Ariadne, La Conversión (y III)

"Tercera y última parte del relato sobre la conversión de Ariadne que se está usando como guía para la creación del personaje cinematográfico: ARIADNE, del largometraje LA OSCURIDAD DE ARIADNE, producido por DEHON PC. Audiovisuales & PIAMONTE Group TV cuyas entregas anteriores ha encantado tanto a la actriz Soraia Durán como al director Oscar Parra

Rain ha quedado muy satisfecho con el resultado de este relato.

Os invito a leerlo con el máximo interés, así como a seguir la pre-producción del largometraje en la web de la productora DEHON PC. Audiovisuales, S.L.



ARIADNE, La Conversión (y III)


Por José Manuel Durán Martínez "Rain"


Mal herida, al no escuchar el disparo, Ariadne abrió los ojos justo a tiempo de ver una figura negra que la observaba de pié. El soldado había desaparecido por completo. No tuvo tiempo de más. Había sangrado mucho de sus heridas y las fuerzas la estaban abandonando. Una neblina que fue adquiriendo matices oscuros acabó cubriendo sus ojos en el mismo instante que un rostro vagamente familiar bajaba de las alturas y la miraba con suma atención, arrojando una apacible sonrisa que trataba de ocultar una pronunciada preocupación. Ariadne perdió la conciencia, y prácticamente la vida, con el recuerdo de aquél rostro cadavérico que trataba de buscar una esperanza en su dolor. Solo notó que unas manos frías como el hielo la agarraban.

Después la nada.
El silencio.
La oscuridad más terrible.


Ya no importaba el asedio de los franceses. Los gritos, los disparos, la muerte… todo aquello había desaparecido por completo para Ariadne.

Apenas respiraba. La horrible herida de su cuello la impedía coger aire con normalidad y se estaba ahogando en su propia sangre. Su cuerpo recibió una sacudida y quedó tendido de manera pavorosa, con las piernas encogidas y los brazos estirados. Las manos las tenía abiertas, con los dedos parcialmente agarrotados. Volvió a sufrir una convulsión y Ariadne abrió los ojos, pero ya no podía ver más que la impenetrable oscuridad.

La sombra alargada la recogió del suelo y la tendió sobre la cama. Miró la sangre que aún brotaba de la garganta de Ariadne y el rostro de su salvador se transformó en el de una bestia infernal. La apetencia de sed comenzó a convertirlo en un ser furioso y dos largos colmillos asomaron entre sus labios. Los ojos antes negros y poderosos ahora brillaban con la tonalidad que esgrime la maldad en momentos turbios. Comenzó a agitar su cuerpo y trató de evitar la visión de la sangre, pero su olor dulzón y su vivo color le indujeron a clavar su mirada en la herida de Ariadne.

La criatura resopló disgustado y cogió la mano de la mujer. Seguía viva. Podía apreciar el sonido casi imperceptible de sus constantes vitales pero le quedaba tan poco tiempo…

Contempló su cuerpo, la expresión aún hermosa en los ojos abiertos de Ariadne que seguía completamente inconsciente, abrazando a la muerte, y aquél ser derramó varias lágrimas de sangre. Después, sabiendo que iba a arrepentirse de su cruel acto, se abalanzó como un animal hacia la garganta de Ariadne y clavó sus colmillos en el cuello. Ariadne suspiró levemente y entró en una agradable somnolencia mientras la criatura extraía todo el flujo de vida que quedaba en las venas de la mujer.

Minutos después, con el rostro relajado y la boca manchada de sangre, la criatura se incorporó y permaneció sentada junto al cadáver de la desdichada en el más completo mutismo.

Apoyó los delgados brazos en las frágiles rodillas y sujetó la cabeza con sus escuálidas y blancuzcas manos. Su garganta emitió un grito escalofriante y, durante breves instantes, el tiempo y el espacio parecieron desaparecer, hasta que aquél ruido se ahogó en el silencio.
La silueta de un enorme lobo de pelaje blanco apareció repentinamente bajo el umbral de la puerta y contempló a la criatura a través de unos ojos enfurecidos, coléricos y crueles. El ser permaneció sentado en silencio y bajó la cabeza para contemplar el cuerpo aún caliente de Ariadne. Cuando volvió la mirada, el lobo había desaparecido.


Se levantó y oyó en el exterior disparos, el barullo de gente y voces que se acercaban. Dudó unos instantes. Miró hacia Ariadne, luego hacia la puerta. Varias sombras erráticas y delgadas se arrastraron por el suelo y se alzaron, convirtiéndose en la frágil silueta de hombres pálidos que contemplaban a la criatura; ésta las miró unos instantes. Sus ojos despedían tan profunda tristeza que permitieron nuevamente la caída de varias lágrimas de sangre que esta vez arañaron sus mejillas.

Volvieron a oírse disparos y gritos. Las sombras desaparecieron. La criatura se acercó al cuerpo de Ariadne y tras agarrar su mano y reflexionar durante algunos segundos, la cogió entre sus brazos. Inmediatamente después ya no se encontraban en la casa.
Habían desaparecido.

Cuando Ariadne despertó lo hizo en el bosque. Abrió los ojos y los cerró de golpe. Le dolían.
Volvió a intentarlo y la claridad de un avanzado atardecer se introdujo violentamente a través de sus retinas. Cerró los parpados. Estaba empapada en sudor. Tenía frio.


Poco a poco fue abriendo los ojos y se habituó a la luz. Estaba rodeada de árboles, su cuerpo cubierto por hojas secas, como si alguien la hubiera enterrado.
Tenía tanto sueño…


Intentó incorporarse pero le costó gran esfuerzo que sus piernas y brazos le respondieran. Le dolían horrores.
Estaba tan cansada…


Ariadne logró incorporarse y las hojas que la cubrían cayeron al suelo, entonces se percató que estaba completamente desnuda. Instintivamente se llevó las manos a la garganta y descubrió extrañada que no tenia herida alguna. Pero le dolía mucho.
No. No era dolor. Se trataba de una sequedad terrible.
Estaba tan sedienta…


Desorientada y aterida por el frio, Ariadne trató de cubrirse con los brazos pero era inevitable que sus curvas quedaran expuestas al descubierto. Miró en rededor y pronto descubrió que la noche poco a poco iba avanzando, consumiendo lo poco que ya quedaba del atardecer. Ni sabía dónde estaba ni cómo regresar a su hogar.

Comenzó a caminar lentamente; tenía los músculos entumecidos y la sequedad en su garganta le había provocado cierta irritación. Intento tragar saliva pero la boca la tenia completamente seca. Necesitaba beber.

Notó un fuerte dolor en el estómago, más que un dolor parecía una sensación de vacío que le causaba un ligero malestar.
Estaba tan hambrienta…


Ariadne siguió caminando y poco a poco fue descubriendo que sus sentidos habían cambiado. Ya no le dolían los brazos y las piernas y se encontraba ágil. Ya no estaba cansada, solamente la necesidad imperiosa de beber y comer con tanto apetito que sería capaz de acabar con un cordero en menos que canta un gallo.

A medida que iban pasando los minutos, Ariadne fue descubriendo que algo extraño estaba pasando en su cuerpo. Se sentía diferente.

Primero advirtió que a pesar que la noche ya había cubierto todo el bosque y que la luz había desaparecido por completo, ella veía perfectamente, desenvolviéndose entre las sombras con asombrosa comodidad. No podía percibir que sus ojos brillaban inmersos en una tonalidad naranja que parecían pequeñas llamas sobre cuencas vacías. Luego descubrió que los sonidos del bosque llegaban a sus oídos con una claridad extrema. Escuchó el corretear de un conejo despistado que huía de la peligrosa presencia de un búho que agitaba sus alas y bajaba en picado para hacerse con la presa. Se sorprendió de que pudiera captar una sensación de pánico que atribuyó al conejo.

Oyó también un insignificante ruido y supo inmediatamente que un pequeño rodeador estaba mordisqueando una rama caída en el suelo. Pero sin duda, lo que más le extrañó era que escuchaba con absoluta precisión el sonido que hacía una simple hoja al caer de los árboles y precipitarse lentamente hacia el suelo. Oía como cortaba el aire y el suave sonido, imperceptible para una persona normal, cuando chocaba contra el suelo y quedaba inmóvil hasta que la lluvia o una ráfaga de aire decidieran desplazarla.

Todos aquellos sonidos se agolpaban en su cerebro y giró sobre sí misma con los oídos enterrados bajo sus manos. La sequedad en su garganta aumentaba y el vacío en su estómago resultaba tan incómodo que decidió seguir caminando, vagando en la noche de aquél bosque misterioso.
Un nuevo sonido se metió en su cabeza. Prestó atención y entendió que se trataba del ruido que produce el agua de un arroyo. Sonrió levemente ante la posibilidad de saciar su sed y se detuvo unos momentos. El arroyo se encontraba a cinco o seis kilómetros, pero ella podía escucharlo con tanta precisión que no dudó en caminar hacia la dirección exacta donde el agua corría libre y sin preocupación.


Percibió el aroma de la tierra mojada y su garganta semejó emitir un pequeño gemido de esperanza.

Al llegar al arroyo, se abalanzó sobre él y hundió la cabeza en el agua para beber con impaciencia. A medida que el agua penetraba en su boca y bajaba ruidosamente por su garganta para llegar al estómago, Ariadne sufrió una pequeña sacudida y después varias arcadas. Su estómago comenzó a darle patadas dolorosas y el agua fue subiendo, abrasando todo su interior hasta que por fin fue expulsada por su boca y nariz. El sabor era tan desagradable… quiso pensar que el agua estaba contaminada.

Entonces la voz sonó dentro de su cabeza, con un ímpetu inusual. Las palabras retumbaron en las paredes de su cerebro.

