¡¡Yo te maldigo, Bruja!!

Isabel era una mujer mayor, casi podía considerarse una anciana pero en realidad su edad no era tan avanzada. Vivía en el bosque, en una pequeña cabaña de madera, ligeramente apartada de la civilización. Su aspecto era vulgar y descuidado, cualquiera que la viera la consideraría un alma descarriada que vestía con harapos y apenas conocía la higiene. Su cuerpo despedía un olor nauseabundo y su piel, sobre todo la de los brazos y piernas, tenían mugre.

Llevaba el pelo enmarañado. Tenía canas, pero como he dicho, no era una mujer demasiado mayor. Si uno se fijaba bien, podía descubrir bajo los ropajes harapientos, el cuerpo de una mujer que algún día, si se lo propusiera, podría ser bella. A nada que prestaras un poco de atención, percibirías la firmeza de unos pechos grandes, que buenos ratos habrían hecho pasar a cualquier hombre sediento de un cuerpo repleto de curvas sugerentes. Pero quizá lo que más llamaba la atención de Isabel eran sus ojos: Azules como el cielo, limpios como la mar. Estaban llenos de vida, lo que no deja de ser curioso teniendo en cuenta que Isabel llevaba varias semanas muerta.

De este “pequeño” detalle el forastero no se dio cuenta, y tampoco se lo vamos a reprochar porque, que yo sepa, en este preciso momento solo hay tres personas que conocen a ciencia cierta que Isabel ha muerto.
Evidentemente yo lo sé pues soy quien está escribiendo esto y conozco prácticamente todos los detalles, salvo los más oscuros. La segunda persona que sabe la realidad eres tú y te hago cómplice de este tormento. Pero quien más información tiene de todo esto es, naturalmente, la persona que la mató, cuya identidad ambos desconocemos.
Aunque pueda parecerte extraño, Isabel cree que sigue viva y continua haciendo las labores habituales de su vida mundana. Esta mañana ha cobijado a un gato que, curioso el animal, se ha acercado hasta la cabaña atraído por el olor que despedía un gran caldero, cuyo contenido se estaba cociendo a fuego lento. También ha curado el ala rota de un pájaro que se resguardaba bajo un árbol, a pocos metros de la puerta de su cabaña. En estos momentos regresa del pozo que se halla a varios metros de distancia. Y es así, precisamente así, como el forastero se la encuentra.

-Buenos días.-saluda el joven mirando a la mujer. Isabel no levanta la mirada y tampoco detiene su paso. Pasa junto al forastero como si no lo hubiera visto, como si no lo hubiera oído. En realidad, lo hace como si el hombre no existiera.

-Perdone señora, pero necesito de su ayuda.-El forastero lo ha intentado otra vez pero observa estupefacto que la mujer de ropajes harapientos se introduce en su casa y cierra la puerta. Se encamina hacia allí. Necesita hablar con ella.

-¡Señora!, Por favor, ¿Podría prestarme su ayuda? El coche se me ha parado y necesito hacer una llamada de teléfono, ¿Tiene teléfono ahí dentro?
El forastero miente.

-¿Señora?

Mientras el visitante recibe como respuesta un silencio que le parece eterno, una pequeña brisa se levanta y lacera las hojas de los árboles que oscilan durante unos instantes. Ve un pájaro posado en una rama que parece observarlo con interés. Escucha el maullido de un gato pero no acierta a descubrir dónde puede estar oculto. El forastero respira al percibir el suculento aroma que procede del interior de la casa.

Empuja la puerta. Se abre, lentamente.

El forastero encuentra a Isabel junto a un gran caldero, dando vueltas al líquido espeso que se está calentado en su interior. La mujer se da la vuelta y le observa durante unos segundos, petrificándolo con la mirada. El hombre se siente intimidado y tú, en su lugar, también lo estarías.

Lejos de huir aterrado ante la penetrante mirada de Isabel, el hombre se sienta en una vieja silla de madera; apoya las manos sobre la mesa. Comienza a sudar copiosamente y comprueba que hace mucho calor en la casa. Pide a la mujer que abra una ventana, pero Isabel continua cocinando. Le da la espalda al forastero, algo que el hombre agradece porque no quiere sentir de nuevo la estrambótica mirada de aquella enigmática y silenciosa mujer.

Isabel pone un cuenco frente a él. Un líquido amarillento humea en su interior. Parece sopa o una especie de caldo algo pastoso. El forastero lo prueba. Está muy caliente pero el gusto resulta agradable. Se lo toma, bajo la atenta mirada de Isabel. Sus ojos azules, vivos y hermosos, no pierden detalle. El hombre se estremece y desvía la mirada, clavándola sobre el cuenco. Su trabajo ya está hecho pero no quiere que la cosa vaya más allá. No sabe si ha obrado bien, quizá se ha equivocado al formar parte de la confabulación.

La puerta se abre de improvisto y el hombre mira sin sobresaltarse hacia allí. Los dos amigos del forastero irrumpen en la casa, tal y como estaba planeado. Isabel no se mueve ni un milímetro. Los hombres la cogen por los brazos y la levantan para tirarla sobre una vieja cama. Isabel mira a los individuos que se burlan de ella y la insultan. La llaman vieja. La llaman bruja. Esas cosas no le hacen daño. El forastero evita mirar la escena y se levanta. Ha consumido toda la sopa.

Oye a sus amigos reírse y escucha como la ropa de la mujer se va desgarrando. Ella no grita, no muestra dolor ni ofrece resistencia. Isabel se limita a observar a aquellos hombres con sus preciosos y grandes ojos azules.
El forastero intenta salir de la casa, pero cuando lo va a hacer un gato negro aparece súbitamente bajo el umbral. Lo observa muy detenidamente. El hombre siente un pequeño estremecimiento. Hay algo extraño en aquél animal, pero no podría acertar qué puede ser.

Escucha los jadeos de sus amigos, las carcajadas que producen sus gargantas rotas y echa un vistazo. Apenas puede ver a la mujer, sepultada bajo el cuerpo de los dos hombres, que hunden sus cabezas en la desdichada. Esto no tenía que haber pasado.

Ahora el forastero se arrepiente de haber participado en el plan. Distraer a la mujer había sido fácil pero se sentía culpable, culpable y despreciable. Nunca debió acceder.

Con las manos en los bolsillos, echa un vistazo a la cabaña. Por alguna extraña razón, el gato de la puerta le había asustado y prefiere aguardar un poco más antes de marcharse. Poco hay que ver y permanece en silencio observando el caldero, un fuego lento baila bajo él. Recuerda el delicioso sabor de la sopa y se acerca hasta allí. Agarra un palo, el mismo que tuviera en las manos la mujer pocos minutos antes, y le da vueltas. Nota algo bajo el caldo.

Con cuidado para no quemarse, coge una larga cuchara de madera y trata de sacar el bulto que parece existir en el fondo. La verdad es que el forastero siente curiosidad por descubrir de qué está hecha la sopa. Su paladar ha disfrutado con un sabor que sencillamente le ha parecido exquisito.
Cuando se encuentra trasteando en el contenido del amarillento líquido, algo vuela por los aires y cae al interior del caldero. El caldo salpica al forastero que se lleva las manos a la cara tras recibir el impacto de las gotas que le queman y le hierven la piel. Escucha otro chapoteo y vuelve a notar el impacto del caldo cayendo sobre su cuerpo. Se echa para atrás preso del dolor y se gira.

