¿DONDE ESTAIS?


Sus padres le habían dicho que no tardarían mucho en volver y que se quedara en el salón jugando a la consola el tiempo que estuvieran fuera. No debía abrir absolutamente a nadie, aunque llamaran a la puerta con insistencia. Tenía que  quedarse quieta, sin hacer ruido y se lo hicieron prometer. La pequeña María había comprendido todo perfectamente, apenas tenía ocho años de edad pero para algunas cosas era una niña muy mayor.

Los había visto marcharse desde la ventana de la cocina. Se metieron en el coche y desaparecieron entre las calles. Sentada ahora sobre sus piernas frente a la amplia pantalla del televisor y con el mando de la consola entre las manos, María volvió a escuchar los ruidos extraños que procedían del sótano. Su padre le había dicho que se trataba de ratas, por eso sonaban siempre que la casa enmudecía, sobretodo por las noches, y le había advertido que era mejor que no bajara nunca porque las ratas podrían estar muy hambrientas. Su madre se reía y le decía que no debía asustarla de esa manera. Si había ratas o no era algo que María no podía saber y el caso era que muchas veces se había despertado en mitad de la noche a causa de los ruidos desagradables que sonaban abajo, en el sótano. Los mismos que ahora escuchaba por encima incluso de la música que manaba de la televisión.

Se levantó un poco asustada y se imaginó cientos de animales oscuros y peludos tratando de subir por las escaleras para abrir la puerta y entrar en la casa. Nunca había bajado al sótano. Bueno, sí, una vez que ayudó a su madre a llevar sus viejos juguetes y algo de ropa que ya no se podía poner. María no recordaba haber visto ninguna rata corriendo por el suelo del sótano y sí un montón de cajas de cartón, una vieja lavadora, una estantería con varias botellas de vino, dos bicicletas que no sabía de quiénes eran y su viejo triciclo, que descansaba bajo  sábanas repletas de telarañas y polvo. ¿Ratas? Ella juraría una y otra vez que nunca había visto ninguna.

Pero claro, estaban los ruidos que se producían durante la noche y su padre decía que…

… aunque su madre… 

…en realidad no sabía si su padre trataba de asustarla o su madre de tranquilizarla. De cualquier modo, María apagó la televisión porque estaba dispuesta a investigar por su cuenta, sobretodo en este momento que sus padres se habían ausentado, probablemente para hacer compras aunque ahora que se paraba a pensarlo, no le habían dicho adónde iban y nunca antes la habían dejado sola en la casa, a lo sumo  a cuidado de algún vecino. Esta vez no y ella pensó que  ya era lo bastante mayorcita como para investigar un poquito y tratar de descubrir si en el sótano había ratas o por el contrario se trataba de  un cuento de su padre. Quizá los ruidos eran causados por las viejas tuberías de la casa. Esto era algo que había escuchado alguna vez hablar a sus padres. De todos modos, si cazaba alguna rata y se la enseñaba a su padre se convertiría en una pequeña heroína.

Nerviosa y excitada, se dirigió hacia la cocina y cogió un tenedor, el mismo que utilizaba su madre cuando trataba de sujetar el pollo asado para partirlo. Los tres dientes eran muy largos y afilados y pensó que era una buena arma. Se imaginó una horrible rata pinchada con el tenedor, agitándose de dolor mientras ella levantaba el brazo y corría hacia la puerta cuando sus padres regresaban para  enseñársela, con el rostro  orgulloso y triunfante.

Decidida y convencida de que podía salir airosa de su emocionante aventura, se acercó hasta la puerta del sótano y pegó la oreja. Sonaban ruidos allí abajo pero no creyó que fueran ratas buscando comida. Parecía un eco, como susurros lejanos. Juraría que…
…no hacía falta jurar. Eran voces lo que escuchaba. Como si varias personas estuviesen hablando.

Aquello, lejos de asustarla la envalentonó y no dudó ni un instante en abrir la puerta del sótano y acceder a su interior.
Estaba todo completamente oscuro, salvo la pequeña claridad que trataba de rasgar la oscuridad y que provenía del propio salón. Con su menuda mano tanteó la pared hasta que descubrió el interruptor y entonces pulsó para que la luz se hiciera. Y la luz se hizo. 
Casi gritó de alegría.

Unas escaleras blancas conducían hacia el interior del sótano. Desde donde estaba María pudo apreciar algunas cajas de cartón depositadas en el suelo y apiladas unas sobre otras. Creyó ver algo pequeño moviéndose entre las cajas pero no podía estar segura. Había sido una percepción demasiado corta y hubiera jurado que se trataba de algo grande y negro mas no estaba segura  de qué podría tratarse.
La niña no se asustó. Asió si cabe con más fuerza el largo tenedor y comenzó a bajar las escaleras. Se detuvo en seco cuando escuchó una especie de lejanos murmullos.

