Relato inspirado en la melodía de la canción “El Principe” de la banda gaditana SAUROM
-¿Estás segura de firmar?
Andrea apenas podía hablar. Sus ojos yacían tristes, anegados en lágrimas y el corazón se le había subido hasta la garganta. Miró al viejo que había hablado y asintió con la cabeza. El hombre le tendió un bolígrafo.
Andrea alargó la mano para recogerlo y no pudo evitar que sus dedos rozaran la piel ajada del anciano. Retiró el brazo bruscamente al percibir un frío intenso que la envolvió durante unos breves pero intensos e inquietantes segundos.
La mujer había entrado en aquella tienda sin la mayor de las esperanzas, sin pensar que todo lo que le habían contado pudiera convertirse en una existencia veraz. Ni siquiera ahora estaba segura de que algo de lo que había escuchado pudiera volverse una realidad que necesitaba. Pero no tenía nada que perder, absolutamente nada. Ya no.
-Antes de firmar deberías leer la letra pequeña.
Apenas había oído la voz del anciano y ella no soportó la penetrante mirada del desconocido. Andrea firmó sin mayor demora y sollozó en el mismo instante en el que dejó caer el bolígrafo sobre la vieja mesa de madera. El hombre recogió el contrato y si Andrea hubiera tenido el valor necesario para afrontar su mirada, habría descubierto una terrible pesadumbre en los oscuros ojos del anciano.
La mujer se levantó. Su cuerpo se tambaleó. Las piernas le temblaban, apenas podían aguantar su peso. Se vio obligada a apoyar las manos en la mesa para evitar la caída mientras el anciano, aún sentado, la contemplaba en el más nimio de los silencios. Se trataba de un hombre inquietante, tanto o más que el lugar en el que Andrea había entrado alrededor de la medianoche, con más curiosidad que esperanza.
Al salir de la tienda escuchó el espeluznante sonido de la puerta al cerrarse y pensó que su comportamiento había sido tan absurdo como ridículo. Nadie podría devolverle la vida a sus pequeños, absolutamente nadie.
Dejó que las lágrimas cubrieran de tristeza su rostro y caminó bajo la lluvia mientras sobre los tejados de los anchos edificios se formaban nubes espesas y negras que anunciaban una inminente tormenta.
Con la ropa completamente mojada y su larga melena chorreando sobre sus hombros y espalda, Andrea llegó hasta su coche. Abrió la puerta y se metió dentro. Apoyó las manos en el volante y rompió a llorar desconsoladamente. Sobre el salpicadero, una imagen la observaba en silencio. Los rostros de las cuatro personas que la miraban desde el papel mostraban una alegría infinita. Sonreían, llenos de vida y de recuerdos.
Andrea cogió la fotografía entre sus convulsas manos y la contempló unos instantes. La amargura del dolor y la impotencia, la rabia, la angustia y el poderoso veneno de la soledad la hicieron aullar como un animal que es conducido al matadero, sabedor de su inminente final. Ella se acordaba perfectamente del instante en que se había sacado aquella instantánea, cuando la felicidad brotaba en cada poro de su piel.
Y todo se había torcido en apenas unos minutos. Completamente todo.
En la foto, su marido Daniel llevaba en brazos a la pequeña Angela, de apenas tres añitos de edad, mientras bajo sus piernas jugaban los mellizos, el siempre inquieto Javier y la traviesa Dolores.
Hasta ese preciso momento habían sido felices…pero un fatídico percance en la carretera, un loco borracho que embistió el coche en el que regresaban a casa, provocó que el coche volcará rodando por la calzada para quedar en un cruce bajo la despiadada tormenta; finalmente fue arrollado por un camión al que, por oscuros azares de la vida, le fallaron los frenos. Fue un accidente brutal en el que todos menos ella perecieron en el acto. No pasaba un solo día en el que no se maldecía por haberse salvado. Hubiera dado su vida por cualquiera de sus hijos, que merecían vivir por encima de ella, siempre por encima de ella. Pero no había tenido esa suerte. De nada valía que la policía le informara que ninguno de sus hijos, ni siquiera su propio marido, habían sufrido durante el accidente. Ya no estaban allí con ella y eso era un constante dolor que la acompaña cada segundo de su miserable e inservible vida. Y ya no tenía ganas de vivir. Le hubiera gustado tanto marcharse con ellos… Sí. Todos juntos, realizando un último viaje hacia la oscuridad.
