El menudo cuerpo del niño yacía bajo sus manos. Con los dedos temblorosos acarició su rostro aún caliente. Todavía mantenía los ojos abiertos donde una mirada lejana lo observaba desde el abismo de la muerte.
Antes de depositar el cadáver en el suelo dejó que las lágrimas resbalaran por sus mejillas. Los gruesos dedos de sus peludas manos acariciaron el cuello del chiquillo y se estremeció al recordar el sonido que había producido cuando los frágiles huesos se habían partido.
Se levantó. Afligido y consternado. Destrozado y abatido.
Sus piernas temblaban. Su corazón saltaba dentro de su pecho como una pelota perdida, sin dueño, y una profunda pena atravesaba su alma, partiéndola en dos. Evitó mirar el cuerpo de su propio hijo, que yacía inmóvil en el suelo del cuarto de baño, observando hacia el infinito.
Se miró en el espejo y vio su rostro cubierto de arrugas. Los ojos castaños parecían estar bañados de una oscuridad que había creado la profunda tristeza que lo embargaba. Había matado a su propio hijo. Con aquellas horrendas manos que ahora sentía sucias y doloridas. Apretó su delgado cuello hasta que se partió y el quejido que brotó de la boca del niño en el instante final le había arrugado su conciencia.
Levantó las manos y las contempló horrorizado. Lanzó un grito desgarrador que emanó de la profundidad de su ser y golpeó el espejo con todas sus fuerzas. Su puño se hundió en él y las esquirlas de cristal saltaron como moscas espantadas por el rabo de un demonio. Su mano se cubrió de sangre mientras los trozos de espejo esparcidos por el suelo y el lavabo reflejaban su rostro tembloroso. La sangre goteó de entre sus dedos. Bramó, pero no de dolor por la herida causada sino por tener a su lado el cuerpo inerte de su hijo. Estaba muerto. Le había quitado la vida en apenas unos minutos.
Con un lento caminar, salió del cuarto de baño y cerró la puerta, como si ese simple hecho sirviera para borrar de un plumazo la cruenta muerte que el niño había encontrado bajo su tiento.
Se sentó en el sofá del salón, frente a la televisión aún encendida y comenzó a llorar desconsolado. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué es lo que había ocurrido en su mente para actuar así? No tenía perdón de Dios, por eso lo mató. Allí mismo. Decidido había actuado, con una mezcla de rabia, dolor y violencia pillándolo desprevenido como desprevenido se puede pillar a un niño de tan solo doce años…
Daniel era un pequeño muy especial. Siempre lo había sido. Su esposa y él habían intentado educarlo de la mejor manera posible pero no pudieron enderezarlo, ni siquiera las visitas a los especialistas surtieron efecto. Era evidente que todo iba a acabar mal y ahora allí estaba el muchacho, muerto, tirado en el suelo del cuarto de baño, como un calcetín viejo.
Enterró su rostro entre las manos y lanzó un doloroso grito que podría haber sido producido por la garganta quemada de un viejo diablo. Tantos secretos que habían ocultado, tanto horror sumido en el silencio más opresivo y ahora, con arrojo y valor, todo aquello había llegado a su fin.
Daniel no merecía vivir. No después de lo que había hecho. Por eso lo mató. Pese a sus doce cortos años su propio hijo no tenía nada que envidiar al mismísimo Mal. Y aquella tarde había cruzado la línea si es que quedaba alguna por cruzar.
La vida de su hijo se había escurrido de entre sus dedos. Notó el último aliento que expulsó la boca del muchacho y que ya olía a muerte. Mientras apretaba su cuello con fuerza inusitada y una desesperación desnuda de coraje, había contemplado cómo se apagaba el brillo de la mirada de su hijo a medida que el aire no entraba en sus pulmones. Lo había golpeado con sus pequeñas manos mientras apretaba y apretaba. Las piernas del pequeño se habían movido grotescamente, pataleando sin orden alguno, en un atisbo de desesperación por mantener la vida ligada a su alma pero no dejó de apretar hasta que los ojos abiertos del niño lo miraron desde la lejana oscuridad. Y entonces comprendió que, por fin, todo había acabado.
Con una fuerza que no supo de dónde había sacado, se acercó al teléfono y realizó una llamada. Habló con la policía. Les contó todo, absolutamente todo. No tardarían en acudir prestos a su casa.
