido.
Oyó hablar a la Muerte, con su voz lúgubre, profunda y lejana, pero el sonido estaba tan distorsionado que Raúl no podía entender lo que le estaba diciendo. Comenzó a notar algo caliente y viscoso que manchaba sus oídos hasta que dedujo que era sangre.

Los orificios de la nariz se le taponaron completamente y comenzó a sufrir convulsiones al no poder respirar. El fuerte dolor de cabeza había desaparecido por completo, sustituido por la voz de la Muerte que no dejaba de hablarle. Notó una fuerte presión en su pecho hasta que definitivamente dejó de respirar y su cuerpo quedo tendido sobre la cama, completamente inmóvil.

La bruma comenzó a desaparecer y la Muerte se marchó con ella. La temperatura de la habitación había retomado a la normalidad. Raúl estaba muerto, con una expresión en su rostro de angustia que mostraba sufrimiento en el momento de su muerte. La sangre seguía manando de sus oídos…

En la pared, usando la sangre del propio Raúl, alguien había escrito:

“TE LO ADVERTI”

Primer día
(En el otro extremo de la ciudad)

Verónica se despertó a las cuatro de la madrugada y comenzó a dar vueltas por la cama, pero ya no pudo conciliar el sueño y optó por levantarse. Bebió un vaso de leche y después tomó la decisión de encender el ordenador. Miró sus mensajes y visitó varias webs. Una de aquellas páginas era un blog de Relatos Cortos y tras leer una historia escalofriante se le abrió una ventana a la derecha con un texto escrito en rojo:


“NUEVE DIAS PARA ENTRAR EN LA OSCURIDAD”


Verónica la cerró sin prestarle mayor atención suponiendo que se trataba de un enlace publicitario. Ignoraba que su vida iba a cambiar por completo desde aquél mismo momento, bueno, para ser sinceros…
...lo poco que le quedaba.

Daniel Ribas y su visita al CEMENTERIO

Estos dos últimos años han sido terribles para mí. Mi vida ha cambiado por completo, de arriba abajo. Durante el día, mis ojos se cierran como persianas y mi cuerpo sufre un aletargamiento tal que me obliga a estar tumbado en la cama. No es algo que me importe demasiado porque desde siempre me ha gustado este deporte, pero prácticamente me paso todo el día dormido. Las pocas veces que salgo a la calle durante el día, descubro que la luz del sol me hace daño en los ojos. No pienses que soy uno de esos paliduchos chupasangres, soy normal, tan normal como una persona maldecida por la oscuridad. Y tengo que vivir con ello.

Curiosamente, es durante la noche cuando me siento con más ganas, pero con más ganas de nada y si antes salía bastante, me he dado cuenta que cada vez que pongo el pié en la calle, soy como un imán para todo lo raro y he optado por pasar la mayoría de las noches en mi pequeño piso, rodeado de botellas y latas de cerveza. Acostumbro a pedir comida rápida, pizzas, hamburguesas y a veces una puta; sé que estoy destrozando mi estómago. Intuyo que mi colesterol debe estar por las nubes, pero ese aspecto de mi vida no me preocupa, tú tampoco lo harías si supieras que no puedes morir, al menos de muerte natural.

Por esa razón y a pesar de que siempre he sido un vago en lo que se refiere a realizar cualquier esfuerzo que suponga recorrer palabras con los ojos y, para colmo y como dificultad adicional, entender el contenido de las frases, últimamente me he aficionado a la lectura. Dada mi condición y mis experiencias actuales, es lógico que haya escogido la literatura de terror como nueva afición.

El último libro que me he leído, y varias veces por cierto, se titula “Asesinados por los Muertos”, de José Manuel Durán Martinez y puedo asegurarte que me he quedado impactado por la calidad de la obra. Su autor muestra una idea que voy a llevar a la práctica esta misma noche.

Salgo a la calle con la ligera seguridad de que no soy agradable de ver. ¿En qué me he convertido? Un traje arrugado, barba de siete días, pelo enmarañado y sucio, ojeras enormes y cara de culo. ¿Acaso importa?

Entro en un bar y pido una copa. Lo primero es lo primero. Después lo segundo, es decir, otra copa más. Después de la tercera salgo del local y agacho la cabeza. Hace un frío de mil demonios. Debería ser más prudente y no utilizar estas palabras, pero qué se puede esperar de un hombre cuya vida se ha convertido en una disputa irracional, donde el mal me asedia por un lado y la maldita oscuridad me protege por el otro. Lo que me preocupa de verdad es lo que se oculta tras las sombras y ante esas cosas no tengo protección, ¿o me equivocó?

Con mi mano izquierda oculta bajo un guante negro, que protege mi marca de ojos curiosos de los inocentes, palpo mi pecho y me tranquilizo al notar el medallón. Respiro con tranquilidad pero antes de nada debo hacer una parada. No, no es otro bar, mal pensado, aunque allí también sirven copas. Es un club de alterne.

La jefa me saluda nada más entrar con una sonrisa tan falsa como sus tetas; me dan ganas de vomitar pero afortunadamente vienen a mi lado un par de morenazas de esas que te quitan el hipo si les enseñas un buen fajo de billetes. Pero yo no dispongo de ese fajo, al menos no esta noche y tampoco tengo hipo. Les invito a una copa, es lo único que puedo hacer por ellas y creo que ya es bastante; tampoco quieren más de mí pues he notado que respiran aliviadas. No me ofendo, bien mirado yo tampoco querría nada conmigo mismo, aunque deberían saber que debajo de esta descuidada barba y de este traje sucio y arrugado, se oculta un hombre atractivo de músculos florecientes y tan maldito como la peste.

Pregunto por Bárbara, una de las putas del local y por la que siento algo. Está con un cliente. Pido una copa y la disfruto viendo a los hombres que entran por la puerta, nerviosos y con cara de pillos. La mayoría son casados y esperan no encontrarse en el garito a nadie conocido. Me burlo de ellos con una mueca por sonrisa y espero con paciencia a que Bárbara termine.

Lo hace media hora más tarde. Baja las escaleras desplegando su larga melena pelirroja. Embutida en un corsé negro ofrece al público la voluptuosidad de unos pechos exageradamente grandes. Pero lo que a mí me gusta son sus pantorrillas, me recuerda a los mofletes de los señores gorditos. Esas caderas me vuelven estúpido y las he lamido en más de una ocasión… en mis aventuras oníricas claro, porque nunca he tenido sexo con Bárbara. No es que no me guste, en realidad me gustan todas las mujeres, pero mantengo una relación con ella un tanto siniestra y especial. La considero mi amiga y eso es algo que muy pocos tienen el honor de mantener orgullosos. Ella lo tiene, sin duda.

Se acerca a mí y no duda en besarme las mejillas. Pasa sus manos sobre mi cuello y se agarra como una niña, pero ya no es una niña, es más bien una cincuentona, pero la mujer sigue siendo mona.

Le susurro unas palabras en el oído. Arquea las cejas sorprendida y me lanza una mirada que prácticamente me pregunta si estoy loco. No, no estoy loco, solamente estoy maldito. Cierro mi mano izquierda, protegida por el guante de cuero. Ella pone la mano en mi paquete. Mi miembro está erecto y ella sonríe picarona. Me invita a subir pero muevo la cabeza de un lado a otro. Ella insiste y yo agarro su brazo quizá con más fuerza de la debida porque dos gorilas feos y gordos se han levantado de unas sillas. Veo sus rostros de miradas asesinas, sus caras de idiotas y les obsequio con una sonrisa bobalicona. Bárbara hace un gesto con la mano para tranquilizar a los energúmenos, que vuelven a aplastar sus culos. No me quitan ojo, pero no me preocupa demasiado.

-¿Entonces, qué, te apetece acompañarme?

-Estás loco.-ríe mientras pide otra copa que carga a mi cuenta. No sé si llevo suficiente dinero. Miro de reojo a los dos gorilas y rezo para que así sea.