Habían pasado tres años desde el accidente, pero cada día, cada noche, el dolor era intenso e insoportable y la angustia, la pena de sentirse sola, de haber perdido todo lo que amaba en la vida, la habían provocado un estado tal de ansiedad y depresión que sus propios hermanos la llevaron al médico para evitar que se viera obligada a cometer una locura atroz. “¿Locura?,” pensaba ella, “¡quizá es la única manera de volver a estar juntos!”
Arrancó el coche para conducir por la solitaria carretera hacia su frío y vacío hogar, ensimismada en sus pensamientos, convertidos en lamentos agónicos de una madre cuya alma fue arrancada de cuajo cuando sus hijos se marcharon repentinamente, desterrados de una vida que no tuvieron tiempo de vivir. Los adornos navideños que salpicaban las farolas y algunos edificios pasaron desapercibidos para Andrea, a quien ya no le importaban aquellas fechas. La festividad carecía por completo de sentido.
La lluvia golpeaba con fiereza la carrocería del automóvil, que parecía quejarse con diminutos gemidos de ultratumba mientras las lágrimas resbalaban como alfileres arañando sus mejillas.
Mientras conducía, y con la imagen de sus hijos agarrada por apenas la fuerza de sus dedos, Andrea se preguntó por qué había acudido a aquél horripilante lugar y supo inmediatamente que la desesperación más absoluta había guiado sus pasos.
Un hombre vestido con un traje negro y un ridículo sombrero sobre la cabeza se le había acercado en mitad de la calle, abordándola. Lo había visto junto a su casa en varias ocasiones pero nunca le había llamado la atención, al menos no como para preocuparse. Sin embargo, hacía apenas tres días, el extraño hombre, delgado como un palillo y con la tonalidad de la piel demasiado blanca, se le acercó y le mostró una sonrisa que a Andrea le pareció más un garabato entre sus labios que la sonrisa de un desconocido.
-Disculpe señora.-le dijo el hombre mientras se quitaba el sombrero. Andrea advirtió lo huesudas que eran sus manos, la delgadez de sus dedos y lo afiladas de sus uñas.-Antes de nada quiero que sepa que la acompaño en su dolor.
Andrea no supo qué contestar a aquél desconocido y supuso que se trataba de un hombre que trataba de venderle algo. Quiso pasar de largo pero el hombre le colocó la mano en el hombro. Presionó con fuerza.
-Lamento mucho su pérdida. No puedo imaginar cómo debe sentirse una madre al perder a sus hijos de un modo tan… horrible y desagradable.
Andrea palideció y miró al hombre directamente a los ojos. Creyó descubrir en el interior de aquellos ojos un mundo adverso e inquietante y el temor resbaló por su interior, provocándole una sensación de inquietud que le incitaba a marcharse de allí inmediatamente. Lejos de hacerlo, rompió a llorar. El hombre la atrajo hacia así. Andrea sintió que los delgados brazos del desconocido la rodeaban. Sintió un frío glacial cubriendo incluso las partes más íntimas de su cuerpo pero la molesta sensación desapareció casi de inmediato y las palabras que el individuo le susurró al oído la hicieron palidecer:
-Sé de alguien que puede aliviar su dolor. Hacerle sentir bien… después de tanta tragedia y la soledad que está soportando… creo que se merece un poco de alivio.
Andrea se apartó del hombre y dio un paso atrás.
-¿Quién es usted?