Silencio absoluto. María permaneció inmóvil y durante una fracción de segundo sopesó la posibilidad de marcharse por donde había venido o bien continuar bajando y acabar la aventura que había iniciado.

Se decantó  por la segunda opción y más decidida si cabe que antes, María comenzó a bajar hasta el último escalón.
-Ya viene.-dijo la voz de un niño

En aquél momento, María se quedó petrificada y sus piernas parecieron quedarse pegadas al suelo. Le hubiera gustado marcharse, no haber abierto nunca la puerta del sótano. Ya no le parecía una buena idea cazar ratas para sorprender a sus padres y que éstos se sintieran orgullosos de ella.

-Está asustada.-sonó una voz infantil.
-Es su primera vez.-respondió una tercera voz, esta vez de una niña.-No está preparada.

María miró recelosa  a su alrededor, sin poder moverse. Sabía que no estaba sola en el sótano, que las voces que sonaban, varias de ellas, eran las causantes de los ruidos extraños que escuchaba cada noche. No se trataba de los quejidos de las  viejas tuberías como le hubiera gustado a su madre ni tampoco lo provocaba un reducido número de ratas como defendía su padre. Allí había alguien.

Con sus ojos asustados recorrió toda la extensión del sótano y entonces los vio: Ahí, medio ocultos entre los muebles viejos, al lado de las bicicletas, junto a la estantería donde descansaba un número ilimitado de botellas de vino, descubrió pequeñas  cabezas que la observaban con ávido interés desde el fondo de diminutos ojos.

María sintió tanto miedo que su cuerpo tembló como si estuviera dentro de una batidora donde la mecían con fuerza la ira de varios demonios. Se orinó encima y el pis resbaló por sus piernas hasta formar un pequeño charco en el suelo.

-Pobrecilla.-dijo una voz suave que denotaba cierta compasión. Entonces un pequeño niño salió de entre unas cajas y permaneció de pié, observándola.

María abrió los ojos. Quiso gritar pero su garganta ejecutó una orden enérgica de silencio. Quiso huir pero las piernas no obedecieron sus deseos. Las pequeñas cabezas que había visto medio ocultas entre los bártulos del sótano se levantaron.

Varios niños comenzaron a salir desde  diferentes puntos, como si hubieran estado indecisos  hasta entonces. María miró anonadada a su alrededor y llegó a contar algo mas de una docena de pequeños niños  de diferente sexo. Algunos llevaban ropas muy extrañas, tal vez  antiguas.

El grupo de pequeños, cuyas edades eran similares a la de María, la miraban en silencio,  con cierto interés y ternura.

-No tengas miedo, María, no vamos a hacerte nada.
-¿Quiénes sois?.-preguntó María.
-Niños como tú al que sus padres abandonaron.

María miró estupefacta al niño rubio que había hablado y que parecía tener cierta influencia en los demás, pues el resto de pequeños se encontraban un paso más atrás que él.

-Mis padres se han ido de compras, vendrán pronto.
-Eso dicen siempre.-dijo el niño y María observó aterrada que algunos de los desconocidos inclinaba la cabeza, corroborando esas palabras.-Pero tus padres no van a volver.
-¡Sí que lo harán!
-Me temo que no.
-¡Claro que sí!

Sin saber por qué María enmudeció y miró con curiosidad a aquellos niños. ¿Y si tenían razón? ¿Y si sus padres no regresaban?

-¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis en mi  sótano?

El niño rubio dio unos pasos hacia delante y alargó los brazos. María soltó el tenedor que al estrellarse contra el suelo provocó un ruido ensordecedor y retrocedió hasta que sus pies chocaron con el bordillo del primer escalón.

-Somos niños como tú. Niños que hemos vivido en esta casa. Cada uno en su momento.
-Esta casa es mía.
-Pero antes fue mía y de todos nosotros. Nuestros padres vivieron aquí y un día decidieron marcharse. Nadie sabe la razón, no sabemos por qué, pero nunca regresaron a por nosotros y tus padres no volverán a por ti.
-¡Eso es mentira! ¡Mis padres me quieren!
-Nadie ha dicho lo contrario.-dijo el niño y su voz  arrastró una tristeza tan profunda que se reflejó en su rostro.-Pero como a nosotros, te han abandonado.
-¡No!

María  se dio la vuelta y subió las escaleras a toda velocidad. Cuando llegó arriba no se molestó en cerrar la puerta. Solamente le preocupaban sus padres.

