EL PRINCIPE

Dedicado a la memoria de Oier Machio Gamero “Machaca”

Caminaban por la vía del metro con una  parsimonia  inquietante. Habían salido de la boca del túnel como si, repentinamente, la oscuridad los hubiera vomitado. Eran tres figuras estremecedoras, muy altas y delgadas. Dos hombres seguían a  una mujer de larga cabellera dorada Los tres vestían con ropaje negro y llevaban una gabardina que les  llegaba hasta la altura de los tobillos. Su modo de caminar, la manera en la que avanzaban entre los raíles, les confería una apariencia misteriosa y aterradora, como si fuesen espectros salidos de ultratumba.

Todos los que aguardábamos en los arcenes la llegaba del metro nos quedamos boquiabiertos contemplando aquella escena que rezumaba un tufillo  que nos hizo palidecer. La mujer llevaba el pelo suelto y su larga melena lisa caía más allá de los hombros. Su rostro, bello como el de un ángel, tenía una tonalidad grisácea en el que destacaban sus labios rojos y las gafas oscuras que le cubrían los ojos. Los dos hombres que la seguían, ambos calvos como bolas de billar, expresaban en sus rostros una mueca demoníaca que nos obligó a apartar la vista de inmediato.

Mientras aquellas misteriosas figuras avanzaban sobre la vía, advertí movimiento a mi alrededor y descubrí que la gente estaba nerviosa y agitada. Al prestar atención y apartar la mirada de los singulares movimientos de los desconocidos, me di cuenta que bajando las escaleras que comunicaban los diferentes andenes avanzaban varias figuras oscuras de parecido corte a las que habían salido del túnel.  

Bajaban con lentitud, sin prisa. Y mientras lo hacían nos observaban a través de unos ojos oscuros, tan negros como la boca de un lobo. Y sonreían, mostrando unas dentaduras blancas y relucientes. 

Se me hizo un nudo en la garganta mientras miraba a todas aquellas personas hombres y mujeres ataviados con ropajes oscuros, en su mayoría de cuero. Las botas que llevaban resonaban al pisar las baldosas del suelo, como una cacofonía infernal, quizá como el rugido de un demonio, tal vez como la sonrisa de una manada de animales que ha cercado a su presa. Me estremecí y noté que mis piernas temblaban.

Nos vimos rodeados por los enigmáticos desconocidos. Las tres figuras que caminaban por las vías se pararon en seco y sus cabezas se movieron precisamente para observar al grupo en el que yo me encontraba. Lo hicieron con una lentitud pasmosa, como si no pertenecieran a este mundo. La mujer de cabellera rubia y labios rojos dejó que sus gafas cayeran al suelo y sus ojos brillantes de un color verde esmeralda me taladraron, como si estuviera estudiando mi alma. Sonrió y vi sus largos dientes crecer como las uñas de un hombre lobo. Miré a mí alrededor. Las bocas de todas aquellas figuras oscuras, de rostros grises y miradas severas, estaban abiertas mientras esbozaban  sonrisas perversas que dejaban ver lo afilado de unos grandes colmillos. Mis rodillas chocaron con el suelo. Comencé a temblar como un niño asustado. Tenía miedo.

Dos chiquillos que estaban cerca de mí corrieron para protegerse en los brazos de su madre. Dos chicas comenzaron a sacar fotos de aquellos seres con sus móviles mientras cuchicheaban entre ellas. Una señora mayor no dejaba de agarrarse un crucifijo que colgaba de su cuello al tiempo que dos hombres trajeados miraban a su alrededor con rostros temblorosos. 

Entonces, de repente, las tres figuras que estaban aún en las vías del metro realizaron una proeza imposible y saltaron hacia arriba, elevándose cuatro o cinco metros para precipitarse  violentamente sobre el arcén en el que yo me encontraba. Los tres cayeron en cuclillas y la mujer de pelo dorado no apartó su mirada de mí en ningún momento. Sonreía, pero su boca era atroz, monstruosa. Sus ojos se movían ávidamente, refulgiendo en ellos un brillo extraño y diabólico.

Primero sucedió en el arcén de enfrente. Fue de improvisto. Nadie estaba preparado para ello. Los gritos me obligaron a mirar hacia allí. Y me llené de horror.

