Abro la puerta y me encuentro al grupo de padres plantado delante de mi casa. Están nerviosos, casi diría que asustados y lo estuvieron desde el mismo momento en que sus preciosos hijos los convencieron para venir al cumpleaños.
Imagino que todos y cada uno de ellos intentaron persuadirlos, manifestando que no era buena idea pero ya ves, al final vinieron, todos ellos, en contra de la voluntad de sus fantásticos y bien educados papás. Y ahora aquí están, con caras largas y miradas bajas, viniendo a recoger a sus hijitos del alma no vaya a ser que el malvado ogro haya devorado sus lindos y dulces cuerpercitos.
A pesar de que los habían dejado a las cuatro de la tarde y ahora eran ya casi las siete, ninguno de esos padres se alejó demasiado de la casa. Los había estado observando desde la ventana del salón y no tuve ningún reparo en mantener mi figura visible apoyada en el cristal, para hacerles entender que simplemente sabía que estaban ahí. Dieron vueltas, hablaron entre ellos, se metieron en el bar de enfrente y se asomaban cada pocos minutos para mirar hacia la casa. No sé qué esperaban escuchar, quizá gritos horrendos de las gargantas rotas de sus hijos si decidía cortarlos en mil pedazos; no sé qué esperaban ver, tal vez a mí arrastrando sus pequeños cuerpos y echándolos en el contenedor de la basura. Pero nada escucharon y solamente me vieron a mí, colocado frente a la ventana, mirando directamente hacia ellos. Dudo que pudieran apreciarlo, pero yo sonreía de oreja a oreja.
-¿Dónde están los niños?.-pregunta unas de las madres. Noto su voz poseída por un miedo tremendo que casi me hace estallar en maquiavélicas carcajadas pero al ver que la mujer se oculta detrás de la espalda de un fornido padre opto por no asustarla demasiado. Sonrío y respondo, aunque mi respuesta, a tenor por las expresiones en sus rostros, que muestran espanto y temor, no los tranquiliza.
-Vuestros hijos están en el sótano.
Después de pronunciar aquellas palabras comprendo que suenan un tanto lúgubres, siniestras y que también resultan macabras. No se atreven a decirme nada más. Yo me aparto a un lado y les invito a entrar. No mueven ni un solo músculo, solamente sus ojos tratan de examinar con precisión lo que sus miradas alcanzan, esperando ver aparecer en cualquier momento los rostros alegres de sus amadas criaturas. Ya les he dicho que están en el sótano, no pueden verlos. Aún no…
Restando importancia al desprecio que me han hecho, comprendiendo que simplemente los padres estaban asustados por sus hijos, dejo la puerta abierta y les doy la espalda. Escucho algunos murmullos pero no entiendo las palabras que dicen, probablemente rugidos a modo de protesta. Si quieren entrar están invitados, la puerta permanece abierta y en el fondo sé que lo harán, por muy asustados que estén, porque sus hijos se encuentran bajo mi techo…
Para cuando entran yo ya estoy sentado en la butaca del salón. Los invito a tomar asiento, les ofrezco algo de beber pero se niegan tanto a una cosa como a la otra. Mueven sus cabezas de un lado a otro examinando mi casa y por consiguiente juzgándome pero yo soy lo que soy y nunca se lo he ocultado a nadie. Debo admitir, por deferencia, que ellos tampoco.
Noto el ambiente tenso, bastante molesto, casi inquietante. Los observo con interés. Uno a uno, depositando mi mirada en los rostros de todos ellos. Se sobrecogen. El miedo que sienten los tiene completamente agarrotados y apestan a temor. No digo palabra alguna, es absurdo mantener una conversación con ellos y al fin y al cabo tampoco tengo nada interesante que contarles y no me apetece hablarles del caluroso verano que estamos teniendo últimamente, lo cual resulta más que evidente.
Al advertir que alguno de ellos tiembla, que realmente se encuentran a disgusto y preocupados, no puedo hacer otra cosa que levantarme y finalmente dedicarles unas palabras.
-Pronto saldrán.-digo sin mirarlos directamente.-La fiesta tiene que estar a punto de terminar.
Unas risas infantiles que proceden de la lejanía no traen mucha tranquilidad, porque han sonado distantes y distorsionadas. Me encojo de hombros. Las risas de unos niños no pueden sonar mal de ninguna manera.
-Parece que ya vienen.-murmuro.
