Cuando despiertas a eso de las nueve de la mañana de un sábado cualquiera y abres la ventana con la esperanza de que un sol radiante asome desde el exterior para ayudarte a hacer planes en tu primer día de vacaciones y lo que ves, en su lugar, es un montón de camiones militares aparcados frente a tu casa y decenas de soldados patrullando las calles de tu ciudad, intuyes que algo no va bien y que el día se presenta bastante complicadillo.
Esto fue lo que me ocurrió a mí. Fue hace tiempo, quizá tengamos que hablar de varios meses atrás. Mucho antes de que me convirtiera en un monstruo de insaciable avidez.
Fueron bastante crueles conmigo y con todos aquellos a los que escogieron. Guapos, jóvenes, fuertes y sanos. No tuvieron escrúpulos ni miramientos y si ofrecías resistencia te golpeaban con la culata de sus armas. A mí en concreto me partieron la mandíbula y dos costillas pero otros no tuvieron tanta suerte y les abrieron la cabeza de un solo golpe. Cayeron al suelo y ya no se volvieron a levantar. Hubo quienes trataron de huir. Nadie lo consiguió. Los militares no tuvieron reparo alguno en dispararles. Y dejaron los cadáveres tirados en la calle, como perros muertos, ante la sorpresa de los habitantes de la ciudad y la rabia e indignación de sus familiares.
Yo no traté de escapar. No me avergüenza decir que simplemente me acojoné. Y como yo, hubo muchos otros, incluso algunos de mis amigos a los que, ahora lo sé, también debieron acabar convertidos en monstruos.
No nos trataron bien. No nos explicaron nada. Llegaron sin avisar, como una raza procedente del espacio exterior dispuesta a invadir nuestro mundo pero con la salvedad de que aquellos hombres de uniforme eran de aquí, como tú y como yo. Numerosos grupos de militares que bajaron de grandes camiones cubiertos con lonas negras. Y luego estaban los helicópteros, que iban y venían, revoloteando a nuestro alrededor, como moscas sobre la mierda. Parecía todo un montaje de película americana de alto presupuesto, algo absurdo e irreal que no podía estar sucediendo pero que ocurría frente a mis propias narices y que sin embargo era tan real como la impotencia que tomó posesión de una voluntad que abandoné en algún punto del camino y que ahora imagino arrastrándose como una babosa rodeada de heces y fango.
Los soldados entraban en las casas con violencia, con unos aires de grandeza terribles y una crueldad tan excesiva como innecesaria. Rompían las puertas y golpeaban a todos aquellos que trataban de impedir su avance. Se escuchaban gritos, disparos y arrastraban a decenas de jóvenes al centro de las calles con muy malos modales, perseguidos por sus familiares, por madres y padres desesperados que veían cómo sus hijos eran arrebatados de sus propios domicilios. Y los soldados les impedían acompañarlos. Daba la impresión de que esos militares trabajaban con la información adecuada que les garantizaba la ubicación de ciertas personas, como si hubieran llegado precisamente para llevarse a gente concreta que sustraían e introducían en los oscuros camiones después de desnudarlos por completo. Y yo, desgraciadamente, era una de esas personas.
No podría precisar la cantidad de individuos que fuimos capturados y conducidos a dependencias militares. Cientos, miles quizá. Al principio, nos metieron por grupos en salas enormes, sin ventanas ni ventilación, iluminadas por grandes focos de luz instalados en el techo y que desprendían un calor enorme. Pese a estar completamente desnudos, sudábamos como cerdos y a las pocas horas nos quedó muy claro que olíamos peor que ellos.
Apenas hablábamos entre nosotros. Nos mirábamos unos a otros y nuestros ojos reflejaban el miedo y el espanto a la incertidumbre de lo que aún esta por venir. No entendíamos nada de lo que estaba pasando pero todos, absolutamente todos, sabíamos que aquello no era nada bueno. Me di cuenta de un detalle que me llamó la atención. Todos éramos hombres. No había ni una sola mujer en todo el complejo, al menos yo no vi ninguna aunque todavía, a día de hoy, no descarto la posibilidad de que las chicas estuvieran encerradas en otro habitáculo parecido. Aún así, si existían, no ha llegado aún el momento de encontrarnos con ellas.
