El REFLEJO DE MEDIANOCHE

Había leído la información en una página de Internet. Quizá era una leyenda urbana o un hecho real; no le importaba, incluso creía recordar que había visto una vieja película relacionada con el tema, pero no lograba acordarse del título. Tal vez todo no fuera más que una locura, una estupidez, pero quería probar y no iba a perder nada por intentarlo.

Aquella noche sus padres se iban de cena para celebrar su aniversario de boda. Era la noche perfecta para llevar a cabo sus planes.

A las siete de la tarde, sus progenitores salieron por la puerta de la casa. Una hora más tarde preparó la cena de Roberto, su hermano de cinco años. Después lo duchó y a las nueve y media consiguió dormirlo no sin antes sentirse obligado a contarle un cuento.

Todavía era temprano, pero se aseguró de que tenía todo preparado. Repasó la documentación de Internet e imprimió una hoja con los pasos del ritual que estaba a punto de iniciar, solamente debía esperar a la medianoche.

Estaba nervioso, pero no sentía miedo. En el fondo no confiaba demasiado en la veracidad de la información y probablemente todo era un embuste sin sentido, pero la curiosidad corroía su alma y atormentaba su cerebro. Estaba impaciente, nervioso, y hasta que no comprobara por sí mismo el hecho, no iba a permitir relajarse. Faltaba ya tan poco tiempo para descubrir la verdad…

Solamente tenía que encerrarse en su habitación quince minutos antes de las doce de la noche, la hora de las brujas, la hora de los demonios.

Debía apagar la luz y desnudarse por completo, quitándose anillos, pulseras, pendientes, collares, absolutamente todo. Luego, bastaba con encender una vela y sujetarla con la mano izquierda; colocarse de espaldas a un espejo y esperar en el más absoluto silencio. Cuando el reloj diera las doce la noche, no antes y nunca después, estaba obligado a inclinar la cabeza para ver su imagen reflejada en el espejo. Entonces sucedería lo increíble.

Había leído que de esta forma podría descubrir la fecha de su muerte, viendo reflejado en el espejo el día de su entierro. Las imágenes, se aseguraba, acostumbraban a ser desagradables e impactantes y soportar la visión de su propio cadáver podría dañarle a nivel emocional, como así lo argumentaban los testimonios de algunas personas que confesaban haber llevado a cabo este ritual. Otros rumores, más oscuros y tenebrosos pero igualmente carentes de fundamento, adjudicaban a esta experiencia el terrible y dudoso privilegio de contemplar durante breves segundos la perversa y escalofriante imagen del Diablo.

Gorka no tenía miedo ni de una cosa ni de otra. Es más, estaba prácticamente convencido de que todo era un bulo más de los que circulaban por la red. A sus 16 años, Gorka era un chico intrépido y arrogante, deseoso de experimentar con lo prohibido.

Miró el reloj. Once y media de la noche. Suspiró deseando que sus padres tardaran en regresar al menos un par de horas más para no echar al traste los planes que tenía entre manos. Entró en el cuarto de su hermano Roberto y comprobó que dormía profundamente.

A las doce menos cuarto apagó todas las luces de la casa y se dirigió a su habitación. Cerró la puerta y acarició con las yemas de los dedos la superficie del espejo que había en la puerta central del armario. Estaba emocionado, algo nervioso ante la posibilidad de descubrir cómo y cuándo sería su entierro o, en su contra, comprobar cómo era el rostro de Satán.

Se desnudó completamente y, por primera vez aquél día, se sintió ridículo, pero estos pensamientos no impidieron que siguiera empeñado en consumar el ritual. Probablemente al día siguiente se echaría algunas risas contándoselo a sus amigos, pero esta noche había que estar serio. La experiencia lo requería.

Temblaba, pero no de miedo. Sentía frío y el vello de su cuerpo se erizó. Durante breves segundos, se le pasó por la cabeza dar marcha atrás, vestirse, encender la luz, ver una película o simplemente irse a dormir, pero este pensamiento desapareció engullido por la impaciencia de sentirse, por una vez, alguien especial, alguien diferente.

