Una aventura de MONICA VARGAS y GABRIEL MARTIN

EL TESTIGO

"Un informe en la Papelera"

Segunda Entrega

(Del Cuaderno de Notas del Oficial Gabriel Martín)


“Hace dos días sucedió algo extraño. El informe que presenté narrando los hechos acaecidos acabó en la papelera del despacho del comisario y ésa es la razón por la que estoy escribiendo estas líneas de manera extraoficial a altas horas de la madrugada. Bueno ésa y que el propio comisario me diera un par de palmaditas en la espalda, me dijera con esa voz grosera que tiene “Buen Trabajo” y seguidamente un desagradable “Olvídate de este asunto”.

No puedo obviar un hecho que ha despertado, por alguna razón que desconozco, mi interés. Tengo olfato para estas cosas, mi padre así me lo decía, que en paz descanse.
Lo más sencillo de todo sería seguir las recomendaciones del comisario y continuar haciendo mi trabajo lo mejor posible para ascender en la mayor brevedad de tiempo pero yo me pregunto si meter las narices en este asunto podría ayudarme en mis pretensiones. No sé dónde me conducirá todo esto pero lo voy a intentar.

Hace un par de días recibimos en la comisaría las denuncias de algunos vecinos. Al parecer, habían detectado movimiento extraño en el interior del cementerio local. Según sus palabras, podían verse algunas luces deambulando por el camposanto.

Yo estaba de guardia y a mí me tocó acercarme para echar un vistazo. Y lo hice, convencido de que se trataba de un grupo de jóvenes que hacían botellón o que se estaban divirtiendo destrozando viejas tumbas. Nunca pensé que me encontraría con uno de los incidentes más extraños de mi carrera como policía.

Llovía con intensidad y hacía un frío de mil demonios. La verdad era que estaba mucho mejor viendo la tele en la comisaría, junto a algún compañero, pero el deber es el deber, claro.

A medida que me iba acercando no pude hacer otra cosa que apagar las luces del coche patrulla. Había una furgoneta negra aparcada junto a la entrada y me aproximé con cautela. Sentí un pequeño temblor recorriendo mi cuerpo porque comprendía que fuera lo que fuere no eran jóvenes bebiendo como cosacos y se me pasó por la cabeza la imagen de algunos desgraciados profanando tumbas o robándole a los muertos.

Podría decirse que casi acierto.

Justo cuando apagué el motor advertí movimiento más allá de la verja que hacía como entrada al cementerio. Bajé raudo y veloz, blandiendo mi arma como me han enseñado en la academia aunque mis manos temblaban mucho más de lo que a mí me habría gustado. Aquél era mi primer enfrentamiento contra un malhechor, si no contamos a un par de cabrones drogadictos que se pusieron muy pesados, un ladrón de gasolinera de quince años y un marido en cuyas venas corría alcohol para regalar.

Vi que se acercaban dos tipos calados hasta los huesos. Sé que eran dos hombres grandes, de esos que es mejor no encontrarse de madrugada en la soledad de un ominoso cementerio pero confieso que no me fijé demasiado en ellos sino en lo que estaban transportando: Un cadáver.

¡Los muy cabrones estaban robando un muerto!

Sorprendido por el estremecedor hallazgo, me quedé estupefacto contemplando como aquellos dos sujetos llevaban, no sin esfuerzo, el fiambre. Uno de ellos le sujetaba las piernas, el otro lo alzaba por los brazos. La cabeza del muerto caía a los lados y se movía de derecha a izquierda a cada paso que aquellos tipos daban, aproximándose a la furgoneta.

Gracias al desapacible tiempo que nos rodeaba, a la oscuridad reinante y a la tranquilidad que inspira un lugar de estas características, mi presencia pasó inadvertida para los ladrones, hasta que mi voz rugió con más nerviosismo que autoridad.

-¡Alto!, Dejad… eso inmediatamente en el suelo.

Los dos hombres, amplios armarios y con facciones caucásicas, se detuvieron en el acto y miraron en mi dirección. Estaban tan sorprendidos como yo.

Y añadiré algo más: Estaban tan asustados como yo.

Repetí mi orden. Esta vez logré que mi voz sonara con mayor mando pero estaba muy nervioso y mis piernas temblaban. Eso o la tierra se movía de un modo preocupante bajo mis pies.
Los dos hombres se miraron el uno al otro y después dirigieron sus cabezas hacia mí.

Hablé por tercera vez, esta vez mucho más enérgicamente y añadí un brillo intenso en mis ojos:
-¡Alto policía! ¡Dejen eso en el suelo inmediatamente y pongan sus manos sobre la cabeza!

Los dos hombres me hicieron caso. Soltaron el cadáver, dejándolo suavemente en el suelo y después levantaron sus manos. Lo primero que hice fue mirar el cuerpo. Su rostro se había quedado en mi dirección.

¡Maldita sea! Cada vez que recuerdo este momento me estremezco.

El puto muerto (o lo que fuera) tenía los ojos abiertos y me estaba mirando, con una expresión de perplejidad absoluta dibujada en sus ojos, unos ojos que me parecían carentes de humanidad.
Estaba completamente ofuscado, mirando el cuerpo de un vivo tirado en el suelo, un cuerpo que tenía la mirada más vacía que jamás haya visto en mi vida. Advertí un ligero movimiento en uno de los hombres y rápidamente levanté la vista de lo que pensaba que era un cadáver y blandí el arma con mayor fuerza si cabe. Mi dedo estaba sobre el gatillo. Nunca he disparado y por unos momentos pensé que aquella noche iba a ser la primera vez.

Entonces todo se jodió. Absolutamente todo.

Cuando pensaba que lo tenía controlado aparecieron ellos. Y lo hicieron de improvisto, como si hasta el momento hubieran estado enterrados bajo la oscuridad: Un hombre y una mujer.
Se identificaron como agentes del CNI y sus placas eran auténticas. A la mujer la perdí de vista bien pronto pero no al idiota que hacía llamarse Armando Guerrero, un hombre cuyo timbre de voz era tan desagradable como su ostentoso alarde de superioridad.

Me quedé sin caso como se queda un niño sin paga por una travesura.

Cuando me quise dar cuenta los dos hombres ya se habían llevado el cuerpo al interior de la furgoneta y, sin saber cómo, me encontré dentro del coche patrulla, alejándome del escenario bajo la atenta mirada de Armando Guerrero.

Lo que él no sabe es que yo no soy tan pardillo como pudiera pensar en un primer momento y los seguí.

Lo hice a una prudencial distancia. En la furgoneta iba el hombre que habían sacado del cementerio, los dos tipos robustos y Armando Guerrero. De su compañera, Mónica Vargas, ni el más mínimo rastro. Estuve a punto de dar marcha atrás y echar un nuevo vistazo al cementerio para ver si la encontraba pero quería seguir esta pista. Quizá fue un error, no lo sé.

Ya amanecía cuando llegamos a un viejo almacén a las afueras de la ciudad. La furgoneta se introdujo dentro y allí acabó todo. Pasé algún tiempo esperando pero ninguno de los tres hombres salió.

A primerísima hora, con cara de sueño, habiendo descansado prácticamente nada y una taza humeante de café sobre mi mesa, elaboré un informe exhaustivo y lo dejé en el despacho del comisario.

Dos horas después me llamó y me dijo que me olvidara del asunto, que todo había sido un mal entendido.

¡¡Los cojones!!

Mis ojos se fijaron en la rebosante papelera que había en una esquina del despacho de mi presuntuoso jefe y descubrí, más sorprendido que cabreado, las hojas de mi informe sobresaliendo de la montaña de papeles.

Cabizbajo y sin protestar demasiado, regresé a mi mesa y jugueteé un poco con los bolígrafos y los folios, después sonreí.

Eché un vistazo a las denuncias recogidas la noche anterior y contacté vía telefónica con las personas que las habían cursado. Ninguno de ellos quería hablar del tema, aducían que todo había sido un pequeño error, una confusión.

Intrigado, me personé en las casas de esas personas pero ninguna de ellas quiso hablar con un oficial de policía. Todos ellos tenían algo en sus miradas que yo reconocí inmediatamente: MIEDO.

Con las manos en los bolsillos de mi uniforme (una postura ni acertada ni adecuada para un agente de la ley) fui caminando en dirección al cementerio para echar un vistazo.

Todo estaba normal. Ninguna tumba abierta, ningún destrozo, nada que me pudiera llamar la atención.

En el momento en que escribo estas líneas (son las doce y media de la noche) tengo una extraña sensación, como si unos ojos invisibles me estuvieran observando, como si el dueño de esos ojos tratara de advertirme que me olvidara de este asunto.

En estos momentos no sé lo que voy a hacer.

Mañana será otro día"

Lo que el oficial Gabriel Martín no podía saber era que al día siguiente iba a tener un nuevo encuentro con los agentes Armando Guerrero y Mónica Vargas, pero esta vez ese encuentro iba a estar teñido de un espeso color rojo escarlata.

