Hundió el pie en el pedal y las ruedas chirriaron sobre el asfalto. El cuerpo de la niña saltó por los aires y golpeó el cristal, que se hundió hacia el interior para reventarse después en múltiples pedazos. Decenas de esquirlas diminutas volaron vertiginosamente hacia el conductor y se clavaron en sus ojos. El coche siguió avanzando ya con las ruedas inmóviles y pegó varias sacudidas hasta quedarse detenido junto a un árbol. Ernesto aulló de dolor a causa de los fuertes golpes que se había dado en la cabeza. Tenía las piernas doloridas y los brazos entumecidos. La sangre resbalaba por sus mejillas, procedentes de sus ojos, rotos a causa de la cantidad abundante de cristales que los habían perforado. Con la oscuridad como única protección y el dolor acompañando cada movimiento que ejecutaba, a su mente le vino la imagen espantosa de la misteriosa niña que había surgido repentinamente en mitad del camino.
No la había visto. No estaba allí y de repente apareció frente a los faros del coche, en mitad de la noche, vestida con aquél ropaje blanco y sucio…
Trató de evitar el choque. Movió el volante con brusquedad y pisó el freno, pero fue demasiado tarde. El coche arrolló el cuerpo frágil y diminuto de la niña, que con su pelo húmedo y negro azabache, como una sombra espesa, permaneció inmóvil hasta el mismo instante del impacto, mirándolo directamente con unos ojos cubiertos de arrugas de aspecto infernal.
Sucedió todo tan rápido, en tan breves milésimas de segundos, que parecía mentira que pudiera retener la escena entre sus ensangrentadas retinas como si fuera una película que hubiera visto mil veces.
En el momento de la colisión, justo antes de que el cuerpo de la pequeña niña recibiera el golpe y saliera despedida por los aires, contempló su rostro y advirtió que la mirada que expresaban sus ojos era temible, atroz, como si en lugar de una niña perdida fuera una bestia maléfica procedente del inframundo. Jamás podría olvidar aquella boca negra que parecía un simple agujero en un rostro maldito y marmóreo.
Ernesto no estaba del todo convencido de que lo que hubiera atropellado fuera una niña normal y corriente y no podía quitarse de la cabeza la imagen fatal de la fantasmagórica chiquilla. ¿Y si se trataba de un espectro errante o de otra criatura mucho más temible? Había gente que contaba historias horrendas sobre aquellos parajes, nunca jamás había creído en ellas pero ahora dudaba de si los terroríficos relatos pudieran contener retazos veraces.
Escuchó un ruido cerca. Prestó atención, mas el silencio lo arropó con una indiferente frialdad. Ernesto trató de moverse pero las piernas no le respondían. Tal vez se las había roto, no se las sentía, ni siquiera le dolían. En cambio, el brazo derecho lo tenía rígido y el hombro se le había dislocado. El dolor resultaba terrible pero lo que más le preocupaba eran las heridas en los ojos. Notaba los diminutos cristales horadando en su interior, como si le hubieran clavado puntas en sus globos oculares; estaba completamente ciego. Se asustó y pensó que nunca jamás recuperaría la vista.
Volvió a escucharse el ruido. Esta vez mucho más cercano.
Había alguien ahí. Ernesto pidió ayuda, suplicó y enmudeció ante la posibilidad de que la persona que merodeaba por las cercanías fuera la niña que había atropellado… sintió miedo, pavor. Un inquietante e intenso escalofrío se clavó en mitad de su espalda, como si un vampiro hubiera introducido en ella una de sus uñas afiladas. Su cuerpo se estremeció. Poco después, escuchó varias respiraciones a su alrededor y sintió la presencia de numerosas personas a su lado.
En un primer momento la esperanza lo abrazó y pensó que otros automovilistas habían sido testigos del accidente y acudían para socorrerlo. Sin embargo, un frío demoledor, casi invernal, cubrió su cuerpo y comenzó a temblar. Algo no andaba bien…
Las respiraciones continuaban presentes y estaban tan cerca que podía oler el fétido hedor que emanaba de sus bocas. Algo le tocó. Notó un contacto glacial que lo sujetaba por los brazos y las piernas. Trataban de sacarlo del coche. Sonrió y agradeció la presencia de sus salvadores pero de su boca sólo escapó un borbotón de sangre.
Quedó tendido en el suelo, sobre la hierba. Ernesto trataba de hablar pero un aliento horripilante que se colocó a pocos centímetros de su boca lo convenció para permanecer en el más absoluto de los silencios. Fuera lo que fuere aquello no era humano.