Doce menos cinco. Quedaba tan poco para descubrir la verdad y sufrir la experiencia más impactante y aterradora de su vida…

Doce menos cinco. Quedaba tan poco para hacer el ridículo más espantoso…

Arrugó la nariz y se encogió de hombros. En realidad no le importaba el éxito o el fracaso. Simplemente necesitaba probar. Y era eso precisamente lo que estaba haciendo.

Encendió la vela que había cogido de la cocina. La había metido en un vaso al no encontrar algo mejor y la sostuvo en su mano izquierda. Al instante, las sombras de la habitación se echaron hacia atrás y comenzaron a danzar, como fantasmas inquietos que intentaban perturbar la paz del muchacho. Notó un ligero sudor resbalando por su espalda, frio como la muerte, lento como la incertidumbre.

Doce menos tres minutos. Faltaba ya tan poco tiempo para descubrir la verdad…

Estuvo tentado de mirar hacia atrás varias veces, para encontrarse con su ridícula imagen desnuda reflejada en la superficie del espejo, arropado por las sombras que continuaban danzando sobre el cerco que marcaba la llama de la vela, que oscilaba entre temblorosa y arrogante. Pero Gorka sujetó su impaciencia con nervios de acero.

Doce menos dos minutos. En pocos segundos, si todo era cierto y podía serlo, como si de una película se tratara, aparecería en el espejo la imagen de su propio cadáver, siendo conducido hacia el cementerio, donde sería enterrado. Junto a esta secuencia, conocería la fecha de tan fatídico momento. O quizá, no podía saberlo, aparecería el horrible rostro de Satán, observándole desde la maldad.

Doce menos un minuto. Segundos, cuestión de segundos…

La penumbra de la habitación parecía cobrar vida ante sus ojos y le daba la impresión de que estaba viva. La luz de la vela parecía disfrutar, más poderosa, y vencía cualquier tentativa de avance por parte de las inquietas sombras.

¡Doce en punto!

Gorka respiró profundamente y comenzó a girar el cuello para dirigir la cabeza hacia el espejo. La última parte del ritual.

No escuchó los ruidos que sonaban fuera de la habitación ni percibió, por culpa de las sombras, que la puerta se estaba abriendo hasta que la claridad irrumpió por el hueco. Su hermano apareció bajo el umbral y Gorka gritó disgustado.

Miró hacia el espejo y sólo la espantosa silueta de su cuerpo desnudo con el rostro poseído por la ira se reflejó en el espejo. Maldijo entre dientes mientras sus ojos asesinaban a su pequeño hermano.

Malhumorado, encendió la luz de un manotazo. Las sombras desaparecieron en el acto. Roberto abrió los ojos mostrando su extrañeza al encontrarse a su hermano mayor completamente desnudo en mitad de la habitación. Se fijó en sus ojos coléricos y dio un paso atrás, asustado.

Entonces la oscuridad regresó a la habitación. Las sombras irrumpieron violentamente venciendo casi a la temblorosa llama de la vela que luchó por no apagarse obligado por una ráfaga de viento imperceptible que había surgido de la nada.

Pero de la nada surgiría algo más.

El gritó que profirió el niño pequeño no fue suficiente para alertar a Gorka de que algo terrible estaba a punto de suceder.

Ni en el momento más fértil de su imaginación podía haber sospechado lo que sus inocentes actos habían provocado, despertando del averno las fuerzas oscuras de la maldad.

Gorka no supo bien lo que estaba ocurriendo, solamente sintió.

Las sombras parecieron burlarse de él mientras algo emergía del interior del espejo. Dos poderosos brazos de piel negra y escamosa surgieron de improvisto, acabados en manos de grandes dedos que lo agarraron. Gorka gritó, pero su garganta le falló cuando una nueva mano, esta vez de menor tamaño pero más poderosa, tomó posesión de su cuello. Notó que su respiración se cortaba y comprendió que la vida se le escapaba.