-Perdone señora, no pretendía asustarla.-respondió el desconocido y cubrió su cabeza con el sombrero. Metió una de sus manos en los bolsillos de la chaqueta y sacó una tarjeta.-Mi nombre no es relevante, señora, solo soy un vulgar mensajero pero hay alguien que puede mitigar su dolor de un modo que nunca jamás habría podido imaginar. No sospecha lo que ellos son capaces de hacer.
Sin saber por qué, a pesar de que Andrea se había asustado, alargó la mano para recoger la tarjeta. El extraño individuo colocó su mano en el ala del sombrero para saludarla y se dio la vuelta. Andrea lo vio marcharse y tuvo la impresión de que el desconocido había olvidado algo cuando lo vio regresar con una lentitud pasmosa que a Andrea se le antojó fantasmagórica. Cuando estuvo cerca de ella, Andrea sintió que su cuerpo se inmovilizaba y a pesar de que trató de huir, sus piernas no respondieron. El hombre la miró unos instantes y después habló, pero su boca no se abrió en ningún momento; aún así, la voz del misterioso desconocido sonó dentro de su cabeza y sus palabras resultaron terribles:
-Puede ver, si ese es su deseo, de nuevo a sus hijos. Puede solicitarlo. Disfrutará de su familia como antes. Acuda a esa dirección y llegue a un acuerdo.
Después de que se pronunciaran aquellas palabras, el hombre desapareció, como si nunca hubiera estado allí. Andrea no sabía si todo había sido fruto de su imaginación o había ocurrido en realidad. Bajó la cabeza para contemplar la tarjeta que aún tenía en sus manos y después buscó al hombre entre las calles. No lo vio por ninguna parte.
Había sido real, sin duda. La tarjeta que sujetaba entre sus dedos así lo atestiguaba.
En un principio Andrea pensó que aquél hombre estaba loco, que se había acercado a ella con la única pretensión de hacerle daño por alguna razón que no podía comprender.; ahondando en su dolor. Sin embargo, cada vez que pensaba más y más en el desconocido, que revivía el encuentro, el hombre le parecía inquietante e irreal, como si en realidad aquél extraño individuo…no fuera de este mundo. Por eso, durante horas, jugó con la tarjeta que le había entregado mientras las palabras del hombre resonaban en su cabeza como mazazos dolorosos: “-Puede ver, si ese es su deseo, de nuevo a sus hijos. Puede solicitarlo. Disfrutará de su familia como antes. Acuda a esa dirección y llegue a un acuerdo.”
Después de sopesarlo durante algunos días, la tarjeta la condujo hasta una solitaria y pequeña tienda de antigüedades. Sin saber si estaba haciendo lo correcto o si por el contrario sus actos eran propios de la locura y la desesperación, acudió al lugar cerca de la medianoche.
La puerta estaba abierta pero no había luz en su interior. Escuchó una campanilla que había chocado con la parte superior de la puerta y una opresiva oscuridad la recibió en el más ominoso de los silencios. Andrea estuvo a punto de girar su cuerpo y marcharse por donde había venido. El ambiente de aquella tienda destilaba un aroma extraño, envuelto en una atmósfera lúgubre y siniestra. Una voz la detuvo.
-Pasa, estaba a punto de cerrar pero podemos atenderte durante unos minutos.
Andrea escuchó las palabras en mitad de la oscuridad y no pudo localizar el origen de las mismas hasta que al fondo de la pequeña tienda se encendió una bombilla que colgaba del techo a través de un cable. Bajo la mortecina luz, y tras un montón de artefactos desordenados y viejos, libros y papeles, la diminuta figura de un hombre mayor sentado al otro lado de un descolorido mostrador, la observaba a través de unos pequeños ojos negros.
Andrea se sobresaltó y en aquél momento se dio cuenta que la tienda estaba sumida en un intenso frío que hasta el momento había pasado desapercibido para ella. Quedó petrificada junto a la puerta, con la insidiosa sensación de que se había equivocado al entrar en la tienda.