Varias de aquellas criaturas cubiertas con  indumentarias negras, que parecían recién salidas de un festival de heavy metal, se abalanzaron sobre las personas que se encontraban allí, absortas contemplando la presencia de los desconocidos. Vieron cómo la tranquilidad que sentían mientras esperaban la llegada del metro se había visto truncada por la presencia de aquella banda extraña de seres. Como los leones que se lanzan sobre su presa, las criaturas destrozaron a todas y cada una de las personas, que no pudieron hacer nada por salvarse. Las agarraron y las hicieron gritar de dolor mientras sus dientes desgarraban las gargantas de los desdichados. La sangre saltó por los aires a borbotones mientras aquellas criaturas, monstruos con vaga apariencia humana, clavaban sus dedos de uñas afiladas en los pechos de sus víctimas, perforando la carne y arrancando de cuajo los corazones, aún calientes, que ya habían dejado de latir.

Vomité. Escuché entre arcadas que las personas que había a mí alrededor gritaban y trataban de huir. Después sus gritos fueron mucho más estridentes. Levanté la cabeza con miedo a presenciar el horror pero no pude bajar la mirada. Mis ojos, abiertos como dos huevos fritos,  se toparon con la aniquilación total de todas las almas inocentes. 

Vi a los dos niños caídos en el suelo y sobre ellos varias de aquellas cosas que les chupaban la sangre. El cadáver de su madre yacía algunos metros más adelante, vacía por completo.

Vi los dos cuerpos de las chicas tendidos en el suelo, con las cabezas ladeadas a un lado, con las gargantas abiertas de las que manaba sangre sobre la que muy pronto se abalanzaron las fantasmales presencias.

Vi el instante en el que la mujer del crucifijo recibía un mordisco en mitad de su rostro mientras la mano huesuda del agresor le arrebataba violentamente el objeto religioso y se lo metía en la boca para destrozarlo con los dientes.  Después, la mujer se precipitó al suelo y antes de que su cuerpo lo tocara otro ser la agarró entre sus brazos y le reventó la garganta de un gigantesco mordisco.

Vi a los dos hombres  trajeados correr en direcciones opuestas, ambos perseguidos por estos entes maléficos. Uno de ellos cayó despatarrado con un enorme boquete en su espalda, como si hubiera sido disparado con una recortada a bocajarro. El zarpazo que había recibido de uno de aquellos seres le había atravesado la piel y desgarrado varios de sus  órganos. Murió antes de tocar el suelo. No fue impedimento para que otro de los violentos seres, de pelo encrespado y botas cubiertas de barro, lo agarrara de la cabeza y lo arrastrara hacia una esquina, donde se inclinó sobré él para abrirle una herida en el cuello y vaciarlo completamente de sangre. El otro hombre no corrió mejor suerte. Escuché su grito y al girar la cabeza descubrí que  fue envestido por uno de los hombres calvos que habían surgido del túnel y lo despedazó en cuestión de segundos.

Traté de ponerme en pie. Quise pedir ayuda. Comencé a suplicar y enmudecí al notar frente a mí una presencia que percibía malvada. Levanté la mirada y allí estaba, el rostro gris plomizo de la mujer de pelo rubio que ahora me parecía perturbador y desagradable, con la intensidad de una mirada que procedía de unos ojos verdes y brillantes. La boca de aquella cosa estaba cubierta de manchas rojas, muy oscuras. La sangre bajaba por su barbilla y caía a través de la garganta, perdiéndose entre la apertura de un traje negro que ocultaba la redondez de sus grandes pechos.

Por fin pude levantarme. Quise retroceder cuando la criatura tendió sus manos hacia mí y avanzó. Miré de soslayo en rededor. Todos aquellos monstruos estaban ahora de pie, inmóviles. Miraban en mi dirección, como si estuvieran esperando que la mujer me destrozara de la misma forma que  ellos habían acabado con la vida del resto de los humanos. Y supe que en cualquier momento ella caería sobre mí. Podía sentirlo en la expresión de su diabólica mirada, en la lentitud de sus movimientos. Lo leía en su rostro. Lo notaba en el movimiento violento de la lengua que se veía tras la frontera afilada de unos colmillos manchados de sangre.

 Entonces, cuando creí que mi muerte estaba cerca ocurrió algo que me dejó perplejo. La mujer levantó su cabeza para dirigir su mirada más allá de  mi espalda y su rostro se cubrió de una expresión repugnante. Al mismo tiempo, todas aquellas criaturas hincaron una de sus rodillas en el suelo, colocaron sus manos sobre la otra e inclinaron la cabeza.

Desconcertado, estuve a punto de girarme cuando una mano enguantada se apoyó en mi hombro. Me sobresalté. Lentamente, temiendo enfrentarme a algo peor de lo que había visto hasta ahora, me giré para encararme con el recién llegado.

