Mientras el gentío aguardaba impaciente la llegada de los Reyes Magos, varios hombres uniformados se encontraban agazapados en los tejados de los edificios cercanos. Estaban armados hasta los dientes y esperaban una orden precisa: disparar y acabar con la celebración.
Debían caer los tres Reyes Magos y sus correspondientes pajes, sin excepción.
Se iba a armar una bien gorda, por supuesto. Nada más producirse los primeros disparos la gente comenzaría a gritar como loca y correría de un lado para otro sin dirección fija con la única intención de salvar su propio pellejo. Habría muchas bajas y la mayoría de los muertos serían niños.
La plaza estaba abarrotada y tras las vallas colocadas a ambos lados de la carretera por donde pasarían los carruajes, permanecían ansiosas cientos de personas dispuestas a presenciar la ceremonia. En pocos minutos, todo se iba a convertir en una auténtica tragedia. Decenas de padres perderían a sus hijos, un montón de niños llorarían asustados y un buen número de bebés se quedarían indefensos en sus cochecitos o caerían de los brazos de sus padres que no sabrían hacía qué rincón dirigirse para evitar caer muerto allí mismo. Muchos de ellos dudarían sobre qué hijo querrían salvar y esas dudas traerían sus propias muertes. Las balas recorrerían todo el lugar en múltiples direcciones y tomar la decisión correcta sería muy complicado.
Tal vez los primeros disparos fueran confundidos con los petardos que no dejaban de escucharse desde primeras horas de la tarde, pero cuando cayera el primer Rey con la cabeza reventada por la explosión de la bala que atravesaría su cerebro, el caos se desataría sin lugar a dudas.
La gente correría presa de los nervios, la excitación y la impotencia, se empujaría y muchos caerían al suelo para ser pisados a veces por sus propios familiares. Niños atrapados entre las piernas de adultos que buscan desesperadamente la salvación. Serán pisoteados, aplastados y sus cadáveres quedarán esparcidos por la calle como reflejo de un horror sin precedentes. Los disparos no se detendrán hasta que los tres Reyes Magos hayan caído muertos y las balas se cobrarán la vida de muchos inocentes.
Las balas surcarán el aire, silbando con su siniestra melodía de muerte y muchos pequeños no sabrán hacia dónde ir. Sus manos perderán las manos de sus padres o, peor aún, los verán tendidos en el suelo, con los ojos abiertos y la sangre manando de las heridas abiertas. Llorarán y se sentirán abandonados. Huirán. Algunos caerán para formar parte de esta tragedia.
Apenas quedan unos minutos para que se inicie tan esperado evento. Las carrozas están preparadas. Los camellos nerviosos por el bullicio del gentío y el sonido de los petardos. Los Reyes Magos ansiosos encima de sus tronos mientras los pajes, ataviados con ropajes de luminosos colores, aguardan en silencio el momento en el que iniciarán el viaje a través de toda esa gente que se pondrá a gritar y a aplaudir con la emoción de los recuerdos de una infancia pasada en el caso de los adultos y el entusiasmo en el de los más jóvenes. Melchor, Gaspar y Baltasar lanzarán caramelos desde lo alto de sus carrozas mientras sus pajes obsequiarán a multitud de niños con cajas de regalos. Y tras varios minutos, desde el centro de la plaza abarrotada y coincidiendo con la llegada de los carruajes, se lanzarán fuegos artificiales y caerán sobre la gente miles de globos de colores que ahora permanecen protegidos por una gigantesca malla que los mantiene sujetos a varios metros del suelo. En el interior de muchos de esos globos se ocultan papeletas con vales de descuento para las tiendas y establecimientos que han tenido a bien participar en el evento, regalos para niños y adultos por lo que, como ha ocurrido todos los años, la gente comenzará a explotar los globos con un ansia enfermiza y el sonido que se producirá en la plaza en aquellos momentos será propio de una batalla campal. Hoy, si todo sale según lo previsto, los globos no caerán al suelo porque los Reyes Magos estarán muertos antes de que sus carrozas lleguen al final de su recorrido. Todo esta preparado. La gente permanece nerviosa arremolinada en la plaza. Aguardan la aparición de las luces situadas en las carrozas, que avanzarán desde la lejanía con una lentitud pasmosa mientras los pajes caminarán delante tirando de los camellos y repartiendo regalos.
Sí. Todo está preparado. Los hombres uniformados permanecen ocultos en los tejados. Se mantienen atentos, con los ojos situados en el punto de mira de sus armas y el dedo en los gatillos. No van a dudar cuando llegue el momento. Están preparados para matar. Y lo harán en cuanto reciban la orden.
