DESDE EL FONDO DEL ABISMO



Al abrir los ojos intuí que algo no andaba bien. El día anterior me había acostado con  un fiero dolor de cabeza  que aún perdura y  atormenta los extremos más alejados de mi frente. He pasado toda la noche envuelto en  un  frío latoso que me ha provocado  convulsiones y sudores intensos. Lo primero que he pensado es  que había cogido la gripe, que evolucionaba haciendo estragos en mi organismo pero, si soy del todo sincero, me encuentro demasiado raro, extraño, como para pensar que todo se reduce a un  simple resfriado.
Al despertar he alargado el brazo hacia la oscuridad en busca de la pared donde apoyar la mano y apretar el interruptor para encender la luz. Ante mi sorpresa, he tocado algo viscoso, gélido, de tacto horripilante y he recogido el brazo con la sensación de que en realidad  no me encontraba en mi habitación.
Me incorporo violentamente y descubro, sorprendido,  que las sábanas sobre las que he estado tumbado yacen completamente mojadas. Hay un extraño olor en el dormitorio, un aroma rancio y desagradable, una mezcla de sudor y orina.
Salto de la cama como un resorte y al apoyar mis pies desnudos en el suelo compruebo que  está helado y húmedo como la nieve. A causa de la impresión, mi garganta trata de arrojar un quejido, mas  ningún sonido emerge de ella, permaneciendo muda y  asustada.
Tiemblo de frío. Tengo  la garganta seca y los ojos se me cierran  a causa de un agotamiento físico que ha agarrotado todos mis músculos, como si mi cuerpo se hubiera atrofiado durante el transcurso de la  noche. Siento un pequeño pero acuciante escozor en el centro de mi estómago y un ligero mareo golpeando mi conciencia de una manera brutal y desmedida.
Busco de nuevo el interruptor de la luz. Es inútil,  mis ojos apenas pueden rasgar las vestiduras de la espesa oscuridad en la que está envuelta  mi  habitación. Trato entonces de acercarme a la ventana con la intención de abrirla y  poder respirar un poco de aire fresco; aquí huele francamente mal. Tampoco la encuentro. Es como si hubiera perdido el sentido de la orientación pero por más que giro sobre mi propio cuerpo descubro que no soy capaz de encontrar la ventana; es más, tengo la sensación  opresiva de estar  encerrado en un lugar que no me corresponde.
A tientas, con las palmas de las manos toco la masa viscosa, muy parecida a la gelatina y que deberían ser las paredes. Trato de encontrar la puerta. Cuando estoy a punto de hacerlo, escucho unos  ruidos singulares que proceden del interior del armario. Presto atención y el miedo arruga mi alma al imaginar el origen de esos misteriosos e inquietantes sonidos. Es una especie de roce, como si miles de diminutas y peludas arañas se movieran inquietas dentro del armario, moviéndose nerviosas, asustadas,  golpeando con sus delgadas patitas la madera, deseando salir de su prisión para abalanzarse sobre mí y  atraparme.
Aterrado, doy un paso atrás al tiempo que oigo unas voces que me resultan atroces, demoníacas, perversas y   que proceden del pasillo. Entonces, a través de la rendija de la puerta, veo que alguien ha encendido una luz al otro lado. Las voces siguen sonando, ahora más claras y limpias. Hay muchas que me resultan desconocidas pero entre ellas está la de mi madre. Y llora. Un desconocido trata de calmarla. 
Oigo pasos que se acercan. 
Nuevas voces.  El llanto de mi madre más cercano. 
Ruidos al otro lado de la puerta.  Alguien se dispone a entrar. 
Por fin.
La luz irrumpe en mi habitación y la oscuridad que hasta entonces me rodeaba se esparce  hacia un lado. Asombrado, veo a dos hombres vestidos de negro con trajes impecables. En sus rostros mantienen una expresión tan severa como miserable. Sujetan a mi madre de los brazos; ella apenas se tiene en pié y no deja de llorar de una forma tan desesperada que mi corazón se rompe de dolor, impotencia e incomprensión. Al fondo, detrás de aquellos hombres, veo a mi hermana pequeña, permanece inmóvil, con las manos en los bolsillos, la cabeza agachada  y el  rostro escondido detrás de su pelo rubio.
Mi madre y aquellos hombres entran en la habitación. Pasan a mi lado, como si no me vieran, como si no existiera. Trato de dirigirme a ellos pero mi garganta se niega a producir sonido alguno. Giro la cabeza y veo que los dos hombres se acercan a la cama. Hay un cuerpo tendido sobre ella. Mi madre cae al suelo y rompe a llorar, con las manos golpeando la madera  una y otra vez, maldiciendo en voz alta tamaña desgracia, suplicando, pidiendo ayuda. Sus gritos destrozan mi alma.
Alguien más entra en la habitación. 
Dos hombres vestidos igualmente de negro, como los primeros. Han dejado un ataúd en la entrada de la casa.
Miro hacia la cama para descubrir lo que ya se dibuja como una realidad dentro de mi ser.  Veo mi cuerpo inerte tendido sobre ella. La expresión en mi rostro es horrenda. Tengo los ojos abiertos, vacíos de vida.
La habitación comienza a girar  vertiginosamente a mi alrededor. Sufro terribles convulsiones al tiempo que  las puertas del armario se abren y un gran número de brazos deformes y oscuros se estiran para atraparme y conducirme al fondo de un abismo.
Cuando las puertas del armario se cierran  y yo quedo atrapado en su interior, aún tengo tiempo de escuchar cómo aquellos hombres levantan mi cuerpo de la cama y lo sacan de la habitación para introducirlo  en el ataúd.
Estoy a punto de perder por completo la conciencia, pero antes de hacerlo, oigo de nuevo el  llanto desconsolado de mi madre, su alarido desgarrador, y comprendo que ése será mi último recuerdo mientras inicio mi viaje a lo más profundo de las tinieblas.