Sus dos amigos se encuentran tirados en el suelo, rodeados de un gran charco de sangre. Sus cabezas no están pegadas a sus cuellos. Ni siquiera pueden verse junto a los cuerpos. Instintivamente, con las manos agarrotadas y la cara enrojecida, da unos pasos para ver qué es lo que ha caído en el caldero. Su imaginación le ofrece una respuesta escalofriante. Finalmente opta por no mirar.

El forastero otea en derredor en busca de la mujer pero no logra localizarla. Decide salir de allí, huir acompañado del espanto que supone ver los cuerpos de sus amigos decapitados. Quizá se lo merecían, pero eso no mengua la repulsión que siente ante tan atroz visión.

Se encamina hacia la puerta principal. El gato negro sigue allí, y lo mira con curiosidad. Esta vez al forastero no le importa su presencia. Le da una patada y el animal vuela por los aires maullando de dolor hasta que a varios metros consigue caer al suelo. El gato corre despavorido, huye entre los árboles.

El forastero escapa en otra dirección, sin mirar hacia atrás, teniendo la sensación de que la mujer le está observando. Consigue llegar hasta el coche. Se sube a él y arranca, percatándose de que sus manos le tiemblan. Abandona el lugar sin poder despojar de su mente los cuerpos inertes de sus amigos, cuyas cabezas han sido cercenadas por una diabólica mujer.

Aquella misma noche las pesadillas atormentan su cabeza. Apenas puede conciliar el sueño. Sus amigos decapitados aparecen para burlarse de él; se ve a sí mismo en la cabaña, junto a la silenciosa mujer, saboreando una exquisita sopa; el maldito gato negro lo observa en la oscuridad…

El forastero lo pasó francamente mal la primera semana. Está convencido que aquella mujer es una bruja y que lo ha maldecido. Su estómago no acepta apenas comida o bebida y comienza a adelgazar a un ritmo vertiginoso. Los médicos rechazan la posibilidad del cáncer y la idea de la maldición va cobrando fuerza en su interior. El hombre se siente muy mal, cada vez peor. Suda cuantiosamente, no puede quitarse la imagen de Isabel de su cabeza. Tiene que hablar con la mujer, acabar con toda esta historia pero, ¿Y si ella le cortaba la cabeza?

Un mes después, cuando sus fuerzas son ya escasas, toma la decisión de acercarse hasta la cabaña para zanjar el asunto. Sale del coche y da tumbos, las piernas apenas soportan el peso de su cuerpo; se interna en el bosque. Anda durante considerable tiempo; está completamente desorientado. Nota una brisa suave acariciando su rostro y lo agradece cerrando los ojos; sigue caminando, hasta que la noche irrumpe de manera inesperada.

El forastero se ve rodeado de herméticas sombras y cree escuchar el maullido de un gato, pero no puede asegurarlo. Completamente perdido, no sabe hacia dónde se dirige ni tampoco sabe cómo regresar a su coche. Cuando está exhausto y a punto de desistir, ve al fondo una pequeña luz. Hacia ella va.
Sonríe al descubrir que por fin ha encontrado la cabaña. Se detiene unos instantes y coge la pistola que guarda en su cintura. Nadie ha dicho que el forastero sea una persona de la que fiarse. Intuye que acabar con esa mujer puede ser la solución a sus problemas.

Empuja la puerta lentamente. Ve a Isabel junto al caldero. Se acerca hasta ella. La mujer no detecta su presencia. O quizá sí.

El forastero alarga la mano y coloca el cañón del arma sobre la cabeza de Isabel.

-Maldita bruja.-masculla entre dientes.-Yo te maldigo.

Aprieta el gatillo pero el forastero no escucha la detonación. Vuelve a repetir la operación pero el arma no se dispara. Mira aterrado la pistola. Isabel se gira pausadamente y su envejecido rostro, con esos vivos ojos, azules como el cielo, limpios como la mar, observan con atención al visitante. Sus labios agrietados muestran una mueca que el hombre interpreta como una sonrisa.

El forastero da un paso atrás e Isabel le da la espalda, confiada. Llena un cuenco con el contenido del caldero y lo deposita sobre la mesa. El hombre se sienta frente a él, nota el apetitoso aroma del caldo, como la otra vez. Lo prueba con cuidado, para no quemarse. Isabel se sienta a su lado y permanece en silencio, mirándolo.

Cuando el forastero apura el contenido del cuenco advierte que la mujer le agarra la mano, una mano fría como la muerte. Intenta levantarse pero no posee fuerzas para hacerlo y permanece sentado, inmóvil. El gato negro se sube sobre la mesa y ronronea frotándose con Isabel. El hombre quiere hablar pero de su boca sólo salen sonidos ininteligibles. La mujer se incorpora. Sale de la casa. El forastero continúa sentado, aunque hubiera querido no habría podido moverse. Escucha un ruido extraño y mira hacia el caldero. Su contenido está hirviendo. Por fin puede levantarse.
Mira por la pequeña ventana y ve a la mujer que camina con dilación hacia el pozo, con un cubo en la mano. Sale fuera para contemplarla. Isabel se detiene y vuelve hacia atrás la cabeza para observarle. El forastero siente un frio intenso resbalando por su espalda. Entonces pierde de vista a la mujer. ¡Estaba allí y al instante después no la ve por ninguna parte!
Con el ceño fruncido, sabiendo que algo extraño está ocurriendo, el forastero sale de la casa y se encamina hacia el pozo. Mira en derredor convencido de que miles de ojos lo están observando pero no puede encontrar a nadie entre los árboles. Echa un vistazo hacia el fondo del pozo y se encuentra con una arcana oscuridad… hasta que sus ojos pueden habituarse a la ausencia de luz. Hay algo allí abajo.

Regresa a la casa y aparta al gato que se cruza en su camino. Busca entre los enseres hasta encontrar varios trapos. Cuando sale de la casa escucha que las llamas bajo el caldero crepitan, pero no le da importancia, hay cosas más importantes que hacer. Coge una rama y enrolla en uno de sus extremos los trapos, después, con ayuda de un mechero, le prende fuego.

Con esta antorcha improvisada, el forastero se aboca de nuevo al pozo y se asoma, estirando el brazo hacia su interior. No es tan profundo como en un principio le había parecido.

Observa con atención, teniendo el suficiente cuidado como para que la llama de la antorcha no prenda sus cabellos. Descubre horrorizado el cuerpo de la mujer medio hundido en el agua. Maldice entre dientes la mala suerte de la desdichada. Ha caído boca abajo, la cabeza está hundida en el agua, quizá ya ha muerto pero si se da prisa tal vez pueda salvarla.

No muy convencido de lo que está a punto de hacer, el forastero examina el pozo y deduce que si salta al interior no podrá subir de nuevo. Regresa a la casa y busca una cuerda pero no la encuentra por ninguna parte. Se fija en la cama, la misma donde sus amigos han abusado de la mujer, la misma junto a la que los dos hombres encontraron la muerte. Duda unos instantes pero finalmente hace jirones las sábanas y une varios extremos con fuertes nudos. Regresa al pozo.