Era un tipo no más alto que yo, de fuerte complexión. Vestía una gabardina larga de cuero que no ocultaba el dibujo de la camiseta que llevaba y que correspondía a un famoso grupo de Black Metal. Los pantalones de cuero negro, ajustados y adornados con varias cadenas tenían el mismo dibujo que las botas camperas de larga punta y tosco tacón, también negras. Tenía pelo largo, liso, que le caía  más allá de los hombros y bajo su boca enseñaba una cuidada perilla que nacía de un grueso bigote no excesivamente poblado. Sonreía. Sus diminutos ojos me miraban directamente. La redondez de su cara me sorprendió. Había algo en él que me resultaba familiar pero no podía precisar de  qué se trataba.

Volvió a poner la mano sobre mi hombro. Lo hizo con fuerza. Di un respingo y me estremecí. Miré a mi alrededor. Allí estaban todas aquellas escuálidas figuras completamente inmóviles, como estatuas en un museo de cera. Rodilla en tierra, cabeza agachada, como si le rindieran pleitesía. 

Aquél tipo, sin quitar su mano de mi hombro, desvió la cabeza. El cuello le crujió como si sus vértebras se hubieran resquebrajado y miró directamente hacia la mujer. Yo hice lo mismo. Vi que ella agachaba la mirada y a pesar de que su rostro mostró cierta expresión de disgusto no dudó en indicar lealtad con la rodilla clavada en el suelo y su cabeza inclinada hacia delante. El tipo sonrió. Sus ojos oscuros ayudaron a que me sintiera un poco mejor y después me dirigió unas palabras.

-¿No me recuerdas, verdad?

Pese al temblor al pronunciar sus palabras, su voz, algo raspada, sonaba segura. Fruncí el ceño. Aquella voz… la había escuchado en alguna parte, hacía  años y no podía recordar dónde.

Me miró a los ojos. Sonreía. Su boca mostraba unos dientes tan blancos como el marfil. Vi sus largos y puntiagudos colmillos. No sentí miedo. Algo había en el interior de sus ojos, en la expresión de su mirada, que me tranquilizaba.

-Vaya, es un poco decepcionante. Han pasado muchos años desde la última vez que nos vimos pero aún recuerdo el fuerte apretón de manos  que nos dimos. ¿Me has olvidado?

Le observé con detenimiento. Sin duda él me conocía. 

Bajó los brazos y resopló. Miró a los monstruos que había a nuestro alrededor. A medida que iba hablando yo también los observé con miedo y recelo. Continuaban en la misma pose, como simples peones en un tablero de ajedrez, como súbditos mostrando lealtad  a su señor.

-Han pasado muchas cosas desde la última vez que nos vimos Fortu, cosas muy extrañas que nunca te creerías aunque después de ver lo que estos idiotas han hecho creo que te puedes hacer una ligera idea.

¿Fortu? Hacía mucho tiempo que nadie me llamaba así. Había sido un apodo que utilicé cuando era poco más que un mocoso adolescente y aquél tipo… lo sabía.

Busqué en mi memoria. Me sumergí en la expresión de su rostro bonachón, en su graciosa mirada, en su voz y entonces agrandé los ojos y me acordé de uno de los amigos que tuve décadas atrás, que siempre había apreciado y hacía años no veía.  Aún así, su nombre me salió a modo de pregunta, algo que lamenté inmediatamente.

-¿Oier?

¡Claro que era él! Ahora lo reconocía completamente. Su cara regordeta, su amplia frente, la misma  perilla que llevaba la última vez que lo vi. Me abrazó con la torpeza y brusquedad que siempre le caracterizó. Rió con aquella carcajada escandalosa y cuando se apartó para mirarme de nuevo sus ojos tenían un brillo de inmensa felicidad.

-¡Cuánto tiempo! ¿Eh? ¿Sigues con tus cosas paranormales, ya sabes, la ouija y todo eso?.-me preguntó.

-Bueno, lo dejé hace tiempo, o más o menos .-respondí algo nervioso. Naturalmente que se trataba de mi amigo pero algo había cambiado en él. Aquellos ojos brillantes, los colmillos, la gente que nos rodeaba y que habían acabado con la vida de muchas personas delante de mis propias narices y que parecían respetarle. Todo aquello no importaba. Oier me miró directamente a los ojos y sentí una paz inmensa. Comencé a olvidar los últimos acontecimientos, las muertes, la presencia de aquellos monstruos y al mirarle de nuevo lo vi como era hace años, más joven, sin esos dientes horribles que me ponían los pelos de punta. Lo vi como lo que era, mi amigo. Estaba lleno de luz. Parecía inmensamente feliz.