Tal vez uno o dos días después de ser preso, varios hombres de bata blanca y con el pelo canoso, deambulaban por entre nosotros y nos pinchaban con agujas de un tamaño superior a la media española y ya sabes precisamente a qué me refiero. Introdujeron en nuestras venas un líquido de color verde oscuro, asqueroso y repugnante. Pensé que quizá había ocurrido algo grave y nos estaban vacunando, que todo aquello era una especie de cuarentena y que quizá el mundo ahí fuera agonizaba. Cuan equivocado estaba. Nosotros, precisamente nosotros, éramos la desgracia que estaba a punto de ocurrir en el mundo. Una vez fuésemos soltados, el horror y la tragedia se desataría en las calles de las más grandes ciudades. Porque como ya he dicho, nos convirtieron en monstruos y monstruos somos ahora.
Perdimos la noción del tiempo. Habitualmente, esos hombres de bata blanca entraban en la instalación para inyectarnos en nuestras venas lo que fuera que llevaban en las jeringuillas. Y lo hacían varias veces al día. Siempre acompañados por soldados, que agarraban sus armas con fiereza extrema, como si estuvieran aterrorizados, como si sintieran miedo de todos y cada uno de nosotros. Un detalle que, a decir verdad, me dejó perplejo e intranquilo.
Los doctores, o lo que quiera que fueran, nos examinaban uno a uno. Nos miraban las pupilas, escrutaban el interior de nuestros oídos y anotaban cosas en sus cuadernos. Nunca dijeron nada y nosotros no protestamos. Era curioso. Todos y cada uno de los prisioneros, pues es lo que éramos y no cabe decirlo de otro modo, teníamos un comportamiento sumiso. Nadie protestó. Nadie alzó la voz. De hecho, hacía tiempo que nadie hablaba. Y ahora que menciono esto, puedo decir que dejé de escuchar palabras poco tiempo después de estar recluido junto a decenas de desconocidos (las personas a las que conocía, las de mi propio vecindario, fueron introducidas en otros camiones y jamás los volví a ver y no supe nada de ellos ni la suerte que corrieron, aunque visto en lo que me he convertido puedo hacerme una ligera idea de en qué estado se encuentran), como si éstas yacieran muertas por completo o hubiésemos perdido de inmediato la capacidad de hablar.
Algunos de nosotros se fueron encontrando mal. Caían al suelo y se retorcían agarrándose el estómago. Sus cuerpos parecían deteriorados; quizá no soportaban esa mierda que nos metían por las venas. Abrían la boca mostrando muecas de dolor pero de sus gargantas no brotaba el más mínimo de los sonidos. Todas esas personas fueron sacadas urgentemente del recinto por los hombres uniformados, bajo la atenta mirada de los doctores. Muchos de ellos ni siquiera se movían cuando cruzaron la pesada puerta de hierro que nos separaba de la libertad.
Los que quedábamos nos mirábamos si cabe más aterrados. La angustia era tremenda, hasta que llegó el momento en que dejé de sentir nada, como si fuera invulnerable o, quizá, como si ya estuviese muerto.
Poco a poco el número de los recluidos se fue reduciendo, cada vez más rápido. O bien mis compañeros caían al suelo fulminados, algunos presos de un ataque que hacía agitar sus cuerpos como si estuviesen poseídos por un ejército de demonios, o vomitaban sangre y trozos de intestino. Llegué a la conclusión de que todo se debía a las nuevas dosis que nos suministraban, pues el color del contenido de las jeringuillas iba variando y no todos soportaban el veneno que nos inoculaban. Para mí estaba claro. Si había dudas, todas ellas se disiparon cuando algunos de mis compañeros, y podía haberme tocado a mí, comenzaron a comportarse de manera agresiva. Sus ojos se volvieron blancos como la nieve y sus rostros se cubrieron de arrugas horrendas que se agitaban como culebras bajo la piel. Y gruñían. Y abrían la boca. Y echaban espuma por entre sus dientes, como si de lobos rabiosos se tratasen. No duraban mucho. Los soldados entraban y disparaban a matar. Un tiro certero entre ceja y ceja. Tarde o temprano, lo sabía, me tocaría a mí.
Que estaban haciendo algún tipo de experimento con nosotros era más que evidente, no hace falta ser un lumbreras ni alardear de ello. Éramos una especie de cobayas humanas, de simples ratones de laboratorio. Y nada podíamos hacer, salvo esperar.