Pero tardan en aparecer hasta que finalmente la puerta que conduce al sótano se abre produciendo un golpe inesperado que sobresalta a los padres de aquellos niños. Uno a uno van emergiendo del sótano, caminando con extrema lentitud.
Están completamente desnudos y sus cuerpos se encuentran cubiertos de sangre. Arrastran en sus miradas un brillo maligno y sus labios forman una sonrisa de entera satisfacción. Llevan en sus manos un largo y afilado cuchillo que aún chorrea sangre y que sueltan a medida que se acercan a sus padres. Los recojo para dejarlos sobre la mesa.
-Perdón, enseguida arreglo todo esto.
Los padres de todos aquellos niños no dicen absolutamente nada. Están asombrados pero se van relajando porque sus hijos se encuentran bien, aparentemente.
Llamo a mi pequeño, que tarda en subir las escaleras. Es el único que está vestido, el único que no está manchado de sangre, el único que lleva en sus ojos el brillo característico de la inocencia de un niño. Sonrío antes de dirigirme a él.
-Carlos, lleva a tus amigos al baño y que se limpien bien, después que se vistan que sus padres y madres están impacientes por llevárselos.
Mi hijo llama a sus amigos y los siete pequeños giran sus cuerpos desnudos y se acercan. Carlos sube unas escaleras para ir a la planta de arriba y los otros niños lo siguen como autómatas, en fila de a uno, en perfecto y ominoso silencio. Resulta escabroso contemplar sus finas pieles oscuras cubiertas de sangre y cuando desaparecen me vuelvo hacia los padres.
-En unos minutos estarán listos. Quizá debí haber previsto esto pero ya saben que los niños son impredecibles. Carlos los ayudará a limpiarse y después bajarán ya vestidos, luego se los podrán llevar y espero, de corazón lo digo, que se lo hayan pasado bien.
Ninguno dice nada. Noto en sus rostros cierta repulsión y en sus miradas brillos delatores de burla, como un alarde infinito de superioridad. Los maldigo en silencio y no puedo evitar sonreír porque, de algún modo, ya están malditos, atrapados por los prejuicios.
Permanecemos en silencio. Yo los observo. Para ser un grupo de demonios no tienen muy mala pinta aunque esos ropajes negros y las oscuras ojeras que rodean sus ojos podrían delatarlos al conocimiento de los entendidos. Lo que de ningún modo los ayuda a pasar inadvertidos, sin duda, son las pequeñas orejas acabadas en punta, como la hoja de cuchillos afilados. Ellos me miran de soslayo, con sus pupilas agraviadas por un color realmente inquietante pero prestan demasiada atención a las escaleras vacías por donde han desaparecido sus hijos. Supongo que un ser humano como yo, sencillo y normal, no reúne los requisitos necesarios para que me presten un poco de atención ni mi hogar, pequeño, luminoso y humilde, no es digno de su presencia y respeto. A mí me da igual, si he invitado a esos niños a mi casa ha sido para celebrar el cumpleaños de mi hijo que se hizo amigo de estos pequeños diablos en el colegio. He cumplido las normas, he celebrado la fiesta siguiendo las indicaciones escritas en el manual que nos facilitaron en el colegio y creo que se lo han pasado bien. Mi hijo estará feliz y eso es lo único que me importa.
Desde la planta de arriba nos llegan las voces y las risas de los niños y poco a poco van apareciendo, bajando lentamente por las escaleras, como autómatas. Ya están vestidos. Sus ropas oscuras convierten sus figuras en rasgos de penumbras inquietantes y maquiavélicas. Pasan por mi lado con expresiones sombrías cubriendo sus rostros pálidos y demoníacos y alargan sus pequeños brazos para agarrar las manos de sus papás. Sus caras son inexpresivas, como tablas podridas repletas de bichos. Se van marchando con sus padres, uno a uno los veo salir por la puerta y perderse en las calles, dirigiéndose a sus lúgubres hogares. Ninguno de ellos se despide, tampoco lo hacen sus padres y los últimos ni siquiera realizan el esfuerzo de cerrar la puerta a sus espaldas. Me encojo de hombros y entonces me doy cuenta de que mi hijo no ha bajado aún. Lo llamo y no responde.
Cierro la puerta de la calle y dirijo mi mirada a la puerta abierta del sótano. Supongo que debo limpiar todo aquello…
-¿Carlos? ¿Estás bien? Voy a adecentar el sótano, cuando bajes puedes ponerte algo de comer, la nevera está llena.