Con un trozo de sábana ata un extremo de la antorcha y lo deja caer para que el interior del pozo se ilumine. Echa un vistazo y no duda en ningún momento que la mujer ya ha muerto, pero se siente obligado a sacarla de allí. El forastero se lleva un buen susto cuando el gato salta a su lado y comienza a caminar subido en el borde del pozo. Maldice entre dientes pero prosigue con su labor.

Baja con precaución, temiendo que en cualquier momento los nudos de las sábanas no resistan su peso, pero sin mayores problemas consigue llegar abajo. Sus piernas se hunden en el agua hasta las rodillas. Toca el cuerpo de Isabel. Está helado. Le da la vuelta.

Pega un respingo al descubrir el rostro desfigurado de la mujer. Se llena de horror y comienza a sentir arcadas. Apoya sus manos en la pared seca del pozo. Ahora se percata del nauseabundo olor que le rodea y que hasta ese preciso instante le había pasado desapercibido. Su cabeza está a punto de sufrir un mareo y procura tranquilizarse sin poder apartar la mirada del cuerpo de la mujer.
Está muerta, sin duda, pero por el aspecto del cadáver, la maldita bruja lleva varias semanas convertida en fiambre.
Y ésta es la parte que el pobre forastero no puede entender. ¡Estaba tan viva como él hacía apenas unos minutos! Siente un profundo escalofrío que atenazan sus músculos y nota que el mundo se abre ante tus pies. Sale del pozo horrorizado. Arrodillado ya en tierra firme, deja que su estómago se retuerza y vomita ante la atenta mirada del gato que observa el suculento manjar que aquél desconocido hombre tiene el detalle de prepararle. Maúlla en señal de agradecimiento, pero el forastero no responde.

Se levanta asqueado por la terrible visión del cadáver y al mirar hacia la casa ve a una mujer que entra en la cabaña. Se pone en pie rápidamente. Su imaginación debe haberle jugado una mala pasada porque juraría que se trataba de Isabel.

Sacude su cabeza y echa un vistazo al interior del pozo. El cuerpo sigue allí; al haberle dado la vuelta, no puede evitar que el rostro putrefacto del cadáver lo mire desde el fondo. ¿Cómo se podía haber caído allí? Pero Isabel no se había caído, la tiraron.

Corre hacia la casa con la pistola en la mano. Oye un ruido a sus espaldas y se gira sobresaltado. Isabel se halla junto al pozo, regresa con el cubo lleno de agua.

El forastero camina de espaldas a la cabaña observando detenidamente a la mujer, que se acerca deambulando, embutida en una profunda tristeza que puede desprenderse de una rápida lectura de su rostro. El hombre no da crédito a lo que ve. La mujer parece viva pero él ha visto su cadáver en el pozo.
Entra en la cabaña y cierra la puerta completamente amilanado. Entorna los ojos y se da la vuelta. Apoya su espalda en la puerta mientras respira con dificultad y procura ordenar sus pensamientos. Al mirar hacia delante su corazón está a punto de abrirse paso entre el pecho. La mujer está junto al caldero, agitando su contenido. Le envía una mirada amable con aquellos ojos azules como el cielo, limpios como la mar.

Isabel llena un cuenco con el caldo y lo coloca sobre la mesa. El forastero, con el miedo como único aliado, mira por la ventana y ve que la mujer se está acercando a la casa, con el cubo lleno de agua. Mira hacia el caldero y ve a Isabel llenando un nuevo cuenco de sopa. Horrorizado, con el alma erizada y la cabeza a punto de estallar, se da cuenta que sobre la cama yacen los cuerpos de sus dos amigos, con las cabezas arrancadas que se encuentran en el suelo, mostrando muecas horribles.
El forastero se lleva las manos al pecho, el corazón le duele. La mujer entra por la puerta con el cubo de agua que deja junto al caldero. Isabel llena un nuevo cuenco con el caldo y lo deposita sobre la mesa. Ya hay tres.

Agarrando la pistola, el forastero mira a las dos mujeres. ¡Son exactamente iguales! Una tercera mujer entra en la cabaña. Y después lo hace una cuarta. Todas visten igual, todas tienen el mismo demacrado aspecto. La misma ropa, el mismo rostro, los mismos ojos…

Las cuatro mujeres permanecen en silencio observándolo. Sus rostros apáticos y tristes, sus expresiones apagadas, obligan al forastero a sentarse en la mesa. Sin duda comienza a volverse loco.

Le ofrecen una cuchara y degusta el contenido del cuenco. Cuando lo termina toma parte del segundo. Al levantar la cabeza se sobresalta al verse solo. Mira por toda la casa pero no encuentra a nadie, tampoco están los cuerpos decapitados de sus amigos. Solo él… y el gato negro, que lo huronea con interés.

El gato ronronea y se acerca al forastero, que lo acaricia. El felino se revuelve y le lanza un zarpazo. El hombre grita de dolor y retira el brazo. Le dispara dos veces pero erra ambas ocasiones. El gato ha desaparecido.

Con la mano sangrando a causa de los profundos arañazos, el forastero se llena de rabia. Harto de todo, sabedor de que está maldito por la bruja, el forastero comienza a disparar sin ton ni son, como si las balas de acero pudieran perforar los cuerpos de los fantasmas… cuando la pistola pierde toda munición, la arroja contra una de las ventanas.

Desquiciado por una situación que no entiende, abrumado por los últimos acontecimientos, comienza a dar patadas a todos los enseres. Derriba la mesa y con ella los cuencos de sopa, que se esparcen por todo el suelo. El forastero destroza toda la cabaña, rompe muebles y tira a cubiertos, platos, ropa, todo lo que encuentra a su paso. Se acerca al caldero y le propina una patada, pero no consigue derribarlo. Coge una silla y la lanza sobre él, después lo empuja a riesgo de quemarse las manos, pero ya no le importa absolutamente nada.

El caldero se da la vuelta y todo su contenido se vierte. El caldo llega hasta tus pies y junto él… algo más.
Una cabeza humana. Algo que al forastero no le sorprende. La coge entre sus manos.

Abre los ojos estupefacto al comprobar que esa cabeza ¡¡era la suya!! ¡Imposible!!

Deja caer su propia cabeza y se arrodilla en el suelo con la sensación de no entender absolutamente nada. Ve al gato negro que asoma la cabeza tras el caldero y lo observa con una mirada risueña, pero el forastero no quiere prestarle atención. Tiene otras cosas por las que preocuparse.

Intenta encontrar una explicación pero su propia cabeza le mira desde el suelo, con los ojos muy abiertos y una expresión agónica. Ahoga cualquier posibilidad de entenderlo.

Sale de la casa. Mira hacia el pozo y comprueba que en su interior permanece aún el cuerpo podrido de la mujer.

-Maldita bruja, ¡¡te maldigo!!

Al girarse, el forastero ve a dos hombres aparecer de improvisto dirigiéndose hacia la cabaña. Han surgido de entre los árboles. Suspira aliviado y sonríe agradecido de ver a alguien más en aquel odioso lugar. Pero su rostro se congela al reconocer a los extraños visitantes. Son sus dos amigos, los mismos que han perdido la cabeza días atrás.

Sin poder comprender absolutamente nada, el forastero los llama pero los dos hombres no le hacen caso alguno, quizá no le han oído, Grita de nuevo y sus amigos se detienen frente a la puerta. Hablan entre ellos. El forastero se acerca.
-Supongo que Angel habrá hecho su parte, ¿no?
-Por supuesto. Nos lo vamos a pasar muy bien.