Una aventura de MONICA VARGAS y GABRIEL MARTIN

EL TESTIGO
"El Robo del Cadáver"


Primera Entrega


-Mónica, ¿Tienes que dejar de hacer estas cosas?

La mujer mueve la cabeza hacia el hombre que ha pronunciado estas palabras y lo fulmina con la mirada sin añadir comentario alguno. Armando Guerrero se da la vuelta y dirige el haz de luz de la linterna que sujeta en la mano derecha hacia el lugar donde dos hombres fornidos están cavando.

Llueve intensamente sobre las cabezas de las cuatro personas que se encuentran esta noche en el cementerio.

Por un lado Mónica Vargas, enfundada en unos pantalones vaqueros muy ceñidos y envuelta en una cazadora de cuero negra. Esta completamente empapada y su fino pelo de color caoba se pega a su cabeza. Permanece en silencio, fumando un cigarrillo destrozado por el azote del agua que cae convulsivamente de un cielo negro, abrigado por un manto de amenazantes nubes que no presagian nada bueno.

Junto a ella se encuentra Armando Guerrero, un hombre alto y delgado, moreno, con el pelo encrespado. Luce unos pantalones grises, ahora oscuros a causa de la lluvia y un jersey de lana de cuello alto, tan mojado que ya comienza a resultar incómodo. Con toda probabilidad es el más nervioso de los cuatro y eso que no es la primera vez que hacen algo parecido. Mira a su compañera de reojo y cuando ella levanta la cabeza en su dirección, Armando sube el brazo para dirigir el haz de luz hacia el frente, arañando la oscuridad y recorriendo, suavemente, las tumbas blancas que se levantan en el desapacible camposanto. Después, camina hacia el punto donde los otros dos hombres trabajan.

Son dos tipos enormes, como los porteros de una discoteca. Cavan un agujero. Llevan ya casi tres horas allí. El abundante sudor que ha cubierto sus redondos rostros es barrido por la inmensa lluvia que cae, tal cual diluvio, sobre ellos.

Las palas penetran con furia en la tierra, la muerden y se la tragan para a continuación escupirla con movimientos violentos a un lado, amontonando los desechos tal cual montaña de arena.

Hasta que una pala toca algo duro.

¡Clock!

Los dos hombres dejan de cavar; Armando Guerrero gira su cuerpo y dirige la luz de la linterna hacia su compañera, pero Mónica Vargas ya ha escuchado el sonido y se acerca rápidamente. Se coloca junto a Armando y ambos permanecen en silencio, mientras los dos hombres quitan con las manos la última tierra que tapa el ataúd que han encontrado.

-Mónica, esto no está nada bien.-murmura Armando con un tembloroso hilo de voz.-Tiene que haber otra forma.

-Y la hay, pero no estoy dispuesto a cambiar de sistema..-responde la mujer.

-Lo sé.-dice Armando y le pasa el brazo por el hombro, para animarla.

Los dos hombres descubren la tapa del ataúd. Levantan la cabeza para observar a las dos personas que están arriba. La mirada que muestra Armando es de resignación mientras que la de Mónica resulta vacua y desabrida.

Los dos hombres suben a la superficie tras un seco gesto de Armando y abandonan la tumba. Mónica alza la cabeza hacia el cielo y permite que la lluvia sacuda su rostro. Cierra los ojos y abre la boca. Tras unos segundos de intenso silencio, Mónica baja la cabeza y clava su penetrante mirada sobre la tapa del ataúd, como si fuera capaz de taladrar la madera con ella. Introduce la mano en el interior de la chaqueta y extrae una pequeña bolsita de color marrón. Mira unos momentos a su compañero Armando y después salta hacia el interior de la sepultura.

Mónica Vargas cae sobre el ataúd. Cuando sus botas chocan con la madera suena un estrépito en el cementerio de tal envergadura que hace retroceder a los dos hombres que haan desenterrado el ataúd. Por su parte, Armando Guerrero da un paso al frente y busca con la mano la culata de su arma. La sujeta con fuerza pero no se decide a sacarla.

Mónica golpea con una fuerza extraordinaria la tapa del ataúd y ésta se resquebraja como si un martillo hubiera caído con una potencia inusual, descubriendo el cuerpo que yace en su interior.

Es un hombre de unos cuarenta y cinco años con una amplia barba ocultando gran parte de su rostro Tiene las manos entrelazadas sobre el pecho y viste un traje de color negro. Mónica sube la cabeza y cruza su mirada con la de Armando. El hombre advierte el semblante serio y los ojos tristes de su compañera e inclina la cabeza, después se encoge de hombros.

Mónica mira unos momentos al muerto y acaricia el rostro con una de sus manos. Después, mientras la lluvia cae con intensidad sobre su cuerpo, abre la bolsa que ha sacado de su cazadora y esparce el contenido sobre el rostro del cadáver. Tras unos segundos de vehemente silencio, la voz de Armando quiebra el mutismo que se ha adueñado del cementerio.

-¿Ya está?

Mónica se encoge de hombros y sube para colocarse al lado de Armando. Juntos, bajo la incesante lluvia, miran hacia el interior de la tumba.

En cierto momento, quizá coincidiendo con un repentino relámpago que rápidamente es arropado por un trueno ensordecedor, el cadáver abre los ojos. Armando Guerrero se sobresalta y está a punto de caer. Mónica Vargas ni tan siquiera pestañea.

-Joder, Mónica. No me acostumbro a esto.-exclama Armando con la voz afligida por la impresión.
Mónica Vargas observa a su compañero y sus miradas se mantienen desafiantes durante eternos segundos.
-Este es mi día a día, Armando. Decidiste compartirlo conmigo y puedes dejarlo cuando quieras. Sabes que yo… no voy a hacerlo.

Armando da unos pasos hacia Mónica con intención de agarrarla por los hombros pero ella ladea su cuerpo para esquivarlo. Armando baja los brazos y arruga la nariz.

-Mónica, no voy a dejarte sola. Simplemente quiero que sepas que esto no me gusta, que tiene que haber otra forma.

-No insistas más, Armando, claro que la hay, pero no te gustaría.

Mónica Vargas se aleja unos metros y su compañero tiene intención de seguirla pero ella mueve las manos para indicarle que la deje en paz, que necesita estar sola. Armando Guerrero observa cómo se pierde entre las tumbas pálidas del oscuro cementerio y después gira su cuerpo. Mira a los dos hombres que permanecen en silencio con la cabeza agachada y les ordena que se lleven el cuerpo de la tumba.

Los dos hombres se miran intranquilos y después echan un vistazo al cuerpo que yace en el interior del ataúd. Tiene los ojos abiertos y se mueven de un lado a otro, sorprendidos y asustados. Los dos hombres vuelven a cruzar sus miradas, después bajan a la tumba y agarran el cuerpo del muerto. Con menos dificultad de la esperada, consiguen subirlo.
El cadáver está frío y rígido, como lo estaría cualquier otro muerto del cementerio, pero éste tiene la peculiaridad de que sus ojos permanecen abiertos.

Y se mueven.

Eluden mirarlo directamente. Los dos hombres cogen el cuerpo y comienzan a caminar para sacarlo del cementerio y llevarlo a un furgón negro que los espera junto a la entrada.
Mientras aquellos hombres realizan el trabajo para el que han sido contratados, Armando Guerrero se las ingenia para encender un cigarrillo y saborearlo mientras busca con la mirada la figura de su compañera, a quien ve apoyada en un alto ciprés. Está inclinada en el suelo y mueve la cabeza convulsivamente. Armando lanza el cigarrillo al suelo y se aproxima.

-¡No te acerques!.-vocifera Mónica al detectar su presencia.

Armando se detiene en el acto. Cuando Mónica Vargas vuelve la cabeza para mirarlo, Armando se estremece al descubrir la expresión impresa en el rostro de su compañera. Se da la vuelta y regresa hacia la tumba abierta. Minutos después se une a él Mónica, que le coloca su mano sobre el hombro.
-Lo siento.

Armando no la contesta, se limita a cogerla entre sus brazo. Así permanecen durante eternos segundos, bajo la lluvia, hasta que escuchan una voz desconocida y enérgica que procede de la entrada del cementerio.

-¡Alto policía! ¡Dejen eso en el suelo inmediatamente y pongan sus manos sobre la cabeza!

Mónica Vargas y Armando Guerrero se miran sorprendidos y corren hacia el origen de la voz.
A medida que se van aproximando, descubren a sus dos ayudantes que han dejado el cadáver en el suelo y ahora mantienen los brazos levantados. Se agarran la cabeza con las manos y miran hacia un hombre uniformado, un joven policía que acaba de llegar en su coche patrulla.

El policía los apunta con su arma reglamentaria y mira con estupor el cuerpo tendido en el suelo mientras no quita ojo a los dos hombres que trataban de meterlo en la furgoneta negra que hay junto a la entrada.