-Acércate Andrea, te estábamos esperando.
Aquello la desconcertó. ¿Cómo era posible que supiera su nombre? ¿Quién era aquél enigmático hombre? La mujer no se movió ni un solo milímetro. Permaneció inmóvil, mirando fijamente al hombre, del que destacó unas enormes orejas acabadas en punta saliendo de su calva cabeza, como si de un duende se tratara.
-Siéntate a nuestro lado y dime qué es lo que quieres, qué es lo que te pide tu corazón.
Sabiendo que se trataba de una osadía, de un mayúsculo error, Andrea dio sus primeros pasos hacia el mostrador y se sentó en una de las sillas que crujió clamorosamente, como si hubiera gritado acuciado por un intenso dolor. Andrea contempló al hombre y sintió un escalofrío que la clavó en su asiento como si férreas manos sucias e invisibles la estuvieran sujetando a la fuerza.
El hombre, ya mayor, la observaba con un interés inquietante. Andrea sintió escalofríos al sentirse observada por el dueño de la tienda y cuando quiso mirar a su alrededor para fijarse en los detalles que adornaban el tosco lugar, la profunda voz del anciano brotó y sus palabras sonaron como arrastradas por un viento que las desplazó hasta ella.
-¿Vienes para volver a ver a tus hijos, verdad?
Andrea no respondió pero sus ojos se humedecieron y luchó por evitar que las lágrimas resbalaran por sus mejillas.
Ella apenas había hablado durante los minutos que permaneció en la tienda. La conversación se desarrolló a capricho y voluntad del propio dueño.
-Llevas mucho dolor en tu interior, Andrea. Hay personas en el mundo que podemos paliar tu sufrimiento.-al decir la palabra “personas” el hombre había cambiado el tono de su voz llegando a carraspear, como si en ese peculiar momento se sintiera incómodo.-Naturalmente en esta época del año, los sueños y las ilusiones de la gente se hacen realidad. Son fechas de celebración, de reuniones familiares, de inmensa felicidad. Pero tú no eres feliz.
Andrea no sabía que responder.
-Y no eres feliz desde la noche en que la oscuridad se llevó a tus tres hijos y a tu marido.
Andrea rompió a llorar y en algún momento el anciano recogió las manos entre sus huesudas palmas. La mujer se tranquilizó un poco. Fue una sensación extraña, mágica, irreal y miró directamente al hombre, que recogió su mirada con sus penetrantes ojos inundados de una pasmosa oscuridad.
-Podemos ayudarte.
-No entiendo.
-En estas fechas, querida Andrea, nosotros solemos estar muy generosos y si alguien necesita ayuda … gustosamente se la brindamos…
El hombre dejó de sostener las manos de Andrea y colocó los brazos sobre la mesa.
-Sabemos que lo que más deseas en este mundo es volver a ver a tus hijos, tenerlos entre tus brazos, besarlos, escuchar sus risas de nuevo, sentir su ternura.
-Pero…
-Sé que es difícil comprender las palabras que estamos pronunciando, que es difícil entender lo que te proponemos… pero podemos darte lo que anhelas, absolutamente lo que quieras, lo que necesitas.
Andrea se apartó las lágrimas de los ojos con el brazo y sabiendo que aquella propuesta era una completa sinrazón, no pudo evitar pronunciar unas palabras que salieron de lo más profundo de su rasgado corazón:
-¡Quiero volver a ver a mis hijos, que nada de lo ocurrido aquella maldita noche se haya producido. Que mis tres niñitos estén bien, que mi marido vuelva a la vida, que todo haya sido un maldito sueño…!
El hombre permaneció en silencio, observándola, parecía reflexionar sobre las palabras de Andrea, que quedó muda al instante.
-A pesar de que en estas fechas nos sentimos muy generosos… nosotros no solemos conceder las cosas… sin recibir nada a cambio.
-Sé que es imposible, sé perfectamente que nada se pueda hacer.