El forastero, o Angel, pues ya conoces su nombre, intenta llamar su atención pero los dos hombres no pueden verle. Comprendiendo que algo no encaja en todo esto, permanece en silencio y entra en la cabaña siguiendo los pasos de sus dos amigos.

Ven a la mujer junto al caldero, dándole vueltas a su contenido. Los compañeros de Angel respiran el aroma que desprende el caldo y se miran entre sí. Toman asiento e Isabel les coloca dos cuencos de sopa que los recién llegados disfrutan, acompañados de una amplia sonrisa.
Isabel sigue sin tener conciencia de su muerte y no puede sospechar que su cuerpo yace en el fondo del pozo. Hasta que eso cambie, seguirá disfrutando de la visita de extraños visitantes…

Sin embargo, para los ojos de Angel, nuestro querido forastero, la escena es muy diferente.

La cabaña está destrozada, tal y como él la ha dejado momentos antes. El caldero permanece en el suelo y su contenido derramado. El gato negro mordisquea la cabeza cortada del forastero. Un manto negro comienza a cubrir su mente, que se va nublando poco a poco. Sus rodillas se clavan en el suelo, la vista se le va apagando, pero tiene tiempo de ver como el gato gira su cuello y se lame la cara; le observa atentamente y parece que le ha guiñado un ojo, uno de esos pequeños y preciosos ojos, azules como el cielo, limpios como la mar.

Daniel Ribas en la BOCA DEL LOBO

La primera vez que veo a unos de estos lánguidos paliduchos ni siquiera me doy cuenta de que se trata de uno de ellos. Parece una persona completamente normal, viste con gusto y me mira como debería mirarme una mujer, además, mis venas están cargadas de alcohol, factores que atrofian toda posibilidad de que mis sentidos estén al cien por cien. Me pide fuego, una excusa barata para acercarse hasta mí. Su voz suena profunda, distorsionada y mi dolor de cabeza me obliga a despreciarle con un gesto obsceno. Me agarra del cuello y me lanza una mirada cargada de agresividad. Ninguna de las dos cosas me gusta.
Levanto las manos, una de ellas oculta bajo un guante negro, indicando que no estoy dispuesto a pelearme con nadie y coloco mi rostro lo más cerca posible del suyo. Huele mal, pero el olor sale de mi boca. Sonrío malévolamente.

-¿Qué quieres, muchacho? ¿La cartera o mi vida?

Me sigue mirando con cara de pocos amigos, es más, noto su odio sobre mí. Y habla. Dice poco, pero su frase no me gusta nada.

-Quiero tu sangre.
Rompo a reír en una estruendosa carcajada en el mismo momento en que una pareja de enamorados cruza por nuestro lado. Desvío la cabeza para acariciar con mis ojos las nalgas de la mujer, una rubia que me quita el hipo, y cuando vuelvo a mi posición normal me encuentro completamente solo. El tipejo pálido ha desaparecido, esfumándose en la noche como por arte de magia. Me encojo de hombros y busco de nuevo el culito de la rubia pero ya se ha marchado. Envidio a su novio y me los imagino juntos en posturas que me parecen divertidas. Necesito otro trago.

Camino dando tumbos de derecha a izquierda, como un grueso reloj de pared y me introduzco en un callejón estrecho, más oscuro que la noche. Mis recuerdos solo me traen escalofríos y miedo, acelero el paso, quiero salir de aquí. Afortunadamente lo hago.

Veo las luces de un local a pocos metros. Parece una cueva, un agujero en la pared. Jamás he estado en esta zona de la ciudad. Por alguna extraña razón que no puedo explicar, tengo la sensación de que estoy a punto de meter la pata y decido dar media vuelta y buscar mi casa, a ver si la encuentro o, como otras noches, tengo que vagar por las calles hasta que vuelvan a colocar los edificios en el mismo orden de siempre y que coincide, curiosamente, con una fuerte resaca.

Entonces veo a tres damiselas que cruzan frente a mí, sonrientes. Son hermosas, algo pálidas pero preciosas al fin y al cabo. Una de ellas, rubia platino, me lanza una mirada sensual. Sigo al trío con la cabeza y cuando el cuello está a punto de crujir permito al resto de mi cuerpo ejecutar la maniobra oportuna y quedo contemplándolas como un pelele obsceno, apretando los ojos. Son preciosas. Las tres llevan minifaldas y eso me vuelve loco. Las tres son jóvenes. Y eso también me vuelve loco. Entran en la cueva. La rubia ha vuelto la cabeza para mirarme. Parece una invitación. Acepto la invitación y camino tras ellas.

Algo en mi cabeza me aconseja que no es buena idea y trata de convencerme para que me marche de allí, pero otras partes de mi cuerpo me dicen precisamente todo lo contrario. Decidido, empujo la puerta metálica que da acceso a lo que parece un improvisado agujero en la pared y cruzo al interior.

El paraíso. Esto es el paraíso.

La música brota en un local peculiarmente oscuro donde se agitan como posesas sensuales bailarinas prácticamente desnudas. He estado en muchos tugurios parecidos pero nunca en uno como éste. Desde el primer momento me siento embriagado por una música que no es más que una mezcla entre rock, música clásica y opera. La voz de la cantante es tremendamente sensual. Pero para sensuales esas bailarinas que se mueven sobre la pista de un modo escalofriante. Hay hombres, sí, pero directamente no me fijo en ellos.

Intento localizar a las tres bellas doncellas que han entrado poco antes que yo, especialmente a la rubia facilona que me ha lanzado una mirada pícara, pero no las veo por ninguna parte. No importa, este garito está lleno de diablesas.

Me acerco hasta la barra y dos chicos jóvenes y pálidos se me quedan observando con una mirada siniestra. La camarera, una explosiva pelirroja con unos pechos enormes, me lanza una mirada muy parecida a la de estos chicos pero después su rostro se ilumina con una amplia sonrisa que permite ver una dentadura perfectamente blanca, pero yo no me fijo en sus dientes, aunque debería haberlo hecho. Tengo mi mirada clavada en su amplio escote. Pido algo de beber, no recuerdo bien lo que he dicho, pero no es lo que me ha servido.

Bebo un sorbo de este extraño licor de tonalidad amarillenta bajo la atenta mirada de la pelirroja, sus pechos susurran mi nombre. Dejo el vaso sobre el mostrador al notar que soy el centro de atención. Todas, absolutamente todas las personas que hay en este sombrío local me están mirando en silencio. Durante un breve segundo, quizá menos, siento miedo. Pero esa sensación se me pasa cuando todo parece volver a la normalidad.

Cojo mi vaso y me alejo de los pechos de la camarera no sin antes lanzarles una mirada devoradora que se quedan en el aire cuando ella se da la vuelta para atender a otro cliente. Los dos chicos pálidos de la barra me siguen mirando con un excesivo interés y me estoy poniendo nervioso. Deben de ser pareja y quizá quieren un trío, pero a mí esas cosas no me van. No es lo mío.

Me coloco estratégicamente en una esquina donde puedo observar de cerca los sensuales movimientos de las bailarinas, a las que pronto doy la espalda para centrar la atención en las piernas de un buen número de bellezas jóvenes y atractivas que con sus faldas cortitas y vasos en la mano, bailan para mí. Sus movimientos son pura provocación.