A la venta el libro NUEVE MALES

Me complace anunciaros que ya está a la venta el libro "NUEVE MALES", editado por PR EDICIONES y que contiene nueve de las historias más duras y escalofriantes que haya podido escribir José Manuel Durán.

Estos son los títulos de los relatos...

EXORCISMO
EL CACHORRO
INVITACION INFERNAL
¡CORTALES LA CABEZA!
JUEGO DE PODER
EL REGALO DEL DIABLO
¡NO LO OLVIDES NUNCA!
YO LAS MATE
ESPERANZA

"NUEVE MALES" contiene el terror en estado puro y su lectura te hará pasarlo francamente mal...

El libro, de 164 páginas, no lo vas a encontrar en las tiendas ya que se vende bajo demanda pero te será fácil encontrarlo a través de Google y también lo puedes pedir directamente a la editorial. También puedes ponerte en contacto con nosotros si tienes problemas para encontrarlo y te diremos la forma más sencilla de hacerte con él.

Nueve historias terroríficas, escalofriantes, muy duras, muy crudas, muy del estilo de José Manuel Durán "Rain". Completamente inéditas.



UNICA OPORTUNIDAD

La niña jugaba en el patio con la pelota. La lanzaba con fuerza hacia la pared y regresaba de nuevo a sus manos. Llevaba mucho tiempo en la calle y de vez en cuando miraba hacia la ventana de su casa, esperando que su madre se asomara por ella para llamarla pero la ventana estaba vacía.


Miró hacia atrás y se sintió sola. La noche amagaba con hacer suyas las sombras que árboles, coches, farolas y edificios proyectaban sobre la calle. Ya era hora de estar en casa pero su madre había sido bastante precisa al respecto:






“Hasta que no me veas que te llamó por la ventana no entres a casa ni llames. ¿has entendido?”






Claro que lo había entendido. Ya tenía ocho años, edad suficiente para comprender algo tan sencillo como aquellas palabras. Sin embargo, ella se había dado cuenta que su madre parecía asustada. La voz le había temblado, de principio a fin, y miraba hacia la calle a través de la puerta abierta. Afuera había un señor mayor, de aspecto tenebroso. Los ojos de aquél hombre y de su madre se cruzaron durante unos segundos y la tensión pareció aplastar cualquier resquicio de tranquilidad que pudiera haber habido en la casa. Su madre había pronunciado aquellas palabras y después, sin apartar la vista del extraño visitante, la empujó suavemente hacia la calle.