No me responde pero no subo para comprobar cómo se encuentra y me dirijo al sótano. Bajo las escaleras y al llegar alargo la mano para encender la luz y comenzar a limpiar los restos de la fiesta de cumpleaños. La verdad es que tiene pinta de que los chavales se lo han pasado muy bien. Escucho ruidos en la cocina y supongo que mi hijo está haciéndose un bocadillo o se calentará la pizza que sobró anoche. Después se irá a la cama. En cuanto acabe de limpiar me tumbaré con él unos minutos y hablaremos.
Observo el sótano y me da pereza empezar. Lo primero que voy a hacer es descolgar los cuerpos abiertos en canal que penden del techo. Siete en concreto, uno por cada amigo de mi hijo. El suelo está completamente cubierto de sangre y hay restos de vísceras por todas partes. Supongo que traje demasiada comida para que a los pobres diablos no les faltara de nada.
Sobre la mesa que coloqué en el centro hay cuatro cabezas cortadas con la boca abierta. Por ellas asoman sus largas y oscuras lenguas, atravesadas por alfileres negros. Las lenguas están destrozadas, agujereadas por completo, por lo que intuyo que los muchachos se lo han pasado francamente bien. A las cabezas les faltan los ojos. Dos agujeros desagradables están en su lugar, cavidades vacías, de horrible aspecto. Los diablos se los han tenido que comer. Por lo que me dijeron, son de las golosinas más sabrosas.
Agarro las cabezas y las meto dentro de un saco. Después descuelgo los cuerpos abiertos en canal y me imagino a los amiguitos de mi hijo disfrutando como genuinos diablos, abriendo esos vientres fríos y rígidos para meter sus cabezas entre las entrañas. “El Juego de los Valientes”, que suelen llamarlo, pero no sé bien por qué.
Tras el esfuerzo que supone apilar los cuerpos de los desconocidos en un rincón y que después debo trocear e introducir en bolsas de basura para tirarlas en el contenedor antes de la medianoche, que es cuando pasa el camión de la limpieza, me pregunto cómo podré quitar la sangre del suelo y las paredes. Mi idea inicial había sido forrar todo con plástico y papel para evitar las manchas pero Carlos me había dicho que entonces sería “menos divertido” y ante todo está la felicidad de mi hijo. Tenía mucho trabajo por delante y al menos iba a necesitar un par de días para dejar aquello como si nada hubiera ocurrido.
Recojo las velas negras que había colocado en el suelo, en los vértices de un pentagrama dibujado con tiza, ya apagadas y casi consumidas y las meto en otra bolsa. Las lanzo junto al bulto donde están las cabezas cercenazas. Miro en rededor. Hay restos de cadáveres a un lado y otro del sótano. Siento algunas arcadas al descubrir trozos de hígado pisados, hecho papillas encima de unos platos e intestinos resbalando entre las sillas. No han comido mucho, la verdad, y es una pena tirar todo aquello pero no queda otra opción.
Cuando decido descansar son ya las dos de la mañana. Me ha costado mucho llevar los cuerpos desmembrados al final del jardín para dejarlos en el contenedor. Incluso he tenido que pedir al conductor del camión que aguardara unos instantes pues le señalé que aún debía recoger las cabezas del cumpleaños y él, lejos de molestarse y poner cara de energúmeno, se bajó del camión y me echó una mano.
-Espero que los chicos se lo hayan pasado bien.
-Yo creo que sí. Gracias
Se marchó y permanecí unos instantes observando el camión, hasta que las luces se extinguieron en la oscuridad. Encendí un cigarrillo, lo fumé tranquilamente y después volví al interior para seguir limpiando.
Oigo ruido a mis espaldas y me giro. Carlos está sentado en mitad de las escaleras, con la cabeza hacia abajo. Tiene la barbilla pegada al pecho. Me siento junto a él.
-¿Qué te pasa, Carlos, no te lo has pasado bien?
Se encoge de hombros pero no levanta la cabeza. Parece triste y le paso el brazo por los hombros. No se mueve.
-¿Qué te ocurre?
No me responde. Me agacho sobre él y le pido que levante su cabeza pero no quiere hacerlo. Trato de levantársela yo pero no lo consigo. Le obligo a ello y al hacerlo descubro que sus ojos están cubiertos de lágrimas.
-¿Te han hecho daño tus amigos?