Sintió el tirón y su cuerpo sufrió una fuerte sacudida, aproximándose hacia el espejo, en el que vio la silueta de un hombre que se burlaba de él. El vaso que contenía la vela cayó al suelo y la llama saltó sobre la colcha de la cama, que se prendió con rapidez.

El cuerpo desnudo de Gorka desapareció en el interior del espejo, junto a los brazos y manos que de él habían surgido. El Diablo se lo había llevado. La habitación no tardó en convertirse en un infierno en llamas.

El niño pequeño corrió a su dormitorio y se escondió bajó las sábanas. Comenzó a llorar, llamaba a sus padres, llamaba a su hermano. Nadie vino en su búsqueda salvo escurridizas sombras que trataban de escapar del fuego, un fuego que tarde o temprano acabaría por encontrarlas.

Y lo hicieron. En cuestión de minutos.

Las llamas devoraron todo lo que encontraron a su paso y los gritos del niño pronto enmudecieron. La tragedia se había consumado.

Una hora después, sus padres palidecieron cuando al regresar vieron el edificio en llamas, tratando de ser salvado por los bomberos. Temieron lo peor y no tardaron en descubrir el horror.

Hoy, años después del suceso, el edificio que fue pasto de las llamas se ha convertido en un hotel, y hay quien afirma haber visto fantasmas deambulando por algunas plantas. Las historias describen la figura de un muchacho desnudo que golpea los espejos desde su interior; otras personas aseguran haber escuchado los gritos de auxilio de un niño…

Los sucesos que se cuentan sobre este lugar, resultan verdaderamente escalofriantes y son muchos los intrépidos que desean pasar una noche en este hotel para sentir en sus propias carnes la caricia de los fantasmas.

Pero esto, quizá, sea otra historia…

ALGUIEN QUE PUEDA ESCUCHARME

Si me he decidido a hacerte partícipe de todo esto, es porque he tomado conciencia de que mis últimos días están próximos. Esta misma mañana, he recibido la visita de un agente del FBI, una mujer, para ser más exactos.

No, de momento no sospechan de mí, pero solo es cuestión de tiempo para que comiencen a atar cabos. Quizá es el momento para que yo… confiese.

Que me he divertido con mis actos es algo que no puedo obviar, es más, trataré de reflejar con mi pluma las sensaciones de placer y orgullo que he ido experimentado con todas y cada una de las muertes que he causado.

No me considero nadie especial y tampoco soy muy diferente a ti. Mi vida está manchada de sangre y esa sangre puede salpicar la pantalla que tienes frente a tus ojos. Si tú disfrutas conmigo, me llenará de satisfacción. Por eso te tiendo la mano, para que la cojas y aceptes un viaje hacia mi propio interior, donde los gritos de mis aterrorizadas víctimas son ahogados por el horror de mis abominables actos.

Ni me conoces ni te diré quién soy, al menos de momento, pero me alegra saber que has aceptado mi invitación.

Recordar todo lo que he hecho me obligará a escuchar de nuevo esas quejas inútiles de las vidas que he cortado. Volveré a ver sus rostros angustiosos, asfixiados por el terror. Admito que todo habría permanecido en el más absoluto secreto si esta mujer no hubiera llamado a mi puerta, pero lo ha hecho y, de algún modo, es a ella, solo a ella, a quien hay que agradecérselo.

Al abrir la puerta descubrí a una mujer alta, quizá más que yo, con una amplia melena castaña adornando su espalda. Debería tener treinta o treinta y cinco años, buen cuerpo, atractiva, pero con el rostro curtido por una expresión dura. Supe enseguida que era una policía. Instantes después de mi deducción me colocó la placa frente a los ojos.

-FBI.-dije entre dientes.

Mencionó mi nombre y asentí con la cabeza. Quiso pasar y no se lo impedí, no era la primera vez que dejaba entrar en mi casa a una atractiva mujer, pero raramente acostumbraban a salir… con vida.

No me puse nervioso. Esperaba este momento. Era cuestión de tiempo y ese tiempo ya ha llegado. Siempre he sabido que debo asumir las consecuencias de mis depravaciones, pero, todo hay que decirlo, de momento los hilos los sigo manejando yo.