-Sabes que siempre te pido a ti las cosas primero, si no te apetece puedo buscar otra chica.

-No sé trata de eso, cariño, pero nunca me has pedido algo tan… insólito.

-Solo quiero enseñarte algo.

-¿Y no puedes hacerlo en la habitación?

-No, ha de ser en el cementerio.

Intento disimular el dolor de mi mano y la cierro mientras con la otra conduzco un vaso hacia la boca. La abro y el licor abrasa mi garganta. Bárbara no me quita ojo y vuelve a colocar su mano en mis partes nobles. Esta vez no hago nada y dejo que me acaricie unos instantes.

-De acuerdo, pero tendrás que pagarme un poco más.

-No te preocupes por el dinero.-digo y sonrío. Ella confía en mí y eso me entristece.

-Termino a las cinco de la mañana, ¿Te viene bien?

-Claro, por supuesto, vendré a recogerte.

-No, será mejor que no. Sabes que no puedo hacer trabajos fuera del club, mejor quedamos lejos de aquí.

-De acuerdo.

Salgo del local con la seguridad de que llevo los ojos de aquellos dos horribles gorilas arrastrándose por mi nuca, y los de Bárbara pegados a mi culo, y no sé cuál de las dos cosas me incomoda más.

Miro el reloj. Aún falta mucho tiempo para mi cita y regreso a casa. Voy bastante cargado de alcohol pero controlo mis pasos y encuentro mi piso antes de lo esperado. Subo por las escaleras y me cruzo con una vecina que me mira y murmura algo que no entiendo. Podría cogerle por los pelos y zarandearla pero uno de sus hijos es bastante musculoso y prefiero que no me haga una visita al día siguiente. Me tumbo en la cama. Cojo el libro de José Manuel Durán y lo miro con detenimiento ¿Y si no tiene razón? ¿Y si se equivoca? Bárbara pagará el error.

Me encojo de hombros y repaso las terribles páginas de esta obra, donde su autor describe con todo lujo de detalles lo que a mí me está ocurriendo. Y aporta una solución a mi problema, que en realidad es lo que me importa, aunque el precio sea… la vida de Bárbara.

Lo que estoy a punto de hacer es una completa locura, ninguna persona normal, medianamente cuerda, cometería semejante atrocidad, pero yo ya no soy normal y jamás he estado cuerdo. Por muy abominables que a mí me parezcan los pensamientos que estoy teniendo, no puedo dar marcha atrás porque primero tengo que salvar mi culo y después el de los demás. Si mi vida fuera normal no tendría que hacer nada extraordinario, pero mi vida está maldita y la oscuridad me tiene reservado un cruel destino.

Ya no solo se trata de la mancha negra que cubre mi mano y que en ocasiones, como ahora, duele horrores o de que mis ojos, habituados a las sombras, vean cosas que la gente normal no puede ni siquiera imaginar. Y me estoy volviendo loco. Curiosamente, el libro de José Manuel Durán muestra a un protagonista como yo, con estos mismos problemas y me siento muy identificado con la obra. Parece una novela de ficción, pero ¿Y si no lo fuera? He intentado contactar con el autor de mil formas diferentes, he estado en conciertos de heavy metal para ver si su melena rizada se agitaba al ritmo diabólico de las carcajadas de Satán, pero no lo he encontrado. Me he leído su libro varias veces y en él, el protagonista acaba por entregar a su amada a los muertos, para que las voces que oye, para que el tormento que sufre, le deje vivir en paz… unos días.

Lo más parecido a una amada para mí es Bárbara, curioso que se llame también de esta manera, y si por mí fuera me echaría para atrás, pues no tengo miedo de entrar en el mundo de los muertos, no, no tengo miedo a morir pero precisamente eso es lo que no puedo hacer. No me dejan hacerlo y debo convivir con el horror y eso es algo que no puedo soportar. La marca de mi mano me indica que estoy maldito, el medallón que cuelga de mi cuello me protege pero a su vez atrae a otros malditos como yo y ya no puedo más. Si el autor tiene razón, si Bárbara es llevada por los muertos, tendré unos meses de calma y luz, algo de lo que ya no disfruto desde hace prácticamente dos años.
Es aberrante e indigno de un caballero. Pero yo nunca he sido un caballero.

A las cinco de la mañana apago las luces de mi apartamento y procuro no mirar hacia atrás, porque sé que veré sombras agitándose en la oscuridad. Cierro la puerta de un portazo y bajo por las escaleras. Llego hasta la calle y observo malhumorado que está lloviendo. Hundo la cabeza en mi cuello y meto las manos en los bolsillos. Acelero el paso. La ciudad parece desierta. Es como si todos supieran que estoy maldito y nadie quiere cruzarse conmigo.

Cuando llego al punto de destino me encuentro con Bárbara que se protege de la lluvia debajo del tejadillo de un bar ya cerrado. Probablemente, si yo he tardado, se habrá tenido que quitar de encima a algún borrego porque, pese a su edad, está de muy buen ver y viste como una puta, porque lo es, algo que a mí nunca me ha importado.

-¿No prefieres ir a tu apartamento?.-me sugiere con voz temblorosa. Es evidente que ha pasado frío esperándome.

-No, debe ser en el cementerio.-digo con la voz seca.

-Como quieras, pero eso te va a salir más caro.

Me importa un pimiento lo que pueda costarme. Si todo sale mal no dejará de ser una experiencia más en la vida de esta mujer, pero si todo es como dice el autor de “Asesinados por los Muertos”, me temo que esta noche será la última en la que vea con vida a Bárbara. Y digo “con vida” porque estoy convencido de que en un futuro me la volveré a encontrar y quizá no esté demasiado agradecida de lo que estoy a punto de hacer con ella.

-¿Vamos a ir andando?.-pregunta extrañada.

-No tengo coche y tampoco está lejos…

La agarro del brazo, no quiero que se me escape. Sus zapatos de fino tacón golpean el suelo y está a punto de resbalar un par de veces, por lo que me siento obligado a reducir la velocidad.

Mientras caminamos en silencio, pienso en lo que tengo que hacer. Todo es muy sencillo. Recuerdo las palabras perfectamente: “Cogió a su amada y la condujo al cementerio. Una vez allí, sabedor de estar siendo observado con interés por aquello que se agita entre la sombras, golpeó a la mujer en la cabeza las veces necesarias hasta que perdió el conocimiento. Después la llevó al punto más oscuro del cementerio, a la sazón bajo un alto ciprés, que como mudo testigo observaba el cruel acto”.

Miro a Bárbara y ella me sonríe con sus labios rojos. Tiene una mirada preciosa, unos ojos maravillosos y las tetas muy grandes, como a mí me gustan. Lo tiene todo para gustarme y sin embargo aquí estoy, a punto de permitir que ellos se la lleven. Pero ¿Qué puedo hacer si es la única forma de que por fin encuentre el remanso absoluto que mi maldición necesita? ¿Tú no harías lo mismo? ¿Dejarías que tu vida se convirtiese en un infierno cruel donde lo que nadie puede explicar te asedie cada noche? Yo no puedo dormir desde hace ya meses, veo cosas que tú no podrías imaginar jamás, oigo voces de seres que no pueden existir. Pero lo peor de todo es que yo quiero morir, necesito hacerlo y la única forma es librarme de esta maldición. Estoy perdiendo movilidad en mi mano infectada, noto que otros malditos como yo me están buscando para hacerse con el medallón que me protege y sin él no soy nada, ¡¡nada!! ¿Tan cruel resulta dejar que una mujer inocente pierda su vida para salvar la mía?