Ariadne, algo ha cambiado dentro de ti

Ariadne se incorporó asustada y miró a su alrededor tratando de descubrir el origen de aquella voz tan potente, pero no vio a nadie, solo los árboles que la observaban con una curiosidad embriagadora.

Ariadne, debes comprender que ya no eres como antes, te has convertido en un ser especial, en alguien… como yo”

Ariadne giró de nuevo sobre sí misma intentando localizar al hombre que estaba pronunciando aquellas palabras pero por más que lo intentó no pudo encontrar a nadie en las cercanías. Estaba completamente sola, sola y aterrorizada, junto a aquella voz que sonaba en el interior de su propia cabeza.

No tuve elección, quiero que lo entiendas, no había otra opción”

La voz estaba cargada de una tristeza que abrumó a Ariadne. Su boca seca logró pronunciar un nombre: “Drajam”, que sonó como un pequeño susurro. La voz calló.


Ariadne oyó un ruido a su espalda, una especie de chapoteo y giro su cuerpo a una velocidad vertiginosa. Se puso en guardia. Creyó que estaba en peligro.

Vio a un animal bebiendo agua con una tranquilidad pasmosa mientras la observaba con detenimiento. Ariadne podía escuchar el golpeteo de la lengua sobre el agua y como ésta pasaba por su boca y se deslizaba garganta abajo, como si de una gran catarata se tratase. Pero aquello no importaba. Centró su atención en los ojos del animal y se horrorizó de sentirlos vivamente humanos. El animal, un lobo de oscuro pelaje, sació su sed y miró de nuevo a Ariadne, después se dio la vuelta para alejarse.

Ariadne no se lo permitió. Sorprendida aún de lo que estaba sintiendo, dio un gran brinco y se abalanzó sobre el lobo, que no se percató de la inusitada maniobra de aquella mujer, que cayó sobre su lomo.

El animal se giró para defenderse e intentó morder a Ariadne pero ésta fue mucho más rápida y clavó sus dientes en el cuello del lobo, que aulló de dolor. En aquél momento Ariadne no era consciente de lo que estaba ocurriendo y ni siquiera se percató que dos largos y afilados colmillos habían brotado de sus incisivos, que perforaron la piel del animal y rompieron sus venas, de las que empezó a brotar sangre caliente que Ariadne bebió con ansia insaciable.

Aquella sangre abrasó la garganta de la joven, que gimió de placer al sentirse vigorosa a medida que entraba la sangre en su cuerpo. Pero al bajar a su estómago algo sucedió de improvisto.
Una nueva sacudida. El estómago volvió a darle patadas, esta vez mucho más fuertes y Ariadne comenzó a vomitar la sangre que había bebido. Horrorizada, vio el cuerpo inerte del animal y retrocedió asustada mientras no dejaba de expulsar la sangre tomada, con un dolor tan bestial que temió morir en cualquier momento.


Al tocar su boca manchada de sangre advirtió con las yemas de los dedos sus dientes afilados y se levantó como una posesa. Corrió entre los árboles mientras los sonidos del bosque taladraban sus oídos. Estaba llorando, pero no podía saber que sus lágrimas eran lágrimas de sangre.

No te asustes, Ariadne, no tengas miedo de ser lo que ahora eres. Debes aceptar tu naturaleza

Ariadne siguió corriendo, huyendo del arroyo ahora manchado de la sangre de un lobo de pelaje negro y ojos demasiado humanos…


Sin rumbo fijo, completamente desorientada y asqueada de lo que había hecho, continuó su huida desesperada hacia ninguna parte, aún con el desagradable sabor de la sangre en su paladar y, sobre todo, el repugnante aroma del cuerpo inerte del lobo.

Detente, Ariadne, debes aceptar tu condición

No se detuvo. Siguió corriendo como si un monstruo infernal hubiera escapado de las puertas del mal para intentar atraparla. En un momento determinado, un extraño olor sacudió su afilado olfato y se detuvo en seco.


¡Qué aroma más extraordinario! Penetró a través de su nariz y la frescura regresó a su rostro. Podía sentirse tan bien que giró su cabeza como un hábil cazador y dirigió toda su atención al origen de aquel perfumado olor que le resultaba cautivador.

Es tu momento, Ariadne, el momento de comprender lo que eres”

Para Ariadne, la voz había quedado eclipsada totalmente por el embriagador aroma que llegaba con desusada frescura. Lo saboreó arrugando la nariz al aire y advirtió que su garganta seca estaba ansiosa. Comenzó a ponerse nerviosa.

Oyó el llanto de un niño. Hacia allí se dirigió. El aroma procedía también de la misma dirección.
Ariadne no se dio cuenta de la velocidad que llevaba cuando corría por el bosque, con sus instintos primarios a flor de piel. Su rostro comenzaba a estar ligeramente desfigurado, como si se estuviera convirtiendo en un monstruo. Su lengua, ahora algo más alargada de lo habitual, se deslizó por el interior de su boca y sonrió al notar sus incisivos rectos y afilados.

“Eso es, Aridadne, deprisa. Entrégate totalmente”

Ariadne no dejó de correr hasta que llegó a un claro en el bosque. Entonces se detuvo en seco al ver a un niño. Debía tener siete u ocho años. A su lado había un ciervo con las patas delanteras rotas. Ambos miraron a Ariadne. El ciervo parecía asustado y gemía de dolor. El niño la miró y un brillo de esperanza cubrió sus ojos llorosos. Alzo los brazos para que lo sacara de allí.

Ariadne observó al ciervo y sintió pena al comprobar que estaba sufriendo a causa de sus patas rotas. Percibió con una facilidad asombrosa la sangre caliente surcando las venas del animal y sintió ganas de abalanzarse sobre él. Después giró su cabeza vertiginosamente y clavó su mirada en los ojos asustados del niño. Estaba atado a un árbol por una cadena que le agarraba los tobillos. Captó su miedo, oyó el latido de su corazón a un ritmo acelerado, escuchó su llanto, vio sus lágrimas.

“Ariadne, es ahora o nunca”

Ariadne no sabía lo que aquella voz le estaba pidiendo, pero cada vez sentía mayores deseos de dejar aflorar sus instintos primarios. Su rostro se arrugó ligeramente y sus ojos se encendieron como el fuego. Miró al niño, centró su atención hacia las cadenas que lo tenían preso y después ladeó la cabeza hacia el ciervo que pretendía huir arrastrándose, pero el agudo dolor se lo impedía. El corazón le latía con tanta vida…

…como la del pequeño niño.


La sangre del ciervo emanaba una fragancia dulce y arrebatadora…

…pero no comparable con las impresiones que estaba sintiendo cuando miraba al pequeño.

“¿Humano o animal? Antes de aceptar lo que eres debes comprender tu nueva naturaleza”

Ariadne centró su atención en el ciervo y escrutó la intensidad de su mirada, después se acercó al niño. Las sensaciones eran tan diferentes…


Sabía que tenía que elegir a uno de ellos. Estaba sedienta, hambrienta. Su estómago gritaba de dolor. Su garganta necesitaba sangre. Eso lo entendía perfectamente. Ariadne comprendió que algo había cambiado en su interior, que ya no era la persona que había sido hasta ahora.

“Eso es, Ariadne, comienzas a comprender”

¿Qué hay que comprender? ¿Qué se ha convertido en un monstruo? ¿Qué debe elegir entre alimentarse de un pobre y desgraciado animal o de un niño indefenso? Sí, Ariadne podía haberse convertido en algo que aún no comprendía pero no era un ser despiadado y cruel. Por eso se acercó al niño.


Luchó con todas sus fuerzas consigo misma por no abalanzarse irracionalmente sobre él. Notaba esa piel tan cálida y que olía tan bien, el galopante latido de su corazón, la sangre caliente y dulce recorriendo su cuerpo, la inocencia del pequeño…

Con un gesto brusco alargó sus manos y se hizo con las cadenas que lo tenían prisionero. Las rompió con una facilidad extraordinaria y miró al niño que la observó con lágrimas en los ojos. Ariadne tuvo dudas durante unos instantes y centró su atención en el cuello del pequeño. Era tan bonito, se podía notar con tanta claridad sus venas, cargadas de sangre joven y apetecible...
Desechó aquella idea con un movimiento rudo de cabeza y abrió la boca para enseñarle al niño sus largos colmillos. El pequeño gritó asustado y corrió, internándose en el bosque, hasta desaparecer de la vista de Ariadne, aunque ella todavía podía escuchar sus pisadas y oler su exquisita fragancia.


El ciervo continuaba arrastrándose para huir de la presencia de Ariadne, ahora con más motivo. Ella permaneció de pie varios minutos contemplando al pobre animal. Sintió pena por él y decidió acabar con su sufrimiento, después sucumbiría a sus instintos y trataría de saciar su sed de sangre.

Se acercó hasta el ciervo y éste se agitó nervioso. Ariadne lo agarró por la cabeza y deslizó una de sus manos por el amplio cuello del animal. Notó la sangre caliente corriendo por las venas y sintió un placer delicioso. Con un movimiento áspero, Ariadne le partió el cuello al animal y éste dejo de sufrir.

Ahora, más tranquila, Ariadne supo que era el momento de la caza.

Comenzó a correr en la dirección en la que el niño había huido y sintió el placer de sentirse un ser superior que buscaba a su presa indefensa. No tardó en encontrarlo. Estaba sentado sobre una piedra, asustado y sin aliento.

Ariadne lo contempló mientras frenaba su carrera y comenzó a caminar con una lentitud inquietante hacia él. El pequeño retrocedió aterrado, pero Ariadne le agarró del cuello y lo levantó con facilidad sobrenatural.