Cuando el agente ve acercarse a Mónica y Armando, se sobresalta ante lo inesperado y desvía el cañón del arma hacia ellos, sin descuidar a los otros dos hombres, a los que observa con coraje y determinación.

-¡Alto, policía! ¡No muevan un puto hueso o dispararé!

El joven oficial está nervioso, eso es evidente y no ha debido pasar desapercibido para nadie. Retrocede varios pasos para llegar a su coche con la idea de coger la radio y pedir refuerzos cuando advierte que Armando Guerrero introduce la mano en el interior de su jersey.

-¡Alto! Las manos quietas. ¡Súbalas inmediatamente!

-Claro.-dice Armando Guerrero con pasmosa tranquilidad.-No se ponga nervioso ni cometa ninguna estupidez, quiero que vea algo.

-¡No se mueva!.-vocifera el oficial mientras el arma tiembla entre sus manos.

Armando Guerrero logra sacar algo del interior de su jersey. Ahora sujeta un pequeño objeto negro.
-¿Qué es eso?.-pregunta el policía.

-Míralo tú mismo.-masculla Armando y le lanza el objeto, que cae junto a los pies del oficial. Es una cartera.

-Soy Armando Guerrero, agente del CNI y ella es mi compañera, la agente Vargas.

Mónica le arroja otra cartera al policía, que la sigue con los ojos, tan extrañado como amedrentado. Sin dejar de apuntarlos con el arma, el joven oficial se agacha y recupera ambas carteras. Al comprobar que en su interior llevan las identificaciones de los agentes, el policía baja el arma y resopla.

-Lo siento, yo…

-No se preocupe, oficial, usted ha hecho su trabajo.-dice Armando forzando una sonrisa mientras se aproxima y recupera ambas carteras. Le entrega la suya a Mónica Vargas y después pasa su cuerpo por los hombros del policía.

-Dime, oficial, ¿Cómo te llamas?

-Mi nombre es Gabriel Martín, señor.

Cuando se quiere dar cuenta, el policía ya está montado en su coche y Armando cierra la puerta de un portazo.

-Muy bien, Gabriel, ahora te vas a marchar y vas a olvidarse de todo lo que has visto, ¿Entiendes?

-Pero…

-No has visto nada, ¿verdad?.-Los ojos de Armando son duros y su mirada afilada como la hoja de un cuchillo.- No metas las narices en un asunto de seguridad nacional. Es un consejo, Gabriel, sólo un consejo…

El oficial Gabriel Martín coloca las manos sobre el volante y comprueba por el rabillo del ojo que los dos hombres a los que había visto primero, meten el cadáver en la furgoneta y desaparecen en su interior. Mira a su alrededor para intentar localizar a la agente Vargas pero no la ve por ninguna parte, como si la noche se la hubiera tragado. El rostro lastimado por la edad y la experiencia de Armando Guerrero le dedica una flemática sonrisa.

Gabriel asiente con la cabeza al comprender que se encuentra en el sitio equivocado en el momento más inoportuno y enciende el motor para alejarse de allí. Cuando lo hace, no puede evitar mirar por el retrovisor y percibe la intensa y puntiaguda mirada de Armando Guerrero perforando su nuca.

La vida del oficial Gabriel Martín Delgado comienza a cambiar precisamente esta misma noche.
Su instinto le animará a desentrañar los entresijos de tan turbio asunto. Lástima que ese mismo instinto no le advierta de los riesgos y peligros que están a punto de poner su vida bajo el hacha del verdugo.

¿Qué les ocurre a las MOSCAS?

I


Eso es precisamente lo que yo me pregunto: “¿Qué coño les ocurre a las moscas?”. De un tiempo a esta parte se han vuelto molestas e impertinentes y me están haciendo la vida imposible. Francamente, no puedo más y estoy empezando a estar desesperado.
Todo comenzó hace aproximadamente quince días. Era un día normal y corriente como otro cualquiera, pero con la disparidad de que ese día aparecieron las moscas.


En realidad, las moscas y otros dípteros siempre han estado entre nosotros. Son insectos desagradables y aberrantes que se cuelan por nuestras ventanas y se posan en las mesas, techos, sillas y cortinas, en nuestras piernas o brazos y que apartamos con un brusco movimiento. Jamás se les ha prestado demasiada atención pero dudo que yo sea la única persona que se ha percatado del extraño comportamiento que desde hace unos días se advierte en las moscas, al menos las que están en mi casa.


Entré en el salón con la tranquilidad que confiere encontrarse en un lugar seguro y todo parecía estar perfectamente normal, como cualquier otro día. En la calle el sol calentaba lo suficiente como para que no me extrañara la presencia de tres o cuatro puntos negros que revoloteaban por la cocina y el salón. Me senté en el sofá y leí un grueso libro durante varios horas, ni siquiera me percaté de que el número de moscas iba aumentando a medida que los minutos transcurrían. Podían ser seis o siete, quizá nueve o diez, pero luego pasaron a doce o trece. Eran muchas, cierto, pero parecían tan normales y repugnantes como cualquier otra mosca. Pequeños fragmentos negros cabezones que volaban batiendo sus afiladas alas y se posaban en las paredes, por las que bajaban hasta el suelo. A veces se quedaban en el techo inmóviles, como si estuvieran cogiendo aire para continuar sus locos trayectos sin dirección definida; otras se montaban unas encima de las otras y follaban como locas, agitando sus cuerpos y procreando. Nunca tuve la sensación de que ellas me estuvieran observando, es más, creo que ni siquiera se percataban de mi presencia. Se acercaban y tenían el desdén de posarse en las hojas de mi libro, con tal facilidad y despreocupación como lo hacían en la mesa de la cocina, el mostrador o el propio suelo; caminaban por mis piernas o por mis brazos y cuando notaba las cosquillas que me hacían sus patitas, realizaba un movimiento brusco y las moscas saltaban sorprendidas (pero no asustadas) para flirtear a mi alrededor y buscar otro punto de apoyo. Supe que algo extraño ocurría cuando, al día siguiente, al prepararme el desayuno volví a ver a esa media docena de moscas (quizá más) bajando por los cristales de las ventanas de la cocina, volando alrededor de la lámpara de salón, caminando sobre el pomo de la puerta o corriendo libremente por el suelo.


Estaba dejando la taza bajo el grifo cuando noté una pequeña embestida en mi frente. Algo pequeño, negro y no demasiado duro, me había golpeado o más bien había chocado contra mi frente con tremenda fuerza y sin embargo no sentí ningún daño. Inmediatamente algo cayó de mi frente y quedó tendido en el suelo. Eché un vistazo y tuve tiempo de ver como una mosca se levantaba y revoloteaba junto a mis rodillas para perderse bajo la mesa. Me quedé sorprendido. La puñetera mosca había sufrido una colisión contra mi cabeza. Su diminuto cuerpo impactó violentamente conmigo y si ella hubiera sido un avión de pasajeros y mi frente una montaña... todos los viajeros estarían muertos... o quizá no, porque recordemos que la mosca se levantó tan campante, ni siquiera parecía haberse quedado aturdida. La verdad es que no fue la única vez que ocurrió algo parecido.



II



Aquél mismo día, estaba mirando un programa en la televisión (no recuerdo de qué trataba pero estoy convencido de que era una basura infumable) y a veces la vista y la atención se me iban hacia las paredes, el armario, las ventanas e incluso la pantalla de la televisión, donde acampaban a sus anchas no sé si más de veinte moscas pero estoy seguro de que no menos. Cuando estaba distraído, como si ellas me estuvieran observando (y entiendo que eso es completamente imposible) una de ellas bajó del techo con una fuerza implacable, como un proyectil lanzado a conciencia, y sacudió mi cabeza, metiéndose entre mi pelo. Me llevé rápidamente las manos a la cabeza y me la sacudí, cuando de improvisto noté un cosquilleo en mi oreja y escuché el batir de las alas de una mosca lo suficientemente cerca como para sospechar que ésta pretendía entrar por mi oído. Me levanté asqueado sacudiendo mi cuerpo. Miré las moscas revoloteando a mi alrededor (eran las más atrevidas, porque otras, quizá más pacientes o recelosas, permanecían inmóviles en el techo junto a la escayola o posadas en el sofá, agarradas a las cortinas, resbalando por el espejo de la pared o pegadas a los adornos de la lámpara) y apagué la luz, confiando que éstas quedarían quietas y asustadas. Busqué a tientas el mando a distancia y dí por finalizado el programa de televisión.


Todo estaba a oscuras y solamente escuchaba tres cosas:

  • La primera de ellas era la que menos me importaba. Se trataba del llanto de un bebe procedente del piso de arriba, el hijo de una de mis vecinas.

  • La segunda puede decirse que me preocupaba. Los latidos de mi corazón retumbaban en el salón de manera agitada y flirteaba con mi respiración, lo que me convenció (por si cabía alguna duda) de que era presa de los nervios.

