LA CABAÑA DE LOS MONSTRUOS


"La cabaña quedó reducida a cenizas y en su interior perecieron decenas  y decenas  de historias escritas y cientos y cientos de cuentos por escribir”

(Matt Cassidy)



Caminaba por el sendero mientras una fina lluvia caía sobre su cuerpo. Estaba completamente empapado pero no le importaba en absoluto. Su rostro desencajado, su mirada perdida y su ceño fruncido demostraban que en aquellos momentos era una auténtica bomba de relojería. Aferró la escopeta entre sus dos manos y siguió caminando hasta que en un punto del camino decidió apartarse para adentrarse definitivamente en el bosque.

Ya estaba cerca. Podía olerlo y sus gruesos dedos apretaron con tanta fuerza el arma que estuvo a punto de hacerla añicos. Rabia y dolor. Desesperación.

Las ramas de los árboles trataban de arañar sus piernas y brazos con la intención de provocarle laceraciones pero su ropa gruesa lo protegía. Se detuvo unos instantes. Ante su presencia, los pájaros habían dejado de cantar. El silencio más extremo podía sentirse en un bosque espeso y oscuro, donde ni la más pequeña alimañaza hacia gala de moverse entre los matorrales. Sabía además, que a medida que fuera acercándose la soledad y el silencio serían mucho más temibles. Se sobrecogió y por su cabeza se le pasó la posibilidad de abandonar tamaña locura, de regresar al pueblo y decepcionar a todas aquellas personas que habían depositado sus esperanzas en él.

Apretó los dientes y sus botas pisaron con mayor fuerza la hierba. Las ramas de los arbustos se partían bajo su peso; el sonido se ahogaba rápidamente, como si se produjera con  timidez y recelo.

Vio la luz entre los árboles, a varios metros de distancia y se detuvo para examinar el paraje. La pequeña cabaña se encontraba en mitad de un claro, rodeado de gruesos árboles, que parecían férreos guardianes protectores. Comprobó que la escopeta estaba cargada. Dos cartuchos. Más que suficiente.

Se aproximó con cierta precaución, empuñando el arma, con el dedo en el gatillo, presto a disparar en cualquier momento. A medida que se iba acercando llegaba hasta  su nariz el aroma a madera quemada y se imaginó que en la cabaña habían encendido la chimenea. En ese momento se dio cuenta del frío intenso que lo rodeaba pero las voces que sonaban dentro de su cabeza le animaron a seguir caminando para ejecutar el plan que se le había encomendado.

La luz se distinguía a través de una de las pequeñas ventanas. Sin duda estaba dentro y eso de algún modo le alivió. Las voces guardaron silencio durante breves instantes para después mostrarse inquietas y perversas. Sacudió su cabeza. Nada. Las voces no cayeron. Seguían allí. Le dolían los oídos de escucharlas mañana y noche, de sentir su presencia en su interior. La única forma de parar todo aquello era hacerlas caso. Acabar con la maldición de una maldita vez. Y para ello él tenía que morir. Y moriría. Por eso estaba allí. Para matarlo.

Dos tiros en la cabeza. Ni uno más. Ni uno menos. Ese era el plan.

Llegó hasta la cabaña. Las voces enmudecieron expectantes. Quedaba tan poco tiempo que ahora habían decidido guardar silencio para saborear el momento final. Para él esto no significaba calma alguna porque podía sentirlas, arrastrándose por su cabeza, como babosas que dejan su asqueroso rastro, como la mierda de las ovejas en el camino. 

Se asomó por la ventana. El interior de la cabaña parecía muy confortable. Vio la chimenea y sitió envidia por las llamas que bailaban con confundida libertad. Dentro debía estarse tan bien… en cambio fuera ya era de noche, llovía cada vez con más insistencia y el frío era mucho mayor que al principio. Con su rostro compungido y mientras caían gotas por su cara escrutó con desmedido interés cada rincón de la cabaña y entonces lo vio, tal y como se imaginaba.

Estaba sentado frente a una mesa, ante un pequeño ordenador. Escribía con rapidez. Sus dedos recorrían las teclas con fuerza y a gran velocidad. Las palabras y las frases salpicaban la pantalla y el muchacho parecía disfrutar con lo que estaba haciendo. Le hubiera disparado desde allí mismo pero... ¿Y si fallaba? Las voces entonces se burlarían de él y ya no podría soportar tanta humillación. Debía hacer las cosas bien, tal y como ellas se lo habían indicado. Había aceptado hacía mucho tiempo que él solamente era una simple marioneta, que ellas lo gobernaban todo, eran las controladoras, las reinas de su vida y debía asumir su papel. Y eso estaba haciendo. 