Los varones no bailan, es curioso, parecen estar ajenos a las chicas y eso me da mayor posibilidad para lograr mis objetivos, pero tengo la sensación de que me observan. Subo mi vaso y tomo un buen trago del extraño licor y noto que la cabeza se me va por momentos. Dudo que mi cuerpo aguante más alcohol. Tal vez, si fuera dueño de mis sentidos, me habría dado cuenta de la extrema palidez de todas las personas que hay en este local; no me habría pasado desapercibida la misteriosa y escalofriante claridad de sus dientes, los extraños ojos de miradas perturbadoras. Empiezo a sentirme incómodo, quizá lo mejor sea marcharse ya.

Cuando decido abandonar el local, una esplendida morenaza se acerca agitándose provocativamente. Se agarra el pelo que recoge entre sus manos y no cesa en su sensual movimiento, poniendo morritos sugerentes con sus labios y pasando una finísima lengua sobre ellos. Agita sus pechos y mis ojos prestan toda su atención. La morenaza baja las manos y se acaricia las piernas, subiéndose un poco la corta falda que apenas tapa la mitad de sus muslos. Llega hasta mí y con un gesto dominante me empuja. Caigo sobre una butaca y pierdo el vaso, que cae al suelo y rueda por él perdiendo el licor que había en su interior. La morenaza se sienta sobre mis rodillas y pasa sus blanquecinos brazos por detrás de mi cabeza. Se agita como una amazona y noto que me pongo en acción. La agarro por detrás y a ella no parece importarle. Soy consciente de que medio local debe de estar mirando y yo me encojo de hombros mientras busco su boca. Y la encuentro. Ella me besa apasionadamente y yo busco entre sus dientes su viperina lengua. ¡¡Dios!!

Retiro la cara preso del dolor y me llevo las manos a la boca. ¡Me he pinchado con algo! Miro a la chica y veo que sus ojos se han cubierto con una siniestra tonalidad rojiza, posiblemente a consecuencia de unas lentillas modernas. Parece reírse y es entonces cuando veo sus dientes afilados.

Permanezco unos instantes perplejo y me doy cuenta de que esto no es una situación normal. De la comisura de sus labios resbala una pequeña gota de sangre, probablemente mía, que ella recoge con su lengua. Continúa moviéndose, pero sus movimientos ya no me parecen sensuales. Agarro con mis manos sus pechos y la empujo hacia atrás. En ese mismo instante, mientras vuela un par de metros y cae de espaldas, la música se detiene y todos giran sus cabezas para centrar su atención en mí.

Comienzo a asustarme. Los rostros de todas aquellas personas resaltan en la penumbra en la que está sumido el local y tienen expresiones enloquecidas, con esos ojos terribles que me observan. Algunos de ellos se acercan disgustados con extraños movimientos en sus cuerpos y muestran sus bocas abiertas, de las que sobresalen unos afilados colmillos. ¿Dónde diablos me he metido?

Miro a la chica que he tirado de un empujón y ésta continua en el suelo, agitando su cabeza y produciendo un ruido con sus dientes, mientras mueve su lengua de un lado para otro. Retrocedo y busco con mis ojos la puerta de salida pero no la encuentro por ninguna parte. Estoy rodeado por esta panda de locos perturbados.
Veo a la camarera que ha saltado sobre la barra y permanece encorvada sobre ella, mientras me observa y olfatea el aire. Juraría que su rostro ha cambiado, parece deformado pero no podría jurarlo dada la distancia. Los dos chicos que viera junto a la barra, me miran mal, con ojos malignos, amarillentos.

Creo que este es mi final. No tengo lugar a donde escapar.
De una cosa puedo estar completamente segura. No son humanos, no hay nadie humano en este local excepto yo. Me he metido en la boca del lobo y no voy a poder escapar de aquí.

Sería una locura enfrentarme a todos ellos. Podría acabar con tres o cuatro, romperles la cara, derribarlos, pero son demasiados. Me doy cuenta que ha sido una locura entrar aquí, éste no es mi sitio. No, después de ver la expresión en sus rostros cadavéricos que ahora me parecen más lánguidos, más pálidos, definitivamente este no es sitio para humanos. Centro mi atención en los ojos de esta gentuza y aprecio en ellos un brillo de maldad que ya he visto en otras ocasiones, no me impresionan las tonalidades amarillas, rojizas o blancas, aunque estas últimas me producen fuertes escalofríos, quizá porque no es la primera vez que las veo y sé lo que significan.

Es ahora, precisamente ahora, cuando me doy cuenta que los vasos que llevan estas personas contienen un líquido oscuro, probablemente rojo e intuyo lo que puede ser. No hay más que verlos para comprender que en cualquier momento van a saltar sobre mí para morderme y chuparme la sangre. Y sí, me gusta que me muerdan y sobre todo mujeres como las que estoy viendo precisamente en estos momentos, pero no en este contexto.

Veo a la maldita rubia a la que he seguido al interior del local. Me observa con la mirada extraviada y un rostro desfigurado, parece más un monstruo que otra cosa, de hecho, todos ahora me parecen monstruos. Hacen ruidos extraños con sus bocas, como si sus dientes entonaran una siniestra melodía.

Es mi fin. Ellos avanzan y yo no retrocedo.

Extiendo mis brazos en señal de sumisión y veo como una mujer de amplia melena rubia tiene intención de saltar sobre mí, pero uno de los animales que tiene a su lado la detiene en el acto. Todos miran a la morenaza que yo he empujado. Son educados, respetan su turno. Ella se aproxima lentamente, tengo la impresión de que ni siquiera usa los pies para ello. Avanza como una proyección y cuando quiero darme cuenta la tengo frente a mí, su cabeza a pocos centímetros de la mía. Saca su lengua y roza mis labios con ella. Aprovecho la ocasión porque este es mi momento.

Uso los dientes como arma. Muerdo aquella fina lengua y tiro de ella con una fuerza extraordinaria. La morenaza brama de dolor y se lleva las manos a la boca, retirándose como una niña asustada. Escupo al suelo el trozo de carne que le he arrebatado y sonrío al público. Ha sido mi sentencia de muerte.

Estos paliduchos se han enfadado porque lanzan sus manos sobre mí. No puedo fijarme en todos los detalles pero juraría que en vez de manos tienen garras, lo que sí es cierto que ahora sus rostros se han transformado diabólicamente. Esto parece una película de vampiros donde un pobre desdichado sin crucifijos ni estacas se ha metido donde no debía, o quizá sea la típica película en la que el protagonista sale airoso de todo esto pero… ¿Soy yo ese protagonista?
Creo que no. Un protagonista no habría sido levantado por un energúmeno con una sola mano. Me observa a través de unos ojos completamente blancos y, para intimidarme, me enseña su dentadura perfecta, jugosa y afilada, sedienta de sangre y carne. Yo ya estoy intimidado, pero para el individuo no es suficiente. Me lanza por el aire y mi cuerpo vuela varios metros, hasta que logro encontrar una pared donde parar. Caigo al suelo profundamente dolorido y no me da tiempo de levantarme. Algo parecido a un saco de patatas se ha tirado encima de mí. No, no es un saco. Es la sensual y provocativa morena o algo parecido a ella porque si antes era una mujer atractiva, ahora se ha convertido en un monstruo. Está enfadada. Y lo comprendo.