Pese a la oscuridad que se había adueñado de su ser, con los ojos terriblemente desgarrados por las hirientes heridas, Ernesto se convenció de que algo extraordinario, alejado de lo normal, estaba sucediendo.
Oía jadeos, percibía mucho movimiento a su alrededor. Contabilizó cuatro o cinco personas junto a él. Ninguna voz. Ninguna palabra de ánimo o consuelo. Pero al menos lo habían sacado del coche y eso era un gran alivio. Trató de pronunciar unas palabras pero volvió a escupir sangre hasta que por fin su voz, atropellada por los estertores y la tos, salió al exterior como el llanto aquejado de un animal herido.
-¡La niña!, ¡No la vi!, ¡Lo siento!
Notó que todo a su alrededor quedaba en un extrañísimo silencio y las respiraciones parecieron desaparecer, barridas quizá por la incertidumbre o el miedo. Duró demasiado poco. Volvían a estar allí y se sobresaltó cuando escuchó una voz que excavó en sus oídos con una contundencia bárbara.
-¿Has visto a la niña?
La voz no dijo nada más. Lo agarraron de uno de sus brazos y tiraron de él. Se lo llevaban. Lo alejaban del coche, del lugar del accidente. Ernesto gritó al sentir el terrible dolor en su hombro, estaban a punto de arrancarle el brazo. Tiraban de él con muchísima fuerza; trató de pedir auxilio, de convencerles para que paraban, quiso exigir que llamaran a una ambulancia, que lo llevaran al hospital pero supo que aquellas personas, se trataran de quienes se tratasen, no iban a hacerle el más mínimo caso.
Sintió que su cuerpo era arrastrado por el suelo, como un animal muerto. Sus gritos de dolor, sus suplicas, no sirvieran absolutamente de nada. Cuando se detuvieron y lo soltaron, le dolía cada centímetro de su piel. Le pareció que había pasado una eternidad
A su alrededor se movía mucha gente, como si hubieran llegado a algún lugar repleto de miles y miles de personas. El frío que había sentido hasta el momento se transformó en un calor asfixiante. Ernesto notó el fuego de unas llamas cercanas sobre su rostro. Comenzó a sudar copiosamente.
Tenía la certeza que decenas de ojos tenebrosos lo escrutaban desde la oscuridad en la que estaba sumido, como si fuera el centro de una curiosidad que operaba desde las sombras.
-Dice que ha visto la niña.-pronunció una voz dirigiéndose con toda probabilidad a alguien de mayor autoridad.
Ernesto escuchó unos pasos que se acercaban y se detuvieron a su lado. Notó el hedor infecto de un aliento grosero y desagradable.
-¿Qué es lo que has hecho?
La voz se coló por sus oídos como un taladro que pretendía llegar hasta su cerebro. Las imágenes dantescas explotaron en su interior, unas imágenes que a toda costa debía ocultar. Balbuceó, pero en realidad no quería responder.
-¡Dime!.-exigió la voz mucho más potente.-¿Qué es lo que has hecho?
Ernesto necesitaba ocultar la respuesta. No podía reconocer sus actos malvados. Debía mantenerlo todo en secreto.
-¡Has visto a la niña! ¿Qué has hecho?
Ernesto no entendía bien la relación que podía existir entre la visión horrenda de la niña que había provocado el accidente y sus actos oscuros, pertenecientes a un pasado reciente pero sabía que la voz que le hablaba se estaba refiriendo a lo ocurrido hacía apenas tres meses atrás.
Postrado en el suelo, prácticamente inmóvil a causa de los dolores y con los ojos cubiertos de sangre y cristales, notaba gran cantidad de personas que olían francamente mal situadas a su alrededor e intuyó que formaban un círculo. El se encontraba en el centro.
-Es la última vez que te lo pregunto… ¿Qué has hecho?
Ernesto no sabía quiénes eran esas personas o qué eran, porque las sensaciones que tenía era que no se trataba precisamente de humanos. Aún así, no podía confesar la aberración que había cometido. Era algo que había mantenido en secreto desde el principio, desde el primer momento en que lo escogió al verlo en el patio del colegio, a través de la verja y sufrió una fijación tremenda hacia el chiquillo. Para sí quedaba la emoción y los preparativos del seguimiento al que lo sometió durante semanas, el bien orquestado secuestro, el glorioso momento del abuso en el bosque y el posterior asesinato.