Tras una pequeña conversación con la agente del FBI, descubrí que aunque en realidad me estaban buscando a mí, no tenían ni idea de quién era yo. Los federales daban palos de ciego, y si habían llamado a mi puerta fue por un acto desesperado por encontrar pistas para atrapar al asesino que, durante varios meses, había sembrado la ciudad de cadáveres mutilados. Y ese asesino soy yo.

Miré a la agente del FBI. Alta como el diablo, metida en unos pantalones vaqueros de color gris. Largas piernas. Bonitas, sin duda. Sonreí levemente al ofrecerle algo de beber, pero ella rechazó mi invitación con un gesto de su cabeza.

Acepto su negativa. Está de servicio.

Contesto a sus preguntas. Simplemente me ha preguntado si soy dueño de un determinado coche, que ha sido visto en un paraje donde se ha encontrado el cuerpo de una de las víctimas, mejor dicho, lo que quedaba del cuerpo de una de mis víctimas. Le hago entender que hay un error. Yo no tengo coche. Puede comprobarlo. Nada va a descubrir.

Quiere despedirse de mí, pero yo no puedo dejarla marchar. Ha captado el brillo de mis ojos, tal vez ha reconocido en mi mirada la de un hombre peligroso. Se lleva la mano a la cintura, pretende sacar su arma. No le da tiempo. Me he abalanzado sobre ella y la he golpeado en la mandíbula. Cae redonda al suelo.

Está indefensa, como las otras. La observo. Es hermosa. Como las otras. Tiene los ojos cerrados, como las otras.

La agarro por los brazos y la bajo al sótano. Hoy está vacío.

-Perdona que huela mal. Es normal. Apesta a mierda y pis. Pero eso ya lo descubrirás por ti misma.

No me oye, pero pronto descubrirá lo que quiero decir. Solo tiene que despertar. Y gritará, como las otras, hasta que su garganta se rompa por el esfuerzo. Y nadie acudirá en su ayuda. La contemplaré, viendo como trata desesperadamente de arrancarse las cadenas que la aprisionan, pero las cadenas tirarán de su cuello, las cadenas tirarán de sus tobillos, las cadenas tirarán de sus muñecas.

Nadie se merece sufrir tanto y poco le haré sufrir, su cuerpo podría acabar hecho pedazos, como las otras, pero para ella tengo otro plan.

No la mataré. Me lo he planteado, pero desecho la idea. En un primer momento había pensado en otorgarle el mismo destino que a las anteriores, convertirla en un rostro apagado más, en un ser humano sin valor alguno. Vaciar sus ojos, cortar sus pechos, arrancarle los dientes y la lengua son cosas que quizá no se merece. Sé que nadie se lo merece, ni siquiera las otras, pero ella es un agente del FBI, una persona que quizá pueda escucharme, que tal vez pueda entenderme.

No, definitivamente no la mataré. La usaré en mi propio beneficio. Sí. Ella será la persona que conozca todos mis secretos, todo el horror que he creado, lo monstruoso que puedo llegar a ser. Sí. A ella le contaré todo, todo. Necesito hablar con alguien, liberar el monstruo que llevo en mi interior, sincerarme. Y ella quiere saber. Esta dispuesta a escucharme. Y tú serás testigo de ello.

Y aquí me ves, escribiendo estas líneas en un pequeño portátil que apenas ilumina el sótano donde la tengo encerrada. Estoy junto a ella, esperando que despierte y cuando lo haga podré mantener largas conversaciones, en las que le enseñaré mi demonio interior.

Escuchará, tiene que escucharme, lo hará porque no tiene otra opción.

Simplemente estoy esperando que despierte…

CONTINUARA

PARA LA ETERNIDAD

Leyó el nombre de su esposa inscrito sobre la lápida y sus labios dibujaron una pequeña e imperceptible sonrisa. Dejó caer con desgana las flores que llevaba sobre la tumba y permaneció algunos minutos en silencio, mientras una ligera brisa acariciaba su rostro.