  • El tercer sonido... el tercer sonido me asustó (lo confieso abiertamente y no me avergüenzo de ello) porque en la oscuridad en la que estaba sumido, escuché el batir de varios pares de alas y sentí numerosas moscas volando a mi alrededor.
Salí corriendo del salón y cuando cerré la puerta encendí la luz del pasillo, me apoyé en la pared y respiré profundamente, como si fuera el superviviente de una batalla mantenida con demonios y criaturas infernales. Fui al váter y me senté en la taza. Cagué, como haces tú ,y cualquier persona normal a diario. Entonces me reí, estallé en sonoras carcajadas porque veía ridículo asustarme de unas miserables e insignificantes moscas. ¿Me estaba comportando como un idiota? Estaba convencido de ello.

Decidí darme una ducha para despejar todas mis preocupaciones. Recuerdo que ese día bajé a la tienda a comprar un matamoscas y subí con una sonrisa bobalicona dibujada en el rostro, sospechando que, como otras veces, iba a salir airoso y triunfante del combate entre los repulsivos dípteros y el siempre inteligente humano. Quizá esa sonrisa se habría roto en mil pedazos si hubiera sospechado lo que iba a pasar poco después.

Tal vez estaba demasiado confiado pero... ¿Cómo no estarlo? Sólo eran moscas y yo tenía en las manos un producto químico que aseguraba su exterminación, y no solo mataba moscas, también acababa con los odiosos mosquitos, las incómodas pulgas y las siempre horripilantes cucarachas.


III


Entré en mi piso asiendo el bote del insecticida como un caballero andante esgrime su pesada espada, haciendo alarde de su valentía y coraje (imaginando a una bella doncella observándole desde lo alto de una almena) y al abrir la puerta del salón me encontré con las moscas volando de aquí allá. Les enseñé el bote y amplié mi sonrisa. Le quité el tapón y lo agité mientras observaba el vuelo rasante de las moscas, que iban y venían y parecían saludarme. Con un movimiento felino, pulsé el botón y el sonido del spray rugió sutilmente mientras el gas a presión salía dejando un tufo la mar de relajante (creo que olía a rosas, pero no puedo estar seguro del todo). Rocié todo el salón, toda la cocina, busqué y localicé más moscas, me acerqué a ellas casi de una en una, y las pulvericé con el “fly, fly”. Algunas se agarraban a las cortinas sujetándose con sus diminutas patitas, pero acababan cayendo al suelo. Otras no pudieron quedarse ancladas en el techo o las paredes y se precipitaron inexorablemente en caída libre, golpeando sus diminutos y horrorosos cuerpos con la madera del suelo del salón o bien con las baldosas marrones de la cocina. Todas ellas fueron abatidas.

Absolutamente todas.

Salí presuroso del salón, un salón que se había convertido en un cruento campo de batalla y, además, en un lugar irrespirable. Prácticamente había gastado todo el bote y estaba más que satisfecho con mi sangrienta tarea, de la cual no estaba para nada arrepentido.

Me pasé toda la tarde sentado frente al ordenador, chateando con amigas y amigos y a medida que el olor a rosas iba desapareciendo yo fui olvidando todo el asunto de las moscas.

Hasta que fui a cenar.

Nada más abrir la puerta del salón y encender la luz vi que estaba completamente equivocado. Esperaba encontrarme los cadáveres de las moscas en la mesa, sobre el sofá, esparcidas por el suelo, dentro del fregadero, sobre la repisa de la televisión...

Nada de eso. ¡Ni por asomo!

Lo que me encontré fue algo totalmente diferente, más bien todo lo contrario: Allí estaban de nuevo las moscas, volando desorientadas, pegadas a las paredes, inmóviles en el techo o caminando libremente por el suelo. Todas ellas estaban atontadas, borrachas, aturdidas pero vivas.

¡Vivas!

Nervioso, asqueado y muy cabreado (a nadie le gusta perder una batalla de este tipo) cogí un periódico que descansaba sobre la mesa del salón y lo doblé formando un rodillo con él. Con el rostro desencajado, los dientes apretados y los ojos marcando ira y cólera, comencé a golpear moscas, una a una. Lo hacía tan sumamente bien, con tal arte y destreza, que ellas apenas pudieron reaccionar ante mis golpes. Estaban completamente drogadas y eso me hacía jugar con una gran ventaja. Había un número excesivo de moscas, sí, pero yo... era mucho más grande.

Aplasté gran cantidad de ellas, muchas de ellas adheridas en el cristal de las ventanas; sus tripas, su sangre, sus alas rotas. La mitad de los cadáveres quedaron adheridos al periódico, pero a medida que lo agitaba para ofrecer más golpes, esos cadáveres se desprendían y saltaban de un lado a otro, como palomitas en una sartén. Me subí en una silla (e incluso en la mesa) y acabé con las que había en el techo. Ya con los pies en el suelo miré los cuerpos pegados al techo blanco y me reí como un loco (más bien como un licántropo se ríe bajo la luna, a la que por por norma general ama con amor enfermizo).

Tiré el arma homicida a la papelera y alcé los puños pletórico al saberme absoluto vencedor de tan salvaje cruzada. Aquella noche cené y después barrí. Eché los cuerpos de las moscas a la papelera y observé de nuevo los cadáveres sujetos en el techo y en algunas paredes. Aquellos cuerpecitos tan pequeñitos que habían explotado bajo la presión del periódico al caer sobre ellos; las deformes cabezas aplastadas, los cuerpos pegados, las patas rotas y las alas quebradas... ¿Hay algo más hermoso y satisfactorio en esta vida?





IV


Aquella noche me fui a la cama. No tenía sueño y me puse a leer, una costumbre que he ido adquiriendo de un tiempo a esta parte. Cuando llevaba alrededor de media hora disfrutando de una lectura escalofriante (me encantan las novelas de terror) advertí con el rabillo del ojo una sombra cruzar de un extremo a otro de la habitación. No me inmuté y seguí leyendo. Volví a percibir aquella sombra y dejé el libro sobre la cama.

¡Una mosca! ¡Una maldita mosca había sobrevivido a mi airado ataque! Y lo peor de todo es que se había colado en mi habitación.

Chasqueé la lengua fruto del disgusto que sentía y deduje que yo era más inteligente que esa puta mosca. Entre risas, apagué la luz y corrí hacia la puerta. La abrí. Salí y encendí la luz del cuarto de baño. Tras varios minutos la apagué y regresé a oscuras a mi habitación. Sin duda la mosca ya habría salido en busca de la luz quedando atrapada en la oscuridad. Cerré la puerta de la habitación y encendí la luz. Me tumbé en la cama. Ni rastro de la aberrante mosquita. Una vez más había vencido.

Me puse a leer. Todo iba bien, hasta que a los pocos minutos volví a ver la sombra planeando por mitad de la habitación, como un águila majestuosa y arrogante. Cerré el libro de golpe y vi la mosca posarse sobre las mantas. Intenté cazarla. Fue en vano. Era rápida, ágil de reflejos, como una mosca normal y corriente.

Volví a realizar la misma operación del juego de la luz varias veces, pero la mosca siempre acababa dentro de la habitación. ¿Acaso se colaba por la rendija de la puerta? Coloqué calcetines y pañuelos para que no pudiera pasar. Quizá acerté, porque uno de mis intentos (no sé si fue en el séptimo o quizá en el octavo) pareció dar resultado. Leí un poco en absoluta paz y después apagué la luz. Dormí muy tranquilo pero no lo habría hecho si hubiera sabido lo que me esperaba al día siguiente.

Desperté hacia las ocho de la mañana, con el cuerpo completamente descansado y la cabeza despejada. Me había olvidado por completo de la mosca cojonera que se había colado en mi habitación pero de la que me había librado muy hábilmente. Me metí en la ducha y puse la cabeza debajo de la alcachofa, por la que salía agua caliente en abundancia. El vapor subía desde mis pies y el calor cubrió todo mi cuerpo, apoyé las manos sobre las frías paredes de baldosas azules y aguardé allí varios minutos. Después salí de la ducha, me sequé y me vestí.

Caminé por el pasillo silbando una melodía que pertenecía a una canción de la que nunca recuerdo el título. Abrí la puerta del salón y encendí la luz. Al principio no las vi, pero estaban allí.
Subí las persianas (incluida la de la cocina) y entonces me dí cuenta de la presencia de un número excesivo de infectas moscas cubriendo paredes y techo. Al detectar mi presencia (habría que ser tonto para no hacerlo después de entrar en el salón, encender la luz, abrir las persianas y maldecir improperios ) un número aproximado de treinta moscas emprendieron el vuelo y sobrevolaron la lámpara del salón, revoloteando sobre mi cabeza. Me quedé pasmado observándolas, lancé los ojos hacia las ventanas y éstas estaban cerradas por lo que no supe (y aún no sé) cómo pudieron entrar aquellas desabridas moscas puñeteras.


Grité de horror al ver que los miserables insectos saltaban de un lado a otro, posándose en cualquier parte, moviendo sus pequeñas patitas, como si estuvieran afilando un cuchillo. En aquél momento tuve la sensación de que me observaban.