Miró al joven que escribía en el ordenador. De vez en cuando se detenía para llevarse un cigarrillo a la boca y leer el texto que acababa de escribir. En la mesa había una botella de licor medio vacía y un vaso con café descansaba justo al lado. En aquél momento, el escritor le dio un sorbo y pareció saborearlo con auténtico placer.

Había muchos libros y cuadernos tirados en el suelo, en un desorganizado orden solo asimilable por el escritor. Sin duda trabajaba en una nueva historia y estaba completamente enfrascado en ella. En el momento en que, por algún motivo, el escritor desvió la cabeza para mirar hacia la ventana, tuvo que ocultarse con un movimiento brusco. Era extraño. Las voces no le habían advertido de ello y estuvo a punto de ser descubierto. Puso mayor atención y al escuchar el sonido de los dedos pulsando con fuerza las teclas se decidió a mirar de nuevo. El escritor continuaba inmerso en su tarea. No había detectado su presencia. Mejor así. Todo sería mucho más fácil.

Contaba con el factor sorpresa como aliado. La ejecución iba a ser muy sencilla, sin mayores complicaciones. Irrumpiría por la puerta principal. La reventaría de una sola patada y entonces el escritor se levantaría sorprendido y bajo el umbral aparecería él, con la escopeta entre las manos y el rostro magullado por una expresión de rabia y rencor. No dudaría en apretar el gatillo. Una y dos veces. Un disparo en el pecho. El otro en la cabeza y entonces todo, absolutamente todo, quedaría en paz. Y las voces permanecerían en  silencio para siempre.

La gente del pueblo, por fin, podría dormir con la tranquilidad que se les arrebató desde el mismo momento en que el escritor apareció para alquilar la cabaña. 

¡Cuántos monstruos fueron creados en ese siniestro lugar! 
¡Cuánto horror! 
¡Cuánto miedo se ocultaba en el bosque! 
Asesinos despiadados; criaturas infernales; fantasmas errantes y seres monstruosos…
¡Cuántas pesadillas sembradas en el interior de la maldita cabaña!

Y él podía poner fin a todo aquello. En ese mismo momento. Dos disparos y todo finalizaría. Nadie más escribiría horrendos cuentos. No nacerían nuevos males. Muerto el creador… se acabaron los monstruos. Paz. Libertad. Tranquilidad.

Convencido de la buena obra que estaba a punto de realizar, sabedor de que las voces permanecían agazapadas en su interior, se dirigió lentamente hacia la puerta principal al tiempo que preparaba su arma. El dedo en el gatillo. El cañón al frente.

Mientras caminaba creyó escuchar, en la lejanía, el aullido inquietante de un lobo. Se detuvo y escrutó los árboles del bosque, ahora sumidos en la más espesa oscuridad. Se imaginó extrañas siluetas deformes y de demoníaco aspecto vagando por los alrededores, temerosos de acercarse.  Sin duda, el escritor dejaba escapar una vez más nuevos monstruos que salían del interior de su cabeza. 

Llegó hasta la puerta y en el momento en que levantó la pierna para propinarle un terrible puntapié, se abrió, como si alguien la estuviera empujando con una suavidad extrema.

Frente a él se encontraba el escritor, que lo miraba sin mostrar en su rostro la más mínima sorpresa.

-Hola, te estaba esperando.

El hombre permaneció inmóvil con el arma entre las manos. Notó que en su cabeza las voces se arrastraban inquietas, como ratas en las cloacas, pero en ningún momento hablaron. Lo hizo de nuevo el escritor, con voz tranquila, sin que las sílabas reflejaran el más pequeño de los temblores.

-Has venido a matarme. Pasa. No te pondré las cosas más difíciles.

El escritor miró al hombre y en vista de que éste seguía sin moverse y le apuntaba con la escopeta, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la mesa en la que minutos antes había estado sentado. 

“¿Qué cojones está haciendo el tipo este? ¿Va a ponerse a escribir cuando irrumpo en su refugio para asesinarlo? ¿Cómo sabe que estaba aquí, que iba a matarlo?”

Precisamente eso era lo que estaba haciendo. El escritor había tomado asiento y volvía a mover sus dedos por encima de las teclas, que presionaba con suavidad. Las letras iban salpicando la pantalla en blanco. Frases largas. Párrafos completos.