-Te equivocas.-dijo el hombre entrelazando los dedos y dibujando una diminuta sonrisa con sus apenas perceptibles labios.-Nada es imposible para nosotros. Lo que quiero decir…es que el precio por estos regalos suele ser excesivo… y no todas las personas están dispuestas a pagar.
La propuesta del extraño personaje, que no dejaba de hablar en plural como si allí mismo hubiera alguien más aparte de los dos, a Andrea se le antojó fuera de lugar y entendió que lo más correcto era marcharse y regresar al vacío doloroso de su mermada vida pero… ¿Y si hubiera una posibilidad, solo una posibilidad, de que el accidente no hubiera ocurrido? ¿Y si sus tres hijos pudieran estar vivos de nuevo? Todo sería perfecto, maravilloso. Una vida sin dolor.
-Yo estoy dispuesta a pagar lo que sea.-dijo Andrea sin tapujos y agachó la cabeza avergonzada.-La verdad es que no dispongo de mucho dinero.
-No es eso lo que buscamos.-dijo la voz del hombre en el momento en que la luz de la bombilla que pendía sobre sus cabezas pareció perder intensidad para recobrarla al instante.-Nosotros buscamos algo mucho más valioso.
-¿A qué se refiere?
-A tu alma.
Andrea tragó saliva. Las últimas palabras del hombre traspasaron las paredes de su cerebro.
-¿Mi…alma?
-Sí.-respondió el hombre con el semblante serio y la mirada decidida.-Es un elemento que tenéis los vivos que no soléis apreciar y que sin embargo tiene un valor incalculable y que nosotros no sabríamos explicar. A mucha gente no le importa perder su alma, venderla o empeñarla pero esas personas, tarde o temprano, siempre se acaban arrepintiendo. El alma es mucho más que vuestros recuerdos, vuestra conciencia o vuestra propia vida, es una sustancia que necesitáis para continuar evolucionando, es algo eterno que viajará más allá de la oscuridad con el propósito de emprender nuevos caminos o bien, y para vuestra desgracia, vagará condenada de manera perpetua, anclada en un sufrimiento constante. Nosotros te pedimos exactamente esto último… a cambio de lo que deseas. Ese es el trato.
-Mi alma está rota desde que mis hijos murieron, junto a mi marido.
-Te equivocas.-dijo el hombre.-Tu alma es precisamente lo que te mantiene en pié.
Andrea permaneció callada. Pensó que aquél hombre estaba rematadamente loco. Se disponía a levantarse cuando la voz del anciano sonó de nuevo y esta vez pareció venir de las profundidades de las tinieblas.
-Vamos a serte muy sinceros porque la sinceridad es una virtud de la que nosotros siempre hacemos gala, en contra de lo que pensáis. La mayoría de vosotros no cree en el alma, opina que es una estupidez, algo que no existe, un invento, una patraña pero es nuestro deber advertirte que se trata del peso de vuestra vida, lo que sois y más importante aún, lo que fuisteis y os permitirá ser. Vuestra negativa a aceptar esa realidad es algo de lo que nos aprovechamos y por eso tratamos con los humanos y les concedemos lo que desean, siempre a cambio de su alma, que nos entregan sin dudarlo un solo instante.
-¿Quiere decir que si llegamos a un acuerdo las cosas volverán a ser como antes?
-Lo que decimos es que si nos entregas tu alma libremente, Angela, Javier y Dolores volverán a la vida y los podrás abrazar de nuevo. Daniel, tu marido, estará con ellos. El accidente nunca habrá tenido lugar y las cosas serán como eran antes, sin este período de oscuridad en el que te has visto obligada a vivir.
Andrea no podía creer las palabras que acababa de escuchar, le parecía todo tan absurdo e irreal que sopesó la posibilidad de que el hombre… tuviera razón.
-Yo os entrego mi alma.
El diminuto anciano extendió sobre la mesa un papel escrito y dejó junto a él un bolígrafo.