Comienza la fiesta. La Cabalgata de Reyes avanza por la carretera entre los gritos del gentío que recibe los carruajes entre aplausos. Pero algo extraño sucede. El cielo, hasta ahora despejado y cubierto de un manto oscuro donde brillaban multitud de estrellas, se ha cubierto por un ejército de nubes negras. De repente, como si bajara del cielo a una velocidad vertiginosa, un frío glacial se va adueñando del lugar al mismo tiempo que la muchedumbre enmudece y observa el avance de la cabalgata con los ojos abiertos como platos y la boca formando una inmensa O. En sus rostros se refleja la perplejidad y la sorpresa pero las expresiones de sus caras poco a poco se van llenando de temor e incertidumbre. Después., como si esas expresiones hubieran mutado violentamente, se transforman en caras de espanto y horror.
Los pajes van caminando lentamente. Tiran de los camellos pero no miran a la gente ni reparten regalos. Avanzan con la mirada perdida, los ojos en blanco y sus rostros pétreos. Sobre los carruajes, los tres Reyes Magos se encuentran erguidos, contemplando a la multitud a través de unos ojos en los que se puede apreciar la perversidad cubriendo su interior. Observan en silencio, con las manos pegadas a sus cuerpos. Mueven sus cuellos lentamente para mirar a su alrededor y no perder detalle. Se oyen gritos entre la gente que espera la llegada de la cabalgata, pero no son gritos de júbilo sino reflejos de terror.
Mientras los camellos tiran de las carrozas, los Reyes Magos comienzan a mover los brazos y se desprenden de sus aparatosos ropajes, que caen al suelo como piedras pesadas. Poco a poco van quedando desnudos y se quitan sus barbas falsas y sus melenas de ficción. Dejan sus cuerpos completamente desnudos y la gente se llena de horror. Están cubiertos de llagas sangrantes y la tonalidad de su piel es oscura y permanece arrugada, como si estuviera formada de cartón mojado. Sus rostros han adquirido una expresión diabólica y sus bocas enseñan una hilera de dientes largos y afilados. La gente comienza a retroceder, alejándose de tan dantesca escena pero otros, más de lo aconsejable, permanecen absortos contemplando el avance de las carrozas. Están inmóviles, no saben cómo reaccionar.
Por alguna extraña razón, los hombres armados de los edificios no reciben la orden de disparar y contemplan a los Reyes Magos a través de sus miras telescópicas. Comprueban que todo lo que les han dicho es absolutamente cierto, que aquellas criaturas no son humanas y que cuando la cabalgata llegue hasta la plaza comenzará una masacre sin precedentes. Por eso están allí, para acabar con los Reyes Magos y evitar una tragedia pero la orden de disparar no llega a través de sus receptores. Se miran unos a otros estupefactos pero ellos son militares, no pueden actuar por voluntad propia y viven a costa de las exigencias de sus superiores que en estos momentos, por alguna extraña y oscura razón, permanecen en silencio.
Los Reyes Magos, convertidos ahora en seres abominables sedientos de sangre y carne humana, observan a la muchedumbre agolpada en la plaza, cientos de personas que aún no han visto de cerca el horror que se les aproxima en forma de vaga ilusión. En el momento en que la primera carroza llega hasta la plaza, la gente presa de la excitación y el entusiasmo, comienza a lanzar vítores y aplausos y multitud de niños ríen a carcajadas llenos de gozo y esperanza. Abren sus manos. Quieren caramelos. Esperan regalos.
Al mismo tiempo que se retira la inmensa malla que cubre la gran plaza, los globos caen del cielo sobre la gente, que comienza a explotarlos en busca de sorpresas y regalos. Se lanzan los fuegos artificiales. En ese momento, los pajes sueltan las riendas de los camellos y se dirigen hacia la gente. Agarran a varios de ellos y las personas que lo contemplan advierten que algo demoníaco está ocurriendo frente a sus propias narices. Los pajes no tienen aspecto humano. Sus rostros resultan temibles y sus bocas pronto se llenan de sangre y carne tras los mordiscos que profieren a las personas más cercanas. Entre el sonido del júbilo y la alegría se mezclan los gritos de horror y dolor. Algunas personas comienzan a huir, otras siguen obsesionadas con encontrar ofrendas valiosas en el interior de los globos que no dejan de caer como el granizo en una tormenta. Cientos de niños permanecen agarrotados entre el gentío y contemplan cómo sus sueños estallan en mil pedazos en el mismo momento en que los tres Reyes Magos saltan de sus carruajes y se abalanzan, agresivos y violentos, sobre la gente. Muerden y arañan. Tratan de alimentarse de todos ellos mientras sobre los edificios un buen número de hombres uniformados contemplan la sangrienta escena y el sonido de la muerte y el horror se instala en sus oídos, como una salvaje cacofonía que jamás podrán olvidar.
Aquellos hombres que podían haber evitado la tragedia, permanecen en sus puestos esperando la orden de disparar, una orden que no llegará, porque alguien en las altas esferas trabaja para los oscuros intereses de un nuevo orden, oculto entre las sombras, que usará esta tragedia para instaurarse en el mundo y dominarlo al completo.