Ella se detiene y me abraza. A pocos metros queda ya el cementerio. Ha dejado de llover. Me mira con sus amables ojos y desliza su mano en mi pantalón. Me baja la cremallera e introduce sus dedos. No tardo mucho en animarme y ella lo nota con una sonrisa. Me acaricia y aunque trato de apartarme ella me agarra con fuerza. Mordisquea mi cuello y, con una habilidad que no me sorprende, logra desabrocharme el botón del pantalón, que cae sobre mis tobillos. Ella se agacha pero esta vez consigo apartarme y le digo que será mejor esperar… pronto va a amanecer y entonces de nada servirá haberla traído al cementerio.

Me pongo los pantalones y caminamos de nuevo hacia nuestro destino. En mi cabeza, las palabras de la novela resuenan, como si la voz del propio autor estuviera leyendo las páginas de su obra: “Entonces los muertos aparecerán de improvisto ante la atenta mirada del maldito. Sus manos se alzarán de entre la oscuridad y cogerán el cuerpo de la desdichada, que gritará pidiendo ayuda, pero él no hará nada, permitirá que ellos se la lleven a las entrañas del infierno”

Ya en el cementerio busco el lugar más oscuro. ¡Qué curioso!, junto a un viejo y alto ciprés. Le pido a Bárbara que me acompañe. Lo hace sin titubear. Confía en mí, ella no sabe que yo soy una mierda.

Pido que se tumbe en el suelo. Lo hace sin rechistar y se desabrocha la blusa que lleva. Sus pechos caen a los lados libres también del sujetador y se abre de piernas, subiéndose la falda. No lleva bragas.

Levanto la cabeza y observo siluetas encorvadas junto a las lápidas, moviéndose impacientes, esperando que yo dé el visto bueno. Se van acercando. Bárbara gime y pide que me tumbe sobre ella.

Mi mano infectada comienza a dolerme mucho, como si me quemara y noto la inquietante presencia de los demonios. El autor tenía razón. Ellos han venido.

Miro el cuerpo desnudo de Bárbara y aprecio su tierna mirada. Ella me tiene cariño, quizá su corazón no pueda sentir amor pero noto que me tiene en buena estima y yo estoy a punto de fallarle.
Maldigo mi mala suerte.

-¡Levántate puta y lárgate a casa!

Bárbara me mira estupefacta. No entiende mi actitud, pero yo solamente le estoy salvando la vida porque en realidad soy un cobarde.

Noto la ira procedente de las sombras y la oscuridad, a la que yo conozco bien, se irrita. Las sombras se agitan malhumoradas. Los muertos o los demonios, lo que diablos sean, se han enfadado y pueden atraparla en cualquier momento. Le doy una patada y la levanto fingiendo una rabia que no siento. Le golpeo la cara y la empujo.

Bárbara, con lágrimas en los ojos, me mira sin comprenderme y se aleja corriendo, saliendo del cementerio y volviendo a la vida. Yo me alegro por ella, pero no por mí.

Sin víctima en el cementerio todo parece haber recobrado la calma pero yo sé que solamente es una tregua porque esto va a repercutir negativamente en mí en un futuro muy próximo. Voy a notar la ira de la oscuridad.

De regreso a mi casa pienso que nunca sabré si el autor de “Asesinados por los Muertos” tenía razón o si su novela era solamente ficción. Fuera como fuere, cuando llegue a mi hogar pienso lanzar por la ventana su puta novela. Quizá algún día localice a ese tal José Manuel Durán. Si lo hago tal vez le cuente mi historia, a ver si sus conocimientos me pueden arrojar algo de luz, alguna solución…, aunque con lo excéntricos que son los escritores es posible que si algún día me cruzo con este individuo y le narro con todo lujo de detalles lo que me ocurre, acabará escribiendo relatos cortos contando mi vida para su página en Internet. ¡Manda cojones!

primera entrega: EL MORDISCO

Segunda Semana de Noviembre de 2008

Mi nombre es Tom Carella y atesoro la necesidad de escribir unas líneas, aunque cada vez tengo menos esperanza de que alguien pueda leerlas. Sin embargo, mantengo la llama de la ilusión encendida para que el mundo que hoy se ha vuelto completamente loco, algún día retome las riendas de la coherencia y la razón.

Soy un superviviente y un pálpito en mi interior me susurra que quizá en el exterior haya gente como yo, que lucha contra el horror para defender nuestro mundo o que, en realidad, se oculta para no ser encontrado.

Lo que vas a leer a continuación es la historia de mi vida…

Estoy aterrorizado, el miedo atenaza mi interior. Llevo varias semanas encerrado en un sótano. Durante días lo he provisto de los suministros necesarios para sobrevivir durante algún tiempo, pero tarde o temprano el agua o los comestibles se acabaran y entonces me veré obligado a salir al exterior y no quiero encontrarme con el horror del que me he escondido.

Hace tiempo que no escucho gritos pidiendo auxilio y sospecho que no queda nadie vivo por los alrededores; oigo como ellos arrastran los pies, intuyen que estoy aquí, probablemente me huelen, me sienten, y saben que sólo es cuestión de tiempo para que abandone este maldito lugar. Me están esperando. Yo también los puedo sentir. A través de las paredes se filtra su nauseabundo olor y me imagino una hilera de apestosos muertos vivientes haciendo guardia frente a la entrada del sótano.

Desde hace dos días dejaron de dar golpes en la puerta y pensé que se habían rendido, pero ahora comprendo que simplemente aguardan a que yo abra voluntariamente esa puerta. Y sé que algún día tendré que hacerlo.

Mientras llega ese momento, con lágrimas en los ojos, me dispongo a dejar constancia del exterminio al que ha sido sometido la Humanidad, pues mucho me temo que, con el tiempo, nadie quedará con vida sobre la faz de la Tierra pero, aún así, confío en que, algún día, algo cambie en la superficie, que los muertos regresen a las tumbas de las que nunca debieron salir, que todo vuelva a la normalidad. Si esto ocurre, tal vez pueda volver a ver la luz del sol, a respirar tranquilidad, pero me temo que ellos están preparando su definitivo ataque. Si se impacientan entrarán, irrumpiendo con violencia extrema, buscando mi cerebro para masticarlo con sus dientes rotos y podridos.

No sé de cuánto tiempo dispongo, por esa razón he decidido escribir todo lo que ha ocurrido en los últimos meses, para dejar constancia de que al menos un hombre luchó por sobrevivir y aguantó oculto como un cobarde mientras los muertos caminaban por las ciudades, sembrando la muerte y la destrucción. Sí, que quede constancia que yo me escondí, pero no como un cobarde, sino como un soldado que luchó por ser un superviviente. Que así se me recuerde.

24 de Abril de 2008

Todo comienza esta mañana. Es posible que en otros sectores la plaga haya surgido anteriormente, incluso aquí, en mi ciudad, pero para mí todo se derrumbó a las diez de la mañana de este fatídico día.

Soy investigador privado, o mejor dicho, lo era. Aquél día estaba siguiendo unas pistas que me condujeron a una casa abandonada, a las afueras de la ciudad. Si mis informaciones eran correctas, la persona a la que estaba buscando, una mujer de 24 años, debía encontrarse allí. Y lo estaba. Pero muerta. O viva. Quizá una mezcla de todo. No lo sé.

Perdona si no soy muy coherente con mis explicaciones o con las descripciones que estoy dando, pero hay tantas cosas que contar y probablemente tan poco tiempo que no acierto a buscar la fórmula correcta para trasmitirte toda la información sin que mis sentimientos irrumpan.

Era evidente que la casa podía ser un buen escondite. Lejos de miradas curiosas, un fugitivo podía pasar días enteros, sino semanas, dentro de la casa, un lugar que podría darle refugio a cualquier necesitado. Y la mujer que buscaba era una necesitada. Y también una fugitiva.
Me habían encargado localizarla, y lo hice esa mañana, pero necesitaba comprobarlo antes de llamar a la policía, que son quienes tienen la autoridad de intervenir en estos casos.
Nunca debí entrar en la casa.

Detuve mi coche en las inmediaciones, a una distancia prudencial, evitando que pudieran verme desde el interior. Jamás pensé que los ojos de la muerte estaban observándome con suma atención.