-Antes de firmar lee la letra pequeña.
Las palabras del anciano resonaban en su cabeza mientras ella conducía hacia su vacío hogar aceptando que todo no pasaba de ser una broma de muy mal gusto. Esa idea resbalaba por su cerebro cuando sonó su teléfono móvil. Andrea salió de su ensimismamiento y detuvo el coche en el arcén. Sin prestar atención a la pantalla del teléfono lo descolgó.
-¿Dónde estás?
El móvil estuvo a punto de caérsele de entre las manos y el corazón se agitó violentamente sobre su pecho.
¡Aquella voz…!
¡Sí!
Aquella voz que sonaba desde el otro lado, lejana pero clara como cualquier conversación normal… ¡era la de su marido Daniel! Era imposible pero estaba segura de ello. Jamás podría olvidar su voz. ¡Nunca! Pasara el tiempo que pasase.
-¿Andrea? ¿Dónde demonios estás? Los niños están hambrientos.
El cuerpo de Andrea temblaba vertiginosamente. La voz de su marido taladraba su cerebro y sonaba en su cabeza como campanas horrendas que estaban a punto de dejarla sorda. El teléfono se le cayó de las manos y aún así, a través del altavoz, pudo escuchar la voz de Daniel clara y precisa, con una entonación que delataba cierto brote de preocupación.
-¿Andrea? ¿Qué es lo que ocurre?
Con el pecho dolorido por la agitación y los latidos de su corazón golpeando las paredes del mismo, Andrea sintió un dolor agudo bajando por su espina dorsal, como si la hubieran atravesado por una barra de acero incandescente. Notó un dolor agudo en sus articulaciones, un vuelco en el corazón que la obligó a respirar con gran dificultad. Un ataque de ansiedad cobró violencia en su propio interior y la cabeza se le alejaba presa de la angustia y la confusión. A duras penas, con el corazón marcando un ritmo peligroso que desplazó la coherencia hacia la cercanía del abismo, Andrea recuperó el teléfono.
-Daniel… ¿Eres tú?
-¿Andrea? ¿Te encuentras bien?
-¡Dios mío Daniel! ¿Realmente eres tú?
-¿Quién voy a ser si no? ¿Estás bien?
-¿Los niños?
-Deseándote verte, cariño. Ya hemos comprado los regalos y están como locos por dártelos… y abrir los suyos, naturalmente.
Andrea enmudeció. A través del teléfono escuchó claramente las voces y las risas de sus hijos, que se habían acercado a su padre y la llamaban y le cantaban villancicos. ¡No podía creérselo!
Rompió a llorar y a la vez río mientras escuchaba las voces cantarinas de sus hijos, incluso oyó a la pequeña Angela que la llamaba con su dulce vocecilla.
-¿Te falta mucho por llegar?.-dijo Daniel por encima del sonido de sus hijos.
-No, no, ya estoy llegando.-jadeó Andrea estupefacta.
-¿Te encuentras bien? ¿Quieres que vaya a por ti?
-No, Daniel, estoy bien, gracias, estoy muy bien.-respondió antes de colgar.
Sentada frente al volante, Andrea no podía creer lo que acababa de ocurrir. ¿Cómo era posible? Desechó cualquier posibilidad de que se tratara de su imaginación y descartó la idea de haberse quedado dormida mientras conducía y haber tenido un sueño lúcido. Las voces de sus niños… ¡eran tan reales!, ¡tan auténticas!, tan maravillosas como las recordaba. No sabía cómo había ocurrido pero volvían a estar vivos. Y esa era la realidad. Lo único que importaba.
Lo único que deseaba.
Nerviosa y excitada, no pudiendo contener las ganas por llegar hasta su hogar y entrar por la puerta de su casa para abrazar a sus tres pequeños, besarlos, estrujarlos contra su pecho...; apenas podía respirar pensando en que ese momento se produjese.
Y lo haría.