Cuando la pequeña salió con la pelota entre las manos, el extraño visitante inclinó la cabeza para observarla a través de unas profundas ojeras, muy enrojecidas, que ocultaban unos ojos tan negros como la profundidad de una cueva. La niña se fijó en el individuo: Un hombre alto y extraordinariamente delgado. Su rostro ajado, cubierto de arrugas que cruzaban su cara como latigazos que laceran la piel de los torturados, mantenía una expresión lóbrega y la niña hundió su pequeña cabeza en su cuello. Al pasar junto al visitante, no se le ocurrió otra cosa que mirarlo desde abajo y, con una voz débil, decirle:






“Señor, no haga daño a mi mamá, por favor”






Pero eso había ocurrido hacía ya algo más de media hora. El atardecer había desaparecido por completo y la noche había llegado en silencio, instalándose en el lugar, engullendo la claridad como si de un monstruo horripilante se tratase. Las sombras eran dueñas de todo el patio. Si antes había otros niños jugando en las cercanías mientras sus respectivas madres los vigilaban desde los bancos cercanos, ahora ya no había nadie alrededor. Estaba sola. Completamente sola.


La niña soltó la pelota de entre sus manos y dejó que rodara y se alejara de ella, parándose junto a un árbol. Miró hacia la ventana de su casa. Había luz pero no vio a su madre. El hombre extraño aún no había salido y estuvo a punto de correr hacia la puerta y llamar. Pero recordó las palabras de su madre y evocó el miedo que reflejaba el temblor de su voz y la pena que cubría, en aquél momento, la expresión de sus ojos. Tal vez en aquél preciso momento, la niña supo que jamás volvería a ver a su madre.


Casi soltó un gritó al descubrir asomado en la ventana al hombre que había venido a visitar a su madre. Solo advirtió su silueta, pero era él, sin duda. Miraba hacia la calle, precisamente hacia el lugar donde ella se encontraba. Notó la intensa y penetrante mirada de dos ojos malvados que fueron capaces de rasgar el manto de la oscuridad para clavarse en ella. Tuvo miedo.


Mucho miedo.


La niña se orinó y el pis bajó por entre sus piernas mojando sus zapatos negros de charol. Estaba petrificada y permaneció en completo silencio, sin poder mover un solo músculo.


El hombre desapareció de la ventana. La puerta de la casa se abrió. Muy lentamente.


Su madre no surgió bajo el umbral pero sí aquél hombre, ataviado con un traje negro y un ridículo sombrero en la cabeza.


Comenzó a caminar hacia ella, saliendo de la casa.


La niña no se movió ni el más mínimo milímetro. Vio caminar al extraño visitante y lo hacía de un modo tardo y singular, como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante y, de algún modo, tratara de acelerarse por momentos para quedar atascado posteriormente. Parecía que el eslabón de un invisible engranaje se había quedado atascado en el mecanismo. Aquello no impidió que el hombre llegara hasta la niña y la asiera por la muñeca, apretándola con fuerza.


La pequeña, al recibir el contacto de la mano la notó gélida. Sintió un pequeño pellizco, como si los dedos del misterioso hombre estuvieran cargados de electricidad. El hombre tiró de ella y, curiosamente, la niña no opuso resistencia alguna. Comenzó a caminar junto a él.


El anciano, más alto de lo que cabría esperar, caminaba con gran lentitud y se dirigía a un punto donde las sombras de la noche parecían si cabe más espesas; se acercaban hacia un lugar alejado de la carretera y la luz que desprendían las farolas, en un intento vano de arropar con tranquilidad todo aquel escenario abrupto.


En algún momento, mientras se alejaban, la niña, con la mano levantada, sujetada por el visitante, volvió la cabeza y la dirigió hacia la ventana de su casa, deseando distinguir entre la oscuridad la silueta de su madre, pero no la vio y, con lágrimas bajando por sus temblorosas mejillas, miró al frente y después al señor que la llevaba de la mano. La cogía con fuerza y ella supo que no tenía intención de soltarla.


Quiso gritar. Pedir ayuda. Patalear. No hizo nada de eso. Simplemente caminaba junto a él. Pretendió hablar con el hombre, preguntarle a dónde la llevaba. No se atrevió. Estaba asustada y la voz no podía salir de su garganta.