-Antes de disparar y acabar lo que has venido hacer… ¿Te importa que termine este relato? Será el último, te lo prometo.

El hombre de la escopeta entró en la cabaña. Miró estupefacto al escritor que no había levantado la cabeza de la pantalla y seguía escribiendo.

-Será sólo un momento. Te lo prometo. Dile a las voces que no se preocupen, que todo tiene su fin.

Las voces parecieron reírse dentro de su cabeza y murmuraban satisfechas. Se mostraban  felices. Nunca antes las había sentido así. 

-¿Qué estás escribiendo?
-Mi muerte.-respondió el escritor sin levantar la vista de la pantalla.-El fin de todo.

El hombre buscó con la vista una silla sobre la que acomodarse. Iba a concederle aquella última voluntad al joven escritor. Como la última cena a un preso que va a ser ejecutado en la silla eléctrica. Bien mirado, parecía una escena romántica y se sintió gozoso de participar en ella.

-No hace falta que te sientes.-dijo el escritor.-esto casi está. Tan sólo un minuto…

El hombre recorrió la cabaña con los ojos, observando todo con desmedido interés. Era confortable. Ni muy grande ni muy pequeña. Se agradecía el calor que desprendía la chimenea. Apenas estaba amueblada. Lo justo para una persona que se pasaba horas y horas sentado en una silla de madera frente a su ordenador, creando historias y cuentos de miedo y horror. “La cabaña de los monstruos” la llamaban la gente del pueblo. Desde la llegada del escritor todos habían sentido pánico de acercarse por la zona. Se oían lamentos, se veían cosas extrañas, ocurrían demasiados hechos misteriosos y todo ello porque un presuntuoso escritor aficionado creaba horrendos pasajes en su cabeza y sembraba el terror como si de sonrisas  macabras se trataran. Era un tipo peligroso y las voces lo querían muerto. Y él estaba allí para ejecutar el plan.

-Ya está.-dijo el escritor.-El relato se ha terminado. Ahora puedes disparar y matarme. Estoy en tus manos.

El muchacho se levantó con el rostro expresando una plena satisfacción por el trabajo realizado y miró con orgullo el texto finalizado que ahora estaba saliendo a través de una vieja impresora. El hombre de la escopeta lo miró confundido.

-No te preocupes. Haz lo que tengas que hacer. Mata el problema. Las voces te dejarán tranquilo. Solo tienes que apretar el gatillo tal y como habías pensado. Un primer disparo en el pecho y después en la cabeza. Muerto el perro se acabó la rabia.

“¿Cómo puede conocer mis intenciones? Sabía que iba a venir, que iba a propinarle dos únicos disparos…”

-Te preguntarás por qué conozco ciertos detalles.-dijo el escritor con una sonrisa en los labios. Aquello asustó al hombre. ¿Acaso había leído su mente? Lo apuntó con la escopeta y su dedo tembló sobre el gatillo. El escritor levantó las manos, sumiso.-Tienes dudas. No deberías tenerlas, Jason. Estás aquí para lo que estás y no puedes ahora echarte atrás.

El hombre de la escopeta notó que su corazón latía con mayor intensidad y sus manos comenzaron a quedar salpicadas de sudor. Vio tan tranquilo al escritor que estaba a punto de morir que no comprendía por qué no se encontraba asustado. Y había dicho su nombre, ¿Cómo era posible?

-Sabes mi nombre…
-Lo sé todo de ti, Jason, por supuesto.-dijo el escritor.-Yo te creé.
Un fuerte pitido  se instaló en sus oídos y estuvo a punto de agachar la cabeza pero se mantuvo en pié, con el arma firme entre las manos.
-¿Qué… qué has dicho?
-Lo has oído perfectamente, Jason, no seas testarudo.

Estuvo a punto de apretar el gatillo. De disparar sobre el cuerpo del escritor pero se contuvo, quizá todavía no era el momento. Pero faltaba poco, las voces estaban inquietas, comenzaban a despertar…

-No sé qué quieres decir…

El escritor miró al hombre y comprendió que estaba asustado. Sintió cierta decepción porque no se lo había imaginado así. Se resignó,  había que aceptar las cosas como eran. Lo miró y sonrió.

-Eres uno de mis personajes, Jason. El elemento más importante de este extraño relato. Yo te he creado. Te he dado la vida.

El hombre bajó de inmediato el arma.

