Después de cavar durante varias horas, el ataúd apareció ante él. Exhausto, le quitó la tierra que aún había sobre su superficie y suspiró cansado. Alzó la cabeza y sus ojos repletos de lágrimas se encontraron con un mar oscuro donde miles de parpadeantes estrellas parecían bailar alrededor de una espléndida luna llena que presidía el firmamento con su radiante hermosura.
El muchacho, un joven que hacía un mes acababa de sobrepasar la frontera de los treinta, lanzó la linterna al montón de tierra que había ido depositando a un lado hasta lograr abrir la tumba y apartó la larga melena negra que le cubría el rostro. Vestido con unos pantalones de cuero negro y una cazadora de idéntico color, pasaba desapercibido entre las sombras. Solamente su agitada respiración delataba la presencia del profanador en el interior del cementerio.
Acarició la tapa del ataúd con sus manos, protegidas por unos guantes negros. Estaba nervioso y excitado, lleno de rabia, tristeza y desolación.
Cerró los ojos y murmuró unas palabras que salieron rápidamente de su boca pero que nadie habría escuchado de haber estado junto a él. Trató de abrir el ataúd mas no pudo hacerlo con sus manos y agarró la palanca que había traído consigo. La introdujo en una esquina y la madera crujió tras el mordisco del acero. El resto fue fácil. Con un poco de esfuerzo consiguió que la tapa quedara completamente levantada y el interior del ataúd se presentó visible bajo sus ojos.
Habían pasado muchos meses. El hedor que desprendía el cadáver putrefacto de la mujer golpeó con brusquedad su nariz pero por respeto a ella ni siquiera se inmutó. Gracias a la luz de la luna, que brillaba intensa y alegre en mitad de la noche, el muchacho pudo apreciar una cantidad infecta de gusanos blancos y amarillos que se estaban comiendo el cuerpo. Salían de la profundidad de unas cuencas vacías, carentes ya de ojos, donde las larvas seguían poniendo sus huevos. Aparecían como un repugnante ejército de la boca abierta del cadáver, saliendo de sus orejas y nariz y recorriendo el cuerpo mientras no cesaban de alimentarse de él. El muchacho trató de apartar aquellos bichos con sus manos pero pronto desistió porque cada movimiento provocaba que aparecieran más.
A pesar de que sus ojos estaban cubiertos de lágrimas, tuvo valor para contemplar el cadáver. La ropa con la que había sido enterrada estaba muy deteriorada, invadida por el moho, húmeda y roída. El pelo negro azabache que había tenido en vida ahora era un matojo gris plomizo que se desprendía de su cabeza con la más ligera de las caricias.
El joven agarró las manos del cadáver. Varios gusanos trataron de trepar por su piel y los expulsó con dos o tres sacudidas. El cuerpo estaba frío como el hielo. Los dedos se encontraban tan delgados que tuvo miedo de partirlos. Por esa razón la soltó y buscó su mirada en el rostro cadavérico de la mujer pero allí no había mirada alguna salvo los espeluznantes movimientos de los gusanos que estaban dando debida cuenta del cuerpo muerto.
El frío de la noche comenzó a colarse en el interior del muchacho, que permaneció durante varios minutos inmóvil, contemplando el interior del ataúd mientras sus ojos derramaban lágrimas. Tenía los huesos entumecidos y antes de que sus músculos se agarrotaran decidió acabar lo que había venido a hacer.
Agarró el cadáver con ambas manos. La cabeza de la mujer se ladeó hacia un lado y de la boca abierta cayeron, como si los hubiera vomitado, un puñado de gusanos que se precipitaron sobre su espalda. Tuvo cuidado de no realizar ningún movimiento brusco para que no se partiera el frágil cuello de la mujer muerta. No podía faltarle ninguna pieza. Ya estaba bastante desmejorada como para permitirse que se partiera un brazo, una pierna o simplemente quedara decapitada.