Oyó los hundidos latidos de su corazón, golpeando su pecho, como nudillos invisibles que sacuden la superficie de una puerta. Escuchó la paulatina respiración del hombre que tiraba de ella. El sonido la hizo estremecer. Comenzó a sentir angustia.


En ese momento ella se detuvo. Clavó sus pies en el suelo y trató de zafarse del desafecto asidero en el que se había convertido la mano glacial del desconocido.


Entonces dijo “¡Basta!” y pataleó y gritó.


El hombre de detuvo. Inclinó la cabeza y la observó con mirada abisal que hizo palidecer a la niña. Rompió a llorar y sus gemidos cada vez resonaban con mayor potencia. Si alguien los viera allí, en el patio, sabría que algo andaba mal, que aquél hombre trataba de llevarse a la niña y entonces… entonces llamarían a la policía o a su mamá y ella estaría a salvo.


Alguien tenía que oírla gritar.


Alguien tenía que verla patalear.


Su madre ya habría salido a buscarla, ¿Verdad?


¿Dónde estaba? ¿Por qué no venía?


El hombre la sujetó con fuerza y la niña subió la cabeza. Sus miradas se cruzaron y la pequeña enmudeció, de inmediato. El rostro hollado por las arrugas del anciano mostraba tal expresión austera que la niña estuvo a punto de ahogarse en sus propias lágrimas.


Los ojos negros del hombre, su piel ennegrecida pegada al rostro, la estaba asustando a tal punto que sus pequeñas piernas, mojadas por el pis, temblaban peligrosamente. Tal vez no la sujetaran por mucho tiempo.


El hombre abrió la boca para decir algo y la niña descubrió una hilera de dientes podridos y amarillentos. Vio la lengua negra que ocultaba en su interior, como una sanguijuela que se agita presa de la angustia. Entonces la voz del individuo brotó.






-“No lo pongas más difícil, tengo que llevarte conmigo”






La niña enmudeció. El hombre no había movido la boca y, sin embargo, la voz había salido de entre sus labios con una fuerza y potencia que estuvieron a punto de reventarle los oídos. Los ojos del desconocido se clavaron en los suyos y, en ese momento, volvió a escuchar la trémula voz que estalló entre las paredes de su frágil cerebro:






-“Ahora eres mía. Me perteneces”






Después de estas palabras, el anciano tiró de la niña y prácticamente se la llevó a rastras. La pequeña miró por última vez hacia el edificio donde se encontraba su casa. La ventana estaba vacía.


¿Y su madre? ¿Por qué la había abandonado? ¿La habría matado aquél hombre que la agarraba con tanta fuerza?


Vio la pelota con la que minutos antes había estado jugando, inmóvil en el patio. Aquél iba a ser su último recuerdo.


El anciano y la niña se dirigieron hacia un punto oscuro situado al fondo de un pequeño parque. A medida que se iban acercando, se produjo un leve destello entre las sombras, como un fogonazo. Duró apenas unas décimas de segundo, lo suficiente para que el brillo perdurara en las retinas de la niña.


A medida que caminaban hacia el punto donde se había producido el destello, tanto el anciano como la pequeña advirtieron la repentina aparición de una bruma misteriosa que comenzó a emerger de la oscuridad. Flotaba a ras del suelo, dirigiéndose hacia ellos a una velocidad vertiginosa. En cuestión de segundos, ambos se vieron engullidos por aquella espesa niebla. La niña notó que el hombre le apretaba la muñeca con mayor fuerza. Oyó su voz de nuevo, en el interior de su cabeza:






-No tengas miedo






Aquellas palabras, que sonaron entre las paredes de su cerebro de manera portentosa, no la tranquilizaron. Con recelo, miró hacia arriba para ver la silueta difuminada del hombre alto y delgado que la llevaba agarrada de la mano. La niebla que los envolvía era tan espesa que sólo veía retazos oscuros del traje negro. Aún así, notaba la gélida mano aferrando con fuerza su muñeca y apreciaba los largos y delgados dedos del anciano presionando enérgicamente. Intentó mirar hacia atrás y pudo ver el edificio en el que estaba su casa difuminado, oculto tras la niebla. Creyó ver luces en las ventanas y después las tinieblas engulleron aquellas imágenes y todo se volvió oscuro.


O casi todo.