-No, Jason, por favor. No me decepciones. Tienes una misión que realizar, un plan que ejecutar.
-No entiendo…
-Ya lo creo que sí.-dijo el escritor aún con las manos levantadas.-Yo he instalado las voces en tu cabeza. Les he dado la vida del mismo modo que te he dado la vida a ti. Ellas solamente te dicen lo que yo quiero que hagas…
-Pero eso es…
-¿Matarme? ¡Claro que sí! Para eso has sido creado, Jason, para matarme. Para acabar con todo esto, para permitirme descansar en paz. Estoy harto de crear monstruos  en esta cabaña  que apesta a soledad y que solo ha logrado hundirme más y más en mi porquería, en mis decepciones. Tú estás ahí para acabar con todo esto, para liberarme por fin de mi maldita prisión.  Y debes hacerlo, Jason. Aunque ello pueda decepcionar a mis lectores.

“¡Hazlo!” gritó una voz dentro de la cabeza de Jason. “¡Dispara!” dijo otra. “¡Acaba con él!” ordenó una tercera.

El escritor movió la cabeza hacia un lado, sonrió y cerró los ojos como muestra de agradecimiento.

Jason  apretó el gatillo y el disparo alcanzó el pecho del escritor, que se abrió como una boca horrenda de la que escapó sangre y vísceras. Su cuerpo voló varios metros y se estrelló junto a la chimenea para resbalar lentamente por la pared y quedar inmóvil en el suelo, manteniendo una grotesca expresión en su rostro. Jason dio varios pasos hacia el frente y colocó el cañón de la escopeta sobre la cabeza del escritor. Cerró .los ojos y apretó de nuevo el gatillo. La detonación retumbó en el bosque como un trueno en mitad de una cruel tormenta.

La cabeza del escritor reventó como lo haría una sandía al estrellarse contra el suelo y quedó convertida en un amasijo repugnante de carne, sangre y huesos.

Jason sintió en ese momento un dolor insoportable en la cabeza. Las voces gritaron al unísono, presa de una angustia terrible como si se estuvieran quemando vivas dentro de su cerebro. Las escuchaba llorar de terror y suplicaban. Sentía que agonizaban, que eran exterminadas por una fuerza sobrenatural. Morían.  Hundió las rodillas en el suelo ante la pesadez que sentía en todo su cuerpo y comprobó que la vida se le escapaba lentamente. Quedó tendido en el suelo, con los ojos abiertos, mirando hacia la puerta principal para ver…

…como de entre los árboles del  bosque se acercaban  para entrar en la casa multitud de criaturas deformes, demonios, bichos infernales, asesinos implacables, fantasmas apesadumbrados, seres no humanos con expresiones taciturnas. Todos ellos parecían tristes y deprimidos, con sus miradas lacónicas y decepcionadas.

Jason aceptó que su vida se extinguía, como la de todos aquellos monstruos que habían salido de la mente enferma de un escritor sin talento ni futuro. 

Por la puerta entraban más y más pesadillas, muchos males, eternos monstruos que se refugiaban en la pequeña cabaña, como si quisieran encerrarse en su maldito hogar, un hogar del que iban a ser desahuciados de manera inminente. Y todos ellos observaban alicaídos el cadáver del escritor al que adoraban por haberles sacado de las espesas sombras para ofrecerles la vida.

En el pueblo la gente no tardaría  en  apreciar las altas llamas que se habían formado en el bosque, atrapando los fornidos árboles que iban a quedar consumidos inmediatamente por el fuego,  un fuego intenso donde se agitaban las llamas como si de una danza violenta de brujas y  diablos se tratara. Todo ardía alrededor y se escuchaban lamentos agónicos, gritos desgarradores… 

…podía sentirse una profunda pena, una enorme desolación, la tristeza más absoluta.

La cabaña quedó reducida a cenizas y en su interior perecieron decenas  y decenas  de historias escritas y cientos y cientos de cuentos por escribir.

Las autoridades  solamente descubrirían el cuerpo carbonizado de un hombre robusto que empuñaba una escopeta que prácticamente se había consumido por el fuego. Del joven escritor no hallaron ni el más pequeño  rastro y los monstruos…

…los monstruos nunca fueron encontrados. Hay quien todavía cree que gozan de una libertad espeluznante en las profundas y tenebrosas  cuevas  del infierno. Otros, sin embargo…

…sospechan que continúan habitando entre las paredes inquietantes, eternas  y libertinas del  confuso cerebro de su maquiavélico y perverso creador.




1 comentario:

Anónimo dijo...

ORIGINAL. miraré de reojo por si alguno acecha cerca.