Caminé hacia la casa cerciorándome de que no había nadie por los alrededores. Ningún coche, nada que me llamara la atención. Helen debía haber venido a pie.

No se apreciaba señal alguna de vida. La espantosa muerte puede ser cruelmente silenciosa.
Cuando me di cuenta ya era demasiado tarde. Pero no adelantemos acontecimientos…
Examiné la casa astutamente, tal y como la experiencia me ha enseñado. Estaba convencido de que Helen se encontraba en su interior, sola. Hubiera bastado una simple llamada telefónica para evitar los problemas que surgieron repentinamente pero cuando uno es cabezón hasta la médula no atina a evaluar la estupidez de los actos de un idiota. Y yo soy tan estúpido como idiota.

Naturalmente, después de comprobar todo lo que ha sucedido a lo largo del ancho mundo, siempre según las informaciones de la televisión y la radio, naturalmente cuando funcionaban, y sobre todo del horror que viví en días posteriores, encontrarme con lo imposible era cuestión de tiempo, pero hubiera sido mejor demorar un poco ese enfrentamiento. Mi ímpetu facilitó las cosas. Entré en la casa y me encontré con la muerte.

Recordar este episodio trae a mi memoria demasiados recuerdos y no puedo seguir escribiendo, tal vez lo haga en otro momento pero en este instante solo puedo permitir que las lágrimas, que duelen como lenguas de fuego abrasando mi piel, resbalan por las mejillas. Cierro los ojos pero no detengo las lágrimas, que a su modo forman dos pequeños ríos de tristeza que aplastan mis pómulos.


24 de Abril de 2008 (continuación…)

Sentí una repulsión total al recibir el puñetazo atroz de un olor nauseabundo que aplastó mi nariz y la inhibió durante varios minutos. Sentí arcadas y un intenso mareo que a los pocos segundos se convirtió en un profundo e insoportable dolor de cabeza.

Entonces oí el grito infrahumano. Después la vi. La muerte surgiendo de la oscuridad extrema. El horror en estado puro. Si aquello era Helen parecía un abominable monstruo. Si aquello era la muerte se movía con tal diabólica velocidad que apestaba a vida podrida.
No tuve tiempo de reaccionar. O quizá no supe hacerlo.

Se abalanzó hacia mí desde la oscuridad, como un monstruo oculto que espera a su presa. Y ella me estaba esperando.

Aunque al principio no la reconocí, después supe con toda certeza que mi atacante había sido Helen.

Pero en aquel primer momento solo vi una cara deforme que emergía de entre la oscuridad, acompañada de una mueca horrible en la boca entreabierta, de la que surgió un gemido que me heló la sangre. Entonces sentí el dolor en el brazo.

Cuando me quise dar cuenta, aquella cosa tenía clavada sus dientes en mi brazo y bramé de dolor. Traté de luchar para zafarme de aquella prisión y golpeé con mi puño la cabeza de mi agresor. Le di fuerte pero ni se inmutó. No se movió lo más mínimo. Noté la sangre cayendo al suelo y mis piernas comenzaron a temblar. Grité. Pedí auxilio. Pero las sombras de la casa se reían y la soledad de aquél maldito lugar ahogaba mis gritos.

En un momento que no recuerdo bien, mi atacante se retiró con un trozo de carne entre sus dientes. Dirigí horrorizado los ojos hacia mi brazo herido y descubrí que sangraba en abundancia. El dolor era insoportable.

El monstruo emitió un profundo lamento y lo miré. Sus ojos eran inexpresivos, como si no tuvieran vida, como si la muerte fuera dueña de ellos. Su rostro, blanco como una muda pared, me observaba con una expresión que no sabría explicar adecuadamente. La boca de aquella cosa estaba manchada de sangre y escuché cómo masticaba mi propia carne. Bajo aquella imagen espantosa reconocí las facciones de Helen y durante unos momentos permanecí destrozado por la situación. Hasta que ella saltó de nuevo sobre mí.

Rugió como un demonio. Abrió su boca y me enseñó dos afilados colmillos que estaban dispuestos a clavarse en algún punto de mi cuerpo. Si no hacía nada estaba convencido que volvería a morderme, para sacarme un nuevo trozo de carne. Y yo ya había perdido demasiada sangre. Mi herida requería tratamiento médico, varios puntos de sutura y algo de morfina para soportar el dolor. Me daba terror mirar mi brazo y comprobar el trozo de carne que me faltaba.
Afortunadamente para mí, reaccioné a tiempo. Me aparté a un lado y Helen cayó al suelo, momento que aproveché para darle algunas patadas. Salí de la casa y me encontré con el cañón de una escopeta apuntando directamente a mi cabeza.

Tras el arma, un hombre fornido me observaba con una clara intención que leí en sus ojos: Disparar.

Y lo hizo en el preciso instante en que oí un sordo sonido a mis espaldas. Me giré a tiempo de ver a Helen que se abalanzaba hacia mí profiriendo un profundo lamento. Tras la detonación vi claramente cómo la bala perforaba la cabeza de Helen, penetrando en su cerebro y atravesándolo. Vi trozos de su cuero cabelludo saltar por los aires y percibí el reflejo de la muerte en un rostro ya muerto.

Helen quedó tendida en el suelo, con los brazos echados hacia atrás y las piernas abiertas. Sus terribles ojos sin vida seguían abiertos. Eran estremecedores.

Oí claramente que el hombre que había disparado cargaba de nuevo el arma. Me volví lentamente y jamás olvidaré el miedo que expresaban sus ojos. Me miraba fijamente, en concreto a la herida de mi brazo, de la que continuaba manando sangre.

-Lo siento amigo, pero así debe hacerse.-murmuró con una voz temblorosa. En aquél momento no supe qué significaban aquellas palabras.

Vi en la lejanía varias siluetas que se aproximaban, tal vez cuatro o cinco hombres que se acercaban. No dije nada, pero el hombre advirtió mi insistente mirada hacia el horizonte y giró su cabeza sin dejar de apuntarme con el arma con la que había matado a la mujer convertida en monstruo.

-¡Maldita sea!.-masculló violentamente. En aquél momento, el hombre armado pareció olvidarse de mí. Me puse a su lado y juntos contemplamos el avance de aquellas figuras lejanas. ¿Dije cuatro o cinco? Me equivoqué, rondarían la docena y avanzaban despacio. Noté algo raro en su forma de caminar. La distancia no me permitía apreciar suficientes detalles, pero podía adivinarse que se movían torpemente, como si no pudieran flexionar las rodillas.

Ahora sé que no pueden hacerlo.

Creo que nos vieron porque algunas de aquellas figuras patosas y ridículas, alzaron los brazos por delante de sus narices y sin dejar de dar tumbos en nuestra dirección, gimieron en un prolongado lamento. Incluso noté que aceleraban el paso, pero no los vi correr.

Ahora sé que no pueden hacerlo.

El dolor en mi brazo era ya inaguantable. Había perdido demasiada sangre y mis rodillas se doblaron; caí al suelo como una marioneta a la que habían cortado sus hilos, pero tardé un poco en perder la conciencia. Me mantuve despierto el tiempo suficiente como para comprobar que el hombre armado tirada de mí hacia la casa. Parecía muy nervioso y yo sólo sentía dolor. Podía ver desde el suelo, mientras era arrastrado, el inexorable avance de aquellas siluetas encorvadas. Entonces el hombre cerró la puerta de un portazo y dejé de ver las figuras que se aproximaban a la casa, pero seguí escuchando el agónico lamento que sus muertas gargantas proferían.

Perdí la conciencia, vencido por un dolor infernal.

De aquél día no recuerdo nada más.

El REFLEJO DE MEDIANOCHE

Había leído la información en una página de Internet. Quizá era una leyenda urbana o un hecho real; no le importaba, incluso creía recordar que había visto una vieja película relacionada con el tema, pero no lograba acordarse del título. Tal vez todo no fuera más que una locura, una estupidez, pero quería probar y no iba a perder nada por intentarlo.

