CIRCULO DE SAL (I)
“El Ritual”
Cuando su abuelo murió ella entró en la habitación. Quería despedirse de él. Darle un último abrazo. Un último beso. Impresionaba verlo allí tendido, sobre la cama. No parecía muerto sino dormido. Al depositar sus labios sobre las arrugadas mejillas del anciano, notó que su cuerpo seguía caliente. Le agarró la mano. Se la besó. Dejó que las lágrimas cayeran. Estaba triste. Amaba a aquel viejo hombre. Lo abrazó y rompió a llorar de manera desconsolada. Su padre se la llevó casi a rastras. Antes de salir de la habitación de su abuelo, a la joven Yolanda le llamó la atención algo que había en una de las estanterías, junto a un juego de café y unas fotos de familia. Era el lomo de un libro negro, grueso y viejo.
Yolanda no pudo dormir en toda la noche. Estaba muy triste y necesitaba entrar en la habitación. Se sentía rara e inquieta. No quería visitar a su abuelo. No se trataba de eso. Quería descubrir de qué era ese libro que le había llamado poderosamente la atención. Y es lo que hizo cuando sus padres y hermanos yacían en sus camas, profundamente dormidos.
Descalza para no hacer ruido alguno se acercó muy lentamente a la habitación. La puerta estaba cerrada. Giró el pomo con cautela. El crujido resonó en toda la casa. Fue imperceptible pero para Yolanda sonó con la potencia de un trueno. Permaneció inmóvil pero nadie se despertó y empujó la puerta con suavidad. Los goznes chirriaron y a Yolanda se le erizó la piel. Temía que en cualquier momento la luz de la habitación de sus padres se encendiera, alertados por los sonidos y la instaran a regresar a su dormitorio. Nada de aquello sucedió. La calma más absoluta. La oscuridad más impenetrable.
Yolanda empujó la puerta y la habitación de su abuelo, con un fuerte olor a humedad, se presentó ante ella como el hueco de una profunda cueva que da acceso a los pozos siniestros del infierno.
Caminó varios pasos y se situó junto a la cama. No podía ver absolutamente nada pero sentía la presencia de su abuelo allí, bajo las sábanas. Colocó una de sus manos sobre el cuerpo del anciano. Buscó la mano de su abuelo. Estaba fría y la retiró de inmediato. Le dio la espalda mientras las lágrimas se agolpaban en sus vidriosos ojos. La pena y la tristeza la embargaban.
Se acercó a la estantería donde estaba el libro y lo buscó entre la oscuridad. Estuvo a punto de hacer caer algunas de las tazas, los marcos de las fotografías, pero finalmente pudo hacerse con él. Cuando lo tuvo en la mano casi gritó de euforia. Salió apresuradamente de la habitación. Cerró la puerta con cuidado y corrió hacia su dormitorio. Encendió la luz. Se sentó en la cama y contempló el libro que había sustraído de la habitación de su abuelo.
Las hojas eran amarillentas y olían a moho, mientras que la tapa del libro era negra, como la más impenetrable oscuridad. No había título en la obra ni el nombre de ningún autor pero por los dibujos de su interior, en su mayoría símbolos extraños y caras demoníacas, Yolanda descubrió que se trataba de un libro macabro, probablemente de brujería y satanismo.
Le echó varios vistazos durante toda la noche. Se quedó profundamente fascinada por el contenido del libro. Uno a uno fueron saltando ante sus ojos diversidad de rituales e invocaciones, pasos concretos para conseguir objetivos muy precisos o bien para reclamar la presencia de entes maléficos. Se quedó muy prendada de las marcas oscuras que manchaban todas y cada una de las hojas, como gotas de agua turbia que semejaban rostros demoníacos. Las hojas amarillentas de aquél libro eran excesivamente gruesas, muy raras al tacto. La tinta con la que el texto estaba escrito tenía un suave color escarlata y parecía estar escrito a mano en un idioma que Yolanda no conocía. Aún así, pasó toda la noche sentada entre las sábanas, pasando una y otra vez las páginas del libro, fascinada, contemplando los dibujos y tratando de desentrañar el contenido del libro.
A primeras horas de la mañana, Yolanda aún continuaba analizando el misterioso ejemplar y apenas se había dado cuenta, pero con el paso del tiempo comenzaba a comprender el texto, que cada vez se presentaba ante ella con mayor claridad. Estaba fascinada y cuando escuchó los pasos de su madre por el pasillo, se metió corriendo entre las sábanas, guardó el libro bajo la almohada, apagó la luz y fingió dormir.