Mientras caminaba junto al hombre que se la llevaba, la niña comenzó a ver pequeñas formas que iban y venían entre la niebla. Comenzó a sentir un miedo atroz cuando reconoció aquellas extrañas formas como rostros. Pero no eran rostros humanos.


No.


Parecían monstruos deformes.


Multitud de caras horribles, con muecas en lugar de expresiones, se asomaron entre la bruma para observarlos. Sentían curiosidad absoluta por la niña, ignorando por completo al hombre que se la llevaba y a quien aquellos seres conocían y respetaban. La pequeña, sin embargo, era como ellos habían sido antes. Entraba al nuevo mundo y aquellos rostros, picados por el huroneo, se asomaban rasgando la tela brumosa para echar un vistazo. La niña pataleó y cerró los ojos. Gritó. No quería ver aquellas caras amorfas ni sentir sus atroces miradas de espanto y horror.


Abrió los ojos de nuevo con la esperanza de que todo no hubiera sido más que una jugarreta de su imaginación pero los rostros horripilantes seguían flotando en el aire, asomándose una y otra vez para observarla con detenimiento e interés. Vio que abrían sus grandes bocas y de ellas emanó un murmullo fragoroso que encogió el corazón de la niña. Junto a aquellas ininteligibles palabras, algunas de las cuales parecían querer sin acierto pronunciar su nombre, surgieron brazos con vago aspecto humano. Los brazos se agitaban como espadas sangrientas rasgando la niebla, que caía a los lados como trozos de papel. Aquellas extremidades abultadas y gibosas acababan en una especie de manos deformes cuyos dedos, largos y extremadamente delgados, parecían los tentáculos de un pulpo. Y todos aquellos brazos, todas aquellas manos, querían atraparla.


La niña se detuvo en seco. Agitó su pequeño brazo con la intención de zafarse de la mano del hombre viejo que se la llevaba y logró librarse durante breves segundos. Sorprendida, se giró vertiginosamente y su diminuto cuerpo estuvo a punto de caer al suelo pero logró mantener el equilibrio y comenzó a correr, huyendo de aquel escalofriante hombre vestido de negro, de aquella espesa y estremecedora niebla donde los rostros deformes no dejaban de mirarla, sus brazos horribles trataban de darle alcance y sus voces rotas pronunciaban su nombre.


Corrió despavorida, huyendo del tormento, dejando el horror a su espalda. Oyó a la voz portentosa y arrogante que se coló en su cerebro y la hizo daño cuando el hombre viejo, que era quien hablaba, masculló las palabras:






-“Vuelve. No debes regresar… por favor, ahora me perteneces”






La niña no se dio la vuelta y trató de apagar la voz que se había encendido en su cerebro. Ella estaba decidida a volver y, como si el hombre viejo se diera por vencido, su voz dejó de repicar en las paredes de su cerebro.


Mientras corría, echó la cabeza hacia atrás para descubrir que ya había salido de la niebla. Se detuvo unos momentos. Advirtió que varias siluetas oscuras se agitaban tras la bruma, como si estuvieran atrapadas en su interior, como si no pudieran salir de allí. Poco después, la niebla se evaporó y con ella todo lo que ocultaba…


…salvo la pasmosa figura del anciano, que la observaba a través de unas profundas ojeras. La niña comenzó a caminar hacia atrás, alejándose de él, en el mismo momento en que creyó descubrir en el rostro del viejo, una expresión austera y triste. Después, el hombre se quitó el sombrero y dejó que éste resbalara entre sus manos para caer al suelo. Luego desapareció. O mejor dicho, hubo un momento en el que el misterioso hombre… ya no estaba allí.


La niña se volvió de nuevo y se encaró hacia su libertad. Vio el patio donde había estado jugando pocos minutos antes. Lo cruzó corriendo, pasando junto a su pelota y se dirigió, con lágrimas bajando como cascadas por las frías mejillas, hacia su casa, gritando con fuerza el nombre de su mamá.