Se dio la vuelta y salió del cementerio, pasando junto a altos cipreses que lo observaron en el más absoluto mutismo. Regresó a su casa.
Supo entonces que algo andaba mal.
Al abrir la puerta oyó una voz que le llamaba.

-Hola Angel, cariño, ¿Ya has vuelto?.-Una mujer de mediana edad corrió hacía él con una amplia sonrisa. Le dio dos besos en las mejillas y regresó a la cocina. Ángel quedó desconcertado.

¡No podía ser! ¡Era imposible! ¡Su mujer estaba muerta! ¡Muerta y enterrada!

-Yo te maté.-murmuró.

Pero allí estaba, preparándole la cena. ¿Qué estaba pasando?

Se sentó en el sofá terriblemente pálido, notando un ramalazo de intenso frío anclado en su columna vertebral. Las manos comenzaron a temblarle mientras su corazón latía a un ritmo vertiginoso. Apenas podía respirar.
Oía a su mujer cantando en la cocina.

Ángel se levantó confuso y alargó el cuello hasta descubrir lo que ya era una realidad: Su mujer Elvira estaba viva, ¡viva!

-Falta poco cariño, enseguida podremos cenar.-dijo su esposa jovialmente. Estaba llena de vida.

Ángel dio un paso atrás y horrorizado salió de la casa. Su mujer no podía estar allí. ¡Era imposible!

Mientras caminaba sin rumbo fijo recordó con absoluta claridad la forma en que él había dado muerte a su esposa. Era médico, sabía perfectamente lo que tenía que inyectarle para causarle una muerte que no levantara demasiadas sospechas. Todo había ido bien. Nadie sospechó nada. El entierro fue emotivo. Pero ahora, una semana después, Elvira había vuelto a la vida, como si nada hubiera ocurrido. Pero él la había matado, estaba seguro de ello, sin duda.
Sonó su teléfono móvil y contrariado lo cogió. La voz de su mujer sonó al otro lado.

-¿Dónde estás, cariño, no vienes a cenar?

Ángel tiró el teléfono al suelo y corrió despavorido como si hubiera escuchado la voz de la muerte. ¡Se estaba volviendo loco!

Minutos después, y sin tener conciencia de ello, se vio frente al cementerio que apenas dos horas antes había abandonado. Sin saber por qué, decidió entrar y caminó entre las tumbas, hasta dirigirse al lugar donde estaba enterrada su esposa. Se detuvo en seco. Algo había sobre la lápida.

Un cuerpo. Sí. El cuerpo de un hombre trajeado.

Ángel frunció el ceño y caminó esta vez más despacio, a tiempo de ver fugaces sombras difusas agitándose en diferentes puntos del cementerio. Al acercarse descubrió que el hombre estaba boca abajo y había gotas de sangre en el suelo, procedentes de una herida que tenía en la cabeza.

Examinó el lugar y dedujo que el desdichado había tropezado con alguna piedra o guijarro y había caído con tan mala fortuna que se había golpeado la cabeza, muriendo en el acto. ¿Por qué precisamente sobre la tumba de Elvira?

Ángel movió el cuerpo para cerciorarse que el hombre estaba muerto y entonces vio horrorizado el rostro del desdichado.

¡Era él!
Su cuerpo estaba allí, frío e inmóvil, con aquella herida horrible en la cabeza, con su rostro expresando la agonía de una muerte súbita. ¡No podía ser!

Si. No cabía el error. No podía encontrar explicación pero sobre la tumba de su mujer se encontraba su cuerpo, muerto, en una cruel mueca del destino.

Ángel retrocedió sobrecogido, con el corazón latiendo a un ritmo cada vez más lento hasta que dejó de notarlo en su pecho. Vio aquellas sombras negras que se acercaban a él, siluetas vagamente humanas de otros que como él habían encontrado la muerte.