La sacó de la tumba donde había descansado los últimos meses y la depositó en el suelo, junto a unos árboles. La contempló unos instantes. Su aspecto era deplorable. Parecía una momia robada de un museo. Se agachó sobre ella y la despojó de su ropa hecha jirones. Bajo el manto oscuro de un cielo estrellado contempló su cuerpo desnudo. Era horrible, muy delgado, con pústulas ya secas donde se concentraban las larvas y se agitaban los gusanos. Estaban por todas partes. Examinó con la mirada los ya inexistentes pechos de la mujer, su pubis ajado y cubierto de gusanos y sintió arcadas pero se contuvo, por respeto a ella. Agachó la cabeza. Notaba un vacío en el corazón, algo se removía en su estómago y advertía movimiento sobre su cuello. Pequeños cuerpecitos blancos, grises y amarillos se arrastraban bajando lentamente por su espalda. Se sacudió pero no consiguió que todos los gusanos se desprendieran. Dejó el cuerpo de la mujer allí tendido, en mitad de la noche y se dirigió hacia la entrada del cementerio. Abrió el maletero de su coche y sacó las cosas que tenía guardadas. Cuando bajó la portezuela el sonido del metal al cerrarse sonó estrepitosamente quebrando el silencio. Se estremeció y durante unos breves instantes sintió miedo. Abarcó con la mirada las sombras inmóviles que se ceñían sobre el cementerio y se imaginó que aquél sonido quizá hubiera sido suficiente para despertar a todos los muertos enterrados allí. Miró de soslayo hacia uno de los árboles que servía de impertérrito guardián en la entrada del camposanto. Era el más fuerte. El más alto. Agachó la cabeza y comenzó a caminar. Dejó el coche atrás. Entró en el cementerio.
El gris pálido del cadáver destacaba en mitad de la noche. El muchacho se acercó lentamente y dejó caer al suelo las cosas que había sacado del maletero. Tuvo la impresión de que la cabeza del cuerpo muerto estaba ladeada hacia un lado para mirarle directamente a través de sus cuencas vacías. Se estremeció de nuevo. Tenía un aspecto tan lamentable, estaba tan deteriorada, que no había ningún rasgo que sirviera para reconocer la belleza que tuvo en vida y sin embargo, para él, seguía siendo ella y veía mucho más allá que su aspecto actual. En su mente apareció la imagen hermosa de una chica preciosa. En su imaginación se mantenía viva la amplia sonrisa que en vida siempre tuvo y que ahora creía escuchar en algún oscuro rincón de su mente. Miró su cuerpo podrido y lo vio cubierto de una piel fina y blanca. Recordó cómo la acariciaba, pensó en los momentos en los que notaba que se estremecía al rozarle sus muslos con los labios. La escuchó jadear y la notó nerviosa, agarrándole con sus pequeñas manos la larga melena mientras él la besaba apasionadamente. Volvió a apreciar su olor, algo muy diferente al hedor nauseabundo que ahora desprendía el cadáver. Cerró los ojos para oler sus recuerdos. El aroma a jazmín, el olor de su cuerpo cálido y repleto de vida embriagaron las imágenes del pasado. La vio moverse de manera sensual dentro de su cabeza, la oyó susurrar su nombre y al abrir los ojos su mirada se tropezó violentamente con el cuerpo desnudo y podrido que yacía bajo sus pies.
Con el dorso de la mano se limpió las lágrimas que se acumulaban en sus ojos y se agachó sobre el cadáver. Colocó sus manos sobre las piernas del cuerpo. Estaban frías y repletas de erupciones y heridas. Agarró las manos y notó que uno de los hombros crujió, amenazando con desencajarse. Se retiró para coger las cosas que había dejado junto al cadáver, repartidas en varias bolsas.