-¡¡Quemadlo y enterradlo!!.-gritó la voz.
Ernesto sintió que varias manos lo alzaban del suelo. Manos frías, de pieles muertas y repugnantes. Gritó pidiendo ayuda pero la imagen de la niña que apareciera repentinamente en la carretera surgió en su cerebro y sus ojos muertos y oscuros lo dejaron petrificado, como si su alma se estuviera muriendo.
Balancearon su cuerpo, a derecha e izquierda…
Nadie podía saber lo que había hecho. Era imposible que esa gente tuviera conocimiento de su atrocidad y sin embargo tenía la seguridad de que su secreto por fin se había desvelado. No quiso confesar su crimen, nadie encontró el cuerpo del pequeño, nadie sabe dónde está enterrado, no pueden relacionarlo con la tragedia.
…a medida que se balanceaba, Ernesto notaba las llamas más cercanas hasta que…
Había sido muy cuidadoso. El cuerpecito del niño estaba bien oculto, sepultado. Nadie jamás iba a encontrarlo. Y le había pillado el gusto a su ferocidad hasta el punto de que quería repetirla varias veces más en un futuro no muy lejano; ahora parecía imposible que pudiera dar alimento a sus salvajes instintos.
…las manos soltaron su cuerpo y Ernesto se dirigió hacia las llamas…
Gritó al sentir los mordiscos del fuego. Se agitó y aulló de dolor pero las llamas lo abrazaron con la pasión de un enfermo de amor. El olor a carne quemada llegó hasta su nariz y vomitó sobre sí mismo mientras su piel se iba ennegreciendo.
…sacaron el cuerpo inerte de Ernesto y lo volvieron a arrastrar por el suelo hasta que lo condujeron a las profundidades de un espeso bosque.
Lo tiraron en un agujero y comenzaron a tapar el cadáver…
Entre los árboles, una niña vestida de blanco observaba la escena a través de sus ojos oscuros. Sujetaba la mano de un niño aterido por el frío que miraba hacia el gentío y comprobaba como el hombre malo era enterrado en el bosque. Sintió un fuerte alivio en su interior. Atrás quedaron los dolorosos momentos, el rostro perverso del hombre malo que le había hecho sufrir, que le había separado de sus padres, que le había encerrado en la húmeda oscuridad; el hombre malo que le había causado tanto dolor, que le había hecho cosas muy malas, el hombre malo que lo golpeó hasta morir, el hombre malo con aquella expresión horrible cuando estaba encima de él y que nunca jamás podría olvidar.
El cuerpo de Ernesto quedó completamente enterrado y en ese momento la niña comenzó a caminar hacia el grupo de gente que había obrado como en situaciones anteriores; tiraba de la mano del niño. A medida que la muchacha se acercaba, las personas que se encontraban allí fueron retrocediendo, dejando paso para la pequeña y su acompañante.
Los dos chiquillos se detuvieron frente a la tumba de Ernesto. Los ojos oscuros y agrios de la niña miraron a cada uno de los presentes. Los recordaba a todos, de cuando eran tan pequeños como el nuevo niño. Habían crecido deprisa y habían sufrido tanto como su reciente amigo. Todos tenían algo en común.
-Quédate con ellos.-dijo la niña y el pequeño negó con la cabeza.-Hazlo Daniel, cuidarán de ti.
-No, no, tengo miedo…
-No tienes nada que temer.-dijo la niña con voz amable mientras miraba el montón de tierra donde estaba sepultado el cuerpo de Ernesto.-Aquí estarás bien. Es tu nuevo hogar.
-¿Y tú, adónde vas?
La niña lo miró con una pequeña sonrisa. Su rostro mostraba una tristeza agonizante, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la oscuridad. Daniel vio cómo se marchaba y después miró a su alrededor. Se bajó los pantalones y orinó sobre la tumba de Ernesto, después centró su atención hacia la pequeña silueta que la niña iba dejando a medida que se alejaba…
…hasta que finalmente desapareció engullida por las sombras.
Las personas que se encontraban junto a él le sonreían; se acercaron y lo abrazaron. Se lo llevarían a un lejano lugar donde estaría a salvo. Se sentía feliz, su interior había encontrado la paz y el descanso eterno.
Daniel miró hacia el horizonte, hacia el punto en que la niña había desaparecido y entendió que su amiga se marchaba en busca de nuevos hombres malos.
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