Me golpea el rostro varias veces y sus uñas raspan una de mis mejillas. La sangre brota de mi cara. Noto que la muchedumbre se excita a nuestro alrededor, como animales. La morenaza sigue agitándose encima de mí, no como yo quisiera, pero se mueve, mientras recibo golpes y puñetazos. Me quejo tantas veces como hace falta y, vislumbrando ya mi pronto final, ella rasga mi camisa y deja mi torso desnudo. Cierro los ojos esperando notar sus colmillos clavados en mí. Me entrego a la muerte. Por fin.

Pero esos colmillos no llegan. Todo se ha quedado en silencio.

Abro los ojos y veo a la morena mirarme con un rostro sobre el que se atisba algún grado de sorpresa. El resto de la chusma permanece también consternado. Sus miradas están clavadas en mi pecho al descubierto. La morena se levanta y retrocede. Me señala con el dedo, disgustada, y después grita profundamente. Se aleja a una velocidad endiablada.

Yo me levanto confundido sin entender qué es lo que está pasando y doy un paso al frente. Ellos, mirándome con maldad, se apartan dejándome el camino libre. Los miro aturdido y agacho la cabeza para ver qué es lo que ellos están mirando con tanto interés.

¡El medallón!

Lo agarro con la mano derecha y camino hacia la salida. Ahora la veo. Estos vampirillos de pacotilla siguen dejándome vía libre, apartándose a cada paso que doy. Llego hasta la puerta y antes de salir me giro para observarlos. Sé que no será la última vez que los vea, quizá la próxima vez no tenga tanta suerte. Salgo de la maldita cueva y descubro que se me ha pasado la borrachera por completo. No suelto el medallón en ningún momento y mientras me alejo de allí recuerdo todo lo que ocurrió con este objeto del diablo. Sé que estoy maldito y que necesito llevarlo para evitar que la oscuridad me devore, pero nunca pensé que algún día pudiera salvarme la vida.

Me coloco bien lo que me queda de camisa y levanto la mano izquierda. Me quito el guante negro que la tapa y compruebo que mi palma mantiene su mancha negra, quizá más extendida que en otras ocasiones. Es hora de regresar a casa. Merezco un descanso. Me lo he ganado.

Es posible que mientras duerma sueñe con vampiros y monstruos, es posible…, pero mañana iré de compras, no puedo volver a salir a la calle sin un bote de agua bendita y un trozo de madera afilado por si necesito clavarlo en el corazón de alguna de esas alimañas. Mi instinto me dice que no será tan sencillo y mientras camino, mis labios no pueden evitar dibujar una fina sonrisa de satisfacción.

Un Certero Trabajo de BRUJERIA

Soy una persona inteligente, por eso nunca he creído en curanderos, charlatanes, videntes y brujos. Para mí todo eso no eran más que estupideces, supersticiones irracionales que sacaban el dinero de los incautos jugando con sus vanas esperanzas… hasta hoy.Ya no puedo pensar lo mismo. Ahora sé que ese mundo es diabólicamente real.

Todo comenzó esta mañana.

Me he despertado a las seis con la idea fija de acabar la escena de una novela que tenía pendiente pues, como sabes, soy escritor. Sin embargo, no he podido hacerlo.

Nada más abrir los ojos, me he dado cuenta del fuerte dolor de cabeza que padezco. Enciendo la luz y al hacerlo observo extrañado que apenas puedo ver a consecuencia de una ligera bruma que cubre mis ojos, como una fina telaraña que me impide una correcta visión. Noto además que me duelen los oídos y que mis articulaciones parecen pesadas. Apenas puedo andar pero consigo llegar al cuarto de baño. Quizá una buena ducha me haga recobrar fuerzas.Al mirarme al espejo apenas me reconozco. La palidez del rostro me sobrecoge y la muerta mirada de mis ojos me hace estremecer. Agacho la cabeza y me lavo la cara. Evito volver a mirarme en el espejo.Consigo ducharme pero apenas noto diferencia en mi cuerpo salvo un intenso dolor en el estómago y un nudo en la garganta que ha provocado que se me seque completamente. Carraspeo para evitar el picor y me dan arcadas. Estoy a punto de vomitar.Lo hago.

En mitad del baño.

Los restos de comida caen al suelo, sobre mis pies. La cena de anoche está ahora allí, aderezada con bilis y pequeños fragmentos coagulados de sangre. Es terrible.Con una sed abrumadora, me dirijo a la cocina y abro la nevera con el ansia de coger un cartón de leche, pero nada más abrir la puerta un hedor insoportable, putrefacto, sacude mi rostro. Todos los alimentos parecen haberse podrido. Carne, fruta, embutidos, bebidas, tomates… Enfurecido cierro la puerta de golpe con tal fuerza que la portezuela del congelador se abre suavemente. Sintiendo una curiosidad que no puedo explicar, abro la pequeña portezuela y descubro algo extraño. Dentro de un bote de cristal puede divisarse un papel. Frunciendo el ceño alargo la mano y noto el frío del hielo pero no le doy más importancia que la que tiene. Cojo el tarro de cristal y lo saco del congelador. No sé qué puede ser, no recuerdo haber guardado nada allí. Lo abro sin problema alguno y saco el papel que hay en su interior. Es una fotografía.

Mía.

Sí. ¿Cómo ha llegado hasta allí? ¿Quién ha guardado una fotografía de mi cara en el congelador?Al dorso de la imagen hay inscrito algo. Es la fecha de hoy.

Turbado y desconcertado, intentado soportar la pesadez de mi cuerpo, los dolores irritantes que cada vez son mayores, llegando incluso a mis dientes, me siento en el sofá del salón. Miro a mi alrededor y apenas reconozco mi casa.

¡Un momento!

¿Qué es eso?

En una esquina, semioculto, asoma algo tras un cuadro. Me levanto. Esta vez me cuesta mucho hacerlo y temo que en cualquier momento no pueda volver a moverme.

Llego hasta el punto que me ha llamado la atención y cojo el objeto que parece haber sido escondido. Es algo negro.

¡Un muñeco!

Tiene agujas clavadas en la cabeza, concretamente en los ojos y oídos y si le echamos un poco de imaginación podría parecerse a mí; es más, el muñeco está vestido con trozos de mi ropa. ¿Qué ocurre?

Creo que me queda poco de vida y debo apresurarme a contar esto. Alguien está haciendo brujería sobre mi persona y ese “trabajo” está surtiendo efecto.

Suena el teléfono.

Intento correr hacia él. Tal vez pueda pedir ayuda, un médico, un curandero, alguien o algo que alivie el mal que me aqueja.

-¿Quién es?

-¡Hola!.-contesta una voz de mujer.

-¿Quién llama?

-¿Quiere que le eche las Cartas?.-pregunta.

-Se ha equivocado.-respondo frustrado sin apenas entender la situación.

-Yo creo que no.-dice la voz de mujer, esta vez con un tono más grave.-¿Sabe lo que tiene que hacer para anular la maldición?

-¡Por favor, dígamelo!.-grito de manera desesperada.

Lo hace. Es sencillo. Muy sencillo.