El niño rompió a llorar y poco a poco su rostro enrojecido fue adquiriendo una tonalidad morada. Ariadne lo estaba asfixiando. Al darse cuenta de ello lo soltó y el cuerpo del pequeño cayó al suelo.

Ese momento lo aprovechó Ariadne para morder el cuello del niño. La sangre brotó a borbotones y penetró en la boca de Ariadne, que sintió un estremecimiento al apreciar el sabroso sabor que salpicaba su paladar. La sangre resbaló por la profundidad de su seca garganta en dirección al estómago, que esta vez recibió el suculento manjar con una alegría enternecedora.

Ariadne siguió alimentándose del niño hasta que sorbió su última gota de sangre.

Exhausta, se apartó de la víctima lamiendo la sangre que manchaba su boca. Se sentía viva, espléndida, vigorosa, llena de vida, fuerte, satisfecha, saciada. El vacio en el estómago había desaparecido por completo, la sequedad en su garganta ya no existía y sus ojos tenían un brillo especial que solo el bienestar puede otorgar.

Desvió la mirada unos momentos hacia el cadáver del pequeño y entonces fue consciente de lo que había hecho.

Horrorizada, se acercó al niño con la esperanza de que no estuviera muerto pero ha sido ella, ella y no otra persona, quien le ha quitado la vida. Lanzó un grito de rabia que hizo estremecer la copa de los árboles; las hojas murmuraron angustiadas y temerosas en sus respectivas ramas.
Ariadne cogió al niño, lo abrazó y rompió a llorar. Ahora es cuando se da cuenta que las lágrimas que caen de sus ojos son pequeñas gotas de sangre. Gritó y lloró mientras mecía el cuerpo del niño, ese niño de cuya muerte es responsable. La agradable y pletórica sensación que siente tras alimentarse no justifica ni puede justificar la muerte de un inocente, y menos de una manera tan horrible.


Se ha convertido en un monstruo y ella ahora lo comprende.

Ariadne oyó un ruido a su espalda pero no se molestó en girar la cabeza, continuó llorando mientras acunaba entre sus brazos el cuerpo del niño.

Alguien caminó hacia ella y colocó un brazo sobre su hombro. La potente voz que sonara dentro de su cabeza ahora resonó junto a sus oídos, como un susurro cargado de una tristeza contagiosa.

- No te preocupes, pequeña doncella, pase lo que pase siempre estaré a tu lado, nada ni nadie quebrará los lazos que nos unen.

Ariadne levantó la cabeza y vio la figura esbelta de Drajam, que la observaba a través de unos ojos negros que solo podían expresar quebranto.


-¿Qué me has hecho?.-preguntó Ariadne con apenas un hilo de voz.
-Eres uno de los nuestros, Ariadne, lo siento, no tuve otra elección…
-¿Qué eres?
-¿Qué somos?.-respondió Drajam y señaló al niño.-Acabarás por acostumbrarte a esto. Tenemos que sobrevivir, Ariadne, y ésta es la única manera.
-¿Matando niños?


Drajam no respondió pero su silencio ya de por sí parecía una respuesta.

-Dime. ¿Voy a vivir así el resto de mis días, asesinando?
-Aprenderás a controlarte, pero no descartes esa posibilidad. La sangre de los humanos es nuestro sustento, así es la naturaleza.

Ariadne se incorporó y dejó caer el cuerpo del niño. Observó a Drajam directamente a los ojos y la furia de ella chocó con la tristeza que embargaba la lacónica mirada del vampiro.


Ariadne vio por el rabillo del ojo fugaces sombras que caminaban por los alrededores y ella intuyó que se trataba del séquito de Drajam. Esbozó una tímida sonrisa sin apartar la mirada del vampiro y éste marcó con sus labios una señal de asentimiento.
Entonces ocurrió lo inesperado.


Ariadne se revolvió sobre sí misma y dejó que sus colmillos emergieran de las encías. Se abalanzó a una velocidad vertiginosa sobre el cuello de Drajam que no pudo reaccionar ante lo insospechado y le desgarró la garganta de un mordisco.

Ariadne mordió con rabia, teniendo en su mente el cuerpo inerte del niño a quien acababa de matar. Culpa a Drajam de su situación.

Mordió de nuevo y permitió que sus uñas crecieran como las de una bestia. Sus manos, convertidas ahora en garras monstruosas, cayeron una y otra vez sobre el cuerpo de Drajam, reventándole el rostro, destrozándole el pecho. Extrajo su corazón con una facilidad apabullante y lo dejó caer al suelo casi al mismo tiempo que el cuerpo de Drajam.

Las sombras de los alrededores se movieron inquietas e indecisas y Ariadne, sin poder evitar que las sangrientas lágrimas resbalaran por sus mejillas, huyó por el bosque tratando de escapar de sí misma, tratando de huir del inminente momento en el que volverá a tener un hambre atroz que no podrá contener.

Otro inocente morirá. Y lo sabe.

Desagraciadamente ella lo sabe.

Ariadne, La conversión (II)

"Segunda parte del relato sobre la conversión de Ariadne se está usando como guía para la creación del personaje cinematográfico: ARIADNE, del largometraje LA OSCURIDAD DE ARIADNE, producido por DEHON PC. Audiovisuales & PIAMONTE Group TV y que ha encantado tanto a la actriz Soraia Durán como al director Oscar Parra

Rain ha superado la primera entrega.

Os invito a leerlo con el máximo interés, así como a seguir la pre-producción del largometraje en la web de la productora
DEHON PC. Audiovisuales, S.L.




ARIADNE, la conversión (II)

Por José Manuel Durán Martínez “Rain”



En el mismo instante en que la madre de Ariadne murió, la niña, convertida ahora en toda una mujer a sus espléndidos 17 años, le agarraba la mano mientras observaba el sufrimiento de la mujer a través de sus profundos ojos azules, ahora tristes y afligidos.

Ariadne sentía una gran pena por la muerte de su querida madre y pensó que su entierro iba a ser un momento especial, pero resultó tan usual como los demás. Allí, frente a la tumba, Ariadne permaneció varias horas sentada frente a la cruz, mirando el nuevo hogar de su madre. Apenas se dio cuenta que el día había sido engullido, con una lentitud angustiosa, por la irrupción de vagas sombras que lo fueron convirtiendo en un atardecer que poco a poco se sumió en la más completa y densa oscuridad. No le importó. Siguió sentada varias horas más, mientras una tenue brisa empujaba su flácida melena negra. Se sentía tan a gusto, protegida por el silencio y la soledad que reinaba en el lugar que si fuera por ella hubiera permanecido allí para la eternidad.

Se vio obligada a levantarse cuando comenzaron a caer unas pequeñas gotas y Ariadne regresó a su casa, donde le recibió un silencio y una soledad muy distinta. Sintió dolor, impotencia, angustia y temor.

Estaba sola.
Apenas comió un trozo de pan duro y una manzana ya madura y se tumbó en el lecho, intentando que sus preciosos ojos lucharan por impedir que las lágrimas que se aglomeraban al borde de sus pestañas no decidieran saltar al vacío. No luchó lo suficiente. Aquellas lágrimas resbalaron por sus mejillas y fueron seguidas de otras muchas. Era la primera vez en su vida que Ariadne lloraba.

Desde aquél momento, la ausencia de su madre la obligó a mantener una expresión severa en el rostro que no era habitual en el carácter jovial de Ariadne. Cada día, cuando regresaba de labrar en el campo, visitaba la tumba de su madre pero apenas permanecía más de cinco minutos. Ya no le gustaba aquél lugar.

¡Lo detestaba!

Al regresar a casa, siempre esperaba encontrarse con su padre, que habría vuelto de Francia con bastante dinero tras la venta de sus propias creaciones, no en vano era un excelente artesano, pero su padre no regresaba. Tampoco lo hizo en años posteriores.

Cuando Ariadne cumplió los 21 años, al despertar, encontró una rosa junto a la almohada. Asombrada, la cogió entre sus manos y la vio tan fresca, tan viva, que se la llevó a la nariz para saborear la fragancia que desprendían los grandes pétalos. Con el rabillo del ojo, como un fugaz movimiento, percibió una sombra alargada que se escurrió en algún punto de la habitación. Miró rápidamente hacia allí pero no vio a nadie. No tuvo miedo, sus labios dibujaron una bonita sonrisa y pronunciaron un nombre que había escuchado hacía años:

-Drajam.

Tres semanas después, la tranquilidad de la población se vio alertada por las noticias que llegaban de las ciudades. Hacía meses que se hablaba de guerra, de que Francia iba a tomar España, arrasando pueblos y ciudades con la crueldad que acompaña a los soldados sin importar ejército o religión. Sin embargo, ahora las noticias eran más desalentadoras: se contaba que los franceses ya habían comenzado la ocupación. Podrían irrumpir en cualquier momento.

Aquellos días, todos los hombres y niños fueron reclutados como si de improvisados soldados se tratase y conducidos a lugares estratégicos para defender su país. Apenas quedaban varones en el pueblo y las mujeres preparaban su defensa haciendo trampas y preparando palos, cuchillos y todos aquellos objetos que pudieran servir de protección. Ariadne veía los rostros preocupados de sus vecinos, el miedo reflejado en sus ojos y ella miraba hacia el horizonte, con la vana esperanza de que su padre regresara de improviso para llevarla consigo a un lugar sin guerras ni muerte. Los ojos azules de Ariadne estaban tristes.

Pocos días después, los ecos del avance francés pudieron escucharse en las proximidades. Los mensajeros no llegaban con las noticias pero en el horizonte se advertían las columnas de humo que avanzaban por todo el territorio; se oían cañonazos, disparos en la lejanía. Las mujeres en la población cogían a sus pequeños hijos entre sus brazos y lloraban, pidiendo ayuda, pero los hombres estaban en el frente, tratando de impedir el abrumador avance francés.