Yolanda oyó la puerta de su habitación al abrirse. Escuchó el sonido de las zapatillas de su madre al acercarse. Notó su aliento a pocos centímetros de ella. Recibió el beso en la cabeza y decidió no abrir los ojos. Cuando la oyó marcharse regresó con la apasionante lectura del libro. Y así estuvo toda la mañana y parte de la tarde porque fingió estar enferma y con los preparativos del entierro de su abuelo todos la dejaron tranquila.
Yolanda leía una y otra vez las mismas páginas del libro. Allí había encontrado algo muy interesante que se le había metido en la cabeza. Se trataba de un ritual muy sencillo capaz de traer de vuelta a los muertos. Y ella, a sus catorce años, solamente pensaba en su abuelo. Las lágrimas cayeron por sus mejillas con la tristeza de una nieta que iba a echar de menos a su querido abuelito y allí, entre el contenido de tan misteriosa obra, quizá estaba la solución: Su abuelo podía regresar de la muerte y seguir viviendo con ellos.
Lo mejor de todo era la sencillez del ritual, los pequeños pasos que había que dar, todos fáciles y posibles. Lo más importante era que el ritual debía llevarse a cabo justo en el preciso instante en que el difunto estaba siendo enterrado.
Yolanda hizo lo imposible por quedarse sola en casa mientras el resto de la familia se acercaba al cementerio para ofrecerle un último adiós al abuelo. Fingió encontrarse mal del estómago, lloró un poco y consiguió convencer a todos. Y en cuanto la puerta se cerró ella se incorporó llena de energía y con la seguridad de que su abuelo estaría muy pronto de vuelta con ellos.
Siguió todos los requisitos necesarios. Sabía que no le iba a faltar nada., ni siquiera las velas pues sabía que su madre siempre guardaba en la cocina por si la luz se iba en noches de tormenta. Se sabía el ritual de memoria. Lo había leído cientos de veces. Debía hacerlo con rapidez. En apenas tres horas su abuelo ya estaría enterrado y si se demoraba nunca lograría devolverle a la vida.
Necesitaba espacio. Lo primero que hizo fue desplazar la mesa del salón, retirar las sillas y quitar la alfombra que cubría el suelo.
Sal. Eso era lo principal. Cogió el bote de la cocina y formó un círculo en mitad del salón de aproximadamente un metro de diámetro.
Velas. Tres. Las colocó alrededor del círculo de sal, formando un triángulo. Las encendió. Bajó todas las persianas y las llamas de las velas iluminaron la escena. Las sombras temblaban, parecían asustadas.
Yolanda cogió el libro y lo depositó en el centro del círculo de sal, abierto por las dos páginas que hablaban del ritual que estaba llevando a cabo. También dejó una foto de su abuelo dentro del círculo.
Un cuchillo. Lo cogió de la cocina. El mismo que usaba su madre para cortar la carne. Lo depositó junto a los demás objetos. Después, se desnudó por completo. Lanzó su ropa al suelo y entró en el círculo de sal. Se arrodilló frente al libro. Sus ojos bajaron para depositarse en la imagen de su abuelo. Sonrió. Muy pronto volvería a la vida.
Bajo ningún concepto debía salir del círculo de sal. No hasta que la muerte hubiera devuelto al desafortunado. Yolanda no tenía miedo, al contrario, estaba muy esperanzada, emocionada. En pocas horas su abuelo regresaría de la muerte y entonces correría a abrazarlo y todo volvería a la normalidad.
Cogió el libro con la mano izquierda. Leyó en voz alta una frase específica:
JET LAV TARIS JOLAK HIM TIS HEL FAST IN
Lo hizo dos veces más, en voz alta:
JET LAV TARIS JOLAK HIM TIS HEL FAST IN
JET LAV TARIS JOLAK HIM TIS HEL FAST IN
Después usó el cuchillo. Fue un pequeño corte en la palma de la mano derecha. Aún así le hizo daño. La sangre brotó rápidamente de la herida y cayó por entre sus dedos en el interior del círculo de sal. La fotografía de su abuelo recibió algunas gotitas de sangre. Las hojas del libro también se mancharon. Yolanda no lo advirtió, pero las llamas de las velas temblaron como si fueran empujadas por un viento inesperado. No se apagaron. Se mantuvieron encendidas.
Soltó el cuchillo que cayó al suelo manchado de sangre. Cerró la mano herida y la sangre brotó con más fuerza. Regueros rojos resbalaban por su brazo, escapaban por entre sus dedos. Agachó la cabeza y cerró los ojos. Balbuceó unas palabras que resultaron apenas audibles y una figura muy delgada y oscura apareció repentinamente en el salón.
En el cementerio, el cuerpo del abuelo de Yolanda era introducido en la tumba en el mismo instante en que abría los ojos y de su boca salía un lacónico lamento, profundo y gutural.
1 comentario:
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