Aquella noche sus padres se iban de cena para celebrar su aniversario de boda. Era la noche perfecta para llevar a cabo sus planes.

A las siete de la tarde, sus progenitores salieron por la puerta de la casa. Una hora más tarde preparó la cena de Roberto, su hermano de cinco años. Después lo duchó y a las nueve y media consiguió dormirlo no sin antes sentirse obligado a contarle un cuento.

Todavía era temprano, pero se aseguró de que tenía todo preparado. Repasó la documentación de Internet e imprimió una hoja con los pasos del ritual que estaba a punto de iniciar, solamente debía esperar a la medianoche.

Estaba nervioso, pero no sentía miedo. En el fondo no confiaba demasiado en la veracidad de la información y probablemente todo era un embuste sin sentido, pero la curiosidad corroía su alma y atormentaba su cerebro. Estaba impaciente, nervioso, y hasta que no comprobara por sí mismo el hecho, no iba a permitir relajarse. Faltaba ya tan poco tiempo para descubrir la verdad…

Solamente tenía que encerrarse en su habitación quince minutos antes de las doce de la noche, la hora de las brujas, la hora de los demonios.

Debía apagar la luz y desnudarse por completo, quitándose anillos, pulseras, pendientes, collares, absolutamente todo. Luego, bastaba con encender una vela y sujetarla con la mano izquierda; colocarse de espaldas a un espejo y esperar en el más absoluto silencio. Cuando el reloj diera las doce la noche, no antes y nunca después, estaba obligado a inclinar la cabeza para ver su imagen reflejada en el espejo. Entonces sucedería lo increíble.

Había leído que de esta forma podría descubrir la fecha de su muerte, viendo reflejado en el espejo el día de su entierro. Las imágenes, se aseguraba, acostumbraban a ser desagradables e impactantes y soportar la visión de su propio cadáver podría dañarle a nivel emocional, como así lo argumentaban los testimonios de algunas personas que confesaban haber llevado a cabo este ritual. Otros rumores, más oscuros y tenebrosos pero igualmente carentes de fundamento, adjudicaban a esta experiencia el terrible y dudoso privilegio de contemplar durante breves segundos la perversa y escalofriante imagen del Diablo.

Gorka no tenía miedo ni de una cosa ni de otra. Es más, estaba prácticamente convencido de que todo era un bulo más de los que circulaban por la red. A sus 16 años, Gorka era un chico intrépido y arrogante, deseoso de experimentar con lo prohibido.

Miró el reloj. Once y media de la noche. Suspiró deseando que sus padres tardaran en regresar al menos un par de horas más para no echar al traste los planes que tenía entre manos. Entró en el cuarto de su hermano Roberto y comprobó que dormía profundamente.

A las doce menos cuarto apagó todas las luces de la casa y se dirigió a su habitación. Cerró la puerta y acarició con las yemas de los dedos la superficie del espejo que había en la puerta central del armario. Estaba emocionado, algo nervioso ante la posibilidad de descubrir cómo y cuándo sería su entierro o, en su contra, comprobar cómo era el rostro de Satán.

Se desnudó completamente y, por primera vez aquél día, se sintió ridículo, pero estos pensamientos no impidieron que siguiera empeñado en consumar el ritual. Probablemente al día siguiente se echaría algunas risas contándoselo a sus amigos, pero esta noche había que estar serio. La experiencia lo requería.

Temblaba, pero no de miedo. Sentía frío y el vello de su cuerpo se erizó. Durante breves segundos, se le pasó por la cabeza dar marcha atrás, vestirse, encender la luz, ver una película o simplemente irse a dormir, pero este pensamiento desapareció engullido por la impaciencia de sentirse, por una vez, alguien especial, alguien diferente.

Doce menos cinco. Quedaba tan poco para descubrir la verdad y sufrir la experiencia más impactante y aterradora de su vida…

Doce menos cinco. Quedaba tan poco para hacer el ridículo más espantoso…

Arrugó la nariz y se encogió de hombros. En realidad no le importaba el éxito o el fracaso. Simplemente necesitaba probar. Y era eso precisamente lo que estaba haciendo.

Encendió la vela que había cogido de la cocina. La había metido en un vaso al no encontrar algo mejor y la sostuvo en su mano izquierda. Al instante, las sombras de la habitación se echaron hacia atrás y comenzaron a danzar, como fantasmas inquietos que intentaban perturbar la paz del muchacho. Notó un ligero sudor resbalando por su espalda, frio como la muerte, lento como la incertidumbre.

Doce menos tres minutos. Faltaba ya tan poco tiempo para descubrir la verdad…

Estuvo tentado de mirar hacia atrás varias veces, para encontrarse con su ridícula imagen desnuda reflejada en la superficie del espejo, arropado por las sombras que continuaban danzando sobre el cerco que marcaba la llama de la vela, que oscilaba entre temblorosa y arrogante. Pero Gorka sujetó su impaciencia con nervios de acero.

Doce menos dos minutos. En pocos segundos, si todo era cierto y podía serlo, como si de una película se tratara, aparecería en el espejo la imagen de su propio cadáver, siendo conducido hacia el cementerio, donde sería enterrado. Junto a esta secuencia, conocería la fecha de tan fatídico momento. O quizá, no podía saberlo, aparecería el horrible rostro de Satán, observándole desde la maldad.

Doce menos un minuto. Segundos, cuestión de segundos…

La penumbra de la habitación parecía cobrar vida ante sus ojos y le daba la impresión de que estaba viva. La luz de la vela parecía disfrutar, más poderosa, y vencía cualquier tentativa de avance por parte de las inquietas sombras.

¡Doce en punto!

Gorka respiró profundamente y comenzó a girar el cuello para dirigir la cabeza hacia el espejo. La última parte del ritual.

No escuchó los ruidos que sonaban fuera de la habitación ni percibió, por culpa de las sombras, que la puerta se estaba abriendo hasta que la claridad irrumpió por el hueco. Su hermano apareció bajo el umbral y Gorka gritó disgustado.

Miró hacia el espejo y sólo la espantosa silueta de su cuerpo desnudo con el rostro poseído por la ira se reflejó en el espejo. Maldijo entre dientes mientras sus ojos asesinaban a su pequeño hermano.

Malhumorado, encendió la luz de un manotazo. Las sombras desaparecieron en el acto. Roberto abrió los ojos mostrando su extrañeza al encontrarse a su hermano mayor completamente desnudo en mitad de la habitación. Se fijó en sus ojos coléricos y dio un paso atrás, asustado.

Entonces la oscuridad regresó a la habitación. Las sombras irrumpieron violentamente venciendo casi a la temblorosa llama de la vela que luchó por no apagarse obligado por una ráfaga de viento imperceptible que había surgido de la nada.

Pero de la nada surgiría algo más.

El gritó que profirió el niño pequeño no fue suficiente para alertar a Gorka de que algo terrible estaba a punto de suceder.

Ni en el momento más fértil de su imaginación podía haber sospechado lo que sus inocentes actos habían provocado, despertando del averno las fuerzas oscuras de la maldad.

Gorka no supo bien lo que estaba ocurriendo, solamente sintió.

Las sombras parecieron burlarse de él mientras algo emergía del interior del espejo. Dos poderosos brazos de piel negra y escamosa surgieron de improvisto, acabados en manos de grandes dedos que lo agarraron. Gorka gritó, pero su garganta le falló cuando una nueva mano, esta vez de menor tamaño pero más poderosa, tomó posesión de su cuello. Notó que su respiración se cortaba y comprendió que la vida se le escapaba.

Sintió el tirón y su cuerpo sufrió una fuerte sacudida, aproximándose hacia el espejo, en el que vio la silueta de un hombre que se burlaba de él. El vaso que contenía la vela cayó al suelo y la llama saltó sobre la colcha de la cama, que se prendió con rapidez.