Todas ellas sabían lo que les esperaba si los soldados irrumpían en el pueblo. Por mucho que se defendieran, por mucho que pusieran resistencia, ellas sabían perfectamente que iban a acabar bajo el cuerpo de los soldados, que abusarían de ellas antes de decidir acabar con sus vidas.
Quemarían las casas, se llevarían lo poco de valor que había en ellas. Todo aquello formaba parte de la guerra.

Ariadne vio a sus vecinas con los pelos enmarañados y las ropas hechas harapos. Con las manos manchadas de barro y tierra se estaban embadurnando el rostro y los brazos. Una de ellas se quedó mirando la figura esbelta de Ariadne, por mucho la mujer más hermosa y sensual de todo el pueblo. Su rostro blanquecino destacaba bajo la amplia, limpia y brillante melena negra. Y en aquél rostro se encontraban esos ojos que la convertían en una mujer especial. Siempre fue una persona atractiva y los años le habían ofrecido a su cuerpo las curvas necesarias para ser hermosa y deseada.

-¡Ariadne!, Deberías hacer lo mismo que nosotras.
-¿Por qué hacéis eso?.-preguntó de manera agradable. No se notaba el miedo en su voz.
-Vienen los soldados.-respondió una mujer.-Y ya sabes lo que hacen con las mujeres.
-Y tú eres hermosa como nadie lo ha sido nunca.-añadió otra.-Ponte trapos sucios, que no marquen tu cuerpo, córtate el pelo, mánchate la cara y procura no mirarlos cuando lleguen porque si ven esos ojos tan bonitos… ¡estás perdida!

Ariadne levantó la cabeza y miró hacia el horizonte, donde un lejano humo negro ofrecía un panorama desolador.

Mientras las mujeres trataban de levantar improvisadas fortificaciones para impedir el avance de los franceses, Ariadne caminó con una lentitud pasmosa hacia las proximidades del cementerio. Se detuvo en el acto.

Sus ojos se clavaron en un animal que merodeaba por los alrededores.
Era un lobo muy grande, de pelaje blanco como la nieve.

Ariadne sintió un estremecimiento que sacudió todo su cuerpo y retrocedió varios pasos. El animal recorría el cementerio, husmeando entre las tumbas, quizá buscando algo que llevarse a la boca. ¿Qué hacía allí? ¿Había huido asustado por el fragor de la batalla?

Aquel lobo no parecía asustado y Ariadne tuvo la extraña corazonada de que la estaba esperando.

Regresó al pueblo. La agitación era intensa entre la gente, que ya estaba prácticamente preparada para impedir el envite francés. Algunos hombres habían regresado con los rostros descompuestos, había heridos pero todos ellos estaban dispuestos a luchar por sus tierras y por sus vidas.

A lo lejos se oyeron disparos, cañonazos, pero Ariadne se sobrecogió al oír entre aquellos ruidos de guerra, el intenso y prolongado aullido de un lobo.

Corrió a encerrarse en su casa, echó el pestillo de madera y colocó varios enseres sobre la puerta. Sabía perfectamente que nada de lo que pudiera hacer impediría el obsesivo y frustrante avance de los soldados franceses.

Más cañonazos.
Más disparos.
Cada vez más cerca.

Ariadne buscó en la cocina un afilado cuchillo y lo sostuvo en la mano mientras retrocedía hasta llegar a su habitación, donde se sentó en la cama, con la mirada clavada en la puerta principal. Así quedó durante horas, y la noche se cernió sobre el pueblo de manera siniestra y silenciosa, como si de la antesala del terror se tratase.

Los cañonazos estaban ya tan próximos que la tierra retumbaba en cada explosión. Ariadne oyó gritos, disparos, gente corriendo.

Los franceses ya estaban allí.
Habían llegado.

Quejidos, alaridos desgarrados, disparos y trozos de acero perforando cuerpos indefensos.
Los sonidos se agolpaban en la cabeza de Ariadne, que se tapó los oídos mientras sus ojos no pudieron impedir que las lágrimas se precipitasen al suelo. Aquella era la segunda vez que Ariadne lloraba.

Golpes en las puertas, gritos de auxilio, voces angustiosas que se mezclaban con llantos de bebe y risas de hombres. Más disparos, nuevos golpes y cuerpos cayendo a tierra.
Ariadne se levantó horrorizada al escuchar los bramidos angustiosos de varias mujeres que suplicaban piedad, pero las palabras soeces de varios hombres, sus burlas y sus jadeos, ahogaban aquellas peticiones de socorro.

Algo golpeó con fuerza la puerta y toda la casa retumbó como si una bomba hubiera estallado en su interior. Un nuevo golpe y la puerta estuvo a punto de ceder.
Los disparos no cesaban en ningún momento, los gritos de las mujeres, sus llantos, los resoplidos horribles de los soldados poseyéndolas, se clavaron en la cabeza de Ariadne, que miraba horrorizada como nuevos golpes iban haciendo ceder la puerta. En cualquier momento ésta se vendría abajo y entonces… ya no habría salvación.

Fuera de la casa sonaban pisadas fuertes, golpes, quejidos, llantos de dolor y desesperación. La rabia, la angustia y la impotencia se mezclaban con el alarde ostentoso de un júbilo desafiante que procedía de la confianza de los soldados franceses, ansiosos por arrasar un nuevo pueblo español.

Por fin, después de tantos intentos, la puerta de la casa de Ariadne cedió totalmente y saltó por los aires. La garganta de Ariadne profirió un grito aflictivo al descubrir los rostros duros e impetuosos de tres soldados franceses.
-¡Otra zorra!.-gritó uno de ellos.

Los tres hombres, enfundados en trajes militares sucios y manchados de tierra y sangre, irrumpieron en la casa de Ariadne. Con armas en las manos, se acercaron a la joven con sus caras frenéticas y cargadas de una violencia extrema. Dos de ellos soltaron sus armas y la cogieron por los brazos. Ariadne intentó defenderse usando el cuchillo pero no logro herir a ninguno de ellos. El tercer hombre, mientras en el exterior continuaban los gritos y los jadeos, los disparos y el caer continuo de cuerpos en tierra, sonrió y se bajó los pantalones.

-¡Qué hermosa eres, puta! Vamos a darte auténtico placer.
-¡Vamos!.-dijo uno de los soldados que la tenia agarrada.-Después me toca a mí.

Ariadne intentó zafarse, se agitó tal cual posesa pero las manos férreas de los soldados la mantuvieron sujeta.

-¡Tumbadla en la cama!

Los dos soldados obedecieron y le abrieron las piernas, Ariadne procuró defenderse, usó las uñas, los dientes, pero todo en vano. En una ocasión mordió la mano de uno de ellos y éste le propinó un bofetón en toda la cara que la hizo sangrar por la nariz.

Un cuarto soldado entró en la casa y contempló la escena, centrando su atención en Ariadne. Quedó impresionado por el vivo color de sus ojos.

-Cuando terminéis de disfrutar no la matéis, creo que podemos seguir utilizándola.
-Claro que si, Pierre, pero le vamos a dar tantos meneos entre los tres que se le van a quitar todas las ganas de vivir.

Los cuatro soldados rieron. Pierre abandonó la casa y los tres hombres volvieron a centrar su atención en Ariadne.

Con un gesto brusco le desgarraron la ropa y su cuerpo desnudo quedó al descubierto. Los ojos de los tres soldados lo recorrieron con lascivia y deseo. Las manos de uno de ellos agarraron los turgentes pechos de Ariadne, momento en que la joven aprovechó para levantar la mano y arañar violentamente el rostro del soldado, que bramó de dolor y se llevó las manos a la cara. Los arañados eran profundos y estaba sangrando.

-¡Puta zorra!.-y arremetió contra ella con duros golpes. Los quejidos de Ariadne se vieron ahogados por las risas y burlas de los soldados.
-¡Venga, joder, hazlo de una maldita vez!

Con los pantalones bajo las rodillas, el soldado se tumbó sobre el cuerpo de Ariadne y comenzó a mordisquear su cuello para acabar lamiéndole los pechos.

Sonaron dos disparos y los dos soldados que sujetaban a Ariadne cayeron al suelo estrepitosamente, con sendas heridas en la cabeza. El tercer soldado se giró pero no le dio tiempo de mirar quien había sido el autor de aquellos disparos. El desconocido dio varios pasos al frente y levantó su arma para embestir con fuerza contra el soldado. La afilada hoja de metal que iba atada al arma de fuego atravesó la garganta del soldado y éste quedó clavado unos instantes en una posición burlesca. El desconocido retiró violentamente el arma y el cuerpo del soldado, de cuya boca brotaba sangre, cayó al suelo.

Ariadne levantó la mirada para contemplar a la persona que le había salvado. Vio a un hombre vestido de uniforme. ¡Era un soldado francés!

Horrorizada, se incorporó en la cama y, sollozando, intentó retirarse, protegiéndose con las manos y las piernas. Entonces oyó su nombre.

-Ariadne.

La joven miró hacia el soldado y reconoció al hombre que se ocultaba tras aquél rostro cubierto de barro y sangre.

-Padre.-susurró con voz temblorosa.

El soldado dejó caer el arma al suelo y corrió hacia Ariadne, a quien intentó coger entre sus brazos, pero ella lo rechazó, comenzó a dar manotazos y convirtió su cuerpo en un ovillo.
-¡Hija mía!, soy yo, Tu padre.
-¡Eres como ellos!.-chilló Ariadne levantando la mirada y clavándola en el rostro apesadumbrado de su padre, convertido ahora en un soldado francés.
-No, lo siento, no he podido evitarlo. Así son las cosas. Me veo obligado a servir a mi país.
-¿Y esto es necesario?.-dijo Ariadne agitando los brazos y señalando a los hombres muertos que habían intentado abusar de ella.-¿Sabes lo que están haciendo sufrir a las personas?
-Lo siento.-dijo el padre de Ariadne bajando la cabeza afligido.