Y lo peor de todo es que estaba convencido de que se comunicaban entre ellas y hablaban... de mí.

Tuve miedo de las putas moscas. ¿Te ríes? Puede parecer ridículo pero estaba asustado de un puñado nada desdeñable de moscas gruesas y negras que estaban perturbando la tranquilidad de mi hogar. Entonces empezó el ataque.

Yo al menos lo interpreto así y después de leerlo ya me dirás si lo que sucedió a continuación tiene otra calificación.

Mientras me dirigía a coger una revista con la que atizar a las malditas moscas, vi claramente que una de ellas bajaba del techo en picado, como un misil dirigido hacia un objetivo concreto. La mosca impactó en mi cabeza, se enredó en mi pelo, hizo un ruido peculiar entre mis cabellos y después salió airosa hacia una pared, sobre la que se posó y pareció observarme a través de sus abultados ojitos. Imaginé una siniestra sonrisa en ellos.

Esgrimí la revista como una espada bien afilada (más bien como un garrote vil) y comencé a batir mi brazo. Aplasté muchas de ellas, incluso tres de un solo golpe y pronto reduje el número. De treinta pasaron a diecinueve, luego a trece y finalmente a nueve. Sudaba como un cerdo pero estaba contento con la siembra de cadáveres que dejaba golpe tras golpe, como un troglodita cazando mamuts.

Vi a las moscas retroceder como alimañas cobardes, sabedoras de que el gigante era un enemigo duro de batir. Cuando detectaban mi presencia huían, volaban de un lado a otro. Vi que una de ellas se lanzaba hacia mí pero pude golpearla con la revista como si se tratara de una pelota de béisbol y la pobre se estrelló contra la pantalla del televisor, rebotó y cayó junto a mis pies. La aplasté. Escuché el bello crujir de su pequeño cuerpo explotando bajo mi pies.

No me dio tiempo de esquivar a una de ellas que me golpeó la cara y me vi obligado a cerrar los ojos. Oí el batir de varias alas y cuando me quise dar cuenta (al abrir los ojos) vi varios puntos negros que se aproximaban desde diferentes flancos, como bombarderos que se acercaban para asolar una base enemiga.

Como dagas afiladas golpearon mi piel, una de ellas se enredó en mi pelo, otra me golpeó la nariz, una casi se introduce en mi oído y las otras trataron de sacudirme el pecho. ¿Pero qué cojones estaban haciendo esas putas moscas?

Retrocedieron un poco y volvieron a caer sobre mí, como espinas de un rosal que se clavan en las yemas de los dedos; como dardos envenenados dirigidos a mi corazón; como clavos ardiendo atravesando mi pecho. Tuve que taparme la cara para evitar el desagradable impacto de aquellas malditas moscas porque si bien no era doloroso resultaba, cuando menos, desagradable. ¡Jodidas y asquerosas moscas!

Salí precipitadamente del salón y cerré la puerta dejando a los monstruitos tras ella. Me senté en el suelo, con la espalda pegada a la madera. Resoplé con el ceño fruncido, tratando de encontrar una explicación plausible, una causa que justificara semejante desbarajuste de la lógica y el sentido común. No encontré ninguna pero noté un ligero cosquilleo en la mano que tenía apoyada en el suelo. Miré hacia abajo y pude ver claramente como una diminuta mosca caminaba por entre mis dedos con una parsimonia tal que me resultó escalofriante.. Giré la mano y la mosca voló. No sé hacia dónde pero no me interesaba. Detecté que por debajo de la puerta, entre el hueco de ésta y el suelo, asomaba la cabeza de una mosca y aguardé pacientemente a que su zafio cuerpo saliera por completo, entonces usé el pulgar de mi mano derecha para aplastarla como a una maldita y asquerosa cucaracha.

Me puse unos zapatos, cogí algo de dinero y me marché a la calle. Necesitaba respirar aire fresco y cuando quise darme cuenta me vi dentro de un tugurio levantando por quinta vez una jarra de cerveza y hablando con dos desconocidos de mi problema con las moscas. Aún recuerdo las estúpidas sonrisas en sus caras sonrojadas.




V


-Os lo juro. Las moscas me atacan. No puedo con ellas.-recuerdo que dije.-El zumbido de sus alas me resulta insoportable. No puedo leer un puñetero libro porque me asedian, se lanzan sobre mí. No puedo comer porque se posan en el plato, no puedo ver la televisión porque caminan por la pantalla y vuelan hacia mi para estrellarse contra mi cuerpo o enredarse en mi pelo. Estoy hasta los cojones tíos, hasta los mismísimos cojones...

Cuando acabé la frase me vi hablando solo en la barra del bar y me sentí observado por el camarero que me miraba con la mirada contrariada.

-Tengo un amigo que podría echarle una mano.
-¿Perdón?.-dije soltando la jarra de cerveza sobre el mostrador.
-Con su problema, con las moscas. Mire.-respondió el hombre anotando algo en un papel y ofreciéndomelo.-Puede llamarle en cualquier momento, creo que es la solución a sus problemas.

Me levanté y mi cuerpo se tambaleo peligrosamente, a punto de rodar por el suelo. Agarré el papel. Miré el número de teléfono que el camarero había escrito en él, busqué un par de billetes en mis bolsillos y los dejé sobre la barra. Salí del bar. Ya era de noche y mientras regresaba a casa me imaginé cómo sería un mundo sin moscas.

No abrí la puerta del salón, no quería saber si estaban allí dentro, si su número había aumentado o si, por algún milagro, se habían esfumado por completo. Pero no, esto último no había ocurrido porque podía escuchar el desagradable zumbido de sus asquerosos vuelos.

Me fui directo a la cama y al levantarme al día siguiente hurgué en mi pantalón y cogí el papel que me había entregado el camarero. Llamé a aquél número y la bronca voz de un hombre sonó al otro lado.

Resultó ser un exterminador de plagas y eso era lo que yo necesitaba. Quedamos aquella misma mañana en mi casa. A las once ya estaba llamando a la puerta.

No he dicho nada, pero mientras esperaba no se me ocurrió abrir la puerta del salón y eso que sentía una correosa curiosidad porque el sonido del batir de las alas aumentaba cada minuto.
Cuando abrí la puerta un hombre regordete me sonrió. Llevaba un mono gris y una gorra a juego. Colgada de su espalda pude distinguir una amplia mochila. Me saludó y le dejé pasar.

Le conté el problema. No se extrañó ni lo más mínimo.

-Dice usted que las moscas son violentas, ¿verdad?
-Sí, algo que me ha dejado desconcertado.
-Si yo le contara historias sobre pulgas, mosquitos, arañas, cucarachas e incluso serpientes creo que no podría dormir durante meses pero todo problema tiene solución.

Dejó la mochila en el suelo y abrió la puerta del salón. Ambos pudimos ver alrededor de cuarenta moscas deambulando de un lado a otro, algunas de ellas se colaron por la apertura de la puerta que el señor exterminador cerró de inmediato y se fugaron para adentrarse en los dormitorios, algo que no me gustó nada en absoluto y maldije para mis adentros. Me miró unos instantes con extrema seriedad. Yo palidecí y me atreví a formular una pregunta de la que temía la respuesta.

-¿Es grave?
-¿Grave?.-inquirió perplejo el exterminador. Después relajó los músculos de la cara y me dirigió una sonrisa.- Sólo son moscas...

Y tras decir estas palabras abrió la mochila y sacó varios botes de insecticida, unas gruesas gafas que se colocó sobre los ojos y una mascarilla.

-Debe dejarme trabajar solo. Cuando entre ahí.-dijo señalando la puerta del salón..-Usted tendrá que abandonar la casa. Echaré estos productos por todos los rincones y le garantizo que no quedara ni una sola con vida, pero estas cosas deben hacer efecto y no podrá regresar hasta el martes que viene.
-Cinco días.-murmuré.
-Cinco días.-repitió el exterminador.- No se preocupe, yo cerraré la puerta y a su regreso descubrirá que todo ha regresado a la normalidad.

Asentí con la cabeza y lo vi entrar en el salón, sin miedo al numeroso ejército de horribles moscas que se abría ante él.

Fui a mi habitación, recogí algunos objetos personales, algo de dinero y salí fuera. Admito que no sentía ninguna envidia por aquél hombre que se enfrentaba al peligro como si fuera un trabajo más. No sé cuánto iba a cobrarme por aquello pero si me libraba de las moscas yo estaba dispuesto a pagar lo que fuera necesario.



VI


Pasé aquellos días en un motel de mala muerte, de esos tugurios de carretera en los que se escucha como los camioneros follan con las putas y otros acortan sus días con litros de alcohol. Todo estaba muy sucio. Encontré restos de sangre en las sábanas y detecté manchas de semen en la almohada. La habitación olía francamente mal y advertí la presencia de telarañas en la triste bombilla que colgaba del techo, incluso vi algunas cucarachas saliendo del lavabo del cuarto de baño. Pero no había moscas. Ni una sola.