-¡Papá  mamá!.-gritó a pleno plumón.-¿Dónde estáis?

Se asomó a la ventana para comprobar si el coche de sus padres ya había regresado pero el aparcamiento estaba vacío.

-¿Dónde estáis? ¿Papá? ¿Mamá?

María comenzó a llorar. Oyó ruido detrás suyo y giró su rostro repleto de lágrimas. Varios niños se encontraban junto a la  puerta del sótano. Algunos estaban llorando, como si la pena y la tristeza que María sentía los hubiera hecho recordar. El niño rubio se encontraba  a su lado. Le agarró la mano y tiró de ella.

-Ven.-dijo.-quiero enseñarte una cosa.

María se dejó llevar hasta la amplia ventana del salón, donde podían verse las casas vecinas.

-Mira hacia el exterior.-le dijo el niño.-¿No ves nada extraordinario?

María forzó la vista y recorrió las calles con la mirada hasta donde los ojos le alcanzaban.

-No.
-Presta un poco de atención.-pidió el niño.

En ese momento María comenzó a tener mucho frío y pareció quedarse sorda porque todos los sonidos ambientales desaparecieron por completo. Solamente escuchaba su respiración y la voz del niño rubio.

-¿No te das cuenta de algo… extraño?

María miró con mayor interés. No se había percatado pero su miedo se había esfumado  y simplemente se encontraba triste y apesadumbrada.
Entonces comprendió lo que el niño le quería enseñar.
En todas y cada una de las casas vecinas, incluso en aquellas que parecían más alejadas, María pudo ver algo en las ventanas. Asomados en ellas, tras los cristales, decenas de niños de su misma edad miraban hacia el exterior con tristeza y esperanza.

-Esos niños…
-Son como nosotros María, niños abandonados. Sus padres se marcharon y no regresaron.
-Son muchos.
-Sí.-admitió el niño rubio.-Somos demasiados.
-Pero ¿Cómo es posible...?
-Algo les sucede a los adultos, algo terrible que los obliga a abandonarnos y desde entonces nos vemos obligados a continuar en las casas donde vivimos porque no podemos salir a buscarlos. En realidad, no podemos marcharnos de aquí.
-Estamos atrapados.
-Esa es la palabra correcta.

María miró hacia las calles desiertas y se detuvo  en los ventanales de las casas donde decenas de niños pequeños, quizá cientos, se agrupaban mirando hacia fuera, con la ilusión apagada en sus ojos y la pena anclada en su rostro.

El ruido de un motor sonó, acercándose, y el corazón de María palpitó al desear que fueran sus padres que regresaban pero en su interior sabía perfectamente que no se trataba de ellos. Nunca más los volvería a ver.

-Debemos ir al sótano.-dijo el niño.-Es otra familia que viene a vivir a esta casa.
-¿Cómo? ¿Qué dices? ¡Es mi casa!
-María, el tiempo ahora para nosotros pasa de una forma muy distinta. Seguramente habrán comprado la casa y vendrán a ocuparla. Solo espero que no tengan un hijo como nosotros porque acabarán abandonándolo.

Antes de marcharse al sótano, María y el niño vieron que un coche azul aparcaba junto a la casa y dos adultos salían de la parte delantera. Después, una de las puertas traseras se abrió y apareció una niña de siete u ocho años vestida con un traje de color verde. María y el niño regresaron al sótano, donde se ocultaron junto a  los demás a pesar de ser conscientes de  que no podían verlos porque en realidad no se encontraban allí.


Días después, quizá semanas o tal vez meses, María estaba sentada en las escaleras del sótano lanzando una pelota contra la pared, mientras los otros niños corrían de un lado a otro, a veces jugando a peleas, otras al escondite. Entonces, sonó un ruido cerca de la puerta y la voz de una niña pronunció unas palabras que a María le trajeron muchos recuerdos:

-Papá, he escuchado ruidos en el sótano.

Los niños dejaron de correr y se quedaron quietos, petrificados. María recogió la pelota y permaneció expectante. La puerta del sótano no se abrió pero la voz de un hombre adulto sonó, fuerte y potente.

-No te preocupes Susana, son ratas. Un día de estos me encargaré de ellas.

Todos los niños se sentaron en el suelo con las cabezas agachadas. No se movieron ni lo más mínimo. María permaneció  en las escaleras y las lágrimas cubrieron su cara. El niño rubio se acercó a ella y le cogió la mano. María lo miró y formuló una pregunta cuya respuesta ya conocía.

-Pronto tendremos una nueva amiga, ¿Verdad?



1 comentario:

Ms. Davis dijo...

simplemente genial, esta vez te luciste