Niega con la cabeza y se levanta para subir corriendo. Voy tras él y lo pillo mirando por la ventana. No puedo entender qué es lo que ha pasado en la fiesta para que ahora se comporte de este modo y juro que si alguno de esos pequeños diablos le ha hecho algo no dudaré en ajustar cuentas con sus padres, por muy demonios que estos sean. Carlos había insistido mucho en invitar precisamente a esos amigos y no a otros compañeros de colegio. Quería precisamente al grupo de esos siete muchachos que vivían en este pequeño y oscuro pueblo en el que habíamos caído sin comprender que casi nos estábamos metiendo en el mismísimo infierno. Nunca supimos, hasta que fue demasiado tarde, que habíamos comprado una casa en un pueblo maldito y aunque en el colegio mi hijo jugaba con niños humanos, aquí, en esta población, sólo había demonios y era fácil vivir con ellos si aceptabas sus normas y costumbres. Y nosotros lo hicimos. Hoy había sido el primer cumpleaños que mi hijo había celebrado con ellos y nos ajustamos a las directrices establecidas. Aún así, nunca fuimos bien recibidos. Ellos, los demonios, aunque parezca extraño entenderlo, nos tenían miedo a nosotros, los humanos, como si fuéramos bichos raros.
Necesito saber por qué Carlos se encuentra tan triste y deprimido. Comienzo a hablarle. Sigue dándome la espalda. Mira por la ventana. Tiene los brazos levantados y las palmas de las manos pegadas al cristal, al igual que su frente. Guardo silencio, extrañado, cuando descubro un inesperado resplandor en el exterior. Me asomo a la otra ventana. No me doy cuenta de que Carlos abandona su posición y desaparece en una de las habitaciones.
Fuera está ocurriendo algo extraño. El resplandor, tembloroso e inquietante, procede de varias antorchas colocadas en círculo alrededor de la casa. Están clavadas en el jardín y nosotros nos encontramos en el centro. Junto a aquellas antorchas vislumbro la silueta de siete niños vestidos enteramente de negro y no dudo de que son los mismos que han estado horas antes en la fiesta de cumpleaños. Esta vez sus padres no aparecen por ninguna parte.
Por primera vez desde que nos mudamos a aquella casa estoy asustado. Nunca los diablos, ni tampoco los demonios, habían hecho algo tan extraño e intuyo que no significa nada bueno. Escucho ruido a mis espaldas pero no me giro, supongo que Carlos permanece tan asustado como yo.
No quito ojo de la visión que me aguarda en el exterior. Las siete diminutas figuras permanecen inmóviles, con sus rostros volcados hacia la casa. Desde la distancia puedo apreciar sus pupilas dilatadas y encendidas, recubiertas de un fulgor rojizo que me hace palidecer. Temo por mi vida y sobre todo por la de mi hijo pero no muevo ni un solo músculo. Ha sido un error convivir con los demonios, no cabe duda. La tranquilidad nos ha arropado hasta este mismo momento pero aquellos seres son perversos por naturaleza y ahora, por algún motivo, están aquí y vienen a por nosotros. Son unos malditos críos pero no hay nada que hacer, solo espero que no quieran entrar, que todo no sea más que una broma para asustarnos. Si es así, lo están consiguiendo.
Apenas me da tiempo de girarme cuando vuelvo a escuchar un ruido extraño a mis espaldas pero consigo ver venir el filo del hacha que se aproxima vertiginosamente hacia mí. Antes de recibir el impacto y de que mi cabeza vuele para estrellarse contra la pared, puedo fijarme en la expresión maléfica que contiene el rostro de Carlos. Parece que lleva una máscara cubriendo su angelical cara, tal vez para semejarse a ellos, y en el momento en que mi cabeza se separa del cuerpo, comprendo y acepto que mi querido hijo ha decidido dejar de ser humano para convertirse en diablo.
Algo ocurrió en la fiesta de cumpleaños, algo que le llamó poderosamente la atención, que le excitó y entusiasmó, que le hizo querer ser como ellos y entendió que tal vez (quizá aconsejado por sus amigos) la única forma de abrazar el Mal fuera realizando un acto malvado. Y el cabrón de Carlitos ha decidido liquidar a su querido papá.
Tal vez en su defensa esgrimirá el argumento de que las voces de los diablos le animaron a ejecutar tan salvaje acto y en esta ocasión, casi de forma literal, no le faltará razón…
1 comentario:
vaya piñatas más originales jijiji¡¡¡ al igual que el relato que me costo especular y anticiparme.
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