Me cuesta llegar al ordenador pero lo consigo. Mi cuerpo apenas responde mis indicaciones y la cabeza está a punto de estallarme.Hago caso a la mujer del teléfono y escribo todo lo que me ha pasado. Ahora solo queda un pequeño paso para que la maldición sobre mi persona desaparezca. Para ello, otro inocente deberá cargar con la culpa.Lo siento de verás por el desconocido que se encuentre leyendo este relato, porque la voz del teléfono me ha asegurado que para librarme de la maldición, solamente tengo que lograr que una persona acabe de leer estas líneas, entonces, la maldición dejará de atormentarme para trasmitirse al lector.

Sí, es posible que estas cosas no sean más que tonterías pero yo, en estos momentos, comienzo a sentirme mejor... ¿Y tú?

Golpes en el Ataúd

Escuché los golpes en la tapa del ataúd pero no quise prestar atención. Miré hacia el cielo y concentré mi mirada en la luna llena, que como mudo testigo observaba la escena ligeramente aterrorizada.Tomé aire y proseguí.
Escuché el grito desgarrador que profería la garganta del desdichado, en un acto desesperado por suplicar ayuda. Me estremecí, pero continué echando tierra sobre el féretro con la esperanza de ahogar aquél inesperado percance. Mientras lo hacía, noté que el ataúd se movía por lo que deduje que la persona que estaba en su interior intentaba escapar de la prisión en la que se encontraba. Escuche sus súplicas, aprecié los golpes que daba con sus puños y rodillas sobre la madera de roble. No podía escapar.

Durante algunos minutos me sentí confuso y miré a mi alrededor, pero sólo la oscuridad de aquél tétrico cementerio fue mi respuesta. La luna se había ocultado tras unas negras nubes, en una actitud cobarde y ruin, y las sombras se habían adueñado del camposanto, acariciando las viejas tumbas que mostraban ahora una imagen fantasmagórica.

Encendí un cigarrillo y procuré distraerme para evitar escuchar los quejidos agudos que provenían del interior de aquél ataúd que seguía agitándose cada vez con menor intensidad. Aquella persona se estaba dando por vencida, parecía haber comprendido que nada de lo que hiciera podría liberarla.
Volví a escuchar sus gritos y finalmente tiré el cigarro al suelo para reanudar mi trabajo. Seguí echando tierra sobre el ataúd hasta que pude enterrarlo por completo. Ya no se oía nada, absolutamente nada.Me disponía a marcharme cuando divisé entre las tumbas una figura delgada que se aproximaba. Lo saludé.

-Pudiste haberlo salvado.-objetó con un tono de voz grave.
-Ése no es mi trabajo.-respondí tajantemente.
-Sabías que estaba vivo.

Eludí mirar directamente a los profundos ojos del visitante pero no dudé en mostrar mis pensamientos.

-Eres tú quien decide cuándo han de morir las personas, yo solamente recibo la orden de llevármelos y eso es precisamente lo que he hecho.
No le dije nada más. Me alejé con lentitud, perdiéndome entre los viejos cipreses, pero tuve la osadía de mirar hacia atrás para observar una vez más como Dios clavaba sus rodillas en el suelo al comprender que una vez más… se había equivocado.Escuché su lloro y me permití el capricho de sonreír cínicamente mientras regresaba satisfecho a la negrura de mi vetusta morada.

RUIDOS AMBIENTALES

Estaba convencido de que podía obtener resultados satisfactorios y ni corto ni perezoso saltó el muro que servía de pequeña frontera y se introdujo en el cementerio. Tan pronto como sus pies tocaron el suelo, se vio sumido en un mundo oscuro y huraño. Joseba tuvo la impresión de que el tiempo se había detenido repentinamente en aquél lúgubre lugar.

Miró a su alrededor y se sorprendió al respirar la calma que desprendía el escenario. Cubrió con su vista las blancas lápidas que destacaban en la oscuridad y sintió un frío intenso que le hizo estremecer. La sangre le bombeaba el cerebro y los nervios atenazaban sus músculos. Eludió prestar atención a las sombras que parecían moverse más allá de su imaginación. Disfrutó con aquella sensación. Solamente por eso merecía la pena perturbar el descanso de los muertos. Únicamente por eso merecía la pena dedicarse a la investigación.

No era para menos, Joseba es un intrépido buscador de misterios. Durante muchos años, había dedicado su vida a investigar temas tan complejos e interesantes como los OVNIs o las apariciones fantasmales, siendo éstas últimas de un interés considerable para él, quizá porque cuando era niño vio algo a los pies de su cama que lo aterrorizó. Durante años ha malgastado su tiempo y dinero en busca de respuestas, pero esas respuestas nunca terminaron por llegar, tal vez porque no existen o quizá porque las preguntas formuladas no son las adecuadas.

Pese a todo, él no había perdido dos de los valores más importantes que deben concentrarse en un investigador: la esperanza y la ilusión. Por eso, esta noche, como un quinceañero inexperto, ha entrado furtivamente en el cementerio, como tantas otras veces. Lleva una linterna y un grabador de mano. Su objetivo es bastante sencillo: Realizar una experiencia para capturar en la cinta las voces de los muertos.

Observa en silencio el cielo estrellado y busca la luna pero no la encuentra por ninguna parte. Centra su atención en la superficie de las blancas lápidas y recorre el cementerio con un paso lento. Saborea la esencia del misterio que cala sus huesos y le hace sentirse importante. No teme que de la tierra salgan las manos abiertas de los muertos que tiran de su pantalón ni se preocupa por la repentina irrupción fosforescente de vagas siluetas humanas que emergen tras las tumbas. Sabe que esas cosas no suceden más allá de la exaltada imaginación de los que tienen miedo. Es evidente que él controla la situación, para eso lleva años investigando el mundo de lo paranormal, es un gran experto del misterio y enarbola las riendas del experimento.

Un cementerio silencioso habitado por cuerpos muertos es una forma algo abrupta de levantar el trasero de la mesa del despacho, pero así están las cosas. Joseba camina examinando el escenario. La adrenalina alimenta su cerebro. Es consciente de que las cosas saldrán como él las tiene preparadas, otra cosa es que los muertos, hoy, esta noche, permitan que sus voces impregnen la cinta magnética.

A Joseba no le importa si su experimento inquieta el descanso de los muertos, no le preocupa porque jamás se ha planteado que su coqueteo infantil con el Más Allá pueda incomodar a los que cruzaron el umbral, en realidad le trae sin cuidado. Y allí está, llevándose un cigarro a los labios. Después tira la colilla y no le preocupa dónde ha caído. Escoge la zona más oscura del cementerio y le da la espalda al único ciprés que hay en el cementerio; se agacha sobre una tumba sin mirar el nombre del difunto, ya hemos dicho que esas cosas no le importan. Coloca el grabador sobre la lápida. Aguarda unos segundos asegurándose de la privacidad del lugar y después inicia la grabación.

Es un buen profesional, sabe perfectamente lo que tiene que hacer. Le habla a las voces, se presenta, es educado pero oculta una sola ambición: Conseguir resultados positivos.

Hace preguntas a las voces. En realidad no sabe si el origen reside en los propios muertos, pero se encuentra en el cementerio y no en otro sitio. Espera salir airoso de esta experiencia. Advierte a las voces invisibles que regresará al cabo de cuarenta minutos y que disponen de ese tiempo para hablar todo lo que deseen. Se les brinda la oportunidad de comunicarse y Joseba mantiene la confianza. Podía haberlo hecho de otra manera, mucho más directa y rigurosa, pero ha preferido usar este método.