Lo rodearon.
Alargaron sus brazos para cogerle pero con un movimiento brusco se zafó de aquellas abominables sombras.
Salió del cementerio sin mirar hacia atrás y poco a poco fue tomando conciencia de su nueva situación. Se detuvo. Miró a su derecha y divisó una cabina de teléfonos. Se acercó hasta allí.
Metió la mano en el bolsillo y sacó algunas monedas. Las introdujo en la ranura y marcó un número. Segundos después pudo escuchar la voz de Elvira.

-¿Quién es?

-Hola cariño.-dijo Ángel con un hilo tembloroso en la voz.- Espérame, ahora mismo voy a cenar.

Colgó y caminó hacia su hogar, donde su mujer lo aguardaba. Él había querido librarse de ella pero ya no había solución, la muerte los había vuelto a unir para toda la eternidad.
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Este relato de José Manuel Durán Martínez "Rain", resultó ganador en el I Certamen de Relatos Cortos de Terror El NIño del Cuadro, organizado por la DEHON PRODUCCIONES (http://www.dehonproducciones.com/) cuyo premio es la realización de un cortometraje.

El Ultimo Trabajo del SEPULTURERO

Escuchaba los llantos y sollozos de los familiares pero Tobías, con cierta indiferencia, no dejó de echar tierra sobre el pequeño féretro que en pocos minutos quedó cubierto por completo. Clavó la pala en el suelo y se sacó un pañuelo de color granate con el que se secó el sudor. Mirando a las personas que tenía a su alrededor, encendió un cigarrillo pacientemente y le dio una profunda calada; expulsó el humo en una prolongada bocanada de aire.

Una mujer de unos cuarenta años, con el rostro compungido, se arrodilló junto a la tumba y rompió a llorar. Un hombre con un traje gris la recogió y se la llevó. Las demás personas los siguieron. Tobías se quedó sólo, como siempre.

Encendió otro cigarrillo antes de continuar con el trabajo. Echó un vistazo a su reloj. Las siete de la tarde. Miro a su alrededor y se cercioró de que nadie quedaba en el cementerio; cuando estuvo convencido de ello, comenzó a deshacer su propio trabajo. A un ritmo pausado y yo diría que incluso desganado, fue quitando la tierra que minutos antes había estado echando hasta dejar al descubierto el pequeño ataúd. Saltó al interior del agujero y colocó sus pesadas y enormes manos sobre la tapa del féretro. Abrió el pequeño resorte que lo mantenía cerrado y levantó la tapa. El cadáver de una niña de aproximadamente nueve años, de larga melena negra y vestida con un traje de color blanco, apareció ante él. Tobías masculló algo entre dientes pero ni él mismo entendió sus propias palabras. Durante un breve espacio de tiempo se le cruzaron varias ideas por su cabeza, pero rechazó todas. Tocó con sus manos el rostro de la niña. Frío como la muerte. Acarició el pelo de la pequeña. Suave, pero sin vida.

Dejó el ataúd con la tapa abierta y trepó hasta subir junto al montón de tierra. Miró de nuevo su reloj. Las ocho menos diez. Pronto sería la hora. Encendió un nuevo cigarro y lo consumió en cuestión de un par de minutos.

-¿Está todo preparado?

Tobías se giró sin sobresalto alguno para encararse con el visitante, un hombre corpulento, embutido en un impecable traje negro. No había expresión en su rostro y probablemente su corazón carecía de cualquier sentimiento.

-Ahí la tienes.-el sepulturero señaló el agujero.

-Podías haberla sacado.-protestó el visitante.

-Sí, claro, y tú podías comprarme una casa en las montañas.-refunfuñó Tobías.-Baja y cógela y date prisa, que se está haciendo muy tarde y tengo que volver a tapar el ataúd.

-Es tu trabajo.

-Ya, pero no me gusta hacer las cosas dos veces.

El visitante rió de buena gana y dándole la espalda al sepulturero saltó a la tumba. Miró a la niña unos instantes, sus ojos recorrieron el cuerpo de la pequeña y suspiró al mismo tiempo que cerraba los ojos como si en realidad no quisiera ver lo que estaba viendo. Se agachó para coger el cuerpo.

No pudo hacerlo.