En cuestión de minutos.
El coche arrancó y Andrea pisó el acelerador al tiempo que una fina lluvia caía desde un cielo tan oscuro como lo había sido el interior de la tienda en la que apenas unos minutos antes un extraño hombre (quizá salido de una terrible pesadilla) le había indicado que ellos (fueran quienes fuesen) podían devolverle la vida a los muertos.
Detuvo el vehículo a pocos metros del edificio donde se encontraba su casa. Cerró la puerta pero se olvidó de presionar el botón que bloqueaba la cerradura. Corrió. Como nunca antes había corrido.
Introdujo la llave en la puerta del portal. La abrió con violencia mientras sus piernas temblaban con tanta fuerza que creía estar sufriendo un terremoto en aquél mismo momento.
Jamás lo había imaginado. Nunca. Era imposible. Pero estaba equivocada.
Daniel estaba vivo. ¡Había escuchado su voz!
Dolores le había cantado el villancico con su voz angelical.
Javier le decía que tenía muchas ganas de abrir los regalos y de comer, porque estaban hambrientos, eso es lo que su marido Daniel también le había dicho y sus voces estaban tan vivas como siempre.
Cruzó el portal y a punto estuvo de tirar el árbol navideño que sus vecinos habían colocado días antes para celebrar aquellas fechas. Ahora le parecía hermoso, lleno de vitalidad y las luces parpadeantes la hicieron sonreír. Se sentía sublime, feliz.
Pulsó el botón del ascensor pero no lo esperó, se giró bruscamente y comenzó a subir las escaleras como si fuese perseguida por un grupo de sádicos perturbados.
¡No podía esperar más! Deseaba ver a sus hijos, tenerlos entre sus brazos, notar el brillo de la vida en sus ojos, escuchar sus voces, besarlos hasta cansarse.
Y por fin llegó hasta la puerta de su casa.
Se detuvo en seco. Tenía miedo. ¿Y si todo era mentira…? ¿Y si en realidad se estaba volviendo loca?
La música que manaba del interior de su hogar la extrajo de sus perturbadores pensamientos y por encima de las notas alegres de los villancicos, escuchó con absoluta claridad las voces de sus hijos.
Con los ojos anegados en lágrimas, se detuvo unos instantes y contempló la puerta en el más absoluto silencio. Oyó su propia respiración atrapada por una angustia y un pavor que crecía a medida que los segundos pasaban. Un dolor agudo en el pecho le apretó la garganta y el aire comenzó a bajar con gran dificultad hacia sus pulmones.
Miedo y terror atenazaban sus movimientos.
Andrea trató de serenarse y lejos de tranquilizarse, dejó que el manojo de llaves resbalara de entre sus dedos. No se atrevía a entrar. No podía hacerlo.
Estaba tan asustada que pensó que se le abría el pecho.
Colocó las palmas de sus manos, frías y húmedas, sobre la puerta y apoyó su cabeza mientras las lágrimas cubrían su rostro compungido para yacer finalmente sobre sus pies.
Entonces la puerta se abrió y tras ella apareció un rostro sorprendido que al descubrirla allí inmóvil sonrió.
¡Daniel!
Tras su marido, asomaron tres pequeñas cabezas que abrieron los ojos para llenarlos de una alegría extrema al ver a su madre y corrieron hacia ella para abrazarla.
Andrea no pudo con la embestida de sus tres hijos y cayó al suelo. Los tres niños comenzaron a hacerle cosquillas y sus risas y carcajadas encendieron el corazón de la mujer que desde la misma noche del accidente se había apagado.
-¿Te encuentras bien?.-dijo Daniel con el rostro apesadumbrado. Llevaba una copa de cava en la mano y se la tendió. Andrea la aceptó después de levantarse y contempló a sus hijos, que ahora corrían hacia la casa persiguiéndose unos a otros.
