ESPIRITU NAVIDEÑO

Algo tiene este niño que no puedo partirlo en dos. Duerme con absoluta tranquilidad, ajeno a la sangrienta matanza que se ha celebrado a pocos metros de allí, en el remanso de paz que hasta este momento era  su hogar.

He entrado con la intención de matarlos a todos, como cada año hago por estas fechas. Sembrar la tragedia en una familia escogida al azar, acabar con sus miembros y teñir las Navidades de un fuerte color escarlata. Y hoy, por primera vez, me siento incapaz de terminar la tarea. No puedo matar a  este pequeño.

Tiene los ojos cerrados. Su respiración es relajada y mantiene en sus labios una especie de sonrisa. Parece muy feliz. Veo en el suelo varias cajas abiertas y muchos juguetes esparcidos por el suelo. Son los regalos que ha recibido y con los que ha jugado hasta la extenuación.

Tras el ventanal,  bajo la nieve, he estado contemplando a la familia mientras cenaba, cuando  abrían sus regalos y he aguardado abrigado por  el afilado frío con mucha paciencia hasta que todas las luces se apagaron. He tatareado un villancico mientras daba tiempo a que el sueño venciera a cada uno de ellos y después he irrumpido en la casa. 

Cuando he roto el cristal el sonido ha sido apagado por el ruido de un lejano trueno. La nieve ha tratado de meterse dentro de la casa, donde hay calor y se respira felicidad. En la planta baja he matado a un matrimonio que dormitaba en la habitación de invitados. Los he destrozado a hachazos y  la sangre ha cubierto las paredes y el techo. El amasijo de carne en  el  que se han convertido los cuerpos ha logrado que me hierva la sangre y sienta la  primera erección de esta noche. Satisfecho, pero sabiendo que el trabajo no estaba completo, comencé a subir las escaleras de madera que crujieron bajo mi peso. Mis botas rojas dejaron huellas sangrientas en cada peldaño. Resoplé bajo mi amplia barba  y seguí avanzando, con el hacha agarrada entre las manos. Mis ojos brillaron al contemplar la hoja afilada goteando sangre. La sensación de pura maldad me convencía, una vez más, de que estaba haciendo lo correcto.

Llegué arriba. Cuando entré en la habitación principal descubrí que el matrimonio estaba haciendo el amor. Ella se movía encima de él. Con el primer golpe la decapité y después bajé el hacha para hincarla en el pecho del desgraciado. Murió contemplando estupefacto la imagen malvada de Papa Noel acabando con la vida de su esposa y con la suya propia.

Abandoné la habitación y entré en otra. Una adolescente dormía profundamente con las orejas cubiertas por unos auriculares  de los que salía música a un volumen bestial. Levanté mi hacha y en ese  mismo instante, como un delicioso capricho del destino,  la chica abrió los ojos. Sonreí.

—¡Feliz Navidad!—dije al mismo tiempo que bajé los brazos con todas mis fuerzas. El hacha se clavó en la cara y partió su cabeza en dos. La sangre saltó como si se hubiera producido una explosión y me golpeó el rostro. Saqué mi lengua y me relamí, saboreé el sabor de aquella muchacha y fue entonces cuando se produjo mi segunda erección. 

Me di la vuelta y salí de la habitación para dirigirme hasta mi último objetivo. Y aquí estoy, contemplando el cuerpo indefenso del pequeño. No puedo matarlo. Ignoro la razón y admito que es la primera vez que me pasa. Su cara es angelical. Los ojos se le mueven bajo  los párpados y la sonrisa no desaparece de sus labios. Es feliz. Probablemente por los regalos que ha recibido, por las fechas en las que estamos. Notó la ilusión en su interior, la pureza de su alma y acaricio suavemente su frágil brazo inmerso en los recuerdos y la tristeza.

Dejo caer el hacha que produce un ruido estruendoso junto a mis pies. Me quitó el gorro rojo que calienta mi cabeza y lo tiro sobre la cama. Después, con las manos cubiertas por la sangre, me despojo de la peluca y la poblada barba blanca. Abro los botones de mi chaqueta y me la quito. Con el torso desnudo, cubierto de heridas y tatuajes, me doy media vuelta y abandono la habitación del pequeño. Desde el umbral de la puerta lo contemplo con la envidia que corre por mis venas porque sé que ese niño ama las Navidades y  que para él son muy especiales. Tiene su espíritu navideño intacto y eso provoca que mis ojos se cubran de lágrimas que acaban resbalando por mis mejillas.

Mientras abandono la casa y camino con los pies desnudos sobre la nieve, me seco los ojos y después sonrió con la satisfacción de saber que para ese niño, a partir de ahora, las Navidades nunca serán iguales. Las odiara. Rechazará todo lo relacionado con estas festividades, repudiará los villancicos, no querrá regalo alguno y jamás volverá a celebrar el nacimiento de Jesús.  Jamás olvidará que alguien vestido de Papa Noel acabó la misma noche con toda su familia, una fecha que se convertirá en la herida más profunda que el ser humano pueda soportar. Su alma enfermará. La sonrisa se borrará definitivamente de sus labios y el espíritu navideño se convertirá en su interior en un cáncer, condenado a revivir constantemente los sangrientos recuerdos de una tragedia inexplicable. 


—¡Ho, Ho, Ho!—murmuro antes de que decida cantar un nuevo villancico—dejarlo vivo es lo mejor que he podido hacer esta noche.


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