Cincuenta minutos después, Joseba vuelve a saltar el muro del cementerio y con el corazón latiendo a ritmo acelerado, recoge el grabador con la extraña sensación de que la oscuridad del cementerio es ahora más espesa que en su primera visita.

Regresa a su casa esperanzado. Tal vez en uno de los bolsillos de su chaleco lleva una “prueba” paranormal. Está nervioso, inquieto, pero no por dejar atrás las blancas lápidas que lo observaban desde el silencio angustioso de la muerte sino por la satisfacción que supone haber realizado un experimento en el interior del cementerio. Disfrutará contándoselo a sus amigos, que quizá aplaudan su coraje.

Ya en casa decide abrir la nevera y coger una cerveza bien fría. Un poco de jamón y queso se convierten en su improvisada cena, y es que la investigación es un trabajo que requiere un gran esfuerzo y sacrificio.

Se va a la cama, está cansado. Al día siguiente escuchará la grabación.

Es lo primero que hace al levantarse. Escucha el fragmento que ha grabado en el cementerio. La labor es tediosa pero finalmente el investigador descubre que la cinta contiene algo escalofriante.

Joseba se estremece al oír unos golpes que él interpreta como pasos fantasmales; oye golpes y de repente escucha un alarido espeluznante, femenino, seguido de unas risas burlonas y unas palabras de varón que Joseba no puede interpretar. Después oye el gemido de una mujer y una frase expresada por una voz angustiosa: “No me mates, por favor, no me mates”. Tras estas palabras, suenan varios golpes, una especie de forcejeo, un pequeño gemido de mujer y una respiración varonil, profunda y excitada. Después el silencio más sobrecogedor.

Tras el impacto emocional, Joseba se levanta nervioso y vuelca la grabación en su ordenador. Vuelve a escuchar el escalofriante mensaje y comprueba que sus impresiones son correctas: Pasos, golpes, un grito desgarrador, risas, palabras indescifrables, un gemido y la terrible frase de “No me mates, por favor, no me mates” seguida de nuevos golpes, otro gemido y una respiración acelerada.

Con su corazón galopando a un ritmo vertiginoso, con la emoción vistiendo su excitado cuerpo, salta de alegría. ¡Por fin! Los esfuerzos de años de intensa y paciente investigación hoy se han visto recompensados. Emocionado por tener en su poder un documento sonoro excepcional, que a buen seguro causará estupor en la comunidad del Misterio, Joseba se lo enseñará a sus amistades y distribuirá la grabación por la red.

Tendrá unos días de gloria y su nombre sonará en el mundillo, a ser posible más que la propia psicofonía. Los amantes de los enigmas recibirán la grabación con los brazos abiertos y todos gozarán de ese grito desgarrador, de esas risas burlonas, de ese gemido de mujer y, sobre todo, de la voz angustiosa que dice “No me mates, por favor, no me mates” que se oye a la perfección.

Joseba va a ser el protagonista de la noticia, algo que lleva esperando desde hace mucho tiempo. Su documento se distribuirá en diferentes programas de radio, hasta la saciedad y algunas publicaciones ofrecerán toda la información que Joseba pueda ofrecerles. Regresará al cementerio, varias noches en un futuro, en busca de nuevas voces pero los resultados serán negativos. Otros como él, contagiados por la noticia, también lo intentarán, pero ninguno de ellos volverá a recoger con sus grabaciones lo que Joseba consiguió aquella noche.

Nadie sabrá jamás si aquella voz de mujer, terrible y cargada de angustia, procede de los muertos o de otra realidad desconocida. A nadie le preocupa el por qué se ha grabado ese mensaje, lo importante es el contenido y como tal se distribuirá por la red y se usará como base para impartir conferencias.

Joseba ha conseguido su efímero sueño.

Pero de toda esta historia, hay algo que Joseba ignora y es lo que ocurrió cuando él dejó la cinta sobre la tumba y decidió salir del cementerio.

En la tranquilidad del cementerio, perturbada solamente por el pequeño e inapreciable sonido de la grabadora, una persona irrumpe forzando la puerta. Un hombre de tamaño descomunal y completamente borracho, agarra con fuerza a una mujer. Tiene las muñecas unidas por una correa de plástico que ha ocasionado unas profundas heridas de las que comienza a manar sangre. La boca la lleva tapada con una cinta adhesiva. Está aterrada.

La mujer tropieza y cae al suelo. El hombre masculla un improperio y la arrastra pasando entre las tumbas, hasta encontrar la zona más oscura del cementerio. Allí la deja tumbada en el suelo y la observa satisfecho y orgulloso, igual que un cazador frente a su presa. Los ojos de la mujer lo observan aterrados, las lágrimas que los cubren no le impiden descubrir el final que está a punto de producirse.

El hombre le da una patada que provoca un gemido de dolor, después le arranca la cinta adhesiva y ella profiere un alarido. La mujer intenta zafarse de su agresor pero ha colocado un afilado cuchillo en su garganta y le pincha con la suficiente fuera como para rasgar su piel. La sangre surge, sin rapidez. El hombre ríe y murmura algo pero la mujer no le entiende. Con un hilo de voz, tembloroso y cargado de miedo, le dice:

-“No me mates, por favor, no me mates”

El hombre hace una mueca con sus labios que podría interpretarse como una sonrisa malévola y comienza a rasgar la ropa de la desdichada, que solloza en silencio.

Las blancas tumbas son testigos de la brutal agresión a la que la mujer es sometida. Los golpes que recibe en el cuerpo le provocan ahogados quejidos de dolor, apenas perceptibles. El alto ciprés, mudo y arrogante, observa en silencio. Nada puede hacer.

El cuchillo desgarra el cuello de la mujer y esta vez la sangre brota a borbotones que se va introduciendo en las entrañas de la tierra La cabeza de la víctima se ladea hacia un lado y sus cristalinos ojos, prácticamente apagados, quedan abiertos y fijos contemplando el pequeño grabador que hay sobre una de las tumbas. Sus últimos momentos han sido grabados para la posteridad.

El asesino se asegura que su víctima ha muerto y entonces decide mantener una relación sexual. Está excitado. Se baja los pantalones y se agacha sobre la mujer, le da la vuelta, le agarra la cabeza y la penetra. Gime como un energúmeno hasta que llega al orgasmo.

Airoso se levanta y contempla con soberbia el cuerpo vejado de la mujer. En los siguientes minutos el asesino conduce el cuerpo hasta el maletero de su coche y después se cerciora de que no ha dejado restos en el lugar del crimen. Afortunadamente para Joseba, no ha visto el grabador.

El asesino se marcha relajado, satisfecho. Ha sido su tercera víctima y debe ocultar el cadáver.

Joseba volverá algún día al cementerio con la esperanza de registrar de nuevo las voces de los muertos, y tal vez tenga suerte. Quizá el asesino regrese con su cuarta víctima y sus caminos se encuentren una vez más.

Esta historia nos debe servir de lección y de ella tenemos algo que aprender. Nadie tiene por qué airear nuestros secretos, por lo tanto, mi consejo es que cuando vayas a la zona más oscura del cementerio para cometer alguna bendita atrocidad, junto a un viejo y alto ciprés…, asegúrate que sobre las tumbas nadie ha dejado un pequeño grabador encendido.