Daniel se acercó a su mujer y la besó en los labios. Andrea cerró los ojos al notar el cálido contacto de la boca de su marido y esta vez sus lágrimas desaparecieron. Dentro de su pecho, su corazón volvía a latir con el brío de una madre orgullosa y feliz.
Pasó dentro de la casa y Daniel cerró la puerta.
-La cena está casi lista.-dijo el hombre y volvió a besar a su esposa mientras sus tres hijos los observaban y reían.
Andrea no se lo podía creer. Allí estaban los cuatro. Todos repletos de vida, como si nada, absolutamente nada hubiera ocurrido.
Cenaron y Andrea tuvo que admitir que su marido cocinaba muy bien, algo que casi ya había olvidado. Los niños tenían mucho apetito y devoraron los platos sin protestar mientras de los altavoces de la cadena musical sonaban más y más villancicos. Estaban nerviosos, sin duda esperaban el momento de abrir los regalos.
Andrea observaba a sus pequeños con infinita felicidad, absorta por la belleza de sus finas y suaves pieles, por la pureza de sus miradas. El sonido del teléfono rompió aquella hermosa escena.
-¿Puedes cogerlo tú mientras yo retiro todos estos trastos?.-pidió Daniel al tiempo que se levantaba con varios platos y cubiertos.
Andrea asintió.
Caminó hacia el salón, dirigiéndose hacia la mesa donde se encontraba el teléfono, que sonaba con bastante insistencia. Antes de descolgarlo, Andrea no pudo evitar dirigir una nueva mirada llena de orgullo hacia sus tres hijos, que se encontraban intranquilos, sentados junto al árbol de Navidad frente a los regalos, aún cerrados.
-¿Quién es?.-preguntó.
-¿Contenta Andrea? ¿Era esto lo que querías? Lo acordado, ¿Verdad?
Al escuchar la voz, Andrea recibió en su cerebro la impactante imagen del anciano de la tienda de antigüedades e hizo acopio de valor para no caer de bruces.
-Sí.-se atrevió a decir con apenas un hilo de voz.
-Sabes, sin duda, que todo esto tiene un precio terrible para ti, ¿Verdad?
-Sí.-respondió.
-Recuerdas que lo firmaste, ¿Verdad?
-Sí.-Andrea dudó unos instantes antes de pronunciar las siguientes palabras.-¿Tiene que ser ahora?
Hubo un silencio sepulcral al otro lado del teléfono y pensó que la comunicación se había cortado pero seguidamente escuchó una espantosa respiración por el auricular y después la voz del viejo:
-No Andrea, ahora no. Ya te dijimos que nosotros somos muy generosos por estas fechas. Nos pondremos en contacto contigo…más adelante.
-Gracias.
-No tienes por qué darlas, Andrea, y me alegra que entiendas que un acuerdo es un pacto que siempre hay que respetar.
-Lo sé.
-No te molestamos más, Andrea, pasa una buena noche y disfruta de tus hijos y de tu marido.
-Gracias.
-Por cierto…
Andrea necesitaba colgar. Estaba asustada y tenía un miedo atroz. No quería que aquello terminara. Volver a ver a sus hijos, tenerlos entre sus brazos era tan maravilloso que no deseaba que finalizara jamás. Un escalofrío terrible resbalaba por su espalda, convertido en un sudor frío e incómodo. Cada segundo que pasaba, la voz del teléfono le resultaba más y más horrible. A pesar de todo, Andrea siguió con el auricular pegado a la oreja para escuchar, como si de una broma macabra se tratara, un coro de voces demoníacas que le lanzaron un último mensaje:
-¡Feliz Navidad, Andrea, Feliz Navidad!
Andrea colgó el teléfono y disimuló como pudo el temblor de sus propios brazos. Borró las lágrimas que brotaban de sus ojos y con gran esfuerzo se incorporó, esbozando una sonrisa mientras se acercaba al lugar donde estaban sentados sus tres hijos. Alzó la voz para llamar a su marido. Era el momento oportuno para abrir los regalos.
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