A fuera sonaban con gran potencia los cañones que hacían retumbar la tierra; disparos que recorrían la distancia para impactar en los cuerpos de aquellos que huían campo a través. Los ojos de Ariadne se llenaron de odio.

-Me das asco, padre, ¡Te odio!

En ese momento se presentaron bajo el umbral de la puerta dos soldados franceses que contemplaron la escena. Al ver los cuerpos en el suelo fruncieron el ceño.
-¿Qué ha ocurrido aquí?

El padre de Ariadne no acertó a responder y su rostro comenzó a mostrar una expresión que delataba su participación en la muerte de los soldados.

-Maldito traidor.-murmuró uno de los hombres.

Sin que pudiera reaccionar, el padre de Ariadne recibió un disparo en el estómago y seguidamente otro en el pecho.

-¡Noooooooooooo!

Ariadne se levantó violentamente y desnuda corrió a recoger a su padre del suelo, que la observó a través de unos ojos completamente muertos.

Ariadne contempló con odio a los dos soldados que la miraban sonrientes y se abalanzó sobre el arma que su padre había arrojado al suelo. Uno de ellos disparó y la bala perforó el brazo de Ariadne, que gritó presa del dolor.

-Quédate quieta si no quieres que te meta un tiro entre ceja y ceja.

Ariadne no hizo caso. Con la herida en el brazo que le dolía horrores y de la que manaba sangre a borbotones, intentó coger de nuevo el arma.

Sonó un disparo en la casa y el trozo de acero salió vertiginosamente por el cañón para impactar en el cuello de Ariadne que quedó tendida en el suelo, con la garganta parcialmente destrozada. Aún le quedaba un hilo de vida para ver como el soldado que había disparado cargaba de nuevo el arma y daba unos pasos hacia ella. Vio sus botas negras, húmedas y malolientes. Después notó el cañón aún caliente sobre su frente y oyó la voz del soldado.

-Perra española.

Ariadne cerró los ojos en el mismo instante en que el soldado comenzaba a apretar el gatillo.
Una sombra alargada surgió repentinamente bajo el umbral de la puerta y se colocó detrás del soldado.

Antes de que el disparo se produjera, dos manos frías y huesudas agarraron la cabeza del hombre y la hicieron girar violentamente.

El soldado cayó a tierra con el cuello partido.

ARIADNE, La Conversión (I)

"El relato que váis a leer a continuación se está usando como guía para la creación del personaje cinematográfico: ARIADNE, del largometraje LA OSCURIDAD DE ARIADNE, producido por DEHON PC. Audiovisuales & PIAMONTE Group TV. del cuál tengo el gusto de ser el director.

El texto es una bella inspiración para todos nosotros y, de nuevo, nos muestra la maestría de Rain como creador de personajes y ambientes

Os invito a leerlo con el máximo interés, así como a seguir la pre-producción del largometraje en la web de la productora DEHON PC. Audiovisuales, S.L. (http:/www.dehonproducciones.com)"

Oscar Parra




ARIADNE, LA CONVERSION (I)
por José Manuel Durán Martínez "Rain"


Ariadne siempre había sido una niña distinta a las demás; tenía gustos y aficiones que ella consideraba normales pero que, sin embargo, nunca había visto en los demás niños.

A Ariadne le gustaba pasar largas horas en el cementerio, hasta que la tarde se convertía en noche y las sombras se iban adueñando del lugar, como un telón oscuro que traía la paz y el sosiego. Sentía algo especial acudiendo a los enterramientos y tenía por costumbre permanecer sentada junto a las tumbas, mirándolas a través de sus grandes y profundos ojos azules. No tenía miedo a los muertos, ¿Por qué habría que tenerlo? La muerte no la aterraba, sentía una curiosidad extrema que de ningún modo podía satisfacer.

A la madre de Ariadne, una mujer madura y enferma pero que no dejaba de trabajar en el campo, no le gustaba que su pequeña hija pasara tantas horas en el cementerio, como si fuera un perpetuo fantasma que acabara de salir de su tumba, además, había oído cosas.
Cosas terribles.

Ariadne era una niña preciosa, con toda probabilidad la niña más bonita de la aldea. Nadie tenía una melena tan larga y negra como ella. Su pelo era tan brillante y suave que a la gente le gustaba acariciarle la cabeza, detalle que disgustaba mucho a la niña, que huía de los vivos para refugiarse en la soledad que emana de los muertos. Sus acentuados ojos azules, de mirada intensa y penetrante, solía poner nerviosa a la gente.

Por eso habían empezado a hablar entre ellos. Algunos decían que era una niña especial, otros que tenía algo extraño en la mirada…
Y su madre había escuchado esas cosas.

Temiendo que sucediera algo trágico, intentó convencer a Ariadne que dejara de visitar el cementerio, que se comportara como una niña normal, que le ayudara a trabajar en el campo, a recoger fruta, a vender en el mercado. Y ella lo hacía, porque era una niña obediente, pero cuando tenía la más mínima oportunidad, se escapaba para respirar el aire exánime de los muertos.

Su padre, un joven artesano de origen francés, solía pasar muy poco tiempo en casa pues vendía productos propios en grandes ciudades de Francia, pero cuando venía de visita, pasaba muchas horas con su hija Ariadne, de quien decía que se estaba convirtiendo en una mujercita y que cada día estaba más hermosa. A él también le gustaba acariciar el bonito pelo de Ariadne y ella no retiraba la cabeza. Era su padre. Lo quería.

Una buena mañana, Ariadne no podía dormir y muy temprano, comprobando que su padre aún no había regresado de uno de sus viajes y su madre ya estaba trabajando, ella salió de su casa y caminó lentamente hacia su lugar favorito. Según iba acercándose, divisó una figura negra que permanecía de pié junto a los árboles que se encontraban al lado del cementerio. Lo vio solamente durante un instante y a pesar de que a los pocos segundos lo buscó con la mirada y no lo encontró, tuvo la sensación de que aún permanecía por los alrededores. A ella le daba igual. Ariadne se sentó frente a una tumba y quedó en el más abrupto silencio, contemplando la cruz de madera.

Ocurrió lo mismo en días posteriores. Ariadne volvió a ver la figura negra en las proximidades del cementerio. A veces en el mismo sitio que la primera vez, junto a los árboles, otras deambulando por entre las tumbas y siempre se alejaba cuando ella llegaba.

Una vez que la niña desvió la cabeza mientras permanecía sentada, vio la figura a pocos metros. Era un hombre muy delgado y alto, muy alto. Vestía ropajes negros y la observaba con cierto interés. Ariadne advirtió el tono pálido en el rostro depauperado en el que destacaban sus ojos, unos ojos arropados por vastas ojeras. Aquél extraño individuo, que estaba inmóvil, la observaba de manera luctuosa. Ariadne no tuvo miedo.
Sentía interés.

En un abrir y cerrar de ojos, Ariadne dejó de verlo y en ese preciso momento sí sintió cierto estremecimiento, como si comprendiera que aquel hombre no pertenecía a este mundo. Aquella sensación la intrigó.

En días sucesivos volvió a verlo, pero nunca tan de cerca. El hombre siempre acechaba por los alrededores del cementerio, a veces lo veía al amanecer y otras cuando la noche cubría todo con su manto negro. Una vez Ariadne levantó la mano en señal de saludo, pero no recibió respuesta alguna.

Durante varias semanas dejó de verlo, pero la pequeña siempre tuvo la sensación de que aún se encontraba allí, observándola y Ariadne era capaz de sentir la vasta tristeza que expresaba lo invisible. Jamás pudo olvidar su rostro. Jamás pudo olvidar la profundidad de sus ojos.
Después ocurrieron hechos extraños que le impidieron, por su seguridad, visitar el cementerio. A ella no le hubiera importado, no solía tener miedo de nada, pero el pánico se adueñó de la pequeña población y no pudo evitar sentir un tenue desasosiego.
Atrás quedaron las habladurías sobre Ariadne. Ya nadie murmuraba en el mercado, nadie la miraba con desconfianza, todos sus temores estaban centrados en el horror que había surgido repentinamente en la comarca.

Empezaron a aparecer cuerpos mutilados, con las gargantas desgarradas. Siempre ocurría de noche, a personas que caminaban por las calles, en la más completa soledad. Nadie vio nunca nada, pero algunos hablaban de un asesino desquiciado venido del extranjero, que mataba a niños, mujeres y hombres para saciar un apetito abominable; otros discutían la posibilidad de algún animal salvaje que habría bajado al valle de las altas montañas en busca de sustento. Pero otros, en voz baja y aterrados, decían que el responsable de aquellas muertes era el propio diablo.

Nadie se atrevía a salir de noche, los vagabundos y enfermos buscaban refugio en grupo, para evitar que la soledad facilitara el trabajo al cruel asesino, pero si era el Diablo o alguno de sus demonios los ejecutores del mal… no habría lugar dónde esconderse.

Ariadne vivió aquella época con la mayor de las tranquilidades. Una vez, cuando escapó de la atención de su madre y se dirigió al cementerio, al llegar vio a un hombre alto y delgado de larga melena blanca. Aquel pelo le llamó poderosamente la atención, quizá porque le llegaba prácticamente hasta las rodillas o tal vez porque era blanco como la nieve. El hombre vagaba por el cementerio, caminando con una lentitud que a los ojos de Ariadne le pareció sobrenatural. En algún momento de descuido por parte de la niña, el extraño individuo se percató de su presencia. Clavó sus ojos en los de la pequeña y ambos permanecieron en el más absoluto silencio. Ella lo miraba con interés y curiosidad y él la observaba con una expresión de odio que hizo palidecer durante breves segundos el frágil cuerpo de la niña.