Tobías había hecho algo que el confiado hombre no podía sospechar. Cuando el visitante saltó sobre la tumba, el sepulturero se apresuró a recoger la pala del suelo y la aferró con fuerza. No dudó en alzarla al aire y bajarla con violencia para estrellarla sobre la cabeza del hombre, que perdió el conocimiento al instante. Vio la sangre brotar de entre el cuero cabelludo y comenzó a echar tierra sobre los cuerpos. Quince minutos después, el hombre y la niña estaban completamente enterrados. Dos muertos y una sola tumba. ¡Buen trabajo, señor sepulturero!

Tobías se dirigió a la entrada del cementerio donde aguardaba un coche oscuro con las luces apagadas; en su interior, podía verse la silueta de una persona sentada en la parte de atrás. El sepulturero tocó con sus nudillos el cristal de la ventanilla. Tuvo que hacerlo una vez más para que ésta se bajara.

El rostro de un decrépito anciano se asomó y contempló con pequeños y redondos ojos el rostro serio del sepulturero.

-¿Algún problema?

-Ya lo creo.-dijo Tobías.

-¿Qué sucede? ¿Dónde está Alberto? ¿Y el cuerpo de la niña?

-Me temo que esta vez las cosas no van a ser tan sencillas.

-Ya le hemos pagado.-protestó el anciano estirando la cabeza para comprobar si en las cercanías se encontraba su chofer con el cadáver de la pequeña.

No le dio tiempo de más. La pala cayó con fuerza sobre el cuello del anciano y el filo de la misma cortó la cabeza del hombre, que se precipitó al suelo para rodar hasta detenerse junto a los pies del sepulturero. Tobías la miró y comprobó horrorizado que los ojos del anciano seguían abiertos, observándole con una expresión amenazante. Le dio una patada; la cabeza voló por los aires hasta quedar oculta tras unos matorrales.

Tobías cerró la puerta del cementerio y antes de marcharse se fumó un cigarrillo junto al coche, contemplando el cuerpo decapitado del anciano. Había muchas cosas que ignoraba, no sabía para qué aquellas diabólicas personas querían los cuerpos de los muertos, pero ya todo había acabado. Fueron muchos años trabajando para ellos, pero se acababa de despedir definitivamente. Nunca más. Los misterios seguirían siendo misterios y las preguntas carecerían de respuesta.

Se alejó caminando despacio mientras su figura se perdía arropada por la irrupción repentina de una noche espantosamente negra. Aquél había sido su último trabajo y por primera vez en su vida, se sintió en paz consigo mismo.

Llegó hasta su casa y abrió la puerta para sentarse durante toda la noche en una silla del salón, con las luces apagadas, mirando por la ventana. El amanecer del día siguiente vino acompañado del sonido de las sirenas que se acercaban a toda velocidad. Tobías esperó pacientemente hasta que divisó a través del cristal las luces de los coches patrulla. Entonces se levantó. Sin prisa.
Abrió una pequeña puerta que había en la pared y bajó las escaleras que le conducían al sótano. No se molesto en cerrar. No quería huir.


Aún le quedaba algo por hacer, algo que definitivamente diera por zanjado el asunto pero eso, amigos míos, es una historia que yo no conozco.

Nunca más se supo de él. La policía jamás lo encontró pese a los exhaustivos registros. Solo sé lo que muchos cuentan. Algunos piensan que el sepulturero huyó y borró su presencia de la faz de la tierra, otros aseguran que se le puede ver algunas noches vigilando el cementerio, oculto entre los cipreses, asegurándose que los muertos descansan en paz, pero nadie ha sobrevivido a un encuentro con él para contarlo. Otros dicen que murió, pero su fantasma errante permanece prisionero en este mundo.

Yo una vez, al acercarme con curiosidad al cementerio, escuché unos extraños ruidos, como si alguien estuviera golpeando rítmicamente una pala sobre las lápidas. Huí del lugar aterrado, convencido de que el sepulturero custodiaba el camposanto. Jamás he vuelto a acercarme y jamás lo haré.