Un buen día los hombres de bata blanca, a los que yo atribuía la categoría de doctores y científicos, dejaron de visitarnos, como si se hubieran olvidado de nosotros o les importáramos menos que la suela de un viejo zapato. La lejana puerta de intenso color blanco, pero de hierro macizo, se encontraba a muchos metros de distancia y varios soldados permanecían de pie, con sus armas entre las manos, casi en posición de disparo. Hacía tiempo que no había cambios entre nosotros pero algo me decía en mi interior que esos hombres solamente necesitaban una excusa, por pequeñísima que ésta fuera, para acabar con todos nosotros. Sin embargo, pese a su frustración, nadie se había vuelto violento. Aún así, aquellos hombres tenían el dedo en el gatillo y estaban dispuestos a disparar si cualquiera de los prisioneros realizara un movimiento, por pequeño que fuese, que les pareciera ligeramente sospechoso.
Hasta que todo se complicó de un modo tan brutal e inesperado que aceleró mi pérdida de la razón si es que no carecía ya de ella. Comencé a sentirme extraño. No sé si por el tiempo que llevaba encerrado con gente que ya me parecía completamente lejana y distante o por las inyecciones que día y noche los hombres de bata blanca me clavaban en los brazos y el cuello. Algo dentro de mi cabeza cambió. De forma radical. Como si una bomba explotara bajo el asiento de un coche y éste se elevara ardiendo varios metros. Pues algo parecido sentí entre las paredes de mi cerebro. Algo terrible que me produjo un dolor como nunca antes había sentido. Sé que mis compañeros se dieron cuenta del cambio que estaba experimentando porque los vi alejarse lo poco que nuestra prisión les permitía. Me notaba distinto. No podría precisar qué sucedía hasta que escuché el murmullo, las voces, que hablaban dentro de mi cabeza.
Mientras ellas conversaban, unas con otras, cada vez en mayor número, descubrí que los rostros de las personas que estaban tan presas como yo cambiaban y no dejaban de mirarme, con ojos abiertos al espanto. Traté de disimular girando mi cuerpo para que los guardias no me prestaran atención porque de reparar en mí sé que acabarían conmigo sin vacilar, tal y como habían hecho con tantos de mis viejos compañeros de prisión. Y en algún momento que no sabría precisar descubrí que las voces que hablaban dentro de mi cabeza no eran voces sino gruñidos que producía mi garganta, que sentía tan dolorida como cada uno de mis músculos, pesados e imprecisos.
No sé cómo ocurrió pero entiendo que yo fui responsable de los depravados actos con los que me encontré horas después. No recuerdo haberme dormido ni haber participado en semejante masacre pero es evidente que yo era el causante de aquél mal y entonces, en ese mismo momento, comprendí que ya me había convertido en un depravado monstruo.
Había cuerpos desmembrados a mí alrededor, todos ellos con las gargantas desgarradas y los pechos abiertos y vacíos, como si una bestia los hubiera atacado para entretenerse después pacientemente y comerse sus entrañas. Y lo más diabólico de todo esto es que aquella bestia, sin duda, era yo.
Extinto de vida estaba el recinto. Sólo yo quedaba en pie. Ni siquiera los soldados me preocupaban pues ahora sus cuerpos yacían despatarrados, muertos y mutilados. Contemplé el horripilante escenario y no sentí angustia alguna ni el asco me agobió lo más profundo de mi ser. Al contrario, lo respetó. Me pareció divertido y experimenté una sensación de placer que me arropó con el calor de una plena satisfacción. Mi conciencia, si todavía la conservaba, estaba tranquila.
Y entonces se abrió la puerta, como tantas otras veces. Tres hombres vestidos con batas blancas y una mujer que lucía un modelito que de ser aún hombre me habría hecho lanzar un silbido de admiración. Al verme, abrieron sus bocas mostrando una mueca de trágico horror y retrocedieron. No tuvieron tiempo de más porque me encargué personalmente de que sus almas perecieran en aquél mismo momento. Me sentía una bestia sedienta de sangre, un monstruo enloquecido al que le atormentaba un hambre atroz.
Cayeron como moscas. Aplasté sus cuerpos como horrendas cucarachas y después del festín alcancé la puerta. Asomé mi rostro, cubierto de una barba espesa y negra manchada completamente de sangre y descubrí un largo pasillo vacío de puertas. Salí y jadeé como un animal y busqué más comida, más cuerpos que destrozar. No estaba saciado y necesitaba más. Siempre necesitaré más.