El cuerpo desnudo de Gorka desapareció en el interior del espejo, junto a los brazos y manos que de él habían surgido. El Diablo se lo había llevado. La habitación no tardó en convertirse en un infierno en llamas.

El niño pequeño corrió a su dormitorio y se escondió bajó las sábanas. Comenzó a llorar, llamaba a sus padres, llamaba a su hermano. Nadie vino en su búsqueda salvo escurridizas sombras que trataban de escapar del fuego, un fuego que tarde o temprano acabaría por encontrarlas.

Y lo hicieron. En cuestión de minutos.

Las llamas devoraron todo lo que encontraron a su paso y los gritos del niño pronto enmudecieron. La tragedia se había consumado.

Una hora después, sus padres palidecieron cuando al regresar vieron el edificio en llamas, tratando de ser salvado por los bomberos. Temieron lo peor y no tardaron en descubrir el horror.

Hoy, años después del suceso, el edificio que fue pasto de las llamas se ha convertido en un hotel, y hay quien afirma haber visto fantasmas deambulando por algunas plantas. Las historias describen la figura de un muchacho desnudo que golpea los espejos desde su interior; otras personas aseguran haber escuchado los gritos de auxilio de un niño…

Los sucesos que se cuentan sobre este lugar, resultan verdaderamente escalofriantes y son muchos los intrépidos que desean pasar una noche en este hotel para sentir en sus propias carnes la caricia de los fantasmas.

Pero esto, quizá, sea otra historia…

ALGUIEN QUE PUEDA ESCUCHARME

Si me he decidido a hacerte partícipe de todo esto, es porque he tomado conciencia de que mis últimos días están próximos. Esta misma mañana, he recibido la visita de un agente del FBI, una mujer, para ser más exactos.

No, de momento no sospechan de mí, pero solo es cuestión de tiempo para que comiencen a atar cabos. Quizá es el momento para que yo… confiese.

Que me he divertido con mis actos es algo que no puedo obviar, es más, trataré de reflejar con mi pluma las sensaciones de placer y orgullo que he ido experimentado con todas y cada una de las muertes que he causado.

No me considero nadie especial y tampoco soy muy diferente a ti. Mi vida está manchada de sangre y esa sangre puede salpicar la pantalla que tienes frente a tus ojos. Si tú disfrutas conmigo, me llenará de satisfacción. Por eso te tiendo la mano, para que la cojas y aceptes un viaje hacia mi propio interior, donde los gritos de mis aterrorizadas víctimas son ahogados por el horror de mis abominables actos.

Ni me conoces ni te diré quién soy, al menos de momento, pero me alegra saber que has aceptado mi invitación.

Recordar todo lo que he hecho me obligará a escuchar de nuevo esas quejas inútiles de las vidas que he cortado. Volveré a ver sus rostros angustiosos, asfixiados por el terror. Admito que todo habría permanecido en el más absoluto secreto si esta mujer no hubiera llamado a mi puerta, pero lo ha hecho y, de algún modo, es a ella, solo a ella, a quien hay que agradecérselo.

Al abrir la puerta descubrí a una mujer alta, quizá más que yo, con una amplia melena castaña adornando su espalda. Debería tener treinta o treinta y cinco años, buen cuerpo, atractiva, pero con el rostro curtido por una expresión dura. Supe enseguida que era una policía. Instantes después de mi deducción me colocó la placa frente a los ojos.

-FBI.-dije entre dientes.

Mencionó mi nombre y asentí con la cabeza. Quiso pasar y no se lo impedí, no era la primera vez que dejaba entrar en mi casa a una atractiva mujer, pero raramente acostumbraban a salir… con vida.

No me puse nervioso. Esperaba este momento. Era cuestión de tiempo y ese tiempo ya ha llegado. Siempre he sabido que debo asumir las consecuencias de mis depravaciones, pero, todo hay que decirlo, de momento los hilos los sigo manejando yo.

Tras una pequeña conversación con la agente del FBI, descubrí que aunque en realidad me estaban buscando a mí, no tenían ni idea de quién era yo. Los federales daban palos de ciego, y si habían llamado a mi puerta fue por un acto desesperado por encontrar pistas para atrapar al asesino que, durante varios meses, había sembrado la ciudad de cadáveres mutilados. Y ese asesino soy yo.

Miré a la agente del FBI. Alta como el diablo, metida en unos pantalones vaqueros de color gris. Largas piernas. Bonitas, sin duda. Sonreí levemente al ofrecerle algo de beber, pero ella rechazó mi invitación con un gesto de su cabeza.

Acepto su negativa. Está de servicio.

Contesto a sus preguntas. Simplemente me ha preguntado si soy dueño de un determinado coche, que ha sido visto en un paraje donde se ha encontrado el cuerpo de una de las víctimas, mejor dicho, lo que quedaba del cuerpo de una de mis víctimas. Le hago entender que hay un error. Yo no tengo coche. Puede comprobarlo. Nada va a descubrir.

Quiere despedirse de mí, pero yo no puedo dejarla marchar. Ha captado el brillo de mis ojos, tal vez ha reconocido en mi mirada la de un hombre peligroso. Se lleva la mano a la cintura, pretende sacar su arma. No le da tiempo. Me he abalanzado sobre ella y la he golpeado en la mandíbula. Cae redonda al suelo.

Está indefensa, como las otras. La observo. Es hermosa. Como las otras. Tiene los ojos cerrados, como las otras.

La agarro por los brazos y la bajo al sótano. Hoy está vacío.

-Perdona que huela mal. Es normal. Apesta a mierda y pis. Pero eso ya lo descubrirás por ti misma.

No me oye, pero pronto descubrirá lo que quiero decir. Solo tiene que despertar. Y gritará, como las otras, hasta que su garganta se rompa por el esfuerzo. Y nadie acudirá en su ayuda. La contemplaré, viendo como trata desesperadamente de arrancarse las cadenas que la aprisionan, pero las cadenas tirarán de su cuello, las cadenas tirarán de sus tobillos, las cadenas tirarán de sus muñecas.

Nadie se merece sufrir tanto y poco le haré sufrir, su cuerpo podría acabar hecho pedazos, como las otras, pero para ella tengo otro plan.

No la mataré. Me lo he planteado, pero desecho la idea. En un primer momento había pensado en otorgarle el mismo destino que a las anteriores, convertirla en un rostro apagado más, en un ser humano sin valor alguno. Vaciar sus ojos, cortar sus pechos, arrancarle los dientes y la lengua son cosas que quizá no se merece. Sé que nadie se lo merece, ni siquiera las otras, pero ella es un agente del FBI, una persona que quizá pueda escucharme, que tal vez pueda entenderme.

No, definitivamente no la mataré. La usaré en mi propio beneficio. Sí. Ella será la persona que conozca todos mis secretos, todo el horror que he creado, lo monstruoso que puedo llegar a ser. Sí. A ella le contaré todo, todo. Necesito hablar con alguien, liberar el monstruo que llevo en mi interior, sincerarme. Y ella quiere saber. Esta dispuesta a escucharme. Y tú serás testigo de ello.

Y aquí me ves, escribiendo estas líneas en un pequeño portátil que apenas ilumina el sótano donde la tengo encerrada. Estoy junto a ella, esperando que despierte y cuando lo haga podré mantener largas conversaciones, en las que le enseñaré mi demonio interior.

Escuchará, tiene que escucharme, lo hará porque no tiene otra opción.

Simplemente estoy esperando que despierte…

CONTINUARA

PARA LA ETERNIDAD

Leyó el nombre de su esposa inscrito sobre la lápida y sus labios dibujaron una pequeña e imperceptible sonrisa. Dejó caer con desgana las flores que llevaba sobre la tumba y permaneció algunos minutos en silencio, mientras una ligera brisa acariciaba su rostro.

