EL ABANDONO


-Que Dios me perdone por lo que voy a hacer

No dijo nada más. Se llevo la pistola a la barbilla y apretó el gatillo. 

Su cabeza reventó violentamente como una sandía que se estrella contra el suelo y parte de su cerebro resbaló por la pared. El  peso de varios muertos logró abrir la puerta unos centímetros.  Las manos de los zombis se colaron por la apertura y empujaron para  tratar de alcanzar  el cuerpo inmóvil de Sandra. Tiraron de sus brazos y piernas con violencia, acercándola a sus fauces abiertas. Uno de los cadáveres vivientes  olisqueó el aire como si fuera un perro de presa.  Arrugó el entrecejo y sacó su lengua podrida. Ya no había nada vivo en el lugar. Aquella mujer era lo último que quedaba  y ya estaba muerta. No había nada más que comer.

Había sido una persecución angustiosa para Sandra. Huyó desde  los primeros días  de la semana pasada y desde entonces y hasta el momento de su muerte, no había descansado ni un solo segundo,   perseguida por una horda de muertos vivientes que la querían devorar. 

Había visto morir a muchas  personas. Había contemplado cómo esas bestias mordían sus cuerpos y arrancaban trozos de carne mientras aún estaban vivas. Los gritos aterrados de las víctimas resonaban constantemente en la cabeza de Sandra. A última hora, el grupo reducido del que formaba parte  fue acorralado en un pequeño almacén de la vieja estación de tren.

Se habían encerrado allí y prometieron mantener  un obligado silencio. Durante dos o tres horas, los muertos deambularon por las cercanías, completamente desorientados. Podían oler sus cuerpos putrefactos, escuchar sus lacónicos gemidos pero ninguno de ellos había detectado su presencia…

…hasta que Alfonso hizo ruido y entonces… ¡¡los descubrieron!!

Entraron por las ventanas. Rompieron maderos. Golpearon la puerta hasta destrozarla.

 Los brazos putrefactos de una horda salvaje de muertos vivientes  agarraron a una de las personas que estaba allí escondida y lo aplastaron contra la pared. Nadie trató de ayudarlo. Todos querían huir  pero el almacén no era demasiado grande y  ahora se había convertido en una trampa mortal. Y todo por culpa de Alfonso.

Los cadáveres vivientes estaban ya dentro y parecían mucho más hambrientos y violentos tras haber detectado de nuevo la presencia humana, como si sus instintos más primarios hubieran salido a flote para convertirlos en auténticas bestias hambrientas.

Hubo quien grito, quien se lamentó, quien maldijo su mala suerte, quien culpó en silencio a Alfonso por   los ruidos  realizados  y que había delatado la presencia del pequeño grupo de humanos pero ya no podían hacer otra cosa que luchar de forma desesperada para tratar de salvar sus vidas.

Sandra corrió   por unas escaleras junto a Alfonso, mientras sonaban los gritos y alaridos de los hombres y mujeres que habían confortado la pequeña comunidad y que  morían  descuartizados por una horda salvaje de muertos vivientes.

Sandra y Alfonso se encerraron tras la puerta que daba acceso a un pequeño almacén. . Habían estado huyendo durante demasiados días. Apenas habían dormido. Apenas habían comido. Sandra estaba exhausta. Las lágrimas bajaban por sus mejillas constantemente, suplicaba  ayuda, trataba  de encontrar un refugio seguro pero  todo se había convertido en una completa locura de gritos, sangre y muerte.

Tenía una pistola. Ni siquiera sabía cómo había llegado hasta sus manos pero solamente disponía de una  bala. Pensó en acabar con la vida de Alfonso, evitarle el sufrimiento. Sabía que mucha gente se había quitado la vida para huir  por la vía rápida de una muerte atroz. Sandra no podía soportar la idea de  perecer a manos de los muertos vivientes, sentir sus fauces mordiéndola, sus uñas podridas rasgando su piel, las manos huesudas hurgando en su interior, sacando sus órganos, esparciéndolos por el suelo y comiéndosela viva. Eso la aterraba. No quería morir así, Por eso, desolada y con la angustia impidiendo que pudiera llorar más, mientras oía los gemidos de los muertos que parecían pronunciar su nombre, mientras respiraba el hediendo olor que sus cuerpos desprendían; mientras escuchaba los golpes de las manos muertas golpeando la puerta que impedía el acceso de la muerte en la pequeña habitación del almacén, Sandra se llevó el cañón a la barbilla, dirigió una triste mirada hacia Alfonso, suplicando con ella que le pudiera perdonar algún día por dejarlo solo a su suerte. Murmuró unas palabras y después apretó el gatillo…

Los muertos bajaron las escaleras.  Dejaron el cuerpo de Sandra totalmente destrozado. Alguno de ellos se llevaba trozos de carne entre los dientes y masticaba con expresa satisfacción.

Pasaron junto al amasijo de carne en que se habían convertido los cuerpos de las otras personas que intentaron, en vano, huir. Allí ya no había nada que hacer. Debían marcharse y buscar más comida.

Los muertos caminaron torpemente, dirigiéndose hacia la puerta rota del almacén. Avanzaban encorvados y en fila de a uno. Iban hambrientos. Deseaban más carne humana. No estaban saciados.

Entonces sonó algo en la parte superior del almacén,  en la pequeña habitación en la que Sandra se había encerrado y donde había decidido entregarse a la fría muerte.  Los muertos se detuvieron en el acto, confusos y desorientados. El ruido volvió a producirse y los cadáveres giraron sus podridos cuerpos.

Cuando el sonido llegó fuerte y claro hasta ellos, los muertos levantaron sus cabezas y sus rostros se cubrieron de un brillo extraño que se asomó a través de sus amoratados labios en forma de  complaciente sonrisa. Allí arriba quedaba alguien con vida.

Los muertos irrumpieron en la pequeña habitación. Pisaron los restos del cuerpo de Sandra como si fuesen trozos de mierda  y caminaron hacia el origen del terrible sonido que inundaba el almacén y que estaba atrayendo la atención de todos y cada uno de los muertos que deambulaban hambrientos por los alrededores. Llegaron hasta una esquina donde se apilaban varias cajas de cartón y una de ellas comenzó a moverse inesperadamente, al ritmo del extraño y potente sonido. Los muertos ladearon la cabeza sorprendidos e intrigados y se acercaron aún más hasta que las cuencas vacías de unos y los ojos inertes de otros detectaron el frágil cuerpecito de un bebé de apenas seis meses  de vida que se agitaba en el interior de una de las cajas.

El pequeño Alfonso, quizá comprendiendo el peligro que lo acechaba, abrió sus pulmones para dejar escapar el llanto más largo y escalofriante  que se  haya escuchado jamás.

Después de un momento de duda e incertidumbre, los muertos  alargaron sus  pútridos brazos y dirigieron las  horripilantes manos hacia el niño. Acercaron  sus  rostros purulentos   y abrieron ávidos   las bocas  para  devorar tan  tierna  e inesperada golosina. 

El pequeño Alfonso duró poco entre los dientes de los muertos, menos aún que la cobardía de su propia madre.



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