Se acercó cabizbajo a las escaleras que conducían al segundo piso. Pasó por delante del cuarto de baño pero eludió mirar hacia allí. Cada peldaño resultaba un fuerte dolor para sus débiles piernas y tuvo que apoyarse en la barandilla. Su mano cubierta de sangre dejó un pequeño rastro en la madera. Siguió avanzando, con lágrimas en los ojos, un vacío en el estómago y la garganta atrapada en un único nudo.
Caminó por el estrecho pasillo hasta que no pudo más y el llanto le obligó a hincar sus rodillas en el suelo. Temblaba de angustia y dolor. Las lágrimas cubrían sus ojos, ahora irritados y tan rojos como la sangre que seguía manando de las heridas de su mano. A lo lejos, como el maullido de un gato en celo, se escuchaban ya las sirenas de la policía.
Se levantó y retrocedió hasta regresar a lo alto de las escaleras. Se sentó. No tenía fuerzas para seguir en pié. Le costaba respirar y se derrumbó hasta el mismo momento en que escuchó el sonido de las sirenas llegando con rapidez. Después, el ruido de las ruedas de los coches patrulla al frenar. Voces exaltadas. Pasos acelerados y golpes en la puerta.
La echaron a bajo y varios hombres uniformados irrumpieron en la casa con armas en la mano. Vociferaron hasta que vieron al hombre sentado en lo alto de las escaleras, con el rostro cubierto de sangre y la mirada extraviada.
Lo apuntaron. Le pidieron que levantara las manos y bajara muy lentamente pero el hombre se mecía sobre sí mismo y gruñía como un animal herido.
Dos agentes registraron las habitaciones de la planta de abajo mientras otra pareja caminaba hacia el hombre sin dejar de apuntarlo.
Hallaron el cadáver del muchacho. Uno de los policías salió lívido ante la atroz visión del cuerpo del niño y su espantosa expresión en el rostro, con los ojos vidriosos y secos abiertos de par en par y una larga lengua azul que bajaba hasta su cuello.
El hombre se levantó y lejos de bajar hacia los policías los miró durante unos segundos y después giró su cuerpo.
Pidieron que se detuviera. No lo hizo. Siguió caminando. Los policías lo siguieron.
El hombre se acercó a una puerta cerrada y colocó la mano en el pomo. Antes de girar ladeó la cabeza y su triste rostro se dirigió hacia los agentes. Sin dejar de mirarlos, mientras lloraba, abrió la puerta.
Agachó la cabeza cuando entendió que uno de los policías iba a disparar. Escuchó la detonación y después sintió que el plomo mordía su cuello. La bala salió por el otro lado y se incrustó en la pared.
Cayó al suelo, sin vida, convencido de que la policía le culparía de toda la atrocidad y con la seguridad de que jamás podría explicar que si había matado a su pequeño con sus propias manos fue por el horror que Daniel, sangre de su sangre, había desencadenado en el interior de aquella habitación y de las muertes que había causado durante los tres últimos años.
Nadie iba a creerle. El montón de cadáveres que los agentes encontrarían en la habitación, amontonados como restos de basura, y entre los que se encontraba su propia esposa, era responsabilidad de su hijo pero nadie en su sano juicio sabría nunca la verdad ni sospecharían que Daniel, tan delgado y tan joven, pudiera ser el artífice de semejante matanza.
Daniel era un chico terriblemente malvado, desde su más tierna infancia. A veces, ellos pensaban que el mal había tomado posesión de su cuerpo desde el mismo día que nació. Los demonios habitaban en su interior, no tenían duda alguna. Pero no. Nadie se lo creería, nadie podría sospechar jamás la verdad. Y él lo sabía. Cuando caía al suelo entendía que le achacarían a él todas aquellas horribles muertes, y muchas más que se había visto obligado a ocultar enterrando los cuerpos en el jardín o hundiéndolos en el lago con la única intención de proteger a Daniel, por quien sin duda sentía un miedo atroz. Al menos le quedaba el consuelo de haber acabado con el mal encarnado en la Tierra a pesar de que se tratara de su propio hijo. Nadie descubriría la verdad y hablarían de él como de un perturbado que coleccionaba cadáveres mientras Daniel se convertiría en una víctima más de un horror incomprensible para la sociedad. Pero nada importaba ya, en absoluto, todo había terminado, por fin. El monstruo había muerto.
-¡¡Deprisa, llamad a una ambulancia!.-gritó uno de los agentes tras entrar de nuevo en el cuarto de baño y descubrir que el pequeño Daniel observaba desde el suelo con los ojos brillantes .-¡El niño está vivo!
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