Fueron los disparos lo que me hicieron salir del refugio. Apenas tenía agua y sabía que era cuestión de tiempo que me decidiera a abandonar el lugar en el que me había ocultado las últimas cinco semanas. No sabía lo que había ocurrido en el mundo pero me imaginaba que se había ido al garete.
Todo este tiempo he estado solo, oyendo los ruidos extraños que ocurrían en el exterior. Percibía cómo el suelo vibraba bajo mis pies, hasta mí llegaba el sonido de las explosiones y temía que el techo se cayera en cualquier momento. Después, me asoló el silencio y si me preguntas no sabría decirte qué es mejor, si escuchar una amalgama de sonidos que indicaban que el mundo estaba siendo destruido o la incertidumbre que provoca un asfixiante silencio que te devora a cada minuto que pasa.
He sobrevivido a base de latas y agua. He tenido miedo y poco a poco me he ido convenciendo de que era el único ser viviente de la Tierra, aunque quiero pensar que otros como yo han tenido la misma suerte y se encuentran ocultos en sus refugios. Pese a no escuchar nada en el exterior, jamás me he decidido a salir y echar un vistazo. Sabía que tarde o temprano tenía que hacerlo, eso me lo indicaba cada vez con más exigencia las pocas botellas de agua que tenía y la media docena de latas. Pero tenía miedo. No sé si ellos ya se han marchado, si caminan por la ciudad a sus anchas, aniquilando todo lo que encuentran a su paso o simplemente han viajado a otro lugar donde sembrar la destrucción Si me he decidido a salir ha sido por el impulso que me ha otorgado el ruido de los disparos. Alguien se encuentra en el exterior.
Abrir la puerta ha sido fácil. No tengo nada con qué defenderme ni sé lo que voy a encontrarme ahí fuera pero siento algo dentro de mí, una necesidad imperiosa de huir de la soledad que me ha acompañado durante todo este tiempo.
He cogido las latas y las botellas de agua. Las llevo en una pequeña mochila. Aprieto los dientes y comienzo a subir las escaleras. Están cubiertas por los escombros y siento un estremecimiento que eriza cada poro de mi piel. Vuelvo a escuchar los disparos, es lo único que me anima a continuar.
Cuando llego arriba, compruebo que el acceso que me permite acceder al exterior está tapado. Se ha derrumbado parte del edificio. Es una suerte que yo siga vivo. Cuando estoy a punto de rendirme veo que puedo intentar salir por un pequeño agujero que hay entre las piedras y las maderas. Tengo que poner la mochila delante de mí para que mi cuerpo pueda pasar. Me arrastro como una oruga pero a medida que avanzo oigo el sonido de los disparos con mayor claridad.
Cuando por fin puedo llegar al final de mi trayecto, lo que primero llama mi atención son las columnas de humo negro que se alzan de los edificios que se encuentran a mi alrededor. Están derruidos, como si múltiples bombas hubieran estallado. Apenas puedo respirar. Miro hacia el cielo y lo veo de un color rojizo realmente extraño. Los rayos del sol no pueden llegar hasta aquí y chocan contra un misterioso e invisible manto.
La desolación que reina en la ciudad me provoca ganas de llorar y mis ojos se humedecen hasta que un disparo barre la tristeza que me embarga.
Camino temeroso hacia el lugar de donde proceden los sonidos y cuando recorro apenas veinte metros veo una figura situada en el centro de la carretera, junto a varios vehículos calcinados. Es una mujer. Viste unos pantalones de cuero muy ajustados y lleva una camiseta blanca muy apretada que tiene levantada y atada en un nudo por encima del ombligo. Es rubia y tiene una coleta que cae por debajo de su nuca. Unas gafas protegen sus ojos.
Estoy a punto de hablar para atraer su atención cuando ella se gira sobresaltada. Con el rostro serio y la mirada fija en mí, levanta las dos manos en cuyo final se encuentra su pistola y me apunta directamente a la cabeza.
Trago saliva. No me salen las palabras. Sé que está a punto de disparar. Lo veo en su mirada. Tiene los labios apretados. Miro por detrás de ella y trato de descubrir a qué ha estado disparando hasta el momento. Logro ver algunos cuerpos oscuros tendidos en la calle. Hay varios, tal vez media docena. Entonces me centro de nuevo en la desconocida para dirigirme a ella:
—Me llamo Tom—digo con apenas un hilo de voz. Es evidente que he sonado asustado. Trago saliva antes de continuar. —Tom Carella… y soy humano.
Ella me observa unos instantes y tras varios segundos de incertidumbre, baja el arma.
1 comentario:
Un final de alarido. Saludo literario.
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