Esto era un paraíso. Sin duda.

El martes a primera hora pagué la cuenta del motel y cuando me marchaba eché un vistazo a la morenaza que iba colgada del robusto brazo de un hombre que se encaminaba hacia un gran camión. Mis ojos se quedaron pegados en el culo tangoso de la mujer y la lengua humedeció mis labios. Ella subió al camión y desgraciadamente dejé de ver su apretado culito pero mi imaginación, cuando me apetece, puede ser desbordante. Ladeé la cabeza y aplasté con mi mano la erección que me había salido. Monté en mi coche y me solté el botón del pantalón para no asfixiarme. Noté el grueso de mi pene y lo agarré con la mano. Podía hacerme una paja allí mismo, dentro del coche, no habría sido la primera vez pero el asunto de las moscas me tenía preocupado y el hinchazón se me bajó tan rápido como había emergido. Cuando la cabeza alargada quedó flácida y relajada me aproveché el botón, introduje la llave en la cerradura y giré. Pisé el acelerador y me dirigí a mi casa, completamente esperanzado.

Aparqué casi donde lo suelo hacer siempre y subí las escaleras. Llegué hasta la puerta y pegué el oído a la misma. Ningún zumbido, ningún batir de alas, solo un extraño olor, repugnante sin duda y que deduje se debía a los productos químicos que el exterminador había utilizado en su singular tarea por librar mi hogar de la infecta presencia de las jodidas moscas.

Abrí la puerta; el olor era más fuerte en el interior pero podía soportarlo, a mí solamente me preocupaban las moscas.

Fui directo al cuarto de baño y me dí una buena ducha de agua caliente. Inesperadamente mi cuerpo había comenzado a experimentar una molesta sensación y creí que se debía a mi experiencia en ese motel de mala muerte donde quizá podría haber cogido una infección.
Me puse ropa cómoda y me armé de valor. Me dirigí al salón. Abrí la puerta, Todo estaba completamente oscuro, en silencio. Encendí la luz y eché un vistazo. Algo que había en el suelo me llamó poderosamente la atención...



FINAL

Cinco días después de regresar a mi casa me encuentro sentado en el sofá del salón, leyendo un libro con absoluta tranquilidad. Sigue habiendo moscas en mi casa. El exterminador no ha podido acabar con ellas pero todo ha cambiado, ya no me molestan porque hemos aprendido a convivir. El caso es que, de un modo u otro, puedo permitirme el lujo de cenar sin que ellas molesten a mi alrededor o bien puedo disfrutar de una película tumbado en el sofá, sin que las moscas vuelen por el salón o se arrastren cortinas abajo. Me han dejado completamente en paz.

Como he dicho, en estos momentos estoy leyendo un libro y lo hago inmerso en una paz absoluta, en una calma total porque las moscas, desde que he regresado, no han vuelto a incordiarme y, por supuesto, no me han atacado y no lo han hecho porque están muy ocupadas. Lástima el olor terrible que ahora hay en mi casa pero si eso significa haberme librado de la incomodidad de las moscas (a las que ahora considero mis amigas y a las que miro con ternura) bienvenido sea.

Cierro el libro y echo un vistazo al cuerpo putrefacto del exterminador que yace en el suelo del salón, descomponiéndose. Me lo encontré así nada más llegar el martes, con un buen número de moscas recorriendo su cuerpo, entrando y saliendo a voluntad por su boca abierta. Desde entonces ellas tienen un nuevo juguete y no se despegan del cuerpo de ese pobre hombre, del que se están alimentado. Cada días las moscas están más alegres y más gordas.

Caminan por su abultada tripa, succionan a la altura de sus ojos, saborean sus gruesos dedos, procrean en sus manos o en sus piernas, corretean por entre su pelo...

Hace tiempo que no las veo volar (quizá están engordando demasiado) y puedo dejar abierta la puerta del salón con total libertad, porque ellas ya no acceden a la zona de los dormitorios. No se apartan ni lo más mínimo del cuerpo del exterminador.

Todo parece haberse arreglado. Todo va de maravilla.

Sí, todo va bien... si no fuera por el hediondo olor que desprende el repulsivo cadáver del exterminador.

UN HUESO DURO DE ROER

Siempre he sido un chico duro, digamos que la expresión acertada sería “un hueso duro de roer”. No solo mi aspecto resultó siempre provocador sino también mi personalidad.

Me gustaba vestir con ropas negras, a ser posible pantalones de cuero y alguna camiseta de manga corta ceñida, que dejara ver mis delgados brazos, adornados con algunas pulseras, brazaletes y algún que otro ostentoso reloj. Aunque hacía tiempo que no me los ponía, estaba acostumbrado a llevar pendientes y siempre, absolutamente siempre, usaba gafas de sol, daba igual el tiempo que hiciera y la hora que fuera, me había acostumbrado a refugiarme tras los cristales oscuros que me legaban cierta intimidad y me resultaba difícil caminar por las calles de la ciudad sin ellas.

Mi aspecto era, como he dicho, la de un chico duro y mi rostro, marcado siempre por una expresión austera cuya mayor relevancia era la ausencia total de sonrisa alguna, resultaba imperturbable. Antes llevaba el pelo largo, lo que me otorgaba un aspecto más heavy pero hace algunos meses decidí cortármelo. A pesar de ello, mi imagen seguía siendo la de ese chico duro y solitario, extraño y reservado, que tras la intensa mirada de unos ojos marrones, completamente normales, parecía tener la cabeza siempre trabajando, pero supongo que nadie se ha interesado por saber cuáles fueron mis tormentos y temores. Sin embargo, sí puedo decir, sin rubor alguno, que era un chico duro, un hueso duro de roer.
Hasta anoche, que sucedió algo que jamás tuvo que ocurrir...

Camino por las solitarias callejuelas de mi ciudad. Deambulo de un lado a otro. Había estado hasta las dos de la madrugada disfrutando de la compañía de dos féminas portentosas. Las había conocido en un local y ahora me acompañan de regreso a mi hogar, donde pienso montármelo con las dos. Es más que evidente que ellas están dispuestas; si bien nunca he tenido éxito alguno con las mujeres (no es que sea un chico feo como el diablo pero supongo que mi personalidad no las atrae, sino todo lo contrario), anoche pensé que me había tocado la lotería, sin embargo, estaba completamente equivocado. Muy equivocado.

Una de ellas era una despampanante rubia, cuyo cuerpo cuando la vi no pudo hacer otra cosa que quitarme el hipo. Practicamente tenía todo lo que me gustaba. Una melena lisa que le caía más allá de los hombros, unos ojos grandes y azules, una boquita pequeña de labios muy finos pintados de rojo. Llevaba un vestido corto de color negro, cuya falda apenas le cubría la mitad de los muslos, envueltos en unas medias negras cuyo tacto estoy convencido que me harían palidecer. Tenía los pechos grandes y mi exulta imaginación se disparaba.

La otra chica era morena, de pelo rizado. Lo llevaba suelto. Tenía un rostro muy bonito aunque tenía cara de loba, de esas mujeres que dan miedo cuando se acercan. Le quedaban francamente bien los pantalones vaqueros ceñidos, que le marcaban un apretado culito y unas piernas largas y esbeltas. Podía verle la cintura ya que llevaba el ombligo al descubierto y advertí un piercing curioso colgando de él y un tatuaje que se introducía en el pantalón. Ya tendría tiempo de echar un vistazo con más calma. Me gustaban sus botas de tacón de aguja, pero también sus manos de uñas largas y pintadas de azul.

Caminamos entre risas, yo colgado del cuello de las rubia mientras la morenaza pasaba su brazo por mi cintura e introducia la mano en el bolsillo trasero de mi pantalón.

Ninguno está borracho y eso es buena señal. Los tres queremos lo mismo y es evidente que yo no puedo perder esta oportunidad o me arrepentiré el resto de mi vida.
Entre risas, algunos besos y caricias tontas (ellas sabían perfectamente cómo ponerme al tono adecuado y llevaba así practicamente desde que las vi en el local) las voy conduciendo poco a poco hasta las proximidades de mi apartamento, situado en un amplio bloque de pisos, cerca del parque. Vivo en la planta decimocuarta y hacía allí vamos.

Cogemos el ascensor y pulso el botón correspondiente cuando la chica rubia tira de mi brazo y busca mi boca. Me muerde los labios y juega con mi lengua mientras la morena mordisquea mi cuello y se arrodilla en el suelo. Levanta sus manos y aprieta el bulto que se destaca bajo el pantalón. Estoy a punto de pulsar el botón rojo de “Stop” pero simplemente no llego. Cierro los ojos cuando noto una de las manos de la chica morena buscar dentro del pantalón. No tarda en encontrar lo que busca. La oigo reir mientras siento sus afiladas uñas acariciando mi pene. Logra que me excite como un animal y aprieto el culo de la rubia, beso su cuello y busco sus tetas.