-Pues es una pena. Nunca debiste dejarlo, por cierto… ¿Sigues jugando a Rol? Me acuerdo mucho de mi Gangrel, creo que nunca pudimos  imaginar que tus historias eran más reales de lo que pensábamos. . Si yo te contara… es todo una completa locura pero  bueno…si miras a tu alrededor creo que puedes hacerte una pequeña idea.

No estaba entendiendo nada de lo que me decía aunque sí recordaba algunas cosas. Había pasado tanto tiempo…

-¿Sabes, Fortu? No tenías que estar  aquí. Yo te agradezco de corazón que hagas esto por mí, que escribas una historia.  Nunca he dejado de acordarme de ti pero no es bueno que tú hayas acabado en este enredo.

¿De qué estaba hablando?

-Todos estos perros hambrientos se han alimentado delante de tus narices. Se merecen un escarmiento y te aseguro que durante el Consejo se les impondrá una pena ejemplar  pero no debiste presenciar tan desagradables sucesos. Habrá resultado espantoso para tus ojos.

Entonces volví a recordar. Fue como una sacudida dentro de mi pecho. Las dantescas escenas que había presenciado, la sangre, las muertes horribles... Y las miradas perversas de aquellas criaturas. La delgadez de sus cuerpos. La tonalidad gris de su piel. Los afilados colmillos. Las largas uñas en sus huesudas y perturbadoras  manos. La rabia con la que atacaban. El hambre voraz con el que se alimentaban y bebían la sangre de los desdichados. Y ahora, todos ellos estaban de pie, mirándome directamente. Todos ellos tenían unas ganas tremendas  de abalanzarse sobre mí, de destrozarme, de arrancarme el corazón y estrujarlo entre sus puños, de beber mi sangre para después tirarme a las vías, como habían hecho con varios de los cuerpos. Miré a Oier. Su sonrisa me tranquilizó. Me observaba con sus ojos casi cerrados. Sabía que nuestra vieja amistad serviría de impedimento para que esas criaturas acabaran con mi vida. Sonreí.

En ese momento la boca de Oier se cerró de inmediato y su sonrisa desapareció al instante. La negrura de su mirada se oscureció más aún y dio dos pasos atrás.

-No puedo ayudarte, Fortu. Mis cachorros están hambrientos y necesitan acabar lo que han empezado. Sin testigos.

-Pero…

Se encogió de hombros. Levantó los brazos hacia los lados y sonrió.

-La verdad es que podría ayudarte, ¿Sabes? Soy dueño y señor de todos y cada uno de ellos. Me pertenecen. Son de mi propiedad a pesar de que alguno de ellos ambiciona el poder que heredé de  mi Mentor.-mi antiguo amigo miró hacia la mujer rubia y noté que ella lo fulminaba con la mirada. Abrió la boca y una lengua viperina asomó entre sus dientes. Aún así se contuvo. Mostró respeto ante la presencia de su Príncipe.

Vi que mi amigo estaba a punto de girarse. Sabía que en ese mismo momento, cuando me diera la espalda y comenzara a caminar alejándose, su séquito lo entendería como una señal de consentimiento y entonces me harían pedazos.

-Por favor, tú puedes impedir todo esto.-le dije con la voz temblorosa cuando vi que comenzaba a caminar.

Se detuvo en el acto. Giró su cuerpo y me dirigió una penetrante mirada. Sonrió. Contempló a su progenie  durante breves instantes. Se encogió de hombros y se acercó de nuevo.

Mantuvo una cándida sonrisa sobre  su poblada perilla y me volvió a colocar la mano en  el hombro.

-Tienes razón, Fortu, yo puedo detener todo esto. Lograr que olvides nuestra presencia. Dejarte marchar.-suspiré aliviado al escuchar sus palabras.-Pero no quiero hacerlo.

Bajó su mano y se apartó.

Todas aquellas criaturas aullaron como lobos enloquecidos bajo la luna. Atravesaron mi cuerpo con sus zarpas. Me mordieron. Me hicieron pedazos bajo la atenta mirada de mi viejo amigo hasta que dejé de sentir poco más que una impenetrable oscuridad.

Como recuerdo me llevé  impresa la imagen de mi colega, Oier Machio Gamero, que contemplaba, orgulloso y satisfecho,  el loable comportamiento de sus chiquillos.


Se alejó sonriendo.  Sabe que es  eterno. Se  ha convertido en inmortal.


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