Aquellos dos soldados que se cruzaron en mi camino apenas me duraron tres segundos. Las paredes del estrecho pasillo quedaron cubiertas de sangre y las vísceras de sus cuerpos repartidas asquerosamente a lo largo del suelo. Me sentía veloz, furioso y hambriento, fuerte, poderoso e invencible. Era un soberbio dios.
No sé el tiempo que tardé en salir de aquellas instalaciones ni los cuerpos que dejé atrás pero en algún momento alcancé la calle y en ella vi tantas personas que corrían de despavoridas de un lado a otro que me sentí orgulloso de que mi persona (fuera lo que ahora fuera) pudiera causar tanto horror. Y en algún momento, después de destripar los cuerpos de una familia que trataba de escapar, mientras sus gargantas se rompían a consecuencias de terribles alaridos y la sangre saltaba de manera salvaje, descubrí que yo no era la única bestia que causaba tanto atrocidad.
Y me alegré mucho de no estar sólo en todo esto. Observé a otras bestias como yo, personas buenas que fueron un día y que ahora eran simples animales, monstruos deformados cuyos cuerpos desnudos estaban cubiertos de un pelaje gris, sus rostros deformes bajo una máscara de arrugas y sus ojos blancos y brillantes como los faros de un automóvil en mitad de una autopista, bajo la furia de una ruidosa tormenta.
Me uní a ellos o ellos se unieron a mí. En realidad no tiene importancia, porque desde entonces caminamos juntos, como una manada, aniquilando cada ser humano que nos encontramos a nuestro paso y que convertimos en terribles despojos, simples desechos de carne muerta.
En gran número, como un ejército salido de las tinieblas, sembramos el caos en las ciudades e incluso en el más recóndito de los pueblos porque cada día que pasa aumentamos en número. Nos reproducimos constantemente y cada vez estamos más hambrientos y ya no hay marcha atrás para toda esta desgracia que se ha adueñado de la raza humana.
Yo no quise esto. No pedí ser así. Ninguno de nosotros lo exigió. Pero en estos precisos momentos, después de sentir el poder y con la garantía de que nuestra especie dominará el mundo cuando por fin se extinga el más estúpido de los humanos, no lo cambio por nada.
Fue vuestro error experimentar con nosotros. Robarnos nuestra vida, nuestro futuro, para lograr el avance de vuestras macabras y desleales artimañas. Ahora el poder es nuestro, únicamente nuestro.
Las bestias estamos sueltas. Nos creasteis y fue un error cruel y salvaje. Como estúpidos formaréis parte de un triste pasado. A nosotros se nos brinda un futuro prometedor y en ello estamos, aniquilando el virus que pretendía gobernar este mundo y entregando a la Naturaleza la tierra que le pertenece.
Somos unas abominaciones pero peores sois vosotros, miserables humanos, engreídos y arrogantes. Vuestro fin está cerca y bajo mi inquietante rostro se perfila una sonrisa que se burla de vuestra estupidez y codicia.
Crueles sois vosotros que nos hicisteis esto. No juzguéis mis actos, ni los de ninguno de los de mi especie, bajo el manto de la maldad a la que tan arraigado estáis, cuando gozáis del dudoso titulo de la envidia y la depravación.
No hay mayor placer que sentir la satisfacción de tirar la basura y aplastar la mierda de una especie que jugó con nuestra esencia para conseguir lo que ya somos. Ahora, nos sentimos obligados a renunciar lo que un día fuimos pero es simplemente cuestión de tiempo, de muy poco tiempo, que tú y el resto de los humanos os convirtáis únicamente en nada.
Nosotros, personalmente, nos encargaremos de vuestra destrucción.
1 comentario:
Me alegra ver que vuelves a escribir tras tan triste perdida de un ser querido.Se que es duro pero espero que lo que aprendiste con él, todo el amor y la paiencia te aompañe ahora prara querer a otra pequeña y salvaje criatura. ahora eres responsable de ella como lo fuiste de Dexter. Lo hiciste bien lo volvers hacer y mejor. Me agustado el relato estremecedor y espelusnante . De fluida lectura y enganche cómo nos tienes acostumbrados. Destruyendo el mundo pero recomponiendolo para otro de tus relattos. Fuersa y valor.
Publicar un comentario