Llegamos a la planta de mi apartamento y las puertas se abren de inmediato. Maldigo entre dientes e intento apartarme pero ellas no me sueltan, la rubia sigue besándome, buscando mi boca, lamiendo mi cuello. Me desgarra la camiseta y comienza a chuparme el pecho mientras su amiga, aún agachada, ha logrado desaprocharme primero el cinturón y luego el botón del pantalón, que se me cae junto a las rodillas. Oigo sus risas y tiran de mí sin percatarme que me están alejando de la puerta de mi apartamento. No sé a dónde me llevan pero ¿Qué puedo hacer sino dejarme hacer?.

Regresamos al ascensor. ¡Bien! Las puertas se cierran de nuevo y creo que es buen lugar para disfrutar de estas bellas mujeres. Después, si mi cuerpo aguanta (cosa que dudo) siempre podemos ir al apartamento.

La chica rubia pulsa un botón pero no sé cuál de ellos es, simplemente advierto que estamos subiendo. La morena, arrodillada, me baja los calzoncillos y agarra mi miembro erecto entre sus manos. Acerca su cabeza y se lo lleva a la boca. Cierro los ojos para disfrutar del infinito placer al mismo tiempo que la rubia muerde mi cuello y me lo chupa con énfaxis. La aparto unos momentos, no quiero excitarme demasiado porque, de hacerlo, puedo sufrir la transformación que debo evitar a toda costa. Pensando en ello, con la seguridad de que, a pesar del morbo que da el escenario en el que nos encontramos, no es el mejor lugar, me aparto unos instantes de la chica morena, que la dejo con la boca abierta y una sonrisa lasciva entre sus labios. Me subo la ropa y comprendo que he estado a punto de sufrir el cambio. Un par de minutos más y me habrían salido los colmillos, mis ojos se inyetarían en sangre y brillarían de manera incandescente. Mis manos, convertidas en garras, habrían despedazado a estas dos maravillosas mujeres, les habria chupado la sangre y, porque me conozco, habria guardado sus corazones en el congelador para deleitarme con ellos más adelante. Es lo que tiene ser un vampiro, ventajas e inconvenientes, sin duda. Que me lo voy a montar con estas dos diosas es evidente, pero no aquí, no en el ascensor porque si no aguanto la transformación... sería como delatar mi existencia a unos vecinos que apenas me conocen. Iremos a mi apartamento, donde la tranquilidad de mi hogar podría hacerme consumar bajo el cuerpo de estas amazonas y si no aguanto el ansia... pues entonces... ya me ocuparé de ellas...

El ascensor se detiene y las dos chicas me miran. Son hermosos los ojos de la rubia, en cambio, los de la morena me parecen extraños pero también tienen su atractivo. ¡Vaya! Al abrirse las puertas del ascensor descubro estupefacto que estamos en la azotea. El cielo estrellado se dibuja sobre nuestras cabezas, vagamente desvirtuado por las luces de la ciudad. Las dos chicas salen entre risas y yo las miro algo sorprendido. Observo convencido de que tampoco éste es mal lugar. Con el aire y los ruidos del tráfico es posible que no llegue a transformarme y pueda comportarme como un hombre normal. Si, por ejemplo, la transformación fuera inevitable... dudo que alguien pudiera escuchar los gritos de estas dos chicas. Y van a gritar, por supuesto, pero espero que sólo sea de placer.

La rubia sonríe y se enciende un cigarrillo. Me pide que me quite la ropa y lo hago inmediatamente, quedando desnudo frente a ambas mujeres, que bajan sus miradas para centrar su atención en mi órgano, que ya va para arriba.

La morena se acerca dando lentos pasos y percibo en su rostro una severidad extrema. La frialdad que hay en sus ojos me sobrecoge. Desvio la mirada y percibo que la rubia ha sacado de su bolso una pequeña ballesta. En lugar de una flecha tiene cargada una reducida estaca de madera. Apunta y dispara, con una frialdad que me asusta.

Noto el agudo y profundo dolor que se produce en mi pecho cuando el pequeño trozo de madera atraviesa mi corazón y pierdo toda movilidad. Caigo al suelo entre estertores.

No puedo moverme. Tengo los ojos abiertos y ni siquiera soy capaz de cerrarlos. Miro el cielo oscuro y tenebroso, veo las figuras de aquellas dos mujeres cuyos rostros sonrientes se han vuelto rigidos y secos y sé exactamente lo que van a hacer conmigo.

Y aquí estoy ahora, como un perfecto imbécil. ¿Un hueso duro de roer? Más bien un idiota, un iluso, un pobre desgraciado al que han jodido bien jodido.

Atado al suelo con fuertes cadenas.

Por mucho que intente soltarme no podré hacerlo porque la pequeña estaca sigue clavada en mi pecho y perfora mi corazón como si el aguijón de un escorpión estuviera atravesando mis, en estos momentos, irritados globos oculares.

Sí. Puedes reirte si quieres pero esto no tiene ni puñetera gracia. Esas dos condenadas me la han jugado bien jugado. ¿Cómo he podido ser tan confiado? Tetas y culos han sido mi perdición... ¿Y ahora qué puedo hacer si no esperar mi instante final?

Tirado en el suelo de la azotea, oigo los claxon de los coches que recorren las calles de la ciudad ajenos a mi situación. Estoy boca arriba y mis ojos inmóviles miran hacia el cielo. Las estrellas han desaparecido porque el amanecer está cerca. ¡Dios!

No puedo hacer nada, no puedo alertar a nadie. Estoy a merced de las horas. Cuando el sol comience a asomar por el horizonte, cuando la negrura de la noche se disperse ante los cálidos brotes del nuevo día... los rayos del sol abrasarán mi cuerpo. La piel se me caerá hecha trizas, mi rostro se desfigurará a una velocidad pasmosa y el dolor (dicen) será insoportable. Los vampiros nada podemos hacer en situaciones como ésta y cuando los otros se enteren de mi horrible final, se burlarán de mí y comentarán lo tonto que he sido al dejarme embaucar por dos cazadoras disfrazadas de mujeres fáciles. Pero, ¡Qué coño!, había que ver las tetas de la rubia, el culo de la morena, los cuerpos exuberantes de ambas féminas. ¡Ay, Dios Mio! Ya me estoy poniendo caliente y eso que el sol aún no ha salido, pero lo hará dentro de pocos minutos, que es, por cierto, lo que me queda de vida.

Algo se mueve cerca de mí. Lo percibo con el rabillo del ojo, pero no puedo desviar la cabeza para comprobar de qué se trata. Ese algo es negro como la noche y se mueve lentamente, con curiosidad. No es muy grande. Salta sobre mi pecho y me observa.

Es un horrendo gato negro que me mira a través de sus pupilas dilatadas. Parece encontrar divertida la situación pero a mí no me apetece reírme. Comienza a lamerme la cara con su lengua áspera y asquerosa. ¡Hay que joderse!

El día ya comienza. El sol asoma su nariz en la lejanía. Las sombras se retiran ante la llegada imparable de la claridad. Ya noto que mi cuerpo comienza a sufrir los primeros dolores. Voy a consumirme en cuestión de segundos. Voy a reducirme a cenizas en apenas unos instantes. Pero no voy a gritar. ¡No quiero gritar! Soy un chico fuerte, un hueso duro de roer. Mantendré el tipo.
El sol sale y sus rayos llegan a mi piel.

Mis horribles gritos (duele demasiado como para seguir siendo el chico duro) asustan al gato que salta sobre mi pecho y me da varios zarpazos antes de huir por el tejado. Mi garganta se ha roto y mis cobardes alaridos están a punto de detener el trafico que fluye en las calles. Comienzo a convertirme en cenizas.

Ya... no soy nada.

El Momento del CAMBIO

PARTE 1


Los cuatro hombres estaban atados fuertemente con cadenas en el interior de la cabaña. Fuera, sentado en una vieja mecedora, Arturo aguardaba con la escopeta entre las manos. Había decidido acabar con su vida y esperaba tener el valor suficiente para ejecutar aquél abominable acto. Necesitaba acabar con todo, era la única solución para no volver a derramar sangre inocente.
Se llevó a la boca un cigarro que encendió con una sola mano mientras sus pequeños pero profundos ojos marrones escrutaban el exterior. Ya llegaba la noche. Pronto saldría la luna. Y vendría acompañada de la muerte.
Carraspeó para aclararse la garganta. A sus oídos llegó el lejano aullido de los lobos. Comprobó que la escopeta estaba cargada y le quitó el seguro. En cualquier momento… debía hacerlo en cualquier momento…


Cuando Arturo quiso darse cuenta comprobó que la noche ya se había adueñado del lugar. Las sombras irrumpieron como silenciosos y errantes fantasmas. Miró hacia el horizonte. La luna brillaba ya en todo su esplendor. Era especialmente hermosa. Jamás antes la había visto tan bella. Se sintió observado. Sus ojos se humedecieron y sintió una fuerte sacudida en el pecho. Agachó la cabeza, el proceso ya estaba comenzando.