Se dio la vuelta y salió del cementerio, pasando junto a altos cipreses que lo observaron en el más absoluto mutismo. Regresó a su casa.
Supo entonces que algo andaba mal.
Al abrir la puerta oyó una voz que le llamaba.

-Hola Angel, cariño, ¿Ya has vuelto?.-Una mujer de mediana edad corrió hacía él con una amplia sonrisa. Le dio dos besos en las mejillas y regresó a la cocina. Ángel quedó desconcertado.

¡No podía ser! ¡Era imposible! ¡Su mujer estaba muerta! ¡Muerta y enterrada!

-Yo te maté.-murmuró.

Pero allí estaba, preparándole la cena. ¿Qué estaba pasando?

Se sentó en el sofá terriblemente pálido, notando un ramalazo de intenso frío anclado en su columna vertebral. Las manos comenzaron a temblarle mientras su corazón latía a un ritmo vertiginoso. Apenas podía respirar.
Oía a su mujer cantando en la cocina.

Ángel se levantó confuso y alargó el cuello hasta descubrir lo que ya era una realidad: Su mujer Elvira estaba viva, ¡viva!

-Falta poco cariño, enseguida podremos cenar.-dijo su esposa jovialmente. Estaba llena de vida.

Ángel dio un paso atrás y horrorizado salió de la casa. Su mujer no podía estar allí. ¡Era imposible!

Mientras caminaba sin rumbo fijo recordó con absoluta claridad la forma en que él había dado muerte a su esposa. Era médico, sabía perfectamente lo que tenía que inyectarle para causarle una muerte que no levantara demasiadas sospechas. Todo había ido bien. Nadie sospechó nada. El entierro fue emotivo. Pero ahora, una semana después, Elvira había vuelto a la vida, como si nada hubiera ocurrido. Pero él la había matado, estaba seguro de ello, sin duda.
Sonó su teléfono móvil y contrariado lo cogió. La voz de su mujer sonó al otro lado.

-¿Dónde estás, cariño, no vienes a cenar?

Ángel tiró el teléfono al suelo y corrió despavorido como si hubiera escuchado la voz de la muerte. ¡Se estaba volviendo loco!

Minutos después, y sin tener conciencia de ello, se vio frente al cementerio que apenas dos horas antes había abandonado. Sin saber por qué, decidió entrar y caminó entre las tumbas, hasta dirigirse al lugar donde estaba enterrada su esposa. Se detuvo en seco. Algo había sobre la lápida.

Un cuerpo. Sí. El cuerpo de un hombre trajeado.

Ángel frunció el ceño y caminó esta vez más despacio, a tiempo de ver fugaces sombras difusas agitándose en diferentes puntos del cementerio. Al acercarse descubrió que el hombre estaba boca abajo y había gotas de sangre en el suelo, procedentes de una herida que tenía en la cabeza.

Examinó el lugar y dedujo que el desdichado había tropezado con alguna piedra o guijarro y había caído con tan mala fortuna que se había golpeado la cabeza, muriendo en el acto. ¿Por qué precisamente sobre la tumba de Elvira?

Ángel movió el cuerpo para cerciorarse que el hombre estaba muerto y entonces vio horrorizado el rostro del desdichado.

¡Era él!
Su cuerpo estaba allí, frío e inmóvil, con aquella herida horrible en la cabeza, con su rostro expresando la agonía de una muerte súbita. ¡No podía ser!

Si. No cabía el error. No podía encontrar explicación pero sobre la tumba de su mujer se encontraba su cuerpo, muerto, en una cruel mueca del destino.

Ángel retrocedió sobrecogido, con el corazón latiendo a un ritmo cada vez más lento hasta que dejó de notarlo en su pecho. Vio aquellas sombras negras que se acercaban a él, siluetas vagamente humanas de otros que como él habían encontrado la muerte.

Lo rodearon.
Alargaron sus brazos para cogerle pero con un movimiento brusco se zafó de aquellas abominables sombras.
Salió del cementerio sin mirar hacia atrás y poco a poco fue tomando conciencia de su nueva situación. Se detuvo. Miró a su derecha y divisó una cabina de teléfonos. Se acercó hasta allí.
Metió la mano en el bolsillo y sacó algunas monedas. Las introdujo en la ranura y marcó un número. Segundos después pudo escuchar la voz de Elvira.

-¿Quién es?

-Hola cariño.-dijo Ángel con un hilo tembloroso en la voz.- Espérame, ahora mismo voy a cenar.

Colgó y caminó hacia su hogar, donde su mujer lo aguardaba. Él había querido librarse de ella pero ya no había solución, la muerte los había vuelto a unir para toda la eternidad.
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Este relato de José Manuel Durán Martínez "Rain", resultó ganador en el I Certamen de Relatos Cortos de Terror El NIño del Cuadro, organizado por la DEHON PRODUCCIONES (http://www.dehonproducciones.com/) cuyo premio es la realización de un cortometraje.

El Ultimo Trabajo del SEPULTURERO

Escuchaba los llantos y sollozos de los familiares pero Tobías, con cierta indiferencia, no dejó de echar tierra sobre el pequeño féretro que en pocos minutos quedó cubierto por completo. Clavó la pala en el suelo y se sacó un pañuelo de color granate con el que se secó el sudor. Mirando a las personas que tenía a su alrededor, encendió un cigarrillo pacientemente y le dio una profunda calada; expulsó el humo en una prolongada bocanada de aire.

Una mujer de unos cuarenta años, con el rostro compungido, se arrodilló junto a la tumba y rompió a llorar. Un hombre con un traje gris la recogió y se la llevó. Las demás personas los siguieron. Tobías se quedó sólo, como siempre.

Encendió otro cigarrillo antes de continuar con el trabajo. Echó un vistazo a su reloj. Las siete de la tarde. Miro a su alrededor y se cercioró de que nadie quedaba en el cementerio; cuando estuvo convencido de ello, comenzó a deshacer su propio trabajo. A un ritmo pausado y yo diría que incluso desganado, fue quitando la tierra que minutos antes había estado echando hasta dejar al descubierto el pequeño ataúd. Saltó al interior del agujero y colocó sus pesadas y enormes manos sobre la tapa del féretro. Abrió el pequeño resorte que lo mantenía cerrado y levantó la tapa. El cadáver de una niña de aproximadamente nueve años, de larga melena negra y vestida con un traje de color blanco, apareció ante él. Tobías masculló algo entre dientes pero ni él mismo entendió sus propias palabras. Durante un breve espacio de tiempo se le cruzaron varias ideas por su cabeza, pero rechazó todas. Tocó con sus manos el rostro de la niña. Frío como la muerte. Acarició el pelo de la pequeña. Suave, pero sin vida.

Dejó el ataúd con la tapa abierta y trepó hasta subir junto al montón de tierra. Miró de nuevo su reloj. Las ocho menos diez. Pronto sería la hora. Encendió un nuevo cigarro y lo consumió en cuestión de un par de minutos.

-¿Está todo preparado?

Tobías se giró sin sobresalto alguno para encararse con el visitante, un hombre corpulento, embutido en un impecable traje negro. No había expresión en su rostro y probablemente su corazón carecía de cualquier sentimiento.

-Ahí la tienes.-el sepulturero señaló el agujero.

-Podías haberla sacado.-protestó el visitante.

-Sí, claro, y tú podías comprarme una casa en las montañas.-refunfuñó Tobías.-Baja y cógela y date prisa, que se está haciendo muy tarde y tengo que volver a tapar el ataúd.

-Es tu trabajo.

-Ya, pero no me gusta hacer las cosas dos veces.

El visitante rió de buena gana y dándole la espalda al sepulturero saltó a la tumba. Miró a la niña unos instantes, sus ojos recorrieron el cuerpo de la pequeña y suspiró al mismo tiempo que cerraba los ojos como si en realidad no quisiera ver lo que estaba viendo. Se agachó para coger el cuerpo.

No pudo hacerlo.