Creo sinceramente que Tobías fue un gran hombre que cometió algunos errores, pero supo rectificar aunque fuera demasiado tarde, e hizo justicia. Creo también que está muerto y que paga por sus pecados, que su alma atrapada perdura en aquél siniestro cementerio, que vaga en la oscuridad para que reine la paz y la calma, evitando que personas desalmadas y sin escrúpulos perturben el descanso de los muertos. Sí, estoy convencido de que el último trabajo del sepulturero es ejercer de guardián para aquellos que ya no están entre nosotros y protege sus cuerpos, que se van descomponiendo siguiendo el curso de la naturaleza, dentro de sus frías y solitarias tumbas. Los muertos pueden sentirse seguros ante su protectora presencia…

¡Pero pobres de los incautos vivos que se crucen con él!

En Nombre de la SUPERSTICION

El niño descansaba atado a la cama por fuertes cadenas que impedían su huída. Parecía dormir tranquilo, apenas minutos antes había vuelto a darle uno de aquellos siniestros ataques. Una vez más, ante la asustada mirada de sus padres, el infante había rugido como un demonio.

Su garganta emitió aullidos estremecedores e insultos dirigidos a sus familiares, a los que amenazaba con matarlos durante la noche. Decía ser Satanás y reía con la mirada perdida en la nada. Pero ahora estaba tranquilo, sedado. Los médicos no habían podido dar ninguna explicación al mal que lo aquejaba y recomendaban su internamiento en un centro psiquiátrico para una exhaustiva observación. Los padres se habían negado.

Lo mantenían encadenado para evitar sufrir agresiones violentas, como así había ocurrido en anteriores ocasiones y lo contemplaban desde el umbral de la puerta, mientras el niño reía a carcajadas y recitaba palabras en un idioma extraño. A veces intentaba librarse de las cadenas, sufría fuertes convulsiones que no hacían más que provocar heridas en sus muñecas y tobillos, pero el amor que sentían aquellos padres por su hijo era tan intenso, que justificaba la terrible decisión.

Aunque los médicos no lo decían abiertamente, probablemente por temor a salirse de las pautas científicas en las que se habían formado, sabían perfectamente lo que a la pobre criatura le pasaba: Estaba poseído por el demonio. Así se lo había dicho una vidente a la madre del muchacho. No había otra explicación, no podía haberla.

Pasaron varios días y el muchacho no mejoró. Su aspecto demacrado era cada vez más repelente. Sus ojos habían perdido la vida y estaban completamente blancos. Su boca, siempre abierta, mostraba unos labios morados, hinchados y el joven había adelgazado mucho. Daba angustia observar como el alma de aquel niño estaba siendo devorada por la crueldad del demonio.

Siguiendo los consejos de la vidente, localizaron a un curandero que solía luchar contra el mal practicando exorcismos por apenas 600 euros. Todo el dinero era poco si con ello se conseguía vencer al Diablo.

Allí se encontraban, en la fría habitación del muchacho que al ver al curandero comenzó a jactarse de él. Todo sucedió con demasiada rapidez, ante la atenta mirada de los familiares. El curandero comenzó a rociar el cuerpo del niño con un líquido de fuerte olor mientras éste gritaba y blasfemaba presa de un fingido dolor. Los padres rezaban junto a la vidente, que se había unido al espectáculo mientras encendía varias velas que fue dejando alrededor de la cama donde se encontraba el poseso. El curandero tropezó con una de aquellas velas que cayó al suelo y rodó, prendiendo las sábanas que comenzaron a arder rápidamente. El fuego cubrió por completo la cama y el cuerpo del niño fue atacado brutalmente por las llamas. Sus gritos no impidieron que sus padres continuaran en sus rezos y el niño, ahogado en su propio terror, contemplaba la vida desde la muerte.

El niño murió, una vez más se había podido vencer al mal con la voluntad de Dios. La posesión había finalizado. El diablo cobró sus 600 euros y se marchó dejando en la casa a unos padres desconsolados que seguían rezando por el alma de su propio hijo, ejecutado en nombre de la superstición.