A medida que se iba acercando vio un coche de la policía con las luces encendidas y un agente uniformado junto a la puerta del portal. Pasó junto a él sin que el oficial le dedicara una sola mirada. Subió las escaleras y llegó hasta el angosto pasillo que la separaba de la entrada a su casa. La puerta estaba abierta. Se acercó lentamente. Al llegar bajo el umbral, vio a su madre arrodillada en el suelo, llorando desconsoladamente, agarrándose el pecho, desgarrado por el dolor, Gritaba como una posesa, como si su alma se estuviera quemando en las brasas del infierno. Una mujer, vestida de policía, trataba de calmarla pasando su brazo por el hombro y meciéndola.


La niña trató de hablar pero las palabras no salieron de su boca. Tal vez estaba afectada por ver a su madre en ese estado.


Le hubiera gustado correr hacia ella y abrazarla pero sus piernas no se movieron, parecía estar inmóvil, como una chincheta clavada en el suelo. Pretendió hacer ruido con la mano, pero sus brazos permanecieron quietos, agarrotados. Se limitó a mirar intensamente a su madre, con la esperanza de que ésta levantara la cabeza y pudiera verla. No lo hizo. Lloraba inclinada sobre su pecho, dando golpes al suelo, puñetazos tremendos cargados de furia, rabia y desesperación. Era imposible tratar de llamar su atención y los policías miraban a su madre con rostros serios y consternados.






-Encontraremos al hijo de puta que le ha hecho eso a su hija, no se preocupe.






Aquellas palabras de la mujer policía le resultaron tremendamente dolorosas y sintió que se ahogaba. Entonces, la niña sintió un dolor agudo e intenso en su pecho y apoyó sus rodillas en el suelo. Abrió la boca para gritar de dolor pero nada salió a través de ella. Comenzó a tener frío y vio estupefacta que su vestido estaba completamente mojado. Le dolían las piernas, sentía una sensación asquerosa, sucia y dolorosa bajo el vientre y la sangre resbalaba por entre sus piernas. Le dolían los pequeños pechos, como si un animal depravado la hubiera mordido, y notó pinchazos en los brazos, en las piernas, en la boca. Le faltaba el aire. Se llevó las manos a la garganta. Algo la presionaba, algo le cortaba el aire.


La niña rodó por el suelo mientras su vida se consumía y nadie en aquella habitación hacia nada. Ni su madre ni la policía. Era como si no la vieran.


Era como si ella no estuviera allí.


Y en realidad… no lo estaba.


Apenas una hora antes la policía había sacado su cuerpo del río, donde un despreciable la había tirado después de abusar de ella y asesinarla con una toalla que colocó alrededor del cuello.


Hoy, diez años después de aquél suceso, algunos dicen haber visto a una niña jugando con una pelota en el patio y cuando alguien se acerca a ella simplemente desaparece manteniendo una sonrisa jovial en su rostro.


Otros comentan entre murmullos, que en ese mismo lugar, algunas noches ven surgir de la nada una extraña niebla de la que emerge un hombre horrendo que recorre el patio buscando algo desesperadamente y todos destacan el molesto gesto de desprecio y soberbia que acompaña su enjuto rostro.


Pero todo son historias y rumores, nada hay comprobado de todo esto. Sin embargo, muchos son los que insisten que el alma de una niña, triste y solitaria, vaga por los alrededores esperando encontrar el camino por el que avanzar y ansía encontrar aquello que rechazó.


Tal vez algún día comprenda y asuma que Dios solo da una oportunidad para llevarte con Él. Ella lo rechazó y ahora deberá vivir arrastrando las consecuencias de su decisión durante toda la eternidad.



PINCELADAS DE HORROR

Con lo que me costó que dejará de gritar y lo divertido que fue enterrarlo, cuando lo vi surgir de entre la tierra... Tuve que emplearme a fondo y empezar de nuevo.




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Siempre supe que estabas en la oscuridad, acechando, buscando mis momentos de debilidad.

Eres más, mucho más que imaginación y siento pavor ante tu presencia.
Tú sonríes, te divierte saber que te tengo miedo.


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Desde el otro lado te asomas para echar un vistazo
observas a los vivos y la envidia arruga la voluntad de tu alma
Yaces en la muerte oscura, caminando, esperando el momento adecuado
para avalanzarte sobre nosotros, atrapar a uno de los vivos y ocupar su cuerpo
Tienes paciencia, esperas sin prisa... el miedo es tu puerta de acceso
la noche trae los demonios que te acompañan, la lucha es desigual
lograrás tu objetivo, conseguirás tu sueño...