Tobías había hecho algo que el confiado hombre no podía sospechar. Cuando el visitante saltó sobre la tumba, el sepulturero se apresuró a recoger la pala del suelo y la aferró con fuerza. No dudó en alzarla al aire y bajarla con violencia para estrellarla sobre la cabeza del hombre, que perdió el conocimiento al instante. Vio la sangre brotar de entre el cuero cabelludo y comenzó a echar tierra sobre los cuerpos. Quince minutos después, el hombre y la niña estaban completamente enterrados. Dos muertos y una sola tumba. ¡Buen trabajo, señor sepulturero!

Tobías se dirigió a la entrada del cementerio donde aguardaba un coche oscuro con las luces apagadas; en su interior, podía verse la silueta de una persona sentada en la parte de atrás. El sepulturero tocó con sus nudillos el cristal de la ventanilla. Tuvo que hacerlo una vez más para que ésta se bajara.

El rostro de un decrépito anciano se asomó y contempló con pequeños y redondos ojos el rostro serio del sepulturero.

-¿Algún problema?

-Ya lo creo.-dijo Tobías.

-¿Qué sucede? ¿Dónde está Alberto? ¿Y el cuerpo de la niña?

-Me temo que esta vez las cosas no van a ser tan sencillas.

-Ya le hemos pagado.-protestó el anciano estirando la cabeza para comprobar si en las cercanías se encontraba su chofer con el cadáver de la pequeña.

No le dio tiempo de más. La pala cayó con fuerza sobre el cuello del anciano y el filo de la misma cortó la cabeza del hombre, que se precipitó al suelo para rodar hasta detenerse junto a los pies del sepulturero. Tobías la miró y comprobó horrorizado que los ojos del anciano seguían abiertos, observándole con una expresión amenazante. Le dio una patada; la cabeza voló por los aires hasta quedar oculta tras unos matorrales.

Tobías cerró la puerta del cementerio y antes de marcharse se fumó un cigarrillo junto al coche, contemplando el cuerpo decapitado del anciano. Había muchas cosas que ignoraba, no sabía para qué aquellas diabólicas personas querían los cuerpos de los muertos, pero ya todo había acabado. Fueron muchos años trabajando para ellos, pero se acababa de despedir definitivamente. Nunca más. Los misterios seguirían siendo misterios y las preguntas carecerían de respuesta.

Se alejó caminando despacio mientras su figura se perdía arropada por la irrupción repentina de una noche espantosamente negra. Aquél había sido su último trabajo y por primera vez en su vida, se sintió en paz consigo mismo.

Llegó hasta su casa y abrió la puerta para sentarse durante toda la noche en una silla del salón, con las luces apagadas, mirando por la ventana. El amanecer del día siguiente vino acompañado del sonido de las sirenas que se acercaban a toda velocidad. Tobías esperó pacientemente hasta que divisó a través del cristal las luces de los coches patrulla. Entonces se levantó. Sin prisa.
Abrió una pequeña puerta que había en la pared y bajó las escaleras que le conducían al sótano. No se molesto en cerrar. No quería huir.


Aún le quedaba algo por hacer, algo que definitivamente diera por zanjado el asunto pero eso, amigos míos, es una historia que yo no conozco.

Nunca más se supo de él. La policía jamás lo encontró pese a los exhaustivos registros. Solo sé lo que muchos cuentan. Algunos piensan que el sepulturero huyó y borró su presencia de la faz de la tierra, otros aseguran que se le puede ver algunas noches vigilando el cementerio, oculto entre los cipreses, asegurándose que los muertos descansan en paz, pero nadie ha sobrevivido a un encuentro con él para contarlo. Otros dicen que murió, pero su fantasma errante permanece prisionero en este mundo.

Yo una vez, al acercarme con curiosidad al cementerio, escuché unos extraños ruidos, como si alguien estuviera golpeando rítmicamente una pala sobre las lápidas. Huí del lugar aterrado, convencido de que el sepulturero custodiaba el camposanto. Jamás he vuelto a acercarme y jamás lo haré.

Creo sinceramente que Tobías fue un gran hombre que cometió algunos errores, pero supo rectificar aunque fuera demasiado tarde, e hizo justicia. Creo también que está muerto y que paga por sus pecados, que su alma atrapada perdura en aquél siniestro cementerio, que vaga en la oscuridad para que reine la paz y la calma, evitando que personas desalmadas y sin escrúpulos perturben el descanso de los muertos. Sí, estoy convencido de que el último trabajo del sepulturero es ejercer de guardián para aquellos que ya no están entre nosotros y protege sus cuerpos, que se van descomponiendo siguiendo el curso de la naturaleza, dentro de sus frías y solitarias tumbas. Los muertos pueden sentirse seguros ante su protectora presencia…

¡Pero pobres de los incautos vivos que se crucen con él!

En Nombre de la SUPERSTICION

El niño descansaba atado a la cama por fuertes cadenas que impedían su huída. Parecía dormir tranquilo, apenas minutos antes había vuelto a darle uno de aquellos siniestros ataques. Una vez más, ante la asustada mirada de sus padres, el infante había rugido como un demonio.

Su garganta emitió aullidos estremecedores e insultos dirigidos a sus familiares, a los que amenazaba con matarlos durante la noche. Decía ser Satanás y reía con la mirada perdida en la nada. Pero ahora estaba tranquilo, sedado. Los médicos no habían podido dar ninguna explicación al mal que lo aquejaba y recomendaban su internamiento en un centro psiquiátrico para una exhaustiva observación. Los padres se habían negado.

Lo mantenían encadenado para evitar sufrir agresiones violentas, como así había ocurrido en anteriores ocasiones y lo contemplaban desde el umbral de la puerta, mientras el niño reía a carcajadas y recitaba palabras en un idioma extraño. A veces intentaba librarse de las cadenas, sufría fuertes convulsiones que no hacían más que provocar heridas en sus muñecas y tobillos, pero el amor que sentían aquellos padres por su hijo era tan intenso, que justificaba la terrible decisión.

Aunque los médicos no lo decían abiertamente, probablemente por temor a salirse de las pautas científicas en las que se habían formado, sabían perfectamente lo que a la pobre criatura le pasaba: Estaba poseído por el demonio. Así se lo había dicho una vidente a la madre del muchacho. No había otra explicación, no podía haberla.

Pasaron varios días y el muchacho no mejoró. Su aspecto demacrado era cada vez más repelente. Sus ojos habían perdido la vida y estaban completamente blancos. Su boca, siempre abierta, mostraba unos labios morados, hinchados y el joven había adelgazado mucho. Daba angustia observar como el alma de aquel niño estaba siendo devorada por la crueldad del demonio.

Siguiendo los consejos de la vidente, localizaron a un curandero que solía luchar contra el mal practicando exorcismos por apenas 600 euros. Todo el dinero era poco si con ello se conseguía vencer al Diablo.

Allí se encontraban, en la fría habitación del muchacho que al ver al curandero comenzó a jactarse de él. Todo sucedió con demasiada rapidez, ante la atenta mirada de los familiares. El curandero comenzó a rociar el cuerpo del niño con un líquido de fuerte olor mientras éste gritaba y blasfemaba presa de un fingido dolor. Los padres rezaban junto a la vidente, que se había unido al espectáculo mientras encendía varias velas que fue dejando alrededor de la cama donde se encontraba el poseso. El curandero tropezó con una de aquellas velas que cayó al suelo y rodó, prendiendo las sábanas que comenzaron a arder rápidamente. El fuego cubrió por completo la cama y el cuerpo del niño fue atacado brutalmente por las llamas. Sus gritos no impidieron que sus padres continuaran en sus rezos y el niño, ahogado en su propio terror, contemplaba la vida desde la muerte.

El niño murió, una vez más se había podido vencer al mal con la voluntad de Dios. La posesión había finalizado. El diablo cobró sus 600 euros y se marchó dejando en la casa a unos padres desconsolados que seguían rezando por el alma de su propio hijo, ejecutado en nombre de la superstición.