Ariadne, lejos de sentirse intimidada, aguantó aquella mirada feroz con la tranquilidad que puede ofrecer la inocencia de una niña y mantuvo el envite con gran personalidad, hasta que el hombre de la melena blanca aulló como un lobo y su rostro se convirtió en el de una bestia feroz. La niña soltó un grito y se giró para huir, pero pronto descubrió que estaba completamente rodeada. Varios lobos, de gran tamaño y áspero pelaje negro, flanqueaban cualquier salida. Ariadne notó la mirada de aquellas bestias que la observaban con un ansia voraz, podía oír sus gruñidos; veía sus bocas entre abiertas, sus dientes afilados, dispuestos a hincarse en cualquier momento. Estaba perdida.

Intentó buscar con la mirada al hombre de la amplia melena blanca pero en su lugar solo descubrió el lobo de mayor tamaño que jamás había visto en su vida, completamente blanco, como la nieve.

Ariadne tuvo miedo, por primera vez en su vida. Apenas conocía esa sensación pero supo que algo andaba mal. Temió por su vida, ella, que nunca había temido a la muerte.
Miro a los lobos uno a uno, directamente a los ojos y noto frialdad en ellos, maldad, hambre…
¿Hacia dónde debía dirigirse para evitar que aquellas bestias se lanzasen sobre ella? ¿Por qué no se abalanzaban ya y la devoraban? ¿Qué estaban esperando?

Ariadne giró la cabeza y buscó el pelaje del gran lobo blanco, que la observaba a través de unos ojos embriagados por la más completa oscuridad. Se acercaba lentamente, sin quitarle la vista de encima. Entonces se detuvo en seco y flexionó sus patas traseras, dispuesto a saltar sobre la pobre niña.

Ariadne cerró los ojos y levantó los brazos, mostrando su absoluta rendición. Estaba dispuesta a entregarse a la muerte si aquél era su destino, cruel y sangriento. Aquélla actitud obligó al lobo blanco a permanecer indeciso durante unos instantes, el tiempo suficiente para que irrumpiera en escena una figura alargada y negra que se colocó junto a Ariadne. Agarró la mano de la niña y la pequeña abrió los ojos sorprendida, al notar el frío tacto de aquella piel.

Vio al hombre que había estado observando en el cementerio junto a ella. Tenía la piel blanca como el mármol y miraba fijamente al lobo de pelaje blanco. Ariadne descubrió que las facciones en el rostro de aquél individuo que le agarraba la mano con fuerza parecían los de un animal embravecido y pudo ver, a través de su boca entre abierta unos afilados colmillos. Lejos de asustarse, Ariadne apretó la mano del desconocido.

-No tengas miedo, pequeña doncella, yo te protegeré.

Ariadne no tenía miedo y volvió a sentirse tranquila, más ahora, después de escuchar la voz grave, profunda y trémula del desconocido. Oyó los rugidos de los lobos, sus aullidos de protesta mientras el líder de aquella manada volvió a flexionar sus piernas. Iba a producirse el ataque. El resto de los lobos estaban nerviosos y se prepararon para lanzarse sobre Ariadne y el extraño hombre.
Pero no lo hicieron.

Comenzaron a surgir detrás de todos y cada uno de los lobos sombras alargadas que quizá salían de las profundidades de la tierra. Aquellas sombras comenzaron a formar figuras humanas y de ellas brotaron varios hombres, de semblantes terroríficos y pálidos. Los lobos se giraron y expresaron su rabia con las gargantas. El lobo blanco aulló largamente y más parecía una orden que otra cosa porque la obediente manada se marchó sin apartar sus miradas de los hombres surgidos de la tierra que desaparecieron al instante.

Ariadne notaba aún la fría mano del hombre que la agarraba y advirtió lo denso que se había convertido el ambiente mientras el lobo blanco miraba intensamente a los ojos del desconocido. Los dos rugieron, como si estuvieran marcando territorio. Después, el gran lobo blanco se dio la vuelta y se alejó entre las tumbas, llegando a los árboles para desaparecer tras ellos.

Ariadne levantó sus ojos azules y vio al hombre pálido que ya no tenía facciones de monstruo en su rostro. Se agachó y la agarró por los brazos.

-Siempre estaré contigo para protegerte. Mi nombre es Drajam y soy tu protector, hasta que llegue tu momento.

Cuando la niña quiso darse cuenta, el desconocido había desaparecido, como si en realidad no hubiera estado jamás allí. Miró el cementerio, desierto y silencioso y se dio la vuelta. Corrió hacia su casa y se refugió en su habitación. Nunca más regresó sola al cementerio, jamás. Ni siquiera cuando los crímenes dejaron de producirse sin que se encontrara culpable alguno.

En Ariadne nació un miedo atroz hacia los lobos y temía encontrarse con alguno de ellos en cualquier parte, incluso llegó a tener angustiosas pesadillas donde estas bestias la devoraban. A veces, veía a hombres que la observaban con sumo interés, y los ojos de aquellos hombres le recordaban los ojos de los lobos. Una vez, cuando regresaba con su madre de vender unas vasijas en el mercado, vio un hombre de larga cabellera blanca y temió que pudiera ser el individuo del cementerio, pero él no se percató de su presencia.

Durante años posteriores, Ariadne no volvió a ver a Drajam en ninguna ocasión y sin embargo detectaba su presencia mientras dormía. Se sentía protegida y a la vez observada.

No podía imaginar que su destino ya estaba marcado, un destino que vio impotente como los acontecimientos se fueron precipitando antes de lo previsto, en concreto días después de que Ariadne cumpliera 21 años.

En aquella ocasión, Ariadne fue abrazada por la oscuridad. Pero ésa es, naturalmente, otra historia…

SOMBRAS

-Debes de haberte vuelto loco.
-¡Que no!.-se quejó Iñaki al ver que su amigo no creía lo que acababa de contarle.-Te digo que es verdad.
-¡Estás loco!.-repitió Gorka.-¡Eso es imposible!
-¿Y por qué no probamos? ¿Tienes miedo?

Gorka abrió sus ojos saltones, levantó las manos y comenzó a reír falseando un temblor.
-No me gusta hacer el idiota.-dijo.-Y lo que cuentas es una estupidez.
-Ya. Tienes miedo.-acusó Iñaki.

Se miraron en silencio. Hacía un calor espantoso, el sol brillaba en lo alto del cielo. Gorka levantó la cabeza y dirigió sus ojos hacia el astro rey. Colocó una de sus manos sobre la frente, para apreciar mejor los rayos del sol; después bajó la cabeza, levemente cegado y con los ojos rebosantes de lágrimas.

-Podemos probar.-admitió finalmente.-Pero desde ya te digo que me parece una tontería.
-Perfecto.-se alegró Iñaki y comenzó a aplaudir ilusionado.-¿Con cuál lo hacemos, con tu sombra o con la mía?

Gorka dedicó una intensa mirada hacia las alargadas sombras de ambos chicos que permanecían inmóviles, pegadas en el suelo. Iñaki se movió y la sombra que le correspondía se agitó, imitando sus movimientos. Gorka rompió a reír.
-¿Qué te pasa?.-preguntó perplejo su amigo.
-Nada tío, que todo esto me parece una estupidez.
-No lo es, se han dado muchos casos…
-Vamos a ver… Según tú, si a una sombra la golpeamos con una barra de hierro en, por ejemplo, la pierna, la persona a quien pertenezca esa sombra, al día siguiente, tendrá una herida horrible en ese lugar.
-¡Exacto!
-Es una memez.
-¿Probamos? Podemos golpear si quieres una de nuestras sombras con una piedra y ya verás como mañana…

Gorka estalló en una sonora carcajada y se apresuró a encender un cigarrillo. Ofreció el paquete a su amigo, pero Iñaki lo rechazó con un movimiento brusco de cabeza.

-Es verdad tío, perdona, que lo estás dejando.
-¿Probamos?.-insistió Iñaki.
-¡Qué pesado!.-resopló Gorka con cierta consternación y buscó por el suelo hasta encontrar una piedra. Se giró y vio a su compañero sacando algo del bolsillo.-¿Qué es eso?
-Un clavo.
-¿Un clavo? ¡Qué jodio eres! Quieres clavarlo a una de nuestras sombras, ¿no?
-Exacto. ¿A la tuya o a la mía?
-Prefiero… la tuya.
-¿Por qué, si tú no crees?.-rió cínicamente Iñaki y le hizo entrega del clavo.-Voy a ponerme de pie, para que la sombra se extienda a lo largo, imagino que la sombra tiene que estar entera.

Gorka agarró el cigarrillo con los labios y cogió el clavo. Lanzó a Iñaki una mirada socarrona y se acercó a la sombra que proyectaba el cuerpo de su compañero. No lo dudó ni un instante.
Hundió el clavo en la tierra, justo en la rodilla. Los dos rieron. Gorka entonces sacó el clavo.

-¡No!.-gritó furioso Iñaki.-Para que tenga efecto tiene que estar ahí metido todo el día, es como si un trozo de la sombra se hubiera quedado clavada en el suelo, desprendiéndose ¿No lo entiendes?
-Déjalo, esto es una chorrada.-farfulló Gorka con una expresión en la cara que convenció a su amigo de que era el momento adecuado para abandonar tan extraño juego.