El muchacho contempló una vez más a la mujer muerta y sonrió levemente. La tristeza había desaparecido de su rostro. Comenzó a silbar y a tatarear una canción mientras se iba desprendiendo de su ropa y quedaba completamente desnudo. Se tumbó junto al cuerpo. La tomó de la mano, fría y rígida. Cerró los ojos. Se giró sobre el cadáver y lo abrazó. Estaba dispuesto a cumplir todas sus promesas…
Con las primeras luces del amanecer llegó la escena más horrible que los habitantes de un pueblo pudieran llegar a presenciar. En uno de los árboles más altos situados a la entrada del cementerio local, dos cuerpos colgados se mecían levemente empujados por el viento. La noticia corrió como la pólvora y en cuestión de minutos, la muchedumbre contemplaba aquellos cuerpos que se movían agarrados de las manos mientras dos cuerdas apretaban sus cuellos y los mantenían pendidos en el aire.
Uno de los cadáveres era un hombre. El otro una mujer.
El vestía con un traje negro, impecable. Ella llevaba un traje de novia realmente espectacular.
Los presentes tardaron en reconocer a la pareja pero pronto exclamaron y se cubrieron los rostros con las manos.
El era Adrián, un joven del pueblo que había visto cómo su novia perecía en un accidente atroz el 23 de Agosto del año pasado, dos semanas antes de su enlace matrimonial. Todos supieron del sufrimiento del muchacho, que no había levantado cabeza desde entonces y que visitaba la tumba de su novia desde aquél día, pasando horas y horas llorando de manera desconsolada la muerte de su amada.
Y Ella era sin duda Bárbara. El rostro de la novia estaba tapado por el velo blanco pero nadie tenía duda alguna de que se trataba de ella. Los brazos cubiertos por guantes blancos que llegaban hasta los codos, unos zapatos blancos de alto tacón, un vestido largo y radiante ocultaba el aspecto real de un cadáver en avanzado estado de descomposición.
Se llenaron de horror al comprender que Adrián se había vuelto rematadamente loco, que había desenterrado el cuerpo de su novia y que había decidido quitarse la vida ahorcándose del árbol más alto, junto al cementerio. Y también había colgado el cadáver de Bárbara, junto a él, como si de este modo estuviera declarando públicamente su amor. La escena, a ojos de todas aquellas personas, resultaba espantosa y abominable.
El sol empezó a salir de entre las montañas y los primeros rayos de aquella mañana bañada por un cielo completamente raso y limpio de nubes, iluminó el vestido de novia de Bárbara, que comenzó a brillar espléndido y radiante, apareciendo maravillosamente hermosa.
Bajo el balanceo de aquellos dos cuerpos que se mecían con las manos entrelazadas, un manto de hermosas rosas rojas formaba un enorme corazón en cuyo interior pétalos blancos dibujaban las iniciales de la pareja. Como si estuvieran entonando una marcha nupcial, una bandada de pájaros comenzó a cantar y a revolotear alrededor de los cuerpos, adornando la escena de un modo singular y ofreciendo un momento inolvidable que jamás desaparecía de la mente de todas aquellas personas que presenciaron una ceremonia terrible e inquietante las primeras horas de la mañana de un lejano 14 de Febrero.
Me prometió amor eterno, que nada importaría, solo nosotros dos.
Me prometió una ceremonia inolvidable, una ceremonia que todos recordarían
Dijo que me vestiría de blanco, me aseguró que sería la novia más hermosa y radiante, la más elegante.
Me prometió que la noche antes de nuestra boda me rodearía con sus brazos y me colmaría de besos y caricias.
Me prometió que sellaría nuestro enlace con nuestros nombres flotando sobre un mar de rosas rojas.
Prometió estar junto a mí durante toda la eternidad, que nunca me dejaría, que viajaría conmigo allí donde me marchara. Siempre a mi lado. Siempre juntos.
Y sé que cumplirá sus promesas porque su amor siempre fue sincero y me ama como nunca nadie ha amado a una mujer.
Siempre en mí.
Siempre en él
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