Trató de contenerse pero Arturo sabía perfectamente que no podía poner freno a la naturaleza. Luchar era una resistencia estúpida. La escopeta cayó de sus manos y quedó tendida frente a sus pies, mientras su cuerpo sufría una terrible sacudida, de dentro hacia fuera. Se agarró a la mecedora con las manos con una fuerza extraordinaria y aguantó el dolor sin producir el menor gemido. Pero dolía. Y mucho.

Arturo volvió a sufrir una sacudida y esta vez su cuerpo se estiró totalmente, cayendo de la silla y rodando por el suelo, como si estuviera ardiendo. Esta vez sí gritó. Y su grito sonó en la noche, confundiéndose con el lejano aullido de los lobos.

Los ojos de Arturo se abrieron descomunalmente, agrandándose como platos vacíos, teñidos ahora de un siniestro color carmesí. Al mismo tiempo, y sin que él pudiera darse cuenta, las venas de su cuerpo se hincharon hasta estar a punto de estallar. Le hervía la sangre. Su espina dorsal se estiró y su garganta rugió como un animal. Arturo perdió el conocimiento mientras su cuerpo sufría nuevos espasmos.

Cuando despertó estaba completamente desnudo. La ropa, convertida en jirones, se encontraba a su lado, junto a la escopeta. Estaba rodeado de sangre. Sus ojos se cerraron y gritó arrepentido mirando con rabia hacia la luna. Clamó al cielo y pidió perdón una vez más. Su cuerpo temblaba.

Se levantó sin apenas fuerzas suficientes y entró como un energúmeno en la casa. El espectáculo que encontró fue terrible.

Los cuerpos de los cuatro hombres encadenados estaban completamente descuartizados. El animal había vuelto a atacar. Los había matado. Arturo lloró.

Salió apesadumbrado y vio que la vieja cabaña de madera estaba rodeada de lobos, que lo miraban desafiantes. Los maldijo a todos, ¡¡a todos!!

Cogió la escopeta y disparó a uno de ellos. Falló, pero el ruido fue suficiente para que todos se alejaran asustados, perdiéndose en el bosque. Arturo miró a la luna.

-Nunca más me harás hacer esto de nuevo. ¡Te maldigo!

Y Arturo se sentó en la vieja mecedora de madera. Sostuvo la escopeta entre sus manos y lloró como un niño que acaba de perder a su madre. Colocó el cañón de la escopeta sobre su barbilla. Cerró los ojos y a su mente acudieron los cuerpos desmembrados de las cuatro personas que había asesinado al convertirse en un animal.

Apretó el gatillo.

Su cabeza reventó como si de una sandía se tratara y varios trozos de masa encefálica y cuero cabelludo volaron por el aire para pegarse a la pared de la cabaña. La escopeta cayó al suelo.

Arturo descansaba. Había decidido acabar con su vida para no seguir matando…

Un lobo blanco, grande y hermoso, salió de la cabaña con la boca manchada de sangre. Olisqueó el cuerpo de Arturo y después aulló a la luna. Le respondieron otros lobos.

Se alejó hacia el bosque, perdiéndose en la noche.

Al día siguiente, aquél lobo blanco se convertiría en una bella mujer…

PARTE 2

Corría por el bosque esperando llegar a tiempo. Miró aterrada hacia el cielo y vio levantándose hacia el firmamento una majestuosa luna llena que se asomaba desafiante tras los amenazantes nubarrones. Escuchó el aullido de los lobos y aceleró el paso.

Faltaban pocos minutos para que el cambio se produjese. Debía llegar a tiempo o todo estaría perdido… otra vez.

Thais tropezó y su fina figura se precipitó hacia el suelo, rodando por él un par de metros. Los arbustos y las ramas caídas de los árboles le habían arañado su bello rostro y una profunda herida en la frente permitió el paso de la sangre que comenzó a caer por su rostro. Se levantó con una celeridad asombrosa y echó la vista atrás. ¡Los lobos estaban demasiado cerca! Sin duda, dentro de poco iban a oler la sangre y enloquecerían. Sintió pavor ante las escenas que comenzaban a surgir en su mente.

Su corazón latía a un ritmo vertiginoso.

Envuelta en un traje de cuero, que realzaba su esbelta figura, Thais a veces pasaba desapercibida confundiéndose con las sombras. Se había soltado el cabello, a menudo recogido en una coleta, y corría con la esperanza de llegar a tiempo.
Divisó la luz de una cabaña a varios metros de distancia. Estaba cerca. Aquello era un refugio. Allí había comida. Podía olerla.

Sus labios dibujaron una fina sonrisa pero pronto su rostro mostró una expresión desagradable al tragar algo de su propia sangre, que seguía resbalando desde su frente. Se detuvo en el acto. Algo no andaba bien.

Miro hacia atrás y agudizó sus sentidos, pero las sombras le impedían descubrir si alguien se encontraba oculto en la oscuridad. No oía a los lobos pero tenía la seguridad de que estaban muy cerca, observando…
Volvió su cabeza hacia la cabaña. Había alguien sentado junto a la puerta. Permaneció expectante tratando de descubrir de quién podía tratarse. Arrugó la nariz y olfateó el aire. Las venas del cuello se le hincharon súbitamente y Thais se arrodilló, como una pantera esperando el momento oportuno para saltar sobre su presa.Su cuerpo comenzó a sufrir la transformación.

Oyó a lo lejos aullar a los lobos, sus compañeros aquella noche y por primera vez en su vida no sintió miedo. Thais notó la sacudida en el pecho. Fuerte, intensa, dolorosa. Se tiró al suelo y comenzó a sufrir espasmos, como si el fuego del infierno estuviese quemando su alma. Se agitó entre la maleza y descubrió que el aire le faltaba. Su garganta seca quiso proferir un grito desgarrador pero quedo muda, mientras la luna la observaba en toda su plenitud. Parecía mostrar una mueca cínica y perversa, ligeramente manchada de un rojo carmesí.

Esta vez Thais sí pudo gritar, al menos ésa era su intención pero de su garganta sólo brotó un bronco sonido, más parecido al que pueda emitir un animal que una persona. Dejó de moverse en ese instante.
Cada órgano de su cuerpo le dolía, las extremidades parecían querer partirse en dos y la sangre de sus venas la quemaban. Suspiró, jadeó y lanzó una mirada pidiendo ayuda hacia la persona que estaba sentada junto a la puerta de la cabaña, pero nadie parecía haber reparado en ella, excepto los lobos, que podía escucharlos más cerca.

Entonces ocurrió lo imposible.

El cuerpo de Thais sufrió una transformación horrible. Sus caderas hicieron explotar el ceñido pantalón de cuero y sus pechos crecieron enormemente, provocando que su traje de cuero quedara reducido a jirones. Un pelaje negro se asomaba sobre la piel. De la garganta de Thais brotó un grito desgarrador que se perdió en la noche, coreado por una jauría de lobos que ahora estaban observando la escena, temerosos de acercarse más.

El rostro de la mujer sufrió un cambio espectacular. Las orejas crecieron a pasos agigantados, acabando en punta y la nariz se convirtió en un hocico de animal. Thais gritó de dolor y posteriormente aulló como un lobo pues en un lobo se había convertido. Un lobo enorme, que poco a poco cambió aquél pelaje negro por uno blanco.

Thais o lo que fuera ahora aquello, levantó la cabeza a la luna y aulló para saludarla. Respondieron los numerosos lobos que se encontraban cerca y los aullidos permanecieron en el ambiente durante varios minutos. La noche se estremeció y la luna mostró una sonrisa de orgullo al ver a sus hijos danzando en la oscuridad.
Thais olfateó en el aire y comenzó a caminar hacia la cabaña. Los lobos la seguían de cerca y ella giró su cabeza para enseñar sus afilados colmillos. Dieron un paso atrás. Ella era más fuerte.
Aquella persona que viera sentada junto a la puerta ya no se encontraba allí, estaba tirada en el suelo, sufriendo espasmos. Tal vez ese hombre robusto estaba sufriendo una transformación…
El lobo blanco, Thais, empujó con el hocico la puerta de la cabaña y entró. Estaba sedienta de sangre, de carne humana y allí olía muy bien.

Vio a los cuatro hombres encadenados que gritaron al verla entrar. Fue lo último que hicieron. Thais se abalanzó sobre ellos y los destrozó, desgarrando sus gargantas, mordiendo la carne, bebiendo la sangre.

Minutos después oyó un grito y su instinto le aconsejó que se escondiera. Lo hizo. Entró un hombre gritando y lloró al ver los restos humanos. Después salió.
Escuchó una detonación y agachó la cabeza. Minutos después se produjo otro disparo. Todo parecía estar tranquilo. Salió al exterior y vio el cuerpo del hombre con la cabeza destrozada. La transformación no había tenido lugar pero él pensó que era causante de las muertes de aquellas personas.

Thais aulló a la luna y se alejó seguida de una amplia manada de lobos. Tenían nuevo líder, un bello y enorme lobo blanco.