Se sentaron y charlaron sobre cosas que sólo ellos encontrarían interesantes. Gorka encendió otro cigarrillo que devoró en un par de minutos. Iñaki lo observaba cuando desvió la cabeza y su rostro se cubrió de una sonrisa. Gorka sintió interés por ver qué es lo que había provocado aquel gesto.
Sacó un cigarrillo y lo encendió mientras miraba a la persona que se estaba acercando. Saludó con la mano.

-¡Hola!-saludó una chica rubia, de pelo rizado que vestía unos pantalones azules ceñidos y una camiseta roja ajustada. En la mano llevaba una chaqueta de color verde.
-Hola Mary, ¿Qué tal?
-¿Qué hacéis?.-preguntó.
-Pasando el tiempo.-respondió Gorka ofreciendo un cigarrillo a la recién llegada que dibujó una sonrisa con los labios mientras alargaba el brazo para recoger el cigarro.
-¡Espera!.-gritó Iñaki, lo que provocó que sus dos amigos se detuvieran en el acto y lo miraran sorprendidos.-Ponte aquí, Mary, donde yo estoy.

La chica miró primero a Gorka a través de sus ojos azules, después obedeció a Iñaki sin preguntar nada y permaneció de pié. Su alargada sombra se extendió a lo largo del suelo e Iñaki la observó con desmedido interés.

Cogió el clavo y con ayuda de la piedra que había encontrado Gorka, se arrodilló junto a la sombra, a la altura de la cabeza. Ante el asombro de Mary y las muecas burlescas de Gorka, Iñaki clavó el trozo de acero en la sombra de la chica, de un solo golpe, y el clavo se hundió en la tierra, totalmente.
-¡Ya está!
-¿Qué has hecho?
-¡Nada!, mañana nos cuentas si te ha dolido la cabeza esta noche.
-Tú eres tonto.-rió Mary y encendió el cigarro que Gorka le había ofrecido.

Veinte minutos después la chica se despidió y se marchó. Los dos amigos pegaron sus ojos en el trasero redondo y apretado de Mary. Se miraron y rieron a mandíbula batiente.


-¡Que buena está la condenada!.-gimió Gorka.
-Ya te digo…¡¡¡Ayyyy!!!!

Los dos chicos permanecieron charlando casi durante una hora para después despedirse y alejarse el uno del otro.

A la mañana siguiente, Iñaki se despertó hacia las siete. Desayunó ligeramente y se puso ropa cómoda. Se colocó unos cascos para oír música y salió a la calle, con la intención de caminar un poco, rutina que llevaba haciendo desde aproximadamente un par de meses.
Nada más poner el pie en la calle, notó el fresco de la mañana pero miró hacia el cielo y lo vio completamente despejado. Hoy iba a hacer un día maravilloso.

Anduvo durante hora y media y cuando pretendía regresar a su casa se acordó del clavo que había hundido en la sombra de Mary y, con media sonrisa cubriendo su rostro, se dirigió hacia el lugar donde se encontraba. No es que creyera demasiado en ello pero, por si acaso, pretendía sacar la punta de la tierra, para evitar que su amiga sufriera algo más que insoportables dolores de cabeza.

Encontró sin mayores dificultades el clavo enterrado y se agachó para extraerlo, pero con sus propias manos no pudo hacerlo. Buscó por el suelo un objeto que pudiera servirle para arrancar el clavo y a varios metros encontró algo que tal vez pudiera facilitarle el trabajo. Cuando lo fue sacando, no sin esfuerzo, sus ojos se abrieron mostrando una mezcla de asombro y estupor. El clavo estaba manchado y hasta que no lo sacó del todo no advirtió de qué se trataba.

El pequeño trozo de acero chorreaba un viscoso líquido rojo que desprendía un intenso aroma que a Iñaki le pareció dulce. Tocó aquél líquido con sus dedos y se lo llevó a la nariz.

-Sangre.-murmuró sobrecogido.

En ese mismo instante, Mary estaba desayunando en su casa. Había dormido perfectamente y se había puesto unos pantalones negros y una blusa blanca. Se iba de compras con algunas amigas, pero antes estaba el desayuno.

En cierto momento, poco después de que su amigo Iñaki extrajera el clavo del suelo, Mary recibió una fuerte sacudida en la cabeza, como un potente balonazo que le hizo inclinar su cuerpo hacia delante de manera violenta, chocando su cabeza contra la mesa y haciéndose una grieta en la frente. Aulló de dolor, pero su sufrimiento no había acabado aún.

Iñaki, sorprendido aún por el clavo que tenía en su mano, limpió con su jersey la sangre y comenzó a asustarse al descubrir que por mucho que limpiara, el clavo seguía chorreando sangre, como si el pequeño trozo de acero tuviera una pequeña hemorragia. Preocupado, introdujo de nuevo el clavo en el agujero, hasta el fondo.

El cuerpo de Mary sufrió otra sacudida. La chica abrió los ojos, que estuvieron a punto de salirse de sus órbitas, y notó un intenso dolor en el interior de su cabeza, como si la hubieran perforado con un taladro hasta llegar a su cerebro. Vomitó sangre sobre la mesa y se levantó, aquejándose de un agudo dolor.

Sacó el clavo de nuevo e Iñaki comprobó que incluso el agujero estaba repleto de sangre, intento hacerlo más grande, para descubrir de dónde salía. ¿Habría algo enterrado? Con ayuda del propio clavo, fue agrandando el agujero.

Mary rodó por el suelo con las manos agarradas a la cabeza mientras aullaba de dolor. Sentía un fuerte suplicio en su cerebro, notaba como si le estuvieran hurgando en su interior, como si le mordiera una rata que pretendía alimentarse de su masa cerebral.

Cada vez el agujero del suelo era más grande. Iñaki estaba tan excitado que no se percataba que se había formado un charco de sangre que le estaba salpicando la ropa y le manchaba las manos; incluso tenía gotas de sangre sobre la cara. Siguió haciendo más grande el agujero, tratando de encontrar el origen para la irrupción de tanto líquido rojo.

La sangre le salía por los oídos y Mary dejó de gritar al vomitar de nuevo, esta vez trozos coagulados de sangre oscura. Sentía que su cabeza estaba a punto de estallar y percibía la impresión de que su cerebro se estaba agujereando.

Iñaki dejó de cavar cuando vio que su tarea resultaba imposible. Un gran charco de sangre como única respuesta, El chico metió los dedos. La sangre estaba caliente. Hurgó en el interior, tratando de descubrir algún animal enterrado.

El dolor cada vez era más insoportable. Su garganta rugió como un animal conducido al matadero y trató de ponerse de pie, pero a Mary le fallaron las piernas. Sus ojos se volvieron del revés, la oscuridad comenzaba a avanzar, penetrando por el gran agujero que debía tener en su cabeza. Estuvo a punto de perder la conciencia cuando, de pronto, el dolor desapareció, repentinamente.
Iñaki levantó las manos y se las vio completamente manchadas de sangre. Excitado y azorado, miró el charco de sangre y después el clavo. Recogió este último y lo lanzó lejos de allí. Después, respirando con dificultad, bajó la cabeza para mirar de nuevo el charco rojo. Vio algo entre la sangre, algo que le llamó la atención. Lo tocó con los dedos, parecía un amasijo de hilos. Sin dudarlo, lo aferró con la mano y tiró fuertemente.

El escalofriante alarido de Mary resonó en todo el edificio, haciendo temblar sus cimientos. Todo aquel que lo hubiera escuchado sabría, perfectamente, que aquél grito era desgarradoramente diabólico. Mary quedó tendida en el suelo, sin vida. De su cabeza manaba un reguero de sangre aderezada con trozos grises y verduzcos pertenecientes a su cerebro.

Iñaki levantó la mano triunfante cuando por fin consiguió sacar el manojo de hilos ensangrentado. Lo examinó con atención y pronto descubrió que no se trataba de hilos.
Era un manojo de pelo.


Lo soltó horrorizado cuando reconoció los graciosos rizos de la cabellera rubia de su amiga Mary. Observó de nuevo el charco de sangre y se levantó. Huyó del lugar, convencido de que algo trágico había ocurrido.

Minutos después, la sombra deformada de Iñaki se arrastró por el suelo y persiguió a su dueño.

UNA DECISION EQUIVOCADA

-¿Has oído eso?
-No es nada ¡sigue, sigue!

Natalia se quitó de encima de Nacho y buscó el jersey para taparse los pechos desnudos.

-No me digas que no lo has oído. Ha sido como un grito.
-No seas tonta, no pasa nada. Vamos a seguir, por favor…
-No puedo, estoy nerviosa. Te juro que he escuchado algo.
Natalia se sentó frente al volante y buscó con la mirada en el exterior, pero los cristales empañados le impidieron distinguir más allá de las sombras.

-¿Vas a dejarme a medias?.-inquirió Nacho bajándose los pantalones y mostrando su miembro erecto. Natalia lo miró unos momentos y chasqueó la lengua; su mente estaba lejos de allí.

Hacía veinte minutos que la pareja había llegado a aquél apartado situado a las afueras del pueblo, que los jóvenes de la localidad utilizaban como picadero. No era la primera vez que Nacho y Natalia acudían allí para besarse, acariciarse y, en algunas ocasiones, hacer el amor. Precisamente ésa era su intención aquella noche.
Se habían besado apasionadamente. Ella se sentó encima de Nacho y comenzó a hundir sus ardientes labios en los del chico. Se quitó el jersey y dejó que él le arrancara de un manotazo el sujetador de color negro. Los pequeños pechos de Natalia saltaron al aire y en ese momento los ojos de Nacho brillaron de excitación. Seguidamente, el chico hundió la cabeza entre los pechos y comenzó a morderlos, ante los profundos gemidos de Natalia, que le agarró la cabeza y le pidió que le lamiera los pezones.
En mitad de la faena sonó claramente, al menos para los oídos de Natalia. Quizá a no mucha distancia.
Un grito prolongado. Un grito de dolor.

Natalia abrió los ojos y separó la cabeza de su novio, que no había oído absolutamente nada.
-Venga, ponte encima.-pidió Nacho agarrando el brazo de Natalia, pero ella negó con la cabeza, preocupada.
-¿Por qué no echas un vistazo? Quizá ha pasado algo…
Nacho movió los ojos burlonamente e intentó acercar la mano de Natalia a sus partes nobles, pero ella escapó de aquella treta con un hábil manotazo.
-¡No seas idiota!
Volvió a oírse un grito. Esta vez más fuerte. Los dos lo escucharon con perfecta claridad y estarían de acuerdo en afirmar que estaba cargado de un hondo dolor.

Esta vez Nacho arqueó las cejas sobrecogido y miró a su novia con los ojos muy abiertos.
-¡Te lo dije!

Nacho se apresuró a subirse el pantalón y bajó la ventanilla del copiloto. El intenso frió de la noche intentó colarse rápidamente en el interior del coche. El joven le facilitó el acceso al abrir la puerta; salió al exterior.

Con el torso desnudo, Nacho examinó los alrededores con profundo interés. La noche no le facilitaba el acceso más allá de los pocos metros y un nuevo grito le hizo dirigir la cabeza hacia un lugar determinado. Vio un pequeño destello, que desapareció rápidamente, tragado por las sombras. Miró unos instantes hacia atrás y vio a Natalia que lo observaba con cara de preocupación desde el interior del coche. Le hizo una seña con la mano y se alejó. Natalia protestó pero Nacho la ignoró.
El joven, que se arrepintió de no haberse puesto el jersey, caminó entre los árboles con el pecho al descubierto, para descubrir de dónde procedían aquellos gritos y quién los emitía.

No tardó en averiguarlo y la escena le dejó profundamente impactado.
No era para menos.
A medida que se acercaba al punto donde presumiblemente salían los gritos, Nacho escuchó una voz y seguidamente un alarido desgarrador que perturbó la paz de aquél paraje. El joven se detuvo en el acto, presó del pavor. Su corazón comenzó a latir de manera desbocada y los nervios hacían travesuras en su estómago. Reanudó la marcha y encontró una silueta de aspecto humano que se movía pocos metros más adelante.
Nacho se tumbó junto a un árbol para observar la escena, que le pareció fuera de lugar.
Una chica, de unos veinticinco años, daba vueltas por los alrededores. Sin duda era atractiva; el pelo rizado caía sobre sus hombros y llevaba en la mano un objeto que no pudo o no supo identificar.
Oyó un ruido a su espalda y Nacho se giró sobresaltado para posteriormente tranquilizarse al ver el rostro conocido de Natalia.
-¡Te dije que te quedaras en el coche!
-¿Qué pasa?
Nacho no contestó, se limitó a señalar hacia adelante.

Ambos pudieron ver que la chica morena acababa de encender una pequeña hoguera. Gracias a la luz que ahora procedía de las llamas, percibieron nuevos detalles.

Había alguien más con ella. Un hombre joven, casi un muchacho, completamente desnudo. Atado a un árbol. Natalia agarró el brazo de Nacho y se llevó la mano a la boca, para evitar lanzar un quejido.

-¿Qué están haciendo?.-susurró la joven
-No lo sé, pero eso no es nada bueno…

Entonces los dos pudieron ver con toda facilidad lo que la chica tenía entre sus manos y apuntaba con ese objeto al joven atado. Se oyó un ruido sesgado y después un grito ensordecedor, proferido por la garganta del muchacho.


-¡Le ha clavado una flecha!.-exclamó Natalia horrorizada. Nacho la agarró y la empujó hacia abajo, pidiéndole que guardara silencio.
Pero Natalia no se equivocaba. Aquella desconocida había lanzando una flecha sobre el cuerpo del joven atado. Nacho pudo ver claramente que el trozo de madera se había clavado en la pierna derecha del desdichado. Y tenía otra en el hombro.

De ambas heridas sangraba.

-Llama a la policía, yo voy a intentar ayudar a ese chico.
-¡No!.-pidió Natalia con un hilo de voz.-¡Te matará!
-¿Y qué quieres que haga? ¿Dejar que mate al tío ese? No me va a pasar nada, tú avisa a la policía y yo entretendré a esa puta. Venga, ¡¡Vete!!
Natalia le hizo caso y corrió hacia el coche, en busca del teléfono móvil que debía andar, con toda probabilidad, debajo de algún asiento, entre parte de la ropa y la caja de preservativos. Nacho tomó la decisión de abandonar el escondite y se aproximó con lentitud. La chica morena estaba de espaldas. La vio acercar una especie de ballesta hacia el fuego y la flecha que estaba cargada quedó envuelta en llamas casi al instante. El chico atado gimió asustado y la mujer lo apuntó.
Disparó.
La flecha incandescente recorrió el espacio que separaba a los dos desconocidos con tremenda rapidez y el grosor de la madera atravesó el pecho del prisionero, que esta vez emitió un quejido ahogado. Pareció morir en aquél mismo instante. La cabeza del chico quedó hacia abajo y no realizó ningún movimiento. Ni el más leve.
Nacho llegó hasta la joven morena y, completamente decidido, la agarró por detrás. La chica, sorprendida, intentó zafarse pero Nacho la golpeó en la cabeza varias veces, hasta que las rodillas de la muchacha se doblaron. La ballesta cayó al suelo.
Nacho soltó a la desconocida y la examinó durante breves segundos. No se había equivocado, era una chica atractiva, pero tenía algo en su mirada que no le gustaba; algo de carácter maligno. Intentó acercarse a ella pero se revolvió tratando de recuperar el arma. Nacho le lanzó una potente patada que impactó en la cabeza de la chica y ésta cayó redonda al suelo, inconsciente.
El chico le dio la espalda y se apresuró a llegar hasta el joven que estaba atado en el árbol, con tres flechas clavadas en su cuerpo; la última de ellas, aún ardía. Se apresuró a desatarlo y no pudo evitar que el cuerpo del chico cayera al suelo. Inconsciente.
Tal vez muerto.
Nacho buscó el pulso en el cuello del desafortunado pero no lo encontró y se lamentó haber llegado tarde. Por el rabillo del ojo vio que la chica morena se incorporaba y él se levantó, para hacerle frente.
-¡Maldito imbécil!.-masculló la joven. Y recogió la ballesta.
Nacho temió por su vida, pero la desconocida no cargó el arma, se limitó a observarle a través de unos expresivos ojos verdes, cargados de cólera.
-¡Maldito imbécil!.-repitió de nuevo.

Nacho abrió los ojos sorprendido cuando la chica comenzó a cargar la ballesta con clara intención de dispararle. No se lo permitió. Corrió hacia ella y rodó por el suelo hasta llegar a su lado, en cuestión de segundos; le propinó una patada en las espinillas. La chica chilló y cayó al suelo. Nacho se incorporó y usó los puños para acabar de dejar inconsciente a la muchacha, que comenzó a sangrar de la boca y la nariz.

Sin quitarle los ojos de encima, Nacho se acercó al cuerpo inmóvil del joven con la intención de comprobar si podía quitarle las flechas clavadas y dio un respingo hacia atrás, quedando sentado de culo en el suelo. Tenía los ojos abiertos.
¡Estaba vivo!
Corrió en su ayuda al tiempo que el joven comenzó a balbucear. Quería decir algo, pero de su boca solo salieron borbotones de sangre.
-Pronto vendrá la policía, no te preocupes, aguanta tío.

Nacho tocó la mano del joven. Estaba excesivamente fría y comprendió que la vida se le escapaba. Aquél chico no iba a tener suerte. Aún así, en un acto desesperado por influirle esperanza, le cogió la mano y la apretó entre las suyas.

El chico levantó la cabeza y le lanzó una mirada extraña. Nacho vio que movía los labios y se acercó para escuchar sus palabras.
Pero aquél chico no dijo nada.

Abrió la boca y Nacho pudo ver dos afilados colmillos, largos, puntiagudos. No tuvo tiempo de echarse para atrás y notó que se clavaban en su cuello, como hierros penetrando en su piel.

Las manos del chico, convertidas ahora en potentes garras, lo aferraron con fuerza.
Nacho notó que la vida se le escapaba en un suspiro. Aquel chico al que había salvado de una muerte segura le estaba chupando toda la sangre.
Apenas con nada en las venas, los ojos casi muertos de Nacho, vidriosos y carentes de sentimiento, vieron desde el suelo que el chico se incorporaba con una sonrisa de satisfacción entre los labios. Se arrancó las tres flechas con un gesto violento y sus heridas cicatrizaron en cuestión de segundos.
Nacho moría, pero antes de cerrar los ojos lanzó una mirada al cuerpo inconsciente de la chica morena a la que había impedido acabar con el monstruo. El vampiro se acercó a quien consideraba su cazadora y se inclinó sobre ella, para alimentarse. Después, Nacho oyó un alarido de mujer. Ladeó la cabeza sin apenas fuerza para mirar en la dirección del sonido y vio a Natalia, que había surgido entre la maleza y contemplaba la escena con el rostro descompuesto.
Nacho intentó advertirla, pedirle que huyera, pero no tuvo tiempo de hacerlo. El joven vampiro se incorporó con la boca manchada de sangre y se acercó a Natalia, que quedó petrificada por el terror. Intentó retroceder pero tropezó y cayó al suelo.

Nacho no vio nada más, la oscuridad lo abrazó para toda la eternidad pero tuvo tiempo de oír, por última vez, el angustioso alarido que la garganta de su novia profirió, desgarrando las vestiduras de la noche